domingo, julio 31, 2005

Del diario de Biscuter

31-07-05:

Son las seis de la mañana. La página en blanco.

Corrijo: la página ya no está del todo en blanco.

Primero es el viento que sopla, entra por la ventana y me refresca.

Después, el agua de la ducha, amable y cálida.

Y ahora es esta nota trazándose distraídamente sobre la página.

¿Cuándo la poesía?

¿Cuándo el silencio de la poesía?

¿Cuándo la limpidez?

lunes, julio 25, 2005

(Mi) Cocina a la manera mantuana

Hubo un tiempo en la historia de la cocina en el que quien creaba un plato, jamás podía firmarlo. El autor era socialmente inadecuado, poco. El mérito de la “denominación culinaria” le pertenecía a quien le daba trabajo. Eso comenzó a cambiar poco antes de la Revolución Francesa y mucho después, cuando nacieron como negocio los restaurantes.

En Historia de la cocina y de los cocineros los profesores Neirinck y Poulain aseguran que se pueden distinguir dos grandes categorías de personajes en materia de denominación culinaria: los grandes nombres de la cocina; y los representantes de las artes, las letras o la aristocracia.

Aquí, donde la regla no aplica, podemos observar hay en cambio dos tendencias claramente encontradas. La primera, ancla las recetas de lo nacional en los apellidos socialmente válidos del patrón, del dueño de casa, así la receta sea confesadamente de su servicio. No importa que el supuesto autor de la receta no sepa cocinar sus platos sin ayuda frente a sus comensales. Lo que importa es quién refrenda que eso es criollo, auténtico, bueno por naturaleza. La cocina nacional pasa así a tener interpretadores, codificadores, censores sociales. Sus gustos y preferencias se convierten así en los supuestos gustos de los demás. Más allá de ellos y sus amistades, no hay identidad válida. Anclada con sus apellidos en lo colonial, como en la épica, los personajes son héroes de la cocina y la sociedad telón de fondo.

La segunda tendencia es la nacional irreverencia. Sin orden ni concierto ni supervisión, nacen escuelas y academias de cocina que otorgan diplomas válidos en ninguna parte. Sin normas y códigos, los muchachos se ponen uniformes y botones que no les corresponden. Ninguno quiere ser cocinero sino “chef”, cosa que es un cargo, no una profesión. Con el mismo desenfado y osadía que el gentilicio ha convertido en simpatía y carisma, se juega con las denominaciones culinarias, se crean recetas reinventando cocinas milenarias y se sonríe para la cámara. Con el “chef” turbo y de pasarela, la cocina nacional entre sobresaltos, se divierte. La sociedad sigue como telón de fondo. Pero su núcleo ha cambiado: ya no es la familia, sino el centro comercial.

Toda cocina, como toda cultura, es el resultado de una combinación de elementos. Es una mezcla. De distinto origen, de diferentes tiempos, que confluyen en un lugar. Eso es criollo. Cocinar venezolano ignorando a españoles, italianos, franceses, chinos, árabes, ingleses, trinitarios, antillanos... que aquí viven y desde hace más de un siglo cocinan, es no cocinar criollo. La cocina nuestra hoy, de los otros recibida, es tan venezolana como la del siglo XVIII. Ese fenómeno, el de la riqueza de sabores adquirida, no parece ser entendido salvo excepciones en la cocina profesional urbana. Por eso el empeño de reducir lo criollo en cocina a la historia política, es decir, a héroes y presidencias, atraganta el gusto, vuelve repetitivo y monótono el placer.

Alberto Soria.
Asesor del Cig-Uney.

domingo, julio 24, 2005

Preguntas retóricas

Porque tenemos "rating", ¿somos estupendos?

¿Somos ahora maravillosos en la cocina?

¿Vivimos un momento de esplendor gastronómico en Venezuela?

¿Preferimos la calidad al éxito de mercado?

¿Valoramos debidamente la diversidad gastronómica de nuestro país mestizo y plural?

¿Deconstruimos con armonía después de conocer y practicar sabiamente la construcción?

¿Nuestros centros de estudios o institutos gastronómicos forman realmente cocineros?

Las anteriores son, desde luego (y lastimosamente), preguntas retóricas, según la inexorable ontología negativa que las responde.

Por fortuna, hay excepciones.

lunes, julio 18, 2005

Fragmentos de una cocina amorosa

Fragmentos de una cocina amorosa

1. Nuestras casas son los ríos secretos de la memoria. Por ellas discurrimos cuando soñamos o cuando salimos de viaje hacia el tiempo perdido. Somos sus fantasmas. Abrimos las puertas clausuradas de la vieja casa y damos pasos silentes buscando alguna remota fragancia de los días de fiesta.

2. Leo La casa por dentro de Luz Machado. Leo cuando ella entra a la cocina y mira las hornillas: “Como pequeñas hortensias azules,/ como gigantes nomeolvides,/ como cualquier flor celeste,/ nacen de pronto./ Mas, no las toquéis. Son fuego”. Luz Machado se ha detenido en este instante ante el acto ritual de la cocción del alimento y piensa en un poema sobre la cebolla.

3. Aquí está la abuela en la cocina. Su pelo blanco alumbra todo el espacio. Se pasea majestuosa de un lado a otro, mientras estira que estira hasta lograr el exacto punto del alfeñique. Azúcar blanca sobre la mesada de granito. Después irá ordenando los brillantes cristales de su oficio. Aquí está, pues, la abuela, un día dichoso del 60.

4. Sólo hay luz en el corredor. Las mujeres hablan. Toman café y mojan en la taza pan de tunja. En este momento disponen de la vida doméstica. Susurran cuentos hermosos. Se demoran saboreando la aromosa costumbre del café. No han leído a Lezama, pero todas son la mujer que el etrusco de La Habana vieja describe en un sabio y bello poema inolvidable.

(Anotación retórica e innecesaria: “toman, mojan, tunja, pan en la taza ¿con asa o sin asa?”. El juego perennemente infantil de verbalizarlo todo).

5. El reloj del comedor sigue en su vigilia. Todavía no se detiene. Algún día habría de hacerlo. Nadie más preside como él otro espacio sagrado de la casa. En ese comedor nos escondíamos. Nos escondíamos de la gente y del reloj. Una mañana, debajo de la mesa, descubrimos sabores prohibidos. La seducción del verde de la menta, el olor impetuoso del anís.

6. En el álbum está también Sacramento, la que tiende el pan. La dejo en su eternidad, velando harinas.

7. La hamaca para mecerse y volar por los aires. Sola, solita. El espacio para el juego y también para el reposo, lento, largo, inacabable. La hamaca para esperar el olor de las conservas de coco, servidas en las hojas de naranja. El irresistible momento de probarlas.

8. En el patio de atrás las mujeres y los niños cantaban y hacían jalea de guayaba. La bisabuela dirigía, serena, el oficio matinal. Eran aún los tiempos del huerto casero, de los buñuelos para la semana santa, del teatro familiar con los disfraces.

9. Limazas. A mi abuela se las traían de El Tocuyo. Nunca más las he vuelto a ver. Ya no recuerdo el sabor del dulce de limaza que hacía mi abuela. Las limazas son hoy una vaga imagen de mi infancia.

10. El domingo, hervido de gallina. Los invitados entraban sin necesidad de tocar. Los recibíamos en la sala donde la voz queda del tío Antonio recordaba algún verso de Juan Ramón Jiménez. La nostalgia es ahora un aroma de bolitas de masa de yerbabuena.

lunes, julio 11, 2005

En Santiago son de San Felipe

El pasado 5 de julio abrió sus puertas la Casa de Venezuela en una calle del histórico centro de Santiago de Cuba. El acto, presidido por nuestro embajador Adán Chávez y por Farruco Sesto y Abel Prieto, ministros de Cultura de Venezuela y Cuba, respectivamente, concluyó con una degustación de variados entremeses venezolanos, elaborada por el Centro de Investigaciones Gastronómicas de la UNEY. Así, mientras los llaneros Cristóbal Jiménez, Nelson Parra y Vidal Colmenares (el mejor Florentino del país), cantaban para una animada y alegre concurrencia santiaguera, ésta saboreaba una exquisita mantequilla de caraotas, un milagroso lau-lau ahumado, selce coriano, quesos, un tarkarí de chivo y un pisillo de chigüire inigualables, servido todo con casabe, y al final, una muestra de nuestra riquísima dulcería. Esa noche la presencia gastronómica venezolana fue disfrutada y celebrada con efusión por un público afortunado y sorprendido.

Los cocineros de la UNEY tuvieron otras actividades importantes en el Festival del Caribe. En condiciones difíciles -por el paso del huracán Dennis- tuvieron la oportunidad de prepararle una cena a la delegación venezolana, recluida en el hotel, por razones de seguridad, durante más de veinticuatro horas, veinticuatro horas largas, expectantes, fraternales. Sobre Santiago de Cuba pasaba una temible tormenta y nuestra gente del Centro de Investigaciones Gastronómicas le cocinaba en el hotel Las Américas -con lo poco que disponía en ese momento- a casi un centenar de compatriotas. La entrada fue lau-lau ahumado con una mayonesa aliñada con yerbas y servida con casabe. El plato principal consistió en chigüire, acompañado de queso blanco y de un accidental y sabrosísimo puré de arroz. Para el postre, cascos de guayaba. Un coctel de cocuy de Siquisique (elogiado por Luis Alberto Crespo, un sabio en esta materia) sirvió para rociar el improvisado condumio.

Nos llamó la atención algo que se convierte en un dato relevante a los fines de difundir la gastronomía venezolana entre nosotros mismos: ninguno de los miembros de la delegación, salvo dos personas, conocía el lau-lau ahumado, ese tesoro cuasi escondido del soberbio Orinoco. Sobre una pequeña galleta de casabe se coloca un trocito de lau-lau ahumado y se tiene ya una entrada maravillosa. Si se le añade alguna salsa apropiada, por ejemplo, la mayonesa preparada y “envenenada” por el Cig-Uney, algunos podrían llegar a convertirse en incurables viciosos del lau-lau.

La representación del Centro de Investigaciones Gastronómicas de la UNEY no se limitó a cocinar. Sus integrantes participaron en un diálogo con miembros de la Escuela Culinaria de La Habana. De ese diálogo surgieron después varias sesiones en las cuales los yaracuyanos le prestaron asesoría a los habaneros, quienes nos regalaron al final con una comida venezolana preparada por ellos en la sede de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Sin duda, fue el feliz inicio de un intercambio que promete ser muy fecundo.

No puedo concluir esta nota sin destacar los méritos indiscutibles de quienes, superando tropiezos, no sólo surgidos del ominoso ciclón antillano, pudieron llevar con éxito a Santiago de Cuba el fervor de la cultura culinaria venezolana. Así, los nombro ahora con orgullo para reconocerles su calidad profesional, su disciplina, su imaginación, su compromiso y su permanente alegría. Son ellos: Cruz del Sur Morales, Antonio Mujica, Ricardo Oropeza, Osmany Barreto, María Loyo y Alexander Manzanilla. Son de San Felipe y vivieron el son de las lomas de Santiago.

P.D: El puré de arroz no estaba previsto. Fue producto del azar. Los cocineros del hotel estaban en su casa e intervinieron sin permiso en el trabajo. Bajaron el fuego, mientras uno de los nuestros trabajaba el chigüire. Ante el "mazacote" de arroz, la jefe de cocina de la UNEY actuó de inmediato. Convirtió el desastre en una delicia. Con mantequilla (y mano para batir) obtuvo un excelente puré que sorprendió a los visitantes y a los anfitriones.