domingo, diciembre 28, 2008

Una salsa de rábano silvestre

Calamity Jane

Escribo al final de la tarde. En realidad, debo decir que escribo al final del año, casi. Por esa razón podría dedicar esta nota de hoy para hacer balance del 2008 y recordar lo bueno del mismo, dejándole lo malo a quienes tienen mórbida predilección por los lamentos. Pero no. No usaré los tres mil caracteres de este espacio para una enumeración celebratoria de logros alcanzados o para recordar las mejores comidas o los mejores libros que tuve la dicha de disfrutar. Estoy tentado todavía de hacerlo, sobre todo porque la frase anterior trajo a mi memoria unas páginas de Claudio Magris que leí con deleite supremo hace unos meses y no me es fácil privarme del placer de mencionar su libro “El infinito viajar”, que a todos recomiendo. También acabo de recordar el prodigioso cuguyón de Güiria y el no menos inolvidable picadillo barinés que nuestro Centro de Investigaciones Gastronómicas de la UNEY tuvo el acierto de servir este año en el comedor de “Colibrí” y cuya omisión en estas notas sanfelipeñas de fin de año sería imperdonable. Podría continuar con este recurso retórico y escribir de ese modo que vale la pena mencionar otros momentos estelares, como los que hemos vivido en el Diplomado para Cronistas (uno de nuestros orgullos) o en las maravillosas conferencias de Briceño Guerrero, quien nos visitó este año en tres ocasiones o en los talleres sobre Diversidad Cultural, en los que hemos estado cocinando la que será nuestra primera oferta formal de postgrado. Así, podría estirar el truco del “sí, pero no” y terminar haciendo el inventario de las dichas del 2008, enunciando con prolijidad (la que cabe en este espacio, desde luego) diversas alegrías académicas, numerosas felicidades de lector, asombros de viajero o simples delectaciones de glotón. Pero no. Cuando abrí la máquina para dar inicio a esta nota otro era mi propósito. No sé por qué me dio por comenzarla en primera persona y hacer referencia al momento real de la escritura. Tal vez por eso me desvié y no fui de una vez a lo que iba.

Iba a hablarles de un personaje del lejano oeste norteamericano cuyas cartas a su hija estuve leyendo esta mañana. Me refiero a la legendaria Calamity Jane, aquella vaquera capaz de cabalgar de pie sobre su caballo Satán, de disparar por dos veces contra su viejo sombrero Stetson, después de haberlo arrojado al aire y antes de que volviera a caer sobre su cabeza, de entrar en los campamentos de los sioux como Pedro por su casa, sin que le pasara nada, salvo que le dijeran que estaba loca. Bien. En las cartas que esa pistolera le envió a su hija me topé con una estupenda receta que voy a compartir con ustedes. Es de una salsa de rábanos. En muy pocas líneas la heroína de las praderas y compinche de Buffalo Bill demuestra que también sabía cocinar y escribir recetas. En ésta nos da la base de la salsa y la salsa, por supuesto:

“Salsa de rábano silvestre:

Una taza de rábano rallado./ 2 cucharadas de azúcar blanco./ ½ cucharadita de té de sal y 1 ½ de pinta de vinagre frío. Embotella y sella. Para hacer la salsa coge 2 cucharadas. Añade una cucharadita de aceite de oliva o mantequilla fundida y una cucharada de mostaza preperada. Esta salsa es deliciosa”.

El libro tiene otras recetas no menos compartibles que la anterior. Todas revelan el talento gastronómico que tuvo esta mujer de circo y de botiquines, a quien encarnaron en la pantalla grande Jane Russell, Yvonne de Carlo y Doris Day, entre otras luminarias.

P.S: Deseo a todos los amigos de este blog un feliz 2009 pleno de afectos, de buenas lecturas y sin otra "calamity” que no sea la acá recordada.

lunes, diciembre 22, 2008

La hallaca como patria


Corrían los años cincuenta. Un joven intelectual venezolano se encontraba en Europa estudiando filosofía. Primero había sido Paris, ahora era Viena. Su inmensa capacidad para los idiomas le había abierto con prontitud las puertas a numerosas experiencias y culturas. Iniciado ya en diversos conocimientos, este joven forjaba con rigor su espíritu de sabio. Hizo viajes. Se aproximó a algunos lugares del continente vecino. Un día se quedó solo y sin dinero en Estambul y su olfato de llanero lo salvó: se fue al campo donde encontró la ayuda que le estaba destinada. Siguió su camino y se topó con el Mediterráneo, esa otra llanura, temblorosa y penetrable. Sintió el abismo ante sí y recordó la poesía de la belleza y lo terrible. Creyó haber añorado por un instante y muy vagamente el suelo firme de Nutrias. Como un personaje de Flaubert, nuestro joven filósofo conoció también “la melancolía de los barcos, los fríos despertares bajo las carpas, el aturdimiento de los paisajes y de las ruinas, la amargura de las simpatías interrumpidas (…). Frecuentó el mundo, y tuvo otros amores”. Volvió a Viena y visitó razones y doctrinas. Las encontró vacías, sin aliento. Pensó en el amor como la vía serena y fecunda de la clarividencia y escribió: “Que las muchas pedagogías, metodologías, psicologías, disquisiciones esquemáticas, fichamientos, estadísticas, discusiones sobre escuela y sociedad, con toda su importancia instrumental, no impidan al maestro escuchar el fluir de la gran savia, ni le hagan olvidar que el rosal extiende sus brazos ciegos hacia el sol por amor a la ignorada rosa”. Se fue haciendo habitante del mundo, “muy antiguo y muy moderno, audaz, cosmopolita”, hasta que un día reparó que tal vez no había dejado de ser también un hombre de Palmarito. En ese momento crucial de su vida, se dijo en silencio: Llevo varios años en Europa y no he tenido nostalgia ni por mi madre ni por los crepúsculos de Barquisimeto. No me han hecho falta ni el himno nacional ni la bandera de Miranda. Su cuerpo, entonces, fue cruzado por una helada ráfaga de culpa venezolana, pero volvió a sus libros griegos.

Ese mismo año, por el mes de diciembre, el invierno vienés llegó con una nieve hermosa que cubrió calles y techos con blandura. Se acercaba la navidad. El joven filósofo sintió que el tiempo era propicio para la morosa conversación con los amigos y para el deleite pausado de la poesía, y así, se fue entregando al ritmo que marcaba la blancura austríaca. Leyó con lento goce las primeras páginas del Convite de Alighieri y se detuvo en la metáfora del pan. Pensó en el pan mismo y no en la imagen de sabiduría que Dante encontraba en esa palabra. Mientras buscaba en Curtius una reflexión sobre la metáfora culinaria, de repente lo conmovió un recuerdo. Su memoria convocó olores y sonidos y poco a poco fue apareciendo el sabor de un plato, opulento, inolvidable. Sintió ¡por fin! que algo de su tierra le hacía una enorme falta. Se olvidó de la nieve y del Dante y casi con desesperación quiso comerse ese pastel insuperado. Lo imaginó en su mesa, verde que te quiero verde, reviviendo el color de las hojas que ahora desplegaban sus manos ávidas. Lo abrió y ahí estaba ella: la hallaca, la mítica hallaca de su infancia. Supo al instante que en ese plato tenía albergue toda su patria. Estaban allí su mamá y los espléndidos crepúsculos de Barquisimeto, las aguas del Apure y su casa de Palmarito. También la bandera de Miranda y el Himno Nacional. “Resulta que todo estaba en la hallaca” repitió para sí el joven filósofo, que, como ya lo habrán acertado mis lectores, famosamente se llama José Manuel Briceño Guerrero.

Feliz Navidad a todos y buen provecho.

lunes, diciembre 01, 2008

La universidad (y la cocina) intercultural

Jujuy

Hace pocos días me correspondió hablar de este tema en la VII Cumbre de Rectores de Universidades Públicas de Suramérica y el Caribe, en la amable ciudad de San Salvador de Jujuy. Uno de los puntos fundamentales de mi planteamiento fue la necesidad de una total ruptura con un modelo aferrado -con más tozudez que convicción- a una especie de “razón académica” que hizo del diálogo consigo misma su único discurso posible. La fecunda y natural conversación de los saberes nos fue vedada por ese muro infranqueable de la corporación universitaria que terminó asfixiando, precisamente, a quienes lo erigieron. Hoy los vemos tratando de darle con inútil esfuerzo algún otro sonido a “la única cuerda que está en su violín”, para decirlo con un verso de la “Sinfonía en gris mayor” de Rubén Darío. Por cierto, no estaría mal definir la monotonía de ciertas publicaciones universitarias con ese elocuente título dariano. Bien. La ruptura con un modelo de ese tipo supone una genuina apertura a otros saberes y a otros modos de buscar el conocimiento. Afirmé que mediante un diálogo fecundo de todas las culturas podríamos recomenzar otro tipo de universidad, más en armonía con el cambio de época que vivimos hoy en día. Una universidad menos pagada de sí y que sepa escuchar las voces de la tradición y la memoria de los pueblos, que se aproxime con afecto a la crónica de los lugares, a la biografía de los seres humanos, al misterio de las cosas; que se deje llevar por las leyendas y los mitos, que aprenda a mirar el mundo sin los vidrios empañados de sus orgullos epistémicos y que pueda de nuevo llamar al pan pan y al vino vino.

Dicho lo anterior, un inteligente historiador jujeño me preguntó sobre los mecanismos o formas para iniciar ese diálogo. Le contesté con un ejemplo del que poseo una vivencia cercana:

La ciencia académica salió un día a la calle y le preguntó a la milenaria cultura de la cocina cómo hacer para alimentarnos mejor. La respuesta la dio una cocinera y a partir de entonces se inició el diseño de una carrera universitaria llamada Ciencia y Cultura de la Alimentación, en la cual se incorporó la cocina como laboratorio, como espacio sagrado, como sitio de encuentro y como albergue de historias olvidadas. Se incorporaron, desde luego, quienes de eso saben de verdad: los cocineros y cocineras. No se les pidió un certificado académico porque la idea era que ellos vinieran a legitimar nuestro trabajo. Mejor dicho, a certificarnos a nosotros, los patéticos universitarios que hicimos del capital curricular nuestra única manera de reconocernos. Y en eso estamos desde hace diez años. Reaprendemos lo aprendido con los saberes de los otros. Por supuesto, no podía en mi respuesta omitir las dificultades que esa audacia comporta. Ese ejemplo de interculturalidad activa ha representado para la UNEY una lucha cotidiana. En primer lugar, con nosotros mismos, por la educación positivista recibida en nuestras casas de estudio y, en segundo lugar, por las rigideces del ámbito académico imperante y la incomprensión de quienes no ven más allá de sus narices curriculares. Pero poco a poco nos vamos abriendo paso. Lo adelantado es irreversible y representa un paso importante para alcanzar la indispensable universidad intercultural del futuro.

En una zona fronteriza como Jujuy, con el sabor antiquísimo de las humitas, en el punto exacto del Trópico de Capricornio, esa experiencia yaracuyana recibió el estímulo de una entusiasta y feliz aceptación.