lunes, junio 29, 2009

Elogio de un viejo linaje

Jean Marc de Civrieux

Una tarde lo vi en su bella casa de la Mucuy Baja. Lo entrevistaba Jesús Enrique Guédez para un documental. Después de la grabación, caminó por la sala y nos llevó hasta una inmensa biblioteca. Elegante y bien plantado, sonreía a todos los visitantes. Yo le di los saludos que le enviaba su amigo Arnaldo Acosta Bello. Cuando oyó ese nombre me pidió que lo acompañara hasta una mesa y allí me mostró una foto donde aparecía él con unos turcos en Estambul. Eso fue todo. Marc de Crivieux ya estaba en otro mundo. Habitaba el más allá de la memoria. Sin embargo, cuando le conté a Arnaldo ese momento, creyó ver en la foto de los turcos un mensaje fraterno para él, un guiño cómplice tal vez. Eran amigos desde la época en que ambos vivieron en Cumaná. Separados por el tiempo, los unió después el hilo secreto de la poesía. Precisamente, fue por Arnaldo que supe del valioso trabajo que había realizado Marc de Civrieux para visibilizar la cultura de viejos pueblos indígenas de Venezuela, de su convivencia con los ye’kuana en el Cunucunuma, de su participación en la búsqueda de la fuente primordial de la Orinoquia. Ahora tengo en mis manos una de las joyas escritas por él: Los chaima del Guácharo.

En ese libro podemos leer la historia de una etnia importantísima del oriente del país. Los chaima (sin “s”, por favor) fueron un pueblo que opuso enorme resistencia a la conquista, como la mayoría de los indígenas de esas tierras. Obligados a dispersarse, ocuparon parajes de difícil acceso o misiones erigidas sobre espacios que antaño les pertenecían. Así, estuvieron en Caripe, donde los conoció Alejandro de Humboldt y en San Francisco de Guarapiche, donde los capuchinos aragoneses ejercieron su labor de aculturación. Numerosos hombres y mujeres chaima fueron sacrificados en ese afán de dominio. Shamanes, caciques y una mujer conocida como la “india del Guácharo”, dieron su vida por la defensa de sus dioses y paisajes. Por fortuna, muchos lograron refugio en montañas y lugares agrestes. Marc de Civrieux trató y convivió con los descendientes de ese linaje chaima. Observó cómo lograron mantener sus tradiciones familiares de subsistencia y palabras de un idioma con el que siguieron comunicándose con los espíritus. Según algunos, los guácharos son los difuntos chaima que buscaron albergue en cavernas sombrías. Da gusto leer los topónimos de procedencia aborigen que refiere Crivieux: Yurucucuar, Tucuyucuar, Altos de Monagal, Culantrillar y Candilar, ubicados al norte del Estado Monagas y en cuyos sonidos todavía canta la lengua de los chaima.

Vayamos hoy al Guarapiche, el río que según el poeta Ramírez Rausseo, “exulta y baña” a Maturín en una “interminable sinfonía” y sigamos la huella alimentaria del pueblo elogiado por Marc de Civrieux. Encontraremos, seguramente, mucho casabe y mucha miel, mucho ocumo y mucho maíz. Es probable que nos topemos con toda una gastronomía chaima, digna de ser estudiada y aprehendida, incluidos sus procesos. Civrieux nos habla de una “alimentación abundante y variada, integrada por una gama de vegetales, animales silvestres y pescados”. Nos informa que tenían su propia manteca, la del guácharo, “fina y transparente”, empleada para sazonar las carnes. Indaguemos por los dulces y encontremos, para cerrar, esta sencilla receta:

“OCUMO ASADO CON MIEL

Ingredientes: ocumo y miel de abejas.
Preparación: Los ocumos, previamente pelados, se asan en las brasas, luego se colocan en una olla a fuego muy bajito y poco a poco se les va agregando miel hasta que estén dorados y bien endulzados”.

No hay mejor manera de agradecer a Civrieux sus hermosos estudios de la Venezuela mágica y profunda que leyéndolo con asombro y deleite. Y por supuesto, reeditándolo y difundiendo sus muchos saberes (y sabores).

lunes, junio 22, 2009

Un pícaro en los fogones

El ciego y el lazarillo junto al Tormes

Los sobrevivientes se valen de todo para saciar el hambre. En la novela picaresca encontramos abundantes ejemplos de truhanes que despliegan sus tretas exitosas en busca de comida. La veneración de las astucias alcanza en el mundo del pícaro un amplio campo para su provecho. Y éste casi siempre está vinculado a los alimentos. Lazarillos, Guzmanes, Rinconetes, Cortadillos y Gananciosas, por mencionar algunos nombres célebres del género, suelen chuparse los dedos después del consumo voraz de longanizas, carneros, pescados, naranjas, gallinas y bizcochos, obtenidos mediante habilidosas estrategias. Son duchos en el trueque tramposo (gato por liebre) y veloces a la hora del hurto en el mercado. Aprendieron de niños sus ardides y la vida les ha permitido acopiar mejores artificios. Socarrones, cuentan con fruición sus picardías y enriquecen así la historia universal de los engaños. Hoy voy a referirme a un personaje venezolano, cumanés, para más señas, que se inscribe con honores en el más exigente catálogo de vivarachos.

A Gustavo Luis Carrera debemos las travesuras de Salomón Rivas, que así se llama el ingenioso de marras, vendedor de arepas, de conservas de coco y de billetes de lotería, pintor, marino, mitómano y fanático del boxeo. Son inolvidables los párrafos que dedica a narrar su participación en la pelea que Antonio Gómez le ganó a Saijo, en Tokio. Llega a decir, como embustero cabal, que fue él y no Hely Montes, quien advirtió a Antonio dónde debía colocar su jab. Bien. También Salomón fue cocinero. Este oficio lo realizó en un barco. Empezó como pinche y la suerte quiso que terminara siendo el cocinero mayor, por la renuncia del chef. Como no le pagaban el sueldo completo por ser “cocinero de circunstancia” y no de profesión, se las arreglaba para obtener la diferencia (y algo más) preparando un sancochito cumanés todas las semanas para el apetito incontenible de algunos tripulantes. La cocina del barco fue para él una escuela completa. No sólo aprendió a realizar cortes y a mejorar su sazón. También supo de las injusticias y de un modo parcial de repararlas. Mientras los marineros comían lo mismo todo el tiempo (aunque sabroso, según Salomón, quien se precia de su buen aliño), los oficiales variaban con frecuencia sus vituallas: conejos, lomito, gallina, pescado, dulces de frutas, etc. Esto irritó a nuestro “héroe”, quien lo cuenta así:

“¿Tú sabes lo que se siente cuando llevas meses comiendo lo mismo? Yo creo que por eso fue que desde mi llegada traté de abrirme el camino hacia la cocina, y cuando pude entrar, ya no me salí más. A mi siempre me gustó comer bien, desde muchachito…(…) Y ahí yo cogía toda clase de provisiones, mucho más de lo que me correspondía como marinero: de todo, pues, sin privarme de nada: cogía mantequilla, queso, leche, suficiente azúcar para la avena, y de todo eso le pasaba algo a la comida de los marineros (…). ¿Te das cuenta? Sin ser ´don´ cocinero, sino cocinero pelao, yo comía lo que quería. Porque ahí, como en muchas cosas de la vida, lo importante no era llevar el ´don´, sino tener la cocina”.

Como vemos, la cocina puede ser a veces un espacio idóneo para mermar iniquidades. En este caso también sirvió para hacer más simpáticas las aventuras de nuestro “vivo criollo”, cuyas divertidas peripecias (incluidas las gastronómicas) podemos leer en la estupenda novela “Salomón” (Monte Avila, 1993), cuyo texto es a la vez una demostración de oralidad cumanesa y una apología del narrador arquetipal. Su autor, Gustavo Luis Carrera, es un nombre que no debemos olvidar nunca.

lunes, junio 15, 2009

La insumisa selva del Perú


El vigoroso escritor peruano Manuel González Prada dijo un día que todo blanco era, más o menos, un Pizarro. Lo recordé al enterarme de la masacre perpetrada por el gobierno de Alan García contra la población indígena de Bagua. La ominosa figura de los invasores del siglo XVI encarna de nuevo en gobernantes que invocan el “progreso” para hacer política de tierra arrasada, sin que les importe las vidas que se lleven por delante en su desesperado afán de hegemonía. No sabemos la cifra exacta de los muertos, pero sí que muchos de ellos fueron quemados o arrojados a las aguas del río Marañón. Defensores de sus lugares ancestrales, del albergue sagrado de sus mitos, los indios awajun y wampis estaban luchando por lo suyo, por la defensa de su selva y de sus frutos, cuando fueron atacados por aire y tierra, de la manera más artera y salvaje.

Quienes conocen la tesis que el presidente del Perú sustenta en el llamado “síndrome del perro del hortelano”, no se han sorprendido ante esta carnicería ordenada por él. Y en realidad nadie debería extrañarse de que sigan ocurriendo matanzas de este tipo contra nuestros pueblos indígenas. Prevalece en algunos sectores sociales una mentalidad dura de superar, según la cual hay poblaciones de primera y poblaciones de segunda. Entre éstas se encuentran, por supuesto, las diversas etnias aborígenes del continente. Semejante racismo aún campea también en algunos venezolanos (incluidos ciertos gobernantes), refractarios al espíritu que inspira las normas que en la Constitución vigente consagran los derechos de esos pueblos sojuzgados…

No siempre ha sido el exterminio físico la vía para la destrucción. Una de las armas predilectas de las élites, tanto de Perú como de Bolivia, ha sido la extinción progresiva de las identidades. También en Venezuela hemos padecido esa peste, que llegó a estar avalada por la Constitución del año 1961, para no hablar de otros textos normativos anteriores. Los Estados Nacionales se encargaron de ejecutar una depredación cultural que contó con el apoyo de ciertas religiones en los puestos de vanguardia. “Incorporar a los indígenas a la civilización” era la prédica etnocéntrica de nuestros gobiernos, negadores de la riqueza cultural de las comunidades indígenas: idiomas, costumbres, usos, religión, gastronomía, ciencia y técnicas que constituyen un patrimonio inmenso del cual debemos aprender mucho si queremos salvarnos como especie.

Uno abriga la esperanza de que esta acción infame del gobierno peruano avive la fuerza emancipadora de los pueblos y la rebeldía comunitaria de los indios. Creo que los tiempos de mansedumbre han quedado atrás. Ahora tiene la palabra la camarada insumisión. Está en juego la naturaleza y las etnias amazónicas del Perú se saben parte de ella. Por eso protegen su diversidad. Muchos “criollos” se han acercado a sus predios buscando curación para sus males y procurando aprender de su cocina y de sus dietas. Y han encontrado maravillas: suculentos pescados y chanchos aderezados con misto para alegrar el espíritu.

Aún en estos días tristes para la comunidad amazónica del Perú, después del ayuno, bien vale un buen masato, como lo saben los hombres de la selva y de la yuca.

lunes, junio 08, 2009

La mujer y la casa

Vermeer

Está en lo suyo. La hemos oído silbar y cantar con efusión y ahora sonríe complacida, porque ha comprobado que el caldo está en su punto. Nos llamó a la mesa con premura y el aroma se encargó de acelerar nuestra presencia. Ahí está ella, esplendorosa, cucharón en mano, sirviendo las raciones abundantes. Es la dueña feliz de la casa que comparte de nuevo los frutos de su oficio sagrado y cotidiano. Nadie la vio llegar a la cocina porque ella la habita desde siempre, desde la noche del origen. Nadie la vio leer recetas porque una tradición milenaria se las dicta en secreto o porque las inventa o porque minuciosamente las recuerda con deleite y precisión. Nadie sabe por qué hoy la hierbabuena le ha otorgado una compostura inusitada al suculento hervido. Nadie, salvo ella, sabe esas cosas de la vida.

Es el ama de casa que con orgullo intemporal estampa en una planilla la frase “oficios del hogar”, para dar cuenta de lo que en verdad ella profesa. Es la dignidad doméstica capaz de transformar las penurias en grandezas, porque pan y cebolla le bastan para sus milagros. Ella cultiva sus jardines, uno de los cuales es la armoniosa cocina donde reinan sus saberes. Algunas veces ha cocinado con flores de yuca, esas que los salvadoreños tienen por flor nacional y llaman izote. Cuando lo hace, nos devuelve a la edad de oro, al primordial escenario de los dioses. Cocina y jardín son sus dominios milenarios.

Los quehaceres de la jardinera que cocina son los trabajos rituales que nos enlazan con la sustancia del mundo, como lo dijo un día Octavio Paz. A ellos debemos la vida sedentaria y la capacidad para convertir la rutina en aventura, para viajar sin moverse, para abrir las ventanas y respirar el aire del universo, para convertir cuatro paredes en un infinito paisaje espiritual. Algunas mujeres se han rebelado contra esos oficios, quizá por no haber descubierto en ellos su verdadera naturaleza o la imagen de los ángeles de Murillo que nítidamente contienen. No han fijado del todo el arquetipo de la “abuela”, de la “tía” o de la “prima” que llevaban siempre puesto el talismán de la felicidad, que no es otro que el talismán culinario. Una excelente escritora venezolana, María Fernanda Palacios, escribió hace algún tiempo un bello ensayo sobre la mujer y la casa. Allí nos dijo que el “fastidio” no está en los oficios del hogar, sino en nosotros, duchos en banalizarlo todo y en introducir razones para desvalorizar la vida de la casa, la belleza de “la casa por dentro”, por usar el impecable título de un libro de poemas memorable.

Vuelvo a ella. Baila solita en la cocina. Y canta. Y abre la ventana. Mira su jardín. Seca sus manos en el delantal y toma un libro para leer (o para leerse) con fruición intensa estos versos luminosos de Lezama Lima:

Hervías la leche
y seguías las aromosas costumbres del café.
recorrías la casa
con una mirada sin desperdicios.
cada minucia un sacramento,
como una ofrenda al peso de la noche
”.

lunes, junio 01, 2009

Guardiola en La Llesca


No hay error en el aviso. Está escrito en catalán y corresponde a una pequeña taberna del amable barrio de Gràcia, en Barcelona. Cuchi y yo la conocimos por Luisana en el año 2001, el mismo año en que Josep Guardiola se retiró del Barça y causara una enorme aflicción en los fanáticos. La mención de este hecho no es arbitraria, pues lo primero que vimos al entrar al restaurante fueron varias fotos del Pep Guardiola, como otra seña de la identidad catalanista y del orgullo culé que allí reinaban. Una de las fotos era un trofeo: Guardiola comiendo en La Llesca. También lo hicimos nosotros esa noche, con fruición extraordinaria. Las rodajas de pan con tomate que consumimos en esa ocasión fueron un prodigio inolvidable. Nos comimos a la Cataluña aldeana con un enorme gusto y una apoteósica alegría. Nada estuvo fuera de sitio. Saciados de alioli, la más poderosa salsa de esas tierras (y quizá del planeta), salimos de allí felices, dando gracias a la providencia por la gula y los placeres recibidos. Desde entonces asocio el nombre de Guardiola con la comida catalana, especialmente con las esponjosas rebanadas de pan de payés y con el tomate frotado sobre ellas, es decir, con ese viejo milagro de la gastronomía campesina que son las universales “llescas de pa amb tomàquet” que cualquiera puede preparar en su casa para alimentarse sabrosa y sabiamente.

He recordado ese momento íntimo en estos días de euforia barcelonista y me he imaginado en el barrio de Gràcia, celebrando en La Llesca el triunfo de Guardiola, que no es sólo un triunfo del deporte. Es también un triunfo de la estética. Es la poesía del futbol recordándonos que la belleza serena puede depararnos frutos efectivos, además de goces febriles y certeros. Digo que me he imaginado en La Llesca, porque en mi memoria, futbol, Guardiola y comida catalana habitan ese espacio fabuloso, pequeño y concurrido, donde una vez sentí concentrados y armoniosos los hilos de la historia sentimental de Cataluña. Uno de esos hilos es el Barça, al que hoy rendimos tributo por haber alcanzado, probablemente, su momento de mayor esplendor.

Ayer leí varios artículos sobre el Pep Guardiola, envuelto todavía en la atmósfera de dicha que nos proporcionó el histórico e increíble gol de cabeza de Lionel Messi contra el Manchester. En alguno de esos artículos se hace referencia al gusto del Pep por la literatura. Supe así que el clamoroso director técnico del Barça después de leer “Operación Masacre” de Rodolfo Walsh, comentó algo que seguramente ahora practica en su trabajo: “A uno le gustaría ser y comportarse en la vida como el señor Walsh. Eso es coraje, y lo demás, tonterías”. La frase revela una adhesión ética. Walsh desafió con su pluma y su acción a los dictadores argentinos y por esa razón lo asesinaron. En “Operación Masacre” denunció los crímenes de los antiperonistas en 1956. Nada de medias tintas. Y eso debe haber conmovido al Pep Guardiola, a la hora de valorar modelos de conducta, válidos para todas las batallas que hemos de dar en esta vida.

Volvamos a La Llesca. Está atiborrada. Traen ya las rodajas de pan ancho campesino. También los tomates maduros, abiertos por la mitad. Los frotamos sobre el pan. Le añadimos un poquito de sal y un chorrito de aceite a lo largo de toda la rebanada. Apretamos el pan con los dedos por los cantos y luego lo soltamos para que el aceite y la agüita del tomate se desparramen a placer. Elevamos una copa de Sangre Brava y ahora brindamos por Messi, por Iniesta, por Xavi, por Eto´o, por todo el equipo. Cuando nos toca hacerlo por Guardiola, de más está decirlo, hacemos una reverencia especial. El resto es lo de siempre:

¡Visca el Barça!