domingo, julio 29, 2007

La ciencia de la cocina y la "química" académica


En nuestra universidad era inevitable: los químicos quieren ahora estudiar cocina y los verdaderos cocineros insisten en ser cocineros, porque de química saben bastante y la involución no va con ellos. Al comienzo pudo preverse lo contrario, pero el discurso académico convencional no dio (ni dará) pie con bola en nuestro ambiente. Su arrogancia quedará siempre al descubierto, máxime cuando se confronta con viejísimas certezas culinarias. Así, hoy podemos exhibir la rareza educativa de una carrera donde los cocineros marcan la pauta con la sabia sencillez de su oficio milenario. Atrás quedaron los temores de incorporar en la ciencia alimentaria al más efectivo y antiguo de sus laboratorios: la cocina. Ya lo hicimos. Y ahí está, como centro vital de nuestras investigaciones científicas. Siempre nos extrañó que a Perogrullo no se le hubiera ocurrido antes incluir la cocina entre sus mejores verdades y herramientas académicas, pero nunca es tarde. En este momento, sólo el patético aplomo que permite la ignorancia total podría hacer decir a un cocinero de la UNEY que necesita realizar un postgrado en química. Después de matar al tigre, solamente los imbéciles le temen al cuero.

Cuando se ha descifrado un código (la cocina como brújula de la alimentación) no es posible retornar a anteriores estadios de indigencia. Por el contrario, se está en el deber de realizar nuevos avances, tanto más cuando sabemos que siempre estará al acecho el viejo vicio universitario de la mediocridad curricular. Que la cocina, por su amplitud, desplace –como debe ser- a los laboratorios improductivos y costosísimos de la química alimentaria no es impune. Si a ello añadimos el hecho de que los cocineros no suelen ser ni licenciados ni doctores, debemos prever que la reacción corporativa se arme de indignación y que desesperadamente busque intersticios o escondrijos para continuar medrando, al amparo de grises biotecnologías capitalistas o de triviales y engreídas modas discursivas. Pero nada. Intelectualmente no valen los sofismas ni el principio de autoridad, menos la raída y desprestigiada bata blanca contra el brillante delantal. La simulación académica del conocimiento alimentario no puede contra la ancestral y sencilla sabiduría cotidiana. En nuestro caso, digo, en la UNEY, una voluntad muy firme y fundamentada está dispuesta a seguir marcando con vigor un terreno, recuperado y defendido para la amplísima y rica cultura de la cocina.

Alguien preguntaba hace unos meses en Argentina a una nuestra mejor cocinera cómo hacía ella para convencer a los “científicos” de la universidad que su trabajo en la cocina es también una investigación académica. La respuesta no se hizo esperar: “Nada. No hago nada. Son los otros investigadores los que tienen que demostrar que su trabajo tiene un valor científico. Desde el momento en que se supo que la cultura nació con la cocina, ésta no tiene por qué presentarle credenciales a nadie. Lo importante es hacer cocina y ciencia de la alimentación en la cocina. Lo demás es burocracia universitaria”. ¡Olé!

La oligofrenia togada desprecia la cocina y busca diplomas y títulos para la simulación del conocimiento. Mientras tanto los químicos inteligentes quieren ahora, por afán de integralidad, estudiar cocina en la UNEY. Bienvenidos.

lunes, julio 23, 2007

El carutal reverdece en "Peonía"

Caruto



Sin duda al autor de Peonía le gustaba el tomillo. Dos metáforas culinarias dan cuenta de esa predilección. La primera, al comienzo del libro, como recuerdo de su amor por Luisa, que le dejó en el alma “aromas de tomillos y violetas”. Y es con ese olor que Romerogarcía da inicio a su novela, pasando del duelo a la nostalgia y de ésta a la orgía, en una abrupta docena de líneas. La segunda, cuando en trance de crítico literario, el autor emprende una visión del parnaso venezolano del siglo XIX, demoledora a ratos, a ratos celebratoria. Antes de hacerlo se refiere a los versos que cantaba un maraquero en una tarde de joropos. Dice de ellos: “tienen sabor de tomillo, ese olor de malvas y albahacas, porque no ha ido a nuestras cátedras de literatura”. Podríamos tomar ese apetitoso rábano por las hojas, dejarnos llevar por los interesantes juicios de Romerogarcía sobre algunos de nuestros poetas decimonónicos y discutir si Toro era mejor que Bello, pero estamos obligados a dejar esa provocadora arista de la novela para otra ocasión. Ahora nos convocan sus referentes gastronómicos, a propósito del sabroso seminario que sobre narrativa venezolana y comida estamos realizando en la UNEY.

La semana pasada concluimos la lectura de Peonía. Sin temor a pecar de exagerado, pienso que la lectura resultó para todos una fiesta, fiesta nada previsible si consideramos la fama de la novela y del autor, poco estimados por sus virtudes literarias, de acuerdo con la “crítica”. Pero la literatura suele desentenderse de las evaluaciones severas y permitir que lectores ociosos como nosotros le exprimamos el jugo, según el interés lúdico o riguroso que llevemos a sus páginas. Y eso hicimos. Literalmente, preparamos “guarapo de caruto”, como quien juega. Cuando en la primera lectura, concretamente, en el capítulo VII, nos topamos con el caruto, se inició una gozosa búsqueda entre nosotros. La inmediata asociación con la mundialmente conocida canción de Simón Díaz, Caballo Viejo, no se hizo esperar. Y por eso apareció también el interés por el “guamachito”. Así, el día que Pedro Cunill Grau, autor de la monumental Geohistoria de la sensibilidad de Venezuela asistió a la clase, pudimos compartir con él helados de caruto, hechos por uno de los alumnos: el acucioso profesor Leobardo Zerpa, quien se hizo de una buena provisión de la fruta en Pariaguán. Y para el momento en que recibimos la visita del poeta Ibar Varas, ya el guamacho y su flor estaban en el aula, llevados por Sayonara e ilustrados por el estupendo relato de su suegra quien evocó al guamachito como una chuchería de su tiempo.

Luisa le ofrece a Carlos dulce de mamey y guarapo de caruto en las primeras páginas de Peonía. Ahora el profesor Carlos Gazui, otro aventajado alumno del seminario gastronómico-literario, puede hacerlo con sus compañeros de clase y con su profesor, quienes esperan pronto que las recetas leídas por él se materialicen en una de nuestras próximas sesiones. Tenemos pendiente, además, el desayuno sólido con “escudilla de frijoles amanecidos, revoltillo de chorizos, arepas y mucho café con leche” con que se inicia el capítulo XX. También “un pernil de váquiro, cazado la víspera, que salía del horno gritando a todo viento: ´¡Cómeme! ¡Cómeme!´” y que le hace agua la boca a los lectores en el capítulo XXIV. Eso, y más, espera su turno en nuestras clases, dedicadas a encontrar en la narrativa nacional pistas para el estudio de la alimentación en Venezuela.

Estamos conscientes de que nuestro paseo por Peonía nos ha conectado con varios temas importantes vinculados a la mesa. No sólo hemos detenido nuestra atención en el menú de los personajes. Lo hemos hecho también en su lenguaje, en sus hábitos y en sus costumbres, sin dejar de apuntar los trazos sociológicos y económicos que aparecen como telón de fondo de la sencilla trama novelesca. Esos trazos revelan el contexto de una literatura, pero también de una gastronomía. Mención especial merece, por cierto, el excelente glosario de “pronvincialismos” que Romerogarcía incluyó al final de su libro, probablemente el primero en aparecer en una novela venezolana.

El seminario continuará con nuevos y viejos libros. Mientras tanto, el carutal reverdece, el guamachito florece y la soga literaria seguirá resistiendo.

lunes, julio 16, 2007

Juana Manuela Gorriti

Juana Manuela Gorriti


Rechiflao en mi tristeza escribo este post. Confieso que ayer se me quedó fría la botella de Chandón que había metido en la nevera, esperando celebrar con Cuchi y -a distancia- con mis hijos. Abatido por la derrota de Argentina en la final de la Copa América, no tuve ánimo para nada. Había pensado escribir de nuevo acerca de la crítica gastronómica, para lo cual ya tenía dispuesto algunos párrafos, pero mi desolación futbolera pudo más y cuando prendí la máquina sólo me salió una notica para el blog El azar concurrente (http://www.cuadrivio.blogspot.com/) donde di cuenta de mi aflicción con una imagen negra de Rotkho y unos versos de Borges acerca de la fatalidad argentina (“…Ya el primer golpe,/…/, el íntimo cuchillo en la garganta”). Acá estoy, pues, en la mañana del lunes, buscando para mi post un tema que me anime… Creo que ya lo encontré.

Una de las escritoras más notables del siglo XIX en América Latina fue la argentina Juana Manuela Gorriti, nacida en Salta en 1818 y sin, duda, la primera novelista de su patria. Perteneciente a una familia de próceres de la independencia, Juana Manuela acompañará a su padre hasta el exilio en Bolivia, después del triunfo de Facundo Quiroga sobre los unitarios tucumanos. En Bolivia nuestra escritora se casa con un personaje que llegaría a ser Presidente de la República y cuya fama de déspota no estuvo nunca reducida a lo político. Desde luego, el matrimonio de Juana Manuela con esa bestia de apellido Belzú, termina fracasando. Juana se va a Perú, primero a Arequipa y más tarde a Lima. Será en Perú donde la Gorriti se convierte en una animadora incansable de la vida literaria y donde ejercerá durante treinta años un verdadero liderazgo cultural, reconocido por intelectuales como Ricardo Palma, de quien fue gran amiga. Finalmente retorna a Argentina y se residencia en Buenos Aires donde también abre tertulia y continúa su trabajo literario. Sin embargo, conservará hasta el final su amor por Lima y sus vínculos con escritoras como Clorinda Matto de Turner y con la madre de Ricardo Jaimes Freyre.

La obra de Juana Manuela Gorriti incluye relatos, novelas cortas y páginas autobiográficas. Las abundantes referencias históricas y, en particular, la presencia de la vida cotidiana en sus páginas, hacen de los libros de Juana una fuente valiosísima para comprender la Argentina de Rosas, la Lima de su tiempo o la vida de algunos protagonistas de la independencia. Recordemos que ella conoció en su infancia a varios de ellos. Así pudo describir, por ejemplo, una memorable escena donde Güemes es aclamado, pero ella, una niña, al ser besada por él, llorosa, parece dar la impresión de que ha sido besada por un muerto. Cito algunos títulos: Sueños y realidades, Panoramas de la vida, El mundo de los recuerdos, Lo íntimo. Y finalmente, uno que explica por qué Juana Manuela Gorriti ha venido hoy a este espacio: Cocina ecléctica, libro que apareció en 1890, dos años antes de la muerte de la autora. Se trata de una verdadera joya. Juana Manuela reunió durante años recetas provenientes de diversas ciudades, especialmente suramericanas, enviadas por amigas y amigos suyos desde La Paz, Oruro, Salta, Rosario, Bogotá, Santiago, Lima, Buenos Aires, etc. De ese modo fue construyendo un libro curiosísimo, no sólo como pieza fundamental de los grandes recetarios de este continente, sino también como fuente para los estudios sobre la cultura del siglo XIX.

Transcribo una de sus recetas, para que nos deleitemos con el estilo y las maneras. La autora de la receta es la hija de Hilario Ascasubi, uno de los poetas gauchescos que cantó a Santos Vega:

“ENVUELTOS A LA LAURITA

Con este sabroso platito sabía yo retener en casa a mi querido papá, allá en los tiempos felices, cuando habitábamos París, y que los amigos querían llevárselo a comer en los clubs, en donde mucho gustaban de su gracia en el decir. Pero, así la mesa
recherchée de los clubs, como la de los mejores restaurants , todo lo sacrificaba él, cuando su hija le ofrecía el rico bocado que, el querido padre, bautizó con el nombre arriba inscrito, y que, en memoria suya he conservado, al ofrecerlo a Cocina Ecléctica . He aquí su confección: Se elige un trozo de buen solomo de ternera, se le corta al través en lonjas delgadas, que se aplastan, aún, con el palote. Se muele en el mortero un puñado de miga de pan, tocino fresco, perejil, sal, pimienta y tuétano de vaca. Extiéndense dos cucharadas de este mixto sobre cada lonja de ternera; cúbresele con otra de las preparadas; envuélvaseles en un batido de yemas de huevo con una clara; revuelquéseles en ralladura de pan, y póngaselas, con un fuego moderado, a tostar en la parilla. Se sirven con relieves de cebollas y ajíes verdes escabechados, y separadamente acompañadas de salsa de jugo de tomate.

Laura Ascasubi (Buenos Aires)"

P.D: En relación con el tema del párrafo inicial del post, debo decir que pese al resultado adverso, no puedo dejar de reconocer una evidencia absoluta: la buena estrategia del equipo brasileño, y más que eso: el éxito innegable de la Copa América, lo que me enorgullece como venezolano.

lunes, julio 09, 2007

Sarmiento y la gastronomía

Domingo Faustino Sarmiento



A Domingo Faustino Sarmiento la correspondió fundar, recrear, esclarecer, falsificar, gobernar y soñar a su Argentina, la suya, que fue también la de muchos, aunque no la de todos. No dejó títere con gorra en su apasionado menester político, periodístico e intelectual. Cuanto emprendió lo hizo con fervor, con entusiasmo, sin mesura y con total entrega. No conoció “el arte infame de hablar a media voz”. La suya fue completa, sonora y clara. Montonero de la batalla cultural, lo llamó Groussac, pero era un montonero que atacaba de frente, nunca por mampuesto. Alcanzó la cifra prodigiosa: 77 años. Murió fuera de su patria, en Asunción. Ni ayer ni hoy, nadie ha sido neutral ante su obra.

Su Facundo es literaria y sociologicamente un libro fundacional, una referencia imprescindible para comprender a la Argentina. Biografía, crónica, ensayo, historia. Sin género preciso, el libro de Sarmiento fue el primer clásico argentino. En él hay política, sociología y literatura, literatura de la buena. Facundo contiene, además, la ética y la estética de una generación que tuvo en Sarmiento a su integrante de mayor inteligencia, audacia y brillo. Sin duda, el sanjuanino fue el intelectual más completo de su tiempo: periodista, guerrero, político, escritor, maestro, diplomático, polemista, Gobernador provincial y Presidente de la República, oficios y cargos que ejerció con personal arrebato y a los que imprimió el sello inconfundible de su feroz sinceridad. La implacable recusación que hizo de lo que él llamo la “barbarie” fue tan vehemente que ella misma terminó siendo bárbara. Sin proponérselo, Sarmiento en Facundo cultivó la paradoja: los despreciados gauchos fueron los seres mejor tratados en su descripción, incluido “el gaucho malo”. A ellos dedicó lo más efectivo y cálido de su prosa improvisada. Su odiado Rosas, el mismo Rosas de sus invectivas, llegó a decir lo siguiente: “El libro del loco Sarmiento es de lo mejor que se ha escrito contra mí; así es como se ataca, señor, así es como se ataca. Ya verá usted como nadie es capaz de defenderme tan bien, señor”.

Desbordado en el estilo literario, parece que también lo fue en la mesa. Groussac se asombró cuando por vez primera lo vio comer. Lo hacía con tantas ganas y con tan evidente sentido del disfrute, que resultaba imposible no advertir el don de su gula. Matías Bruera en su libro La Argentina fermentada refiere una anécdota preciosa que revela el gusto de Sarmiento no sólo por algunos platos, sino también por el incordio que podía causarle a algunos comensales “refinados” y rastacueros, la “criolla barbarie” de su irreverencia culinaria. El hecho ocurrió en su residencia del Tigre durante una comida en la que se encontraba también el Presidente de la República. Después del exquisito condumio, Sarmiento aclaró, para asombro y asco de algunos, que les había servido carpincho por liebre, es decir, chigüire asado y no el civet que los sifrinos presentes creían haber degustado. Agregó el maestro: “La carne es excelente, y en una fiesta veneciana tenida en el Carapachay todo el High Life gustó en general de un enorme carpincho asado, chupándose los dedos las damas que no sabían que era carpincho, y relamiéndose los bigotes los machos que lo sabían”.

Sin duda, Sarmiento sabía bastante más que sus adoradores de ayer y de ahora, muchos de los cuales siguen desconociendo las inolvidables delicias del chigüire.

lunes, julio 02, 2007

La crítica y la cocina

Sor Juana Inés de la Cruz, poeta, pensadora, cocinera

Hace algunos días nuestro amigo Manuel Allue nos recordaba que los futuristas no sólo ejecutaban “acciones” (incluida la cocina) sino que también escribían textos programáticos, como ocurrió con los más lúcidos movimientos de vanguardia del siglo XX. El comentario de Manuel venía a propósito del trabajo “artístico” de Ferrán Adriá. Concuerdo plenamente con su afirmación.

No sólo el concepto de arte puede quedarle grande a algunas actividades (sobre todo, al modo como éstas se realizan). Creo que también el vocablo “vanguardia” luce demasiado holgado en el cuerpo de ciertas sandeces gastronómicas que, sin haberse apoyado en pensamiento alguno, se pretenden ufanamente vanguardistas. No debemos seguir siendo tan irresponsables y terminar convirtiendo en un infinito cambalache de Discépolo todo cuanto ocurre en el arte o en la cocina. Así que las cosas a su sitio.

Conozco cocineros que realizan su oficio de manera virtuosa. Que lo hacen con eso que los griegos llamaban “arte” y que, además, le imprimen a su trabajo una pasión genuina o una alegría cotidiana que incide sabrosamente en sus creaciones. Esos cocineros no se presentan nunca como “artistas” o “autores”, sino como lo que son: cocineros. Algunos de ellos –los conozco bien- acompañan su trabajo con estudios, investigaciones acerca de los productos y, especialmente, con una reflexión crítica del tema culinario. Se puede decir de ellos que poseen un pensamiento gastronómico, indispensable para quien desee proponer algo más que una moda en nuestras mesas o una tendencia superficial en la cocina. Estimo que lo más singular del perfil descrito reside en el afán de comprender su propio oficio y de hacerlo sin desdén por la historia y en algo, quizá de mayor relevancia: tienen un altísimo sentido de la crítica, que siempre en ellos es primero autocrítica. Sólo con cocineros así, unidos a muchos anónimos y excelentes cocineros populares, podemos avanzar en la enseñanza del tema, en el buen desarrollo de la gastronomía y en algo que deberíamos pensar en serio, sin limitarlo a esporádicas jornadas de caritativo “trabajo social”: una verdadera justicia alimentaria.

Es irritante ver cómo al amparo de las leyes impersonales del mercado prolifera una extrema banalización de la cocina que canoniza nulidades engreídas o que consagra disparates gastronómicos, sólo por el hecho de responder a lo que Matías Bruera ha venido llamando en dos libros espléndidos el “mito gourmet”, que no es otra cosa que el producto publicitario de una estrategia ideológica dirigida a vaciar de realidades incómodas el insoslayable tema de la alimentación. Más temprano que tarde ese “mundo gourmet” formará parte de un parque temático en el que habrá un espacio de honor para la pseudo vanguardia gastrotécnica. Por ahora, seguirán gozando de los patéticos minutos que refirió alguna vez el impostor de Andy Warhol. Mientras tanto, es mucho lo que podemos comenzar a hacer. Lo primero: ampliar la mira de nuestro enfoque y aguzar todos los sentidos, en particular, el ya muy poco frecuente sentido de la crítica.
Sin pensamiento, sin memoria y sin “cultura” no habrá jamás cultura alimentaria.