lunes, abril 20, 2009

A la mesa con La Celestina

Melibea


"Ayunos de sabrosas letras, cristianos hay a quienes la vida se les va sin sentir jamás el arrebato de la más sublime de las teofanías: la lectura de un buen libro. Hablo de quienes pudiendo habérselas con esa grandeza, prefieren holgarse, no en el bello decir, sino en la maledicencia; no en las Letras, sino en las letrinas”. Así habló mi maestro Toto De Lima el día en que leyó la Tragicomedia y creyó descubrir una de las maravillas de la lengua española de todos los tiempos. Y no era para menos, porque la obra del bachiller de La Puebla de Montalbán, que se vuelve más grande con los años, está llena de delicias verbales, así como de acerbas visiones de lo humano y lo divino. Lujo y lujuria de la palabra, La Celestina es una requisitoria contra un mundo que se tornó puro mercado, como alguna vez lo dijo Juan Goytisolo en un memorable ensayo dedicado a la reivindicación de Fernando de Rojas. Hoy en día siento que esa perspectiva del autor de Don Julián, no sólo es atinada, sino indispensable. Pero volvamos al viejo Toto. Comparto su visión de la desdicha que significa desconocer esos tesoros que son los libros y preferir la molicie del libreto “académico” y la horrenda grisura del hombre ágrafo y áfono que pulula por los pasillos de las universidades anacrónicas.

Vayamos hoy a la mesa con Celestina y celebremos un día más de nuestro suntuoso idioma. Ella dirá las preces y nosotros la veremos escanciar, que es uno de sus oficios más célebres. Sabemos de otros mesteres suyos menos nobles, en los que usa estoraques, almizcles y mosquetes, pero quedémonos con éste donde sólo emplea el honorable vino, y, más desacatados que tiesos, entonemos con ella aleluyas, por una lengua que poco más tarde enriquecerá Cervantes. Ahora estamos en las postrimerías del siglo XV y la trotaconventos más importante de la historia acaba de tomar la palabra para decir cuanto sigue:

Asentaos vosotros, mis hijos, que harto lugar hay para todos, a Dios gracias… Después que me fui haciendo vieja, no sé mejor oficio a la mesa, que escanciar. Porque quien la miel trata, siempre se le pega de ella. Pues de noche en invierno no hay tal escalentador de cama. Que con dos jarrillos de éstos que beba, cuando me quiero acostar, no siento frío en toda la noche. De esto aforro todos mis vestidos cuando viene la navidad; esto me calienta la sangre; esto me sostiene continuo en un ser; esto me hace andar siempre alegre; esto me para fresca; de esto vea yo sobrado en casa, que nunca temeré el mal año. Que un cortezón de pan ratonado basta para tres días…”.

Así habló La Celestina y sigue hablando, para disfrute de quienes amamos la lengua que usó Rojas. Habló con libertad, con crudeza, con aplomo, con ironía y con humor sangrante y corrosivo. Fustigó a los prebostes y a las mediocridades de su época. Fue inclemente con la hipocresía y con los dogmas. Desnudó las miserias de sus congéneres, a punta de vocablos precisos y preciosos y recorrió con su escalpelo estoico el tortuoso reino de la cristiandad. Hoy, en fecha cervantina, la Tragicomedia nos invita a una suculenta relectura o a que algunos de los infelices que decía mi maestro Toto, puedan, por fin, toparse con algo más que sus infamias.

En el convite, invención civilizada del hombre para reunirse con los amigos de su dilección, desaparecen las tristezas y el pan vuelve a ser pan, el vino, vino y la palabra, poesía.

Adelanto un feliz día del libro y del idioma para todos.

viernes, abril 10, 2009

Italia en el corazón

Piazza Ovidio. Sulmona. Abruzzo

Onna. L' Aquila. Abruzzo.

Escribo mientras oigo viejas canciones de los Abruzos, como un modo personal de acercarme a esa región italiana donde la tierra se ha convertido estos días en un abismo. Hoy ha llovido abril sobre mi sangre, dijo una vez el poeta español Carlos Alvarez. Recuerdo ahora su verso afligido para expresar mi dolor ante los pueblos desplomados del corazón de Italia.

En 1703 un terremoto casi destruyó por completo a L´Aquila. Los españoles la habían sitiado siglos antes y la habían vencido a duras penas. Pero la historia recompensa a los insumisos. Al cabo del tiempo, L´Aquila heroica fue convertida en capital de su región. Haber resistido al cerco de los casi invencibles aragoneses y recordar que fue fundada por el rey que lleva el bello nombre de Federico II de Suabia (el primer hombre moderno que se sentó en un trono, según Burckhardt), es poca cosa, si consideramos además, que por allí cerca nació, uno de los más grandes escritores augústeos: el inmortal poeta que conocemos como Ovidio, adorable malaconducta e insigne cantor de los placeres y de las tristezas. A él le gustaba llamarse Nasón y elogiar siempre su origen pelignio. Gozaba recordando que había nacido en Sulmona, en los Abruzos. Poeta de su propia mala vida, Publio Ovidio Nasón nunca olvidó los buenos días vividos en L’Aquila, tierra húmeda y fría, bendecida por Ceres y hoy, castigada de nuevo por sismos implacables. Cierto es que a mediados de abril, precisamente, celebraban en los Abruzos las sagradas fiestas en honor a Ceres. Quiera Dios que la diosa ayude ahora a evitar nuevos derrumbes.

Hace unos minutos me enteré de la declaración oligofrénica del impresentable primer ministro italiano (Berlusconi), quien ha dicho que los damnificados de los Abruzos deben vivir lo sucedido como si estuvieran de pic nic. Ese señor no tiene ni idea de lo que culturalmente significan los Abruzos. Pero eso no es grave. Lo grave es que no tenga el más mínimo sentido del dolor humano. Si lo tuviera, tendría también el de la oportunidad.

Yo no me acuerdo de Ovidio ni de D´Annunzio (otro escritor de los Abruzos) cuando veo las imágenes terribles de la muerte. Esas imágenes me duelen. Nada más. Después, por perversión de mis vicios culturales, vienen a mi memoria topónimos ilustres y nombres portentosos de la literatura. Pero no me detengo en ellos, porque sé que ha ocurrido una tragedia. Sé que han muerto niños y ancianos y que muchos hombres y mujeres han quedado sepultados en vida. Y sé también que ahora están a la intemperie numerosas familias que deambulan con el infierno en sus pupilas. Es una realidad que nos desviste y nos deja a solas con eso que llamamos desde el principio fin de mundo. Sin embargo, yo busco consuelo en Ovidio y en D´Annunzio, pero no los consigo por el desorden de mi biblioteca. No hay manera, entonces, de hacer una cita exacta para respaldar mis desahogos. Sé que ellos dos están ahí. Ovidio proclamando trigo y vino y D’ Annunzio, de punta en blanco dominguero, ordenándole a su “cuoco” meridional que le prepare la pasta al pomodoro que tanto maravilló a un joven poeta triestino.
Todos los versos del autor del Arte de Amar, todo el trigo de Ceres, todo el vino, toda la pasta de tomate del Immaginifico, en fin, toda la belleza que han regalado al mundo los Abruzos, la envía (o la devuelve) a los habitantes del pequeñísimo pueblo de Onna, hoy casi desaparecido, este servidor que no encuentra otra manera de agradecerles, de llorar y de renacer con ellos.

lunes, abril 06, 2009

Cuando muerdo el ají, muerdo en la vida


Comparando la cocina mexicana con la cocina india, Octavio Paz llegó a la conclusión de que ambas constituían infracciones imaginativas y pasionales a dos grandes cánones del gusto: el chino y el francés. Ocupando un espacio singular -que Paz llamó “excéntrico”-, las cocinas de la India y México, duchas en combinaciones de opuestos, se hermanan por el sabio y profuso empleo del picante. Así, el curry y el mole son, sin duda, parientes cercanos por parte del ají. La planta americana, que en México recibió un nombre de origen nahua: chile, debió llegar a la India vía Filipinas. Se pregunta el poeta mexicano: “¿por Cochin o por Goa?”, para luego comentar sin responderse, que en Travancore y en otras partes del sur, a ciertos curries se les llama “mola”. ¿Deformación del vocablo mexicano? Es posible. De “muli”, que en nahua significa salsa, vino la palabra mole. Y en un convento de Puebla, en el siglo XVII, se la usó para bautizar un prodigio gastronómico inventado por las monjas para honra y prez de la cultura barroca.

No terminan ahí las semejanzas halladas por Paz en sus Vislumbres de la India. Así como son muchos los tipos de moles, también lo son los de curry. Casi tantos como las numerosas familias de chiles. Y algo más que maravilló al maestro: en lugar de pan, los indios comen una tortilla muy parecida a la mexicana que denominan “chapati”. Está hecha de trigo y sirve de cuchara, como la tortilla de México. Alimento y utensilio a la vez, esas cucharas son, sin duda, otro logro del diseño culinario de esas culturas admirables para las cuales la alquimia del gusto es un ejercicio de placer y libertad.

Volvamos al picante. Muchas personas le huyen despavoridos al picor de algunos platos. Las respeto, pero no saben lo que se pierden. Privarse de un jalapeño, por ejemplo, es amputarle a la vida una experiencia sublime. Se trata de algo más que un sabor. Se trata de una emoción imponderable. He leído algunas teorías acerca del por qué algunos pueblos adoptaron el picante como una presencia necesaria en su dieta, a pesar de las reacciones sensoriales de quien lo consume por vez primera. La llamada “gastronomía evolucionista” ha estudiado el tema y varios biólogos vienen buscando respuestas que vayan más allá del carácter benéfico de los ajíes. Probablemente las encuentren, más en la cultura que en los laboratorios. Por mi parte, indago en la poesía y en viejas letras de canciones populares. Leo ahora unos versos de Armando Tejada Gómez (¿se acuerdan? el de Canción con todos) y ensayo mis respuestas al enigma:

Cuando muerdo el ají, muerdo en la vida”.
(…)
“Ají del alto sol, macho quitucho,
entrá a mi corazón como a comerme
y pegame un balazo de alegría!”
.

Para terminar como empecé, con México en el corazón, convoco a Chavela Vargas para que nos diga de una vez la verdad de este misterio:

“Yo soy como el chile verde, llorona, picante pero sabroso”.

Eso. Por sabroso es que nos gusta. He dicho.