lunes, agosto 25, 2008

Mi Buenos Aires querible

María Kodama en la Casa de la Cultura de Buenos Aires el 24 de agosto del 2008

Cuchi y Martín en La Cabrera. En la pared, el plato referido.


Caminamos por Buenos Aires y nos demoramos borgeanamente leyendo los anuncios y viendo algunas vidrieras que informan sobre rebajas ostensibles. Contemplamos las viejas fachadas de Florida y disfrutamos en la esquina de la Diagonal Sáenz Peña de los preparativos de una filmación. Curiosos, Cuchi y yo nos quedamos un rato para ver qué pasa con tanta policía y con tantos bomberos movilizados para la escena que de un momento a otro tendrá lugar allí. Todo parece indicar que se filmará un intento de suicidio. Alguien se lanzará desde el último piso de un edificio que posee un lejano aire con el neoyorquino Dakota. Nos quedará la duda de la escena porque no podemos esperar demasiado y el director y su asistente no han encontrado todavía la ubicación precisa para el encuadre exacto de la cámara. Así que seguimos por Florida, que en este tramo se llama Perú y encontramos la cortazariana esquina del London. Tomamos hacia la izquierda y seguimos hacia nuestro cercano destino en la Avenida de Mayo: la Casa de la Cultura, ubicada en el antiguo edificio del diario La Prensa. Llegamos justo a tiempo. El acto está apenas comenzando. Buscamos sitio al fondo del Salón Dorado cuando ya el intendente Macri presenta su saludo y cede la palabra a los invitados. Entre ellos sobresale María Kodama. Resulta que hoy es 24 de agosto y Borges estaría cumpliendo 109 años. Con tal motivo, el gobierno de la ciudad de Buenos Aires decretó el Día del Lector y convocó a la viuda del más grande escritor argentino para celebrarlo. También están allí Santiago Kovadloff y Marcos Aguinis, quienes hablarán de la lectura. Antes de ellos lo hace Hernán Lombardi, ministro de Cultura de la ciudad, quien se refiere al programa “Mi Buenos Aires querible”, una propuesta consistente en darle vida al patrimonio cultural de la capital argentina y convertirlo en un espacio abierto a todo el mundo. Aguinis y Kovadloff tienen breves y jugosas iantervenciones. Retengo del primero su reconocimiento a las viejas Bibliotecas Populares y del segundo su metáfora del lector como un mapa de cicatrices que van dejando los muchos libros devorados. María Kodama lee ahora con suavidad increíble unas páginas sobre Borges y la lectura y concluye con el poema “Junio, 1968” diciéndonos bellamente: “Ordenar bibliotecas es ejercer de un modo silencioso y modesto, el arte de la crítica”. Salimos de allí renovados de fe borgeana y admirando el bello techo de la casa.



Habíamos quedado con Martín en vernos a la una y media en el Tortoni y la cita se dio con puntualidad. Estuvimos pocos minutos en ese templo de las confiterías porteñas, hoy atiborrado de turistas que hacen cola para entrar. Jamón crudo, ensalada rusa y sidra fue nuestro rápido consumo, preservándonos para un buen almuerzo en Palermo. Nos fuimos a pie hasta San Telmo para buscar el regalo sorpresa que Martín le había comprado el día anterior a Olivia y nos deleitamos nuevamente con esa tienda maravillosa que es “Cualquier verdura”. Tomamos un taxi y partimos directo hacia nuestro preciado cometido dominical: el restaurante La Cabrera.




Arribo ahora al centro inefable de la crónica, que por razones de espacio será también su final. Ninguno de los tres (Martín, Cuchi y yo) habíamos comido tan bien en Buenos Aires como lo hicimos ayer en ese lugar prodigioso de la calle Cabrera de Palermo. Un bife de chorizo y una entraña imposible de describir por su sabor y suavidad, acompañados de innumerables contornos, todos exquisitos (escalonias en vino, ajos confitados, espárragos salteados, puré de papas, puré de auyama, etc.), en un ambiente gratísimo donde la atención esmerada y cordial es otra de las notas resaltantes. El azar concurrente nos tenía deparada una sorpresa más en La Cabrera. Detrás de Cuchi y de Martín, colgaba un plato en la pared. Era un recuerdo de dos venezolanos que habían pasado por allí: Sumito Estévez y María Fernanda Di Giacobbe, con quienes ahora compartimos la memoria de un entrañable lugar de mi Buenos Aires querible.

lunes, agosto 18, 2008

Pequeña crónica carioca


Manoel Moletta, Biscuter y Jaime Aparicio en la Academia de la cachaça

La semana antepasada en el famoso bar Jobi de Río de Janeiro, comiendo boliños de bacalao y bebiendo chopes bien fríos, Jaime Aparicio y yo percibimos de pronto que estábamos traicionando a nuestro amigo Manoel Moletta. Un volante informativo encontrado en nuestra mesa nos enteró de la reñida competencia que en estos días se está dando entre los mejores “botecos” de la Ciudad Maravillosa. Por supuesto, tanto el Jobi como el Bracarense están en la disputa, por ser los más eximios bares de Leblón. Se trata de elegir al “rey de los botecos” de Río y Jaime y yo sentimos que no podíamos seguir allí. Por adhesión y solidaridad con nuestro amigo pedimos la cuenta y caminamos unas pocas cuadras para tratar de instalarnos en el “sancta sanctorum” de sus recorridos: el Bracarense. Y menos mal que eso hicimos, pues a los pocos minutos, mientras Jaime y yo esperábamos mesa, llegó Manoel, quien dispone siempre de algún lugar aunque el célebre local de la calle Linhares esté repleto. Dicha ventaja la posee Maneco por pertenecer al Consejo Regional de Frecuentadores de Bares y, por supuesto, por ser la simpatía en persona. Le referimos nuestra involuntaria infidelidad y nos respondió con una de sus frases predilectas: “¡Fue una locura!” y para festejar la oportuna rectificación ordenó boliños de camarón. Debo decir que esas bolitas de camarón son las mejores del mundo. Nada las iguala. Le añadimos picante para disfrutarlas más, mientras Manoel pedía que nos sirvieran también carne seca encebollada, plato que es, sin duda, una de las delicias de la gastronomía brasileña. La cebolla consigue equilibrar la sal de la carne y lo demás lo hace el poquito de farofa que Manoel suele añadirle.

Después de esa incursión no tuvimos duda. Nuestro guía y amigo tenía razón. Nada como los manjares que prepara Alayde Carneiro, la legendaria cocinera del Bracarense. Me contó Paulo Roberto, chofer oficial de algunos miembros del Comité Jurídico Interamericano, que hace cierto tiempo la presión del público obligó a los dueños del boteco a aumentarle el sueldo a Alayde, quien anunció su renuncia por considerarse en ese entonces mal remunerada. Asustados por la posible caída del establecimiento, los propietarios del mismo cedieron ante el pedimento de la insigne cocinera, como debe ser. El más grande bohemio vivo de Río de Janeiro, Jaguar, escribió una vez que “Ir a Río y no probar los platos de Alayde es lo mismo que ir a Roma y no ver al Papa”. Sobreviviente a la avalancha de turistas, el Bracarense es nuestro rey de los botecos y Alayde la papisa de las cocineras cariocas. Así escribimos Jaime y yo en nuestros votos en el momento de consignarlos ante la nada imparcial mirada de Moletta.

El sábado siguiente Manoel nos tenía preparada una emboscada en la Academia de la cachaça. La ritual feijoada de ese día tuvimos ocasión de comerla en ese otro sitio emblemático de Leblón. Iniciamos la liturgia con caldo de feijao, un poco salado para mi gusto, pero muy conveniente como preparación del cuerpo para la faena que apenas comenzaba. Después llegó el gran plato del Brasil, que a nosotros, comedores de caraotas negras y de diversas carnes, nos seduce, pero también nos asombra por la sabia presencia de la naranja. Abundante, bien combinada y multiétnica, la feijoada atraviesa todas las culturas del país y la comen tanto en la “casa grande” como en la “senzala”, donde seguramente se compuso la primera feijoada “in illo tempore”. El postre fue una especie de torta de queso caliente con guayaba de la que se abstuvo el ya extenuado Jaime, pero que gozó de la voracidad de Maneco y de mi gula.

Lo demás fue caminar por Leblón cuando la tarde caía y comprar un libro de Mario Quintana en la Da Conde.

lunes, agosto 11, 2008

Del romesco, la calçotada y otras maravillas

En alguna ocasión hablé acá de la calçotada y de la salsa romesco, ya no recuerdo si para elogiar este portento de salsa o simplemente para aclarar la confusión de alguien en relación con los calçots. Lo cierto es que me gustaría hacerlo de nuevo porque me acaba de decir Cuchi que estaba preparando una calçotada. Venir a decírmelo a mí que estoy a muchos kilómetros de Barquisimeto y no puedo disfrutar de esa fiesta casera de los calçots y del romesco, es una crueldad que no logra disminuir ni la sabrosa feijoada que disfruté el sábado pasado en compañía de Jaime Aparicio y Manoel Moletta en la Academia de la Cachaza de esta Cidade Maravilhosa donde trabajo por unos días. Y es que me gusta hasta la desmesura ese invento culinario catalán que según algunos se lo debemos a un payés que descubrió el calçot a finales del siglo XIX y lo produjo “a manta”, por decirlo con una expresión que me encantaba de mis ya remotos tiempos barceloneses (“Lo mío es el cachondeo a manta”, decía mi amigo Joan Queralt).

Como siempre he creído que Alfonso Reyes tiene razón en aquello de que es preferible repetirse que autocitarse, no me importa hacerlo en esta ocasión. Así que ahí vamos.

Cuchi, diestra en la elaboración de la salsa romesco, suele proveerse de excelentes cebollines (¡ojo, nunca ajoporro!) para preparar sus calçotadas formidables. El calçot fue llamado por Manuel Vázquez Montalbán “cebolla dulce obtenida por el desarrollo de los brotes de una cebolla vieja”. Si tienen a mano algún libro de cocina donde diga “ajoporro” corrijan de inmediato. Es un error, seguramente debido a algún lapsus o a un descuido explicable, dado el parecido de los productos. Si estamos en Venezuela y queremos hacer “calçotada”, (no “calçots”) lo importante es disponer de muchos cebollines y colocarlos a la brasa, con las hojas fuera de la parrilla. Lo demás es nada menos que tener hecha la salsa. Cuchi usa la romesco, muchas veces en su heterodoxa versión criolla. En lugar de avellanas o almendras emplea merey tostado, ese tesoro de Guayana y de buena parte del oriente venezolano. También se ha atrevido a sustituir el pimentón por el noble y legendario ají dulce. Ni le va ni le viene que el resultado sea una salsa venezolana pariente del romesco y no romesco propiamente dicho. El asunto está en disfrutarla por haber respetado principios básicos de armonía y combinación. Doy fe de que literalmente con la calçotada de Cuchi los comensales se chupan los dedos.

Sé que hay otra salsa catalana que acompaña a los calçots a la brasa. Es la “salvitxada”, también una derivación del romesco. Pero hoy prefiero volver sobre nuestra vieja romesco de Arca del Valle, tomada de esa joya de la literatura gastronómica que famosamente se llama “Cuando sólo nos queda la comida”, escrita por San Xavier Domingo. He aquí su receta:

“Se pone a macerar durante un día un pimiento seco, de ésos que llaman nyoras, en vinagre y laurel. Al día siguiente, se pica todo hasta hacer una pasta. Se fríen o asan ajos y tomates pelados y, una vez finamente picados, se mezclan con lo anterior removiéndolo todo en un mortero. Se añade sal y pimienta, y si se desea más fino, se pasa por el colador exprimiendo bien el jugo”. De no conseguir pimientos secos, digo yo, usen frescos. Agruéguenle alguna rebanada de pan viejo y almendras tostadas y vayamos comenzando nuestra propia versión. Buen provecho.

lunes, agosto 04, 2008

La diversidad gastronómica de Venezuela

Ramón David León

Hace poco hice referencia al amor por los pescados de diversas poblaciones venezolanas, para demostrar la variedad de nuestra cocina y la falsedad de ciertos tópicos que solemos repetir como certezas, a propósito de un pertinente artículo de Sumito Estévez en el que mencionaba ciertas listas de platos “venezolanos” en las que suele omitirse el pescado, como si este regalo de nuestro mar y de nuestros ríos no formase parte de la cultura alimentaria de importantes regiones del país. Hoy quiero volver brevemente sobre el tema.

La tendencia a la tipicidad excluyente es una vieja práctica de quienes no admiten lo diverso y prefieren la comodidad de los estereotipos. De ese modo se llega dictaminar sobre una “cocina venezolana” con características y platos determinados y únicos. Siempre he creído que Cuchi Morales, cocinera e investigadora, tiene razón cuando afirma que no hay una cocina venezolana, sino varias cocinas venezolanas, aludiendo básicamente a lo que ella llama “tradicional” (un saber colectivo que se transmite a lo largo del tiempo). Sostiene que esa pluralidad, en lugar de constituir un problema, es una riqueza que deberíamos aprovechar para promover el valor de lo diverso y conocernos mejor como pueblo. Sin embargo, también está consciente de la inmensa ignorancia que tenemos sobre ella. En su lugar se ha erigido una visión limitada, parcial, etnocéntrica y urbana que ha impedido hasta ahora el conocimiento verdadero de nuestras cocinas. Por ese motivo, lo que se impone de inmediato es una labor de exploración y difusión para contrarrestar tantos años de desidia, por decirlo con cierta candidez. Y, por supuesto, una firme resistencia ante la avalancha de un “mundo gourmet” que pretende imponer una suerte de “desneylandia” culinaria en nombre de la “innovación” y del “arte”, así como de verdaderos afanes crematísticos.

Si alguien emprendiera hoy en día la realización de una geografía gastronómica del país, que emulase el gran trabajo de Ramón David León, estoy seguro de que se separaría de él en un aspecto fundamental: no recorrería estado por estado, sino región por región, partiendo de hipótesis modificables por la realidad. El mapa de las cocinas venezolanas no es un mapa político-territorial, sino un mapa de las culturas gastronómicas del país y, como se sabe, éstas ocupan lugares que no se corresponden con la cartografía. Seguramente hay estados en los que coexisten varias cocinas, así como varias cocinas que ocupan espacios no colindantes. Así, la región de Paria sería un lugar específico, diferente al de otros del mismo Estado Sucre y con nexos con El Callao, del Estado Bolívar. Así también, el sur de Falcón, casi todo Lara y alguna parte de Yaracuy conformarían una región, pasando por encima del hecho cartográfico, pero hermanados, entre otras cosas, por el chivo, el suero y el cocuy. Estoy seguro de que ese recorrido irá modificando hipótesis iniciales y aportando nuevos elementos que servirán para demostrar lo complicado que resulta el tema de la identificación de las cocinas. Se constatará, por ejemplo, que no toda la región andina cocina igual y que no todo el llano es carne seca. Descubrirnos de nuevo como región equinoccial y distinta, será también un logro de la comprensión gastronómica de Venezuela. Llegar a ella no será fácil. Es necesario deslastrarse de muchos dogmas y, sobre todo, comenzar a conocer nuestros lugares. Cuchi nos ha propuesto la relectura de Gallegos simplemente, sin preocuparnos si en sus obras hay o no referentes alimentarios. Esa propuesta apunta hacia un camino: la cultura como espejo del hombre y la naturaleza.

Desde luego, Cuchi admite que además de las cocinas tradicionales, existe una cocina pública en Venezuela que también debe considerarse, partiendo de una evidencia: la misma suele ser deudora de procedimientos y técnicas no precisamente venezolanos. Esto, por supuesto, no la descalifica, pero tampoco la autoriza a presentarse como la propia cocina venezolana, sólo por el hecho de que sea elaborada por chefs nacidos en nuestro país o sobre la base de productos nacionales. En tal sentido, celebro otro artículo reciente de Sumito en el que aludía con descarnada honestidad a este punto. Estimo que el camino es el de la interculturalidad gastronómica y no el de la imposición. Pero el camino también es el de la memoria, compatible con los cambios que la cultura y los tiempos van aportando piano piano, como debe ser.