En alguna ocasión hablé acá de la calçotada y de la salsa romesco, ya no recuerdo si para elogiar este portento de salsa o simplemente para aclarar la confusión de alguien en relación con los calçots. Lo cierto es que me gustaría hacerlo de nuevo porque me acaba de decir Cuchi que estaba preparando una calçotada. Venir a decírmelo a mí que estoy a muchos kilómetros de Barquisimeto y no puedo disfrutar de esa fiesta casera de los calçots y del romesco, es una crueldad que no logra disminuir ni la sabrosa feijoada que disfruté el sábado pasado en compañía de Jaime Aparicio y Manoel Moletta en la Academia de la Cachaza de esta Cidade Maravilhosa donde trabajo por unos días. Y es que me gusta hasta la desmesura ese invento culinario catalán que según algunos se lo debemos a un payés que descubrió el calçot a finales del siglo XIX y lo produjo “a manta”, por decirlo con una expresión que me encantaba de mis ya remotos tiempos barceloneses (“Lo mío es el cachondeo a manta”, decía mi amigo Joan Queralt).
Como siempre he creído que Alfonso Reyes tiene razón en aquello de que es preferible repetirse que autocitarse, no me importa hacerlo en esta ocasión. Así que ahí vamos.
Cuchi, diestra en la elaboración de la salsa romesco, suele proveerse de excelentes cebollines (¡ojo, nunca ajoporro!) para preparar sus calçotadas formidables. El calçot fue llamado por Manuel Vázquez Montalbán “cebolla dulce obtenida por el desarrollo de los brotes de una cebolla vieja”. Si tienen a mano algún libro de cocina donde diga “ajoporro” corrijan de inmediato. Es un error, seguramente debido a algún lapsus o a un descuido explicable, dado el parecido de los productos. Si estamos en Venezuela y queremos hacer “calçotada”, (no “calçots”) lo importante es disponer de muchos cebollines y colocarlos a la brasa, con las hojas fuera de la parrilla. Lo demás es nada menos que tener hecha la salsa. Cuchi usa la romesco, muchas veces en su heterodoxa versión criolla. En lugar de avellanas o almendras emplea merey tostado, ese tesoro de Guayana y de buena parte del oriente venezolano. También se ha atrevido a sustituir el pimentón por el noble y legendario ají dulce. Ni le va ni le viene que el resultado sea una salsa venezolana pariente del romesco y no romesco propiamente dicho. El asunto está en disfrutarla por haber respetado principios básicos de armonía y combinación. Doy fe de que literalmente con la calçotada de Cuchi los comensales se chupan los dedos.
Sé que hay otra salsa catalana que acompaña a los calçots a la brasa. Es la “salvitxada”, también una derivación del romesco. Pero hoy prefiero volver sobre nuestra vieja romesco de Arca del Valle, tomada de esa joya de la literatura gastronómica que famosamente se llama “Cuando sólo nos queda la comida”, escrita por San Xavier Domingo. He aquí su receta:
“Se pone a macerar durante un día un pimiento seco, de ésos que llaman nyoras, en vinagre y laurel. Al día siguiente, se pica todo hasta hacer una pasta. Se fríen o asan ajos y tomates pelados y, una vez finamente picados, se mezclan con lo anterior removiéndolo todo en un mortero. Se añade sal y pimienta, y si se desea más fino, se pasa por el colador exprimiendo bien el jugo”. De no conseguir pimientos secos, digo yo, usen frescos. Agruéguenle alguna rebanada de pan viejo y almendras tostadas y vayamos comenzando nuestra propia versión. Buen provecho.