lunes, mayo 28, 2007

Suena intermitente la vajilla

Casa Museo Lopez Velarde

La palabra poética ilumina un centro inasible y lo hace íntimo. Va creando a su alrededor una atmósfera sagrada que termina demostrando la inepcia de todas las filosofías y la persistencia de una antigua incertidumbre.

La poesía nombra y no define. Lo dijo ayer Adonis en Caracas: los poetas tienen preguntas, no respuestas. Sus dudas son el secreto de su lucidez, la vieja sabiduría de sus destellos.

Cuando la palabra poética aparece, todo lo demás calla. Y ella pasa, casi inadvertida, a ocupar el centro que su resplandor hizo visible.

La poesía prolifera o se contrae, pero siempre da en el blanco: el alma del lector que a ella se entrega.

La palabra poética transfigura el tiempo, modifica las cosas, baña los espacios con una sustancia impalpable, pero cierta. Ahora mismo ha entrado al comedor para devolvernos imágenes que creíamos perdidas: el color de unas frutas, el sonido del agua derramada, el imponderable sabor de la canela, el verde de unos ojos, el timbre de una voz.

La palabra poética permite la vivencia oblicua. Alguien abrió hoy una puerta en Zacatecas para que yo pudiera contemplar desde mi casa de Barquisimeto a una enigmática mujer llamada Agueda. Y con su imagen llegaron todas las imágenes de las vecinas enlutadas. Así, unos versos de López Velarde borraron la rutina o escribieron sobre ella y esta habitación de siempre fue también –por un momento- una vieja casa de Jerez.

No recuerdo el menú de esa ocasión. Tampoco si hubo vino o sólo agua. No recuerdo el color del mantel, pero sí el contradictorio prestigio de almidón y de ceremonioso luto. Y es nítido también el recuerdo de un sonido: la vajilla intermitente sobre la mesa espléndida. Era la hora de comer y la penumbra quieta del refectorio ayudaba al entresueño.

Volvamos, qué le vamos a hacer, a la realidad de esta página. He intentado expresar la inmensa emoción que una reciente relectura me regaló. Tengo en mis manos el libro y es la hora de comer. Compartamos, entonces, el poema Mi prima Agueda de Ramón López Velarde, un poema que es, sin duda, una pequeña obra maestra, una joya de la literatura mexicana, un ejemplo de cómo la poesía puede convertirlo todo en maravilla:

“Mi madrina invitaba a mi prima Agueda/ a que pasara el día con nosotros,/ y mi prima llegaba/ con un contradictorio/ prestigio de almidón y de temible/ luto ceremonioso.// Agueda aparecía, resonante/ de almidón, y sus ojos/ verdes y sus mejillas rubicundas/ me protegían contra el pavoroso/ luto…// Yo era rapaz y conocía la o por lo redondo,/ y Agueda, que tejía/ mansa y perserverante en el sonoro/ corredor, me causaba/ calosfríos ignotos…// (Creo que hasta le debo la costumbre/ heroicamente insana de hablar solo).// A la hora de comer, en la penumbra/ quieta del refectorio,/ me iba embelesando un quebradizo/ sonar intermitente de vajilla/ y el timbre caricioso/ de la voz de mi prima.// Agueda era/ (luto, pupilas verdes y mejillas/ rubicundas)/ un cesto policromo/ de manzanas y uvas/ en el ébano de un armario añoso”.
En los rostros de las mujeres de Zacatecas veía López Velarde los alimentos de la tierra, el erotismo de las uvas, el pan de cada día.

lunes, mayo 21, 2007

El libro de Juan Alonso


Se titula Lara a pedir de boca y contiene recetas de inspiración larense, según se indica en la portada. Creo que se trata de un libro que nos estaba haciendo mucha falta, no sólo por la necesidad de aportarle a la bibliografía venezolana la presencia de una cocina regional no suficientemente divulgada hasta ahora, sino también por la escasa existencia en estos tiempos de moda gastronómica de buenos y claros recetarios venezolanos. Este de Juan Alonso Molina lo es y lo es con creces.

Lo primero: Lara a pedir de boca proviene de una fecunda y continua experiencia en fogones, mesas y sobremesas. Su autor recorrió las tierras de Lara buscando el testimonio directo de quienes sostienen y preservan la rica tradición alimentaria del pueblo. Mediante ese trabajo de investigador riguroso y de apasionado cocinero, Molina pudo probar in situ, y en diversas versiones, la excelencia culinaria de los larenses de adentro, así como apreciar directamernte una devoción auténtica por la cultura gastronómica.

Lo segundo: con Lara a pedir de boca Juan Alonso Molina nos da una lección de honestidad y de rigor intelectual. Su libro comienza con el breve relato de su pasión por la cocina, en unas páginas espléndidas, tituladas a la manera del poeta Vicente Gerbasi (“Venimos de la mesa y hacia la mesa siempre vamos”) y que nos permiten percibir la sensibilidad y la elegancia escritural del autor. En ellas Juan Alonso hace una de las cosas que más estimamos en cocina: el reconocimiento a los informantes y maestros, es decir, el aprecio genuino a una cultura alimentaria que muchas veces es de autoría colectiva y en la que el sello de originalidad personal es lo menos relevante. No acosado por el afán de presentar “su” lomo prensao, “su” mute de chivo o “su” mantequilla de caraotas, Molina le revela al lector que su inspiración es larense y que las fuentes de su trabajo son populares y variadas. Menciona los nombres de algunos cocineros: Adelis Sisirucá y doña Mercedes, el negro Urriola y Belkis, Chayo Barrios, Aura María Carrasco, Beto Pérez Barrios, los morochos Escalona, doña Celia Saavedra y Angela, Ramona Rivero, Isaura García, José Escalona Osal, Chel Guadó y Reinaldo González, todos exponentes de una sabiduría que generosamente le fue ofrecida a su curiosa indagación de historiador y cocinólogo. Juan Alonso Molina no le atribuye a las recetas de su libro el carácter de “originales” o de “auténticas”, pero tampoco comete la risible echonería de hacer del tamiz de su praxis personal, el motivo para celebrar la supuesta reinvención de un plato larense.

También es de destacar otra virtud de este libro. Me refiero a su claridad. Las recetas se ofrecen con precisión y con recomendaciones adecuadas. Da gusto leerlas porque uno se imagina que también puede hacerlas en la cocina de su casa, sin mayores inconvenientes. Si algún producto no lo conseguimos en los abastos urbanos, podemos ir a buscarlo al campo o a la huerta más cercana y no a la casa del importador. Es de agredecérsele a Juan Alonso Molina que haya escrito un recetario útil, sencillo, no pagado de sí, y por encima de todo, muy vinculado a nuestra memoria gastronómica.

lunes, mayo 14, 2007

Locro de papas en la ciudad de los cuatro ríos

La Toreadora. Parque de Cajas. Cuenca

1. Fue primero la gran ciudad de los cañari y durante el incario sólo Cuzco llegó a superarla. En 1557 se produjo su fundación española y pasó a llamarse bellamente Santa Ana de los Cuatro Ríos de Cuenca. Hoy es patrimonio cultural de la humanidad y está más viva que nunca celebrando sus primeros 450 años con arte y poesía.

2. Cuenca es mucho más de lo que yo esperaba. Famosa por su límpida arquitectura republicana y por los hermosos ríos que la cruzan, esta ciudad de la sierra del Ecuador ha logrado establecer un diálogo cotidiano con su paisaje natural y con su historia, poco común en las “ciudades-patrimonio”, más envanecidas por la escenografía para el turismo que por la calidez humana de sus espacios. Cuenca es y no sólo parece que es. Por eso se muestra sin disfraces, tanto en sus viejos esplendores como en sus caídas urbanas, siempre reparables. Un pueblo que la ama vive en ella y ese es el secreto de su singular vivacidad. Pudimos apreciar que la comunidad cuencana, así como su alcaldía y sus universitarios, están conscientes de lo que significa preservar y enriquecer un patrimonio cultural del mundo. Por eso reflexionan sobre la ciudad, piensan y debaten proyectos para mejorarla y mantenerla activa.

3. El río Tomebamba, el más emblemático de los cuatro que atraviesan Cuenca, es un señor río, al que vi y oí durante tres noches desde mi habitación del noble Hotel Crespo. Supe que un poeta llamó al Tomebamba “caballero de vidrio” y sé que ahora un personaje popular de la ciudad, sentado en una piedra, ejerce el oficio sublime de contemplarlo y contemplarlo sin parar. “Dicen que está enamorado del río y que esa es su locura”, nos refirió el rector de la Universidad de Cuenca, Jaime Astudillo, durante una conferencia estupenda acerca de cómo su casa de estudios ayuda a incrementar las áreas verdes de la urbe. Creo que a las ciudades venezolanas le hacen falta muchos “locos” como ése y desde luego, espacios o lugares donde podamos oficiar la olvidada comunión con los diversos seres invisibles de la tierra o con la fuerza secreta de las aguas.

4. Participar en un seminario acerca del papel de las ciudades en la integración iberoamericana fue el motivo de mi reciente visita a la ciudad del gran escritor César Dávila Andrade, a quien tuve presente más de lo que me imaginaba, porque por esos días Cuenca estaba llena de poetas provenientes de variados países de lengua castellana, con motivo de la celebración de un famoso Festival de la Lira que allí tiene lugar desde comienzos del siglo XX. El buen augurio que significó llegar al hotel y ver que de allí estaba saliendo en ese instante el más grande poeta ecuatoriano vivo, me permitió pensar que poéticamente Cuenca se las trae, como habría de comprobarlo poco después. Junto a mi amigo mexicano Carlos Véjar-Pérez decidí saludar a Jorge Enrique Adoum y obtuvimos una amable sonrisa de bienvenida, una especie de bendición dentro del aire de poesía que, para fortuna nuestra, reinó en Cuenca durante toda nuestra estancia. Alabados sean los poetas.

5. A más de tres mil metros de altura se encuentra La Toreadora, una de las muchísimas lagunas que integran Cajas, un parque natural muy cercano a Cuenca, adonde nos llevó Margarita Vegas, directora de cultura de la Alcaldía. Lucho Maira, Carlos Véjar y yo sentimos en algún momento, cada uno a su manera, que las montañas y las lagunas de Cajas nos estaban hablando en su lengua sagrada. Pocos minutos más tarde, más abajo, habríamos de asistir al descubrimiento del Locro de Papas: una deliciosa sopa, elaborada con varios tipos de papa, leche, ajo, cebolla, queso, mantequilla y aguacate, que le devolvió aire y calor a nuestros cuerpos fatigados por la altura. El locro de esa tarde era especial. Estaba tocado por la gracia de la Virgen de Cajas, a la que divisamos serena y majestuosa en lo alto de la montaña. Alabada también sea.

domingo, mayo 06, 2007

La lengua en salsa


En el principio no fue el verbo. Fue la candela, que una vez domesticada permitió la aparición de la palabra. Desde entonces no paramos de hablar, y entre otras cosas, no paramos de hablar de cocina. Literalmente o no, la cocina es uno de los temas más sabrosos que conversarse puedan. Tiene la virtud de convocar una amplia gama de expresiones sensoriales que convierte en goce especial cualquier evocación de una comida excelente. Basta una tertulia acerca de alguna comilona memorable para despertar el apetito del más desganado de los hugonotes. Bien sabemos que los estudiosos de la lengua se sienten atraídos por esa imponderable vivacidad del tema culinario. Sería deseable que su interés vaya acompañado de una buena sazón escritural, tan poco frecuente como un “bienmesabe” de restaurante que no resulte sólo una mala torta de coco. No siempre merecemos las inepcias del servicio, sea éste literario o gastronómico.

Llamar a las cosas por su nombre exacto, como quiso alguna vez el poeta Juan Ramón Jiménez, no es sólo un asunto de inteligencia. Es sobre todo un asunto de sensibilidad. El pueblo, que siempre le ha dicho pan al pan y vino al vino y que no tolera la impostura, también es ducho en la metáfora alimentaria, en el ingenio verbal y en la ironía para nombrar platos y bebidas. Son innumerables los ejemplos del buen decir culinario que representan aportes al habla cotidiana y que han hecho de los cocineros unos estupendos creadores de palabras y de dichos. La belleza de viejas expresiones de la cocina, la sencillez de algunos nombres, la picardía para denominar ciertos platos o la impudicia para bautizar, por ejemplo, a las catalinas, hacen del lenguaje de la comida una enorme cantera de enseñanzas culturales. Algunos idiomas desaparecidos o a punto de extinguirse, pueden encontrar su tabla (o mesa) de salvación en la cocina.

Olvidamos la lengua que aprendimos de niños, pero nunca el olor de la albahaca. Perdemos palabras, pero no el recuerdo de texturas o de sabores disfrutados en la vieja casa. Esa fuerza de la memoria alimentaria ayuda notablemente a la preservación de lenguas y de culturas. Las numerosas migraciones de hoy constituyen un estupendo laboratorio para verificar el anterior aserto. Estoy seguro de que la posibilidad milagrosa de la comida como santo y seña de la identidad, mantendrá vivos a nuestros abuelos donde quiera que nos encontremos. No haber olvidado el sabor del aliño que le ponemos al pescado o su modo de cocción, es la mejor manera de obtener una pista para recuperar las palabras perdidas de nuestra infancia, las ancestrales iniciales de la tierra, la poesía y la cultura que nos pertenece y a la que pertenecemos.

El lenguaje que usamos para la cocina y la comida está lleno de afectos, de sentimientos, de historias, de memorias personales y colectivas. Así, la olleta de gallo será siempre para mí la imagen de mi abuela tocuyana Ana París de Castellanos. También el caldo de leche de los desayunos, o el alfeñique para la merienda, o las hallacas que Cuchi tuvo la sabiduría de hacerlas perdurables. Por virtud de la cocina, recuerdo sabores y palabras. Recuerdo el amasijo de Abelardo y recuerdo la palabra “amasijo” para nombrar deliciosamente el pan de Tunja. Todos tenemos la doméstica gloria de esos paraísos.

Definitivamente, estamos hechos de cocina y de palabras que se cocieron en sus ollas.