lunes, septiembre 04, 2006

La filosofía en el huerto


El filósofo

El padre del filósofo trabajaba la tierra, un pequeño pedazo de tierra que el patrono le había otorgado en usufructo. El padre del filósofo convirtió esa mínima parcela en un huerto hermosísimo. El hijo habría de recordar muchos años después un domingo en que su padre salió al campo a cumplir su jornada laboral bajo la espesa lluvia de Normandía. Lo siguió para espiarlo tras unas casas viejas de madera que bordeaban el terreno. Y lo vio roturar con insistente fuerza, empapado, poderoso, inclinado sobre sus herramientas, solitario, festejando la tierra a su manera. Una imagen asaltó de pronto al niño: la tierra que trabajaba su padre era la misma en la que un día depositarían su cuerpo. Y sintió el frío del miedo, pero continuó espiando a su padre esa y muchas veces más, viéndolo cómo sopesaba el humus que sería su sepultura.

“Labor de muerte o sacrificio a las fuerzas de la entropía”, escribirá más tarde el filósofo en el prólogo a uno de sus libros. Ese domingo su padre entró a almorzar y como siempre se entregó al mutismo. Tomó café y retornó al trabajo donde estuvo toda la tarde bajo la lluvia. Casi al anochecer llegó con una monedita amarilla que había conseguido al roturar los surcos. Se la mostró a la esposa, la lavó y se dio cuenta de que era nada menos que un luis de oro. Y comenzó, entonces, a contarle a sus dos hijos una fábula de La Fontaine que narraba algo semejante. Al terminar el relato recitó el inicio de un poema de las “Contemplaciones” y los arropó la noche del cuarto glacial donde dormían los cuatro.

Cuando al filósofo le preguntaron cuál era su mejor recuerdo gastronómico pudo haber dicho “Senderens” o “Robuchon” (como le escuché hace poco a un historiador venezolano) o quizá “olmos del Cotentin”, “alondras del Morvan” o “percebes lisboetas”. Pero no, el filósofo quiso rastrear en su alma y encontrar allí alguna huella y, como si del súbito de Lezama se tratara, apareció fulgurante una frutilla del huerto de su padre. Dejo al filósofo que espléndidamente nos lo diga:

“La jornada había sido calurosa, un verano. Las frutillas estaban impregnadas de ese calor que quema los frutos hasta el corazón, donde son tibios. Las hojas no bastaban para hacer una sombra que los protegiera lo suficiente. Desprendí una de ellas. Mi padre me invitó a pasarla bajo el agua, según su expresión, para limpiarla y refrescarla (...). Cuando me puse la frutilla en la boca, estaba fresca en su superficie y caliente en su alma, piel suave casi fría, carne temperada. Aplastada bajo mi paladar, se convirtió en líquido que inundó mi lengua, mis mejillas, y luego descendió al fondo de mi garganta. Cerré los ojos. Mi padre estaba allí, a mi lado, trabajando la tierra, encorvado sobre los arriates del huerto. Durante un instante –una eternidad- yo fui esa frutilla, un puro y simple sabor derramado en el universo y contenido en mi piel de niño. Con su ala, la felicidad me había rozado antes de partir a otra parte”.

El filósofo se llama Michel Onfray y escribió su libro “La razón del gourmet” como una elegía a ese ángel hedonista que creemos perdido, pero que se nos aparece cuando menos lo esperamos.

3 comentarios:

Unknown dijo...

Que candido me ha parecido este post...y el angel hedonista seguro es, que de tiempo en tiempo, ara en otros huertos con la intenciòn de sentir su ausencia ...

Biscuter dijo...

Gracias por tu comentario. Por cierto, queremos que nos envíes tu lista de preferencias para la encuesta Pomés.

Saludos

P.d: frecastle@hotmail.com

Unknown dijo...

Graaaaacias... ya la envie¡¡ Pero la observación es la misma de todos (10 es muy poquito)jeje.

Disfrute mucho haciendola¡¡