lunes, octubre 26, 2009

Caminos de palma y sol

Leonardo Ruiz Tirado

"(...) parece que va soñando/ con la sabana en la sien"
Alberto Arvelo Torrealba
También los ríos son caminos. Son, precisamente, los “caminos que andan”, según el límpido decir de Alberto Arvelo Torrealba. Por éstos y por los otros, los de “palma y sol”, pasaron los héroes de nuestra independencia y un poco más tarde, los rebeldes de la Guerra Federal. Pasaron Bolívar y Zamora, quienes ahora forman parte de un imaginario llanero que se expresa bellamente en la música, en la poesía y en el relato oral de las leyendas, las de raíces mágicas y las de orígenes históricos, cuyas tramas se entrecruzan como las cantas y los rejos. Leyendo al autor de Glosas al Cancionero y oyendo la famosa canción de Eladio Tarife, llegué el sábado a Barinas, para compartir con Benito Yrady y el Centro de la Diversidad Cultural, una jornada en homenaje a los cultores del Llano. La lluvia nos acompañó casi toda la mañana y al ver las calles anegadas, recordé los versos donde el ya citado poeta dice que en Puerto Nutrias “a veces están las calles azules” y son como “una guitarra con bordones de agua dulce”.

En virtud de la lluvia, el teatro fue llenándose muy poco a poco y gracias a esa circunstancia pude conocer y hablar un buen rato con Eladio Tarife, llanero de Arismendi, hombre de palabra fácil y de buen humor, quien pocas horas después sentiría una vez más la emoción de oír a todo el público corear su ya indispensable Linda Barinas, nueva seña de identidad de sus paisanos y cálido elogio de la tierra y de sus tardes. También tuve la fortuna de ver al poeta Leonardo Ruiz Tirado, mi amigo de siempre, cuyo formidable libro Leer Llano me acompaña desde hace varios días. En sus páginas encontré el respaldo conceptual para la intervención que hice esa mañana. No se trata sólo de leer a Gallegos y a los Arvelo (a Alfredo, a Enriqueta y a Alberto) o a Humberto Febres, Jesús Enrique Guédez y Enrique Mujica, revisitados todos por Leonardo, sino, sobre todo, de leer el paisaje cultural del Llano y hacerlo, no como “folklore”, sino como materia poética, como mito o como humus de un país que hemos ido banalizando con estereotipos y que requiere con urgencia comprenderse a sí mismo de manera auténtica, abandonando las gríngolas de ciertos métodos académicos adoptados por los espacios hegemónicos del conocimiento para vedarnos buena parte de la realidad. El libro de Leonardo nos invita a ese esfuerzo. El lo dice de este modo: “…la lectura que se vino realizando de nuestro país, de nuestra literatura, de nuestras tradiciones orales, de nuestra espiritualidad, desde esos centros de dominación ideológica y desde hace ya siglos (acentuada y sistematizada con la ´modernización´ del estado venezolano a partir de los pactos políticos post-gomecistas), salvo algunas excepciones, ha sido desafortunadamente contaminada de parcialidades, ocultamientos y mistificaciones”.

La geografía de Venezuela debe ser mirada con otros ojos. Ver sus paisajes como si los estuviésemos contemplando por vez primera, no es imposible. Sé que nuestros poetas nos ayudarán en ese propósito. Uno de ellos, Eladio Tarife, me dijo ayer que si cultivamos el amor por los lugares, nos irá mucho mejor en esta vida. También pueden iluminarnos los cronistas y algunos universitarios como Pedro Cunill Grau, quien, por cierto, acaba de publicar un bello paseo por los paisajes llaneros de Rómulo Gallegos, que comentaremos pronto en este sitio. Hoy basta con Leonardo y su Leer llano, editado por El perro y la rana a finales del 2007. Sus páginas me auxiliaron hace unas horas a salir del trance de hablar de llaneridad ante llaneros. A ellas debo también una nueva y lúcida aproximación a la inmensa poesía de Enriqueta Arvelo Larriva, cuya voz de Barinitas es un regalo universal.

lunes, octubre 19, 2009

Para la historia regional de la infamia

Mario Briceño Iragorry

Esta pequeña historia puede leerse toda en el decreto de un gobernador. Allí están condensadas sin mayores alardes la imponderable calidad de una bajeza y la ignorancia de los embaucados en ella. El pseudo cronista y los funcionarios que lo secundaron parecen cortados por la misma medida ética y educados por una idéntica pedagogía del odio. La única diferencia entre ellos tal vez resida en un mayor o menor grado de inepcia para la actividad pública o en un grado mayor o menor para el ejercicio del descaro. Amotinados, con el aplomo que otorga la incultura y la engañosa seguridad de los cargos que ostentan, los autores del decreto hurgaron previamente en el pasado y revivieron rencillas personales. Pasaron a ser lo que un personaje dijo de Pedro Páramo en la gran novela homónima: “un rencor vivo”. Dicho sea en todos los sentidos de esta frase: “son ahora rencores que se arrastran”.

El objeto de la vileza que los mueve es nada menos que la egregia memoria de un venezolano ilustre. Quieren derribarla. Ilusos, creen poseer la fuerza para ello. El procedimiento empleado es elemental y de uso inveterado por parte de los abyectos: la media verdad y la calumnia. Con ellas acuden a la vulgar y socorrida patraña de armar un expediente con retazos aislados de una vida, amputándole su grandeza y dignidad. Juzgan hechos y conductas fuera de su contexto, con el previsible resultado de la desfiguración histórica. Nada los detiene. Buscan vengar a un antepasado que se inventan o resarcirse por una afrenta que se imaginaron alguna vez, en virtud de sus atávicos complejos. Por un instante alcanzan el feliz espejismo de tapar el sol con un dedo y se dan por satisfechos cuando terminan de firmar el impresentable decreto. Amparados en la fugaz inmunidad de un cargo y en alguna triste convicción leguleya, hacen públicos sus dislates, a costa del Estado, por supuesto. Y celebran, sin percatarse del clamoroso ridículo que significa la “hazaña” de pretender mancillar un patrimonio moral de nuestro pueblo.

Lastimosamente, no es ficción lo ocurrido ni pasó hace mucho tiempo. La historia es reciente y cercana. El decreto es el número 277 y para evitar cualquier verosímil desplazamiento de nombres que a esta altura podría estar generándose en algún lector, aclaro de una vez que me estoy refiriendo al decreto del gobernador del Estado Trujillo fechado el 30 de julio del presente año, mediante el cual se declaró paladinamente a Mario Briceño Iragorry traidor a la patria y se le arrebató su nombre a la Biblioteca Pública Central de su estado. Cometo la impudicia de transcribir uno de sus párrafos antológicos:

“Considerando
Que Mario Briceño Iragorry regaló el 19 de Diciembre de 1927, en un acto de lisonja al Dictador Juan Vicente Gómez, la mesa donde El Libertador firmó la Proclama de Guerra a Muerte, como lo denuncia el francés Francis Benet en su Obra Guía General de Venezuela, publicada en 1929. Hecho que puede considerarse como traición a la Patria por atentar contra el Patrimonio Histórico”.


Sin duda, los valores que encarna el nombre de Mario Briceño Iragorry no pueden ser borrados por nadie, menos aún por el infeliz decreto de alguien ignorante o mal asesorado. Pero el hecho es escandalosamente sintomático y revela la inmensa necesidad de comenzar a aplicar la novísima Ley Orgánica de Educación para la formación, no sólo de mejores ciudadanos, sino también de mejores dirigentes. En este espacio, donde hemos citado muchas veces a Don Mario, a propósito del tema de la soberanía alimentaria, no podíamos guardar silencio ante ese desafuero.

lunes, octubre 12, 2009

Majan sal de salmorejos





No menos clara que Bagdad o que el Cairo, según Borges, es esta ciudad de los omeyas en la que siempre se escucha el laborioso rumor de una fuente. Ayer sentí que esa música incesante es capaz de aliviarnos del calor de este otoño cordobés y de enviarnos, además, algunas señales enigmáticas. Caminaba por la judería y la escuché. Quise saber de dónde manaba esa agua balsámica y fui llegándole de oídas hasta ubicarla a mi izquierda, en una calle estrechísima. A pocos pasos estaba la fuente, cristalina y generosa. Me acerqué a ella y percibí por un instante la inmensa soledad de ese espacio. Miré a mi alrededor y vi paredes blancas, puertas cerradas y ventanas entreabiertas. Atisbé patios frescos y aromosos y de pronto me sentí embestido por la belleza.

“No hay otra en este mundo”, escribió alguna vez Pablo García-Baena, al referirse a la belleza de Córdoba. Lo recordé al percatarme del inusual momento que acababa de vivir. Recordé asimismo que la noche anterior había pasado cerca de su casa y que en la habitación del hotel leí esta mañana sus serenos poemas de Junio. Sitiado por la blancura, en una mínima plaza de la judería, íngrimo, supe que compartía con los habitantes invisibles de ese lugar, la salmodia eterna del agua y la sombra vespertina de todas las culturas cordobesas. También vinieron a mi memoria los radiantes versículos que Alvaro Mutis dedicó a su paso por Córdoba, para darnos la noticia de que fue allí, en una calle cualquiera, llena de turistas, donde tuvo la imposible y ebria certeza de estar, por fin, en España. Me dije, entonces, que algo misterioso tiene esta ciudad cuando uno se deja llevar por alguna de sus voces secretas. Y sentí piedad por los turistas, que en enormes cantidades pisan las calles romanas, se toman fotos con las fachadas mozárabes al fondo y se arrodillan a veces en las intromisiones cristianas de la Mezquita, para salir, banales y vacíos, a agregar galones audiovisuales a su oficio.

Volví al hotel y busqué de nuevo el libro de García-Baena, como quien busca a alguien para contarle sus dichas. Miré en el índice y de una vez me fui hasta el poema Córdoba y repetí en alta voz sus versos plenos y finísimos: “No había más belleza en este mundo./ Por las calles de cal, cuando furtiva/ ajena sombra iba enamorada,/ incansable de sol a sol,/ tejiendo el embeleso luna a luna,/ telones de murallas, celosías/ de altas clausuras,/ palmas de sombras sobre tapias blancas,/ era ya sólo amor el escenario,/ la letanía armoniosa de los nombres”. Ahí estaba todo: la ciudad y sus fantasmas, la historia y sus sobrevivientes, las calles y sus visitantes y yo mismo, sacado del despiste por el rumor del agua y favorecido por un azar concurrente que me hizo perenne morador de una plaza exclusiva. Sin duda, era para celebrarlo con otro poema del gran Rafael de San Pedro y San Pablo García-Baena. Leí entonces La cocina de los ángeles y al toparme con el octosílabo “majan sal de salmorejos”, la suerte estaba echada. Me fui hasta “El Caballo Rojo”, en la Cardenal Herrero, y cumplí con un ritual que Cuchi me había pedido que cumpliera, en honor de una amiga cordobesa: comer salmorejo en ese sitio. Lo hice y me supo a gloria. Nada que ver con uno que había probado el día anterior. El legendario plato campesino de Córdoba me permitió rubricar con alegría una jornada espléndida.
Fino y salmorejo se dieron anoche la mano para sugerirme esta euforia literaria, que dedico a Isabel de Pérez, la amiga cordobesa que cocina como los ángeles.

lunes, octubre 05, 2009

¿Qué comía El Brujeador?

Rómulo Gallegos
No hay manera de eludir su ominosa presencia. Los lectores sabemos que está ahí, aunque los otros personajes no lo estén viendo. Se esconde o se hace el dormido, pero está. Acecha siempre. Infunde terrores antiguos y emociones funestas. Intruso, viaja en el bongo para mostrar de modo oblicuo sus peligrosas credenciales. En muy pocas líneas sabremos todo sobre él. Más que torva, su imagen es indeleble. No podemos borrarla. Gravita en nosotros cuando estamos íngrimos y nos acompaña llano adentro, Cunaviche adentro, Gallegos adentro, Doña Bárbara adentro. Es uno de los grandes malos de la literatura venezolana de todos los tiempos. El autor no tuvo desperdicio alguno cuando trazó su silueta, le puso nombre y presentó su carácter. Lo llamó Melquíades Gamarra y lo introdujo en aquel legendario bongo que remontó el Arauca bordeando las barrancas de la margen derecha. Lo mentaban “El Brujeador”. No sólo asesinaba por el sueldo y otros beneficios. Lo hacía con un gusto insobornable. Con ese mismo gusto debió comer sus raciones de viajero. Por eso viene hoy a este espacio.

Melquíades Gamarra, el tenebroso, fue el primer personaje que almorzó en Doña Bárbara. Sacó el alimento de su “porsiacaso” y nos dejó un enigma más de su figura. ¿Qué comió esa tarde el demonio en persona? Gallegos no lo dice, aunque en una versión original haya suministrado algún dato que ahora no nos sirve de mucho. Lo bueno de esa ausencia de información es que podemos especular e inventarnos un menú de la malicia. Así, podríamos hablar de alguna pócima preparada por la Doña para mantenerlo alerta y hacerlo más impío. También podríamos buscar en alguno de sus ancestros lejanos una costumbre amazónica e imaginarlo ingiriendo mañoco y yucuta, pero eso sería fabular en exceso. Limitémonos a las señas del tiempo y el espacio y a la frugalidad propia de los protervos. Recordemos que no suelen ser gordos ni glotones los taimados. No olvidemos tampoco que estaba en el llano y que ya el régimen alimentario de la zona tenía unos componentes conocidos. Volvamos a la realidad y propongamos una ingesta verosímil: también “El Brujeador” era mortal y en su “porsiacaso” llevaba casabe y queso, como todo el mundo. Puesto a considerarlo mejor pagado por su jefa, de quien era un obsecuente estimadísimo, agrego que su bastimento incluía algo más: aparte de casabe y queso, contenía carne seca y papelón. Seguro que llevaba papelón. Acompañante y postre a la vez, esa delicia no podía faltar en un profesional de la llanura, aunque éste, como era el caso, tuviese sólo aviesas intenciones.

Dejemos a Melquíades Gamarra en su almuerzo de viajero fluvial y sigamos leyendo la novela. Ya tendremos ocasión de toparnos con él en otras páginas (aunque en todas parece que pudiera salirnos ese infame). Encontraremos olores y sabores del llano y más miedos, pero también alegrías. Volvamos, pues, a Doña Bárbara y a todo Rómulo Gallegos, con la mirada que tenemos hoy, sin pensar tanto en códigos literarios o en ideologías y, sobre todo, sin los prejuicios de quienes, por adeco, lo creyeron superado o anacrónico. Siento que sus libros pueden ayudarnos a comprender la patria y a dejarnos tentar por sus paisajes prodigiosos. ¿No es eso suficiente?