lunes, junio 27, 2005

Festival del Caribe

POR EL NORTE, EL MAR DE LAS ANTILLAS


“La mar violeta añora el nacimiento de los dioses”.
J.L.L


A pocos les ha sido otorgada la gracia de devolverle al Caribe la inconcebible belleza de sus dones. Y menos aún, de devolvérselos con la esplendidez que ostenta el magnífico verso de José Lezama Lima que sirve de epígrafe a estas líneas. Sin embargo, desde sus lomas, un pueblo llamado Santiago de Cuba, lleva siglos inventando casi toda la música del mar antillano. De Santiago es el bolero. De Santiago es la conga. De Santiago es la salsa. Y de Santiago son, sin duda alguna, los cantantes, los mismos de quienes siempre quisimos saber de dónde eran, según la vieja y pegajosa pregunta retórica de Miguel Matamoros.

A esa ciudad del poeta Heredia y de la Virgen de la Caridad, de la Lupe y del Compay Segundo, de César López y de Antón Arrufat, del Cuartel Moncada y de la Sierra Maestra, irán el próximo jueves los cocineros del Centro de Investigaciones Gastronómicas de la UNEY. Tienen el encargo de llevar una muestra de gastronomía venezolana dentro del marco del Festival del Caribe, dedicado esta vez a la República Bolivariana de Venezuela.

Durante todos los días del festival habrá degustación de platos venezolanos. Desde el lau-lau ahumado hasta el selce coriano, pasando por variadísimas elaboraciones de nuestra cocina, el Cig-Uney irá trazando algunos de los rasgos que distinguen a la mesa venezolana de otras mesas del Caribe, pero sobre todo, irá resaltando la cultura alimentaria que nos enlaza a todos los pueblos del Mar de las Antillas, cultura sin la cual las señas gastronómicas particulares no serían posibles. Somos hombres de maíz, pero también de yuca, como secularmente lo demuestra la presencia cotidiana de la arepa y del casabe en nuestras tierras.

Lo más importante de la participación de la UNEY en este XXV Festival del Caribe es la posibilidad de reivindicar la gastronomía como pieza fundamental de la cultura caribeña. Llevar cocineros y alimentos para la prestación de un servicio indispensable en un evento de esta naturaleza, no está nada mal, pero suele ser accesorio. En esta ocasión no se trata de eso. La cocina venezolana asiste como un componente esencial del mundo caribeño, que no sólo suena, sino que también sabe. Y sabe bien. El Caribe es un ejemplo de interculturalidad fecunda y viva donde un cocinero llegó a ser emperador de una isla. “El reino de este mundo” de Alejo Carpentier cuenta esa historia de la maravillosa realidad caribeña.

Con la montaña al fondo y con el mar delante, Cruz del Sur Morales, Antonio Mujica, Ricardo Oropeza, Osmany Barreto, María Loyo y Alexander Manzanilla trabajarán en la delegación gastronómica de Venezuela y serán los responsables de esta incursión de la cocina nuestra en una de las capitales emblemáticas del Caribe barroco y musical.

viernes, junio 24, 2005

Gardel, asado y alfajores (era para mí la vida entera)

¿Qué escuchar hoy a los setenta años de su ingreso a la inmortalidad?

Como estoy en la onda de Discépolo, por la mañana pondré Chorra, Qué vachaché y Yira... yira...

Y por la tarde, Le Pera: Cuesta abajo, Mi Buenos Aires querido y, por supuesto, Volver.

Ásí que habrá Gardel para toda la jornada.

¿Qué vamos a morfar?

Asado de tiras, ensalada de lechuga y tomate con una vinagreta de limón, sal, aceite y laurel.

Y para la leche, los alfajores santafecinos que Borges menciona en El aleph.






sábado, junio 18, 2005

"Boeuf en daube", Virginia Woolf y la cocina literaria en Salsipuedes

Cuando la directora del Centro de Investigaciones Gastronómicas se detuvo por unos minutos frente al número 46 de Gordon Square, en Bloomsbury, Londres, hará unos cuatro años, quien la acompañaba sabía que celebraban, de manera breve y silenciosa, un homenaje fugaz a la atormentada defensora de las “habitaciones propias” para todas las mujeres de este mundo. Sabía, además, que estaban frente a un espacio sagrado de la aristocracia intelectual inglesa del siglo XX, pero no sospechaba que Virginia Woolf (la gran novelista que habitó el referido lugar) le iba a deparar poco después un sabrosísimo recuerdo gastronómico, un recuerdo que convierte a la cocina en otra habitación propia, y a la mesa, en un universo inconcebible.

La relectura de “Al faro”, esa formidable novela sobre el tiempo, las cosas y la vida, y la estupenda película “Las Horas” (donde Nicole Kidman hizo de Virginia) situaron nuevamente a la Woolf en el centro de mi memoria gustativa. Lo demás lo hizo un reciente artículo de Alberto Manguel donde se da cuenta del fetichismo literario aplicado a la gastronomía, a propósito del “boeuf en daube” virginiano, que terminó resultando para mí (y seguramente para muchos) una vieja presencia familiar. Y es que este plato no es otra cosa que una sabrosísima carne guisada de la cual existen montones de recetas en nuestro país y en muchos otros.

Claro, no basta con la popularidad de un plato, porque ahí nunca estará el secreto de su duende. Es importante prepararlo con ganas, comerlo con gusto y evocarlo poéticamente, es decir, reinventarlo en nuestra memoria, para que alguien exclame como en la novela de Virginia Woolf: “Es un triunfo”. Y eso fue lo que obtuvo Ricardo Oropeza el viernes pasado cuando estuvo a la altura en un almuerzo que le dimos a un afamado visitante. Ricardo preparó un sencillo “boeuf en daube”. Mejor dicho, hizo el primer ensayo de su particular versión de ese plato.

Uno de los méritos de Ricardo es que no tuvo ante su vista recetario alguno. Trabajó a partir de un comentario mío, en el que me limité a referirle que recientemente en un restaurant de París había comido un “boeuf en daube” memorable, acompañado con papas. Le dije que seguramente la carne había sido lagarto sin hueso marinada con vino. Eso fue todo. El resto de mi comentario fue una interesada alusión a la presencia de ese plato en la bella novela “Al Faro”, de Virginia Woolf.Por eso, para mí fue una gratísima sorpresa encontrarme ayer con que el plato principal del almuerzo era un guiso de lagarto sin hueso, marinado en vino, con papas y cebollas, gustosamente realzado por una adecuada proporción de aromosas (y amorosas) hierbas provenzales.

Fue un verdadero homenaje a la devoción literaria y, sobre todo, una demostración de que a cocinar sólo se aprende con sentido común y no con recetas. Si le añadimos imaginación y gracia (como hace Ricardo), no sólo se aprende a cocinar. Se aprende a vivir.

Ricardo Oropeza agregó ayer, sin duda, un logro más al interesante proyecto de “cocina literaria” del Centro de Investigaciones Gastronómicas de la UNEY.

domingo, junio 12, 2005

Por el camino de Proust


Chardin

Debo a la conjunción de un leve resfriado y de una larga conversación con una amiga mi silencioso descubrimiento de Proust. El resfriado me mantuvo en cama durante un larguísimo día dentro de una quinta de la calle Motatán, en Colinas de Bello Monte. La quinta se llamaba San Eugenio y la amiga se llama Fernanda García, para ese momento mi compañera de estudios.

El hecho ocurrió hará unos veinticuatro años. Fernanda me había hablado la noche anterior de un libro que le fascinaba: una especie de Proust par lui-même, preparado amorosamente por Claude Mauriac.

La entusiasta referencia de Fernanda me llevó a curiosear las páginas de un ejemplar cuya lectura había venido postergando por falta de tiempo o por desgana, qué sé yo, a pesar de que Ludovica me lo ponderaba con frecuencia.

Abrí el libro y esa tarde leí sin parar Por el camino de Swann, en la legendaria traducción de Salinas. Al llegar a la página 91 un soplo de voracidad se apoderó de mi lectura. No sabía de dónde procedían tantos olores. Entonces Marcel Proust, con la morosa delectación de su escritura inigualable, me informó que una sacerdotisa de la gastronomía llamada Francisca había elaborado una lista de comidas al ritmo de las estaciones y de los episodios de la vida.

He aquí la lista: un mero porque la vendedora le había garantizado que estaba fresco; una pava, porque la había visto muy hermosa en el mercado de Roussainville le Pin; tuétano con cardos, porque todavía no nos los había hecho así; una pierna de carnero asada, porque el salir da ganas, y porque tenía tiempo de bajar hasta los talones de aquí hasta la hora de la cena; espinacas, para variar; albaricoques, porque eran de los primeros; grosellas, porque dentro de quince días ya no habría; frambuesas, porque las había traído expresamente el señor Swann; cerezas, porque eran el primer fruto que daba el cerezo del jardín, después de pasarse dos años sin producir; queso a la crema, porque me gustaba mucho antes; pastel de almendra porque se había encargado la víspera, y el brioche, porque nos tocaba a nosotros traerle.

La lista parecía interminable y me llevó a mundos imprevistos. Cada plato fue para mí una transfiguración de otros. Cada motivo, un capricho de mi abuela, de mi madre o mío. Se me reveló el universo entero en una mesa, en una fruta, en una cuchara, en un pan, en un salero. No podía verme nadie: en una desesperación de ternura me aproximé al libro y le di las gracias a las cosas que estaban a mi lado y bendije por un instante el poderoso olor del agua de azahar que percibí una remota mañana en la casa de mi Papabuelo.

Para el final, como debe ser, probé la crema de chocolate, inspiración y atención personal de Francisca, leve y fugitiva como una obra de circunstancia en la que hubiera puesto todo su talento. Era la apoteosis, el homenaje al padre, la delicia suprema, la medicina de los dioses.

Como escribió una vez Alejandra Pizarnik, sin pensar en Marcel Proust ni en comida alguna:

"He de morirme de cosas así".