lunes, abril 26, 2010

De relecturas y regodeos

José Bergamín

En una vieja novela que me encanta, el protagonista no lee libros, sino bibliotecas enteras. Acicateado por la frase que Dryden le aplicó al Dr. Johnson, el desmesurado joven bajaba de los nutridos estantes montones de libros que leía como si estuviera poseído por el demonio feroz de los bibliópatas. Mientras más leía, más quería seguir leyendo. Devoraba volúmenes y sufría la angustia de no cumplir con su cometido: agotar toda la bibliografía del universo. Eugene Gant era, sin duda, un monstruo de la voracidad. Su afán irreprimible no se limitaba a los libros. Abarcaba todo cuanto pudiese ser percibido por la mente y los sentidos. Hacía listas de ciudades aún no conocidas, de platos no probados todavía y de mujeres con las que no había tenido la ocasión de fornicar. Al inolvidable personaje de Thomas Wolfe en su novela Del tiempo y del río no lo movía el placer, sino el frenesí de tomar por asalto el planeta y sus alrededores. A la imagen agobiante de Eugene, prefiero la del lector parsimonioso que no amontona títulos leídos, sino páginas releídas por puro gusto o que visita otras por vez primera para cumplir el calmado ritual del vicio impune: la lectura.

Los verdaderos lectores poseen el don de la gula y no se atragantan como las pardas cotúas de la Canaima de Gallegos. Leen y, sobre todo, releen por deleite. Cuando los sorprende una frase, se quedan en ella y exploran los diversos pasadizos que la misma les abre en un instante. Después hacen la revisita ineludible y encuentran sorpresas. Confieso que me gustaría releer todas las páginas que me han fascinado y pasar el resto de la vida descubriendo en ellas lo que no aprecié con las primeras lecturas. Siempre se consigue algo nuevo en la línea que un día se leyó con otros ojos. Y es que uno, el de entonces, ya no es el mismo y éste de ahora suele, además, ser olvidadizo.

Decía don Pepe Bergamín que a los niños ya alfabetizados hay que enseñarles de inmediato a releer y que las clases de literatura no pueden ser otra cosa que “enseñar a releer lo que ya se ha olvidado de puro leído”. Estas últimas cuatro palabras son una verdadera tentación para tejer filigranas literarias en torno del tema, pero no cederé hoy ante la apetitosa provocación del adorable y quijotesco don Pepe y seguiré otro hilo suyo para atarlo al interés de estas anotaciones. En el mismo ensayo, el autor de La corteza de la letra compara la relectura con el acto de saborear los alimentos. Y ahí está la clave: saborear. No es lo mismo comer que degustar, como no es igual leer que reincidir en la página leída para paladearla y religarnos con ella. Quien relee saborea. Quien repite un plato o vuelve después de algún tiempo a comerlo, ejerce a plenitud el goce del sabor y del saber. No hay relectura que no sea una nueva experiencia. Ayer, por cierto, releí unos párrafos de Lezama, a propósito del tema gastronómico. Retorné al almuerzo de doña Augusta en Paradiso y la ensalada de remolacha fue otra cosa para mí. Me pregunté por qué antes me había fijado más en la mancha morada del mantel, que en la ensalada misma. Vi esta vez con claridad el “espatulazo amarillo de mayonesa” cayendo sobre el plato y lo eché de menos en mi ensalada frugal ordenada por el médico, pero no me afligí ni me importó tanto, porque el saboreo lezamiano me supo a gloria nueva.

Los golosos y relectores, valga la redundancia, formamos parte del ilustre Cabildo del Regodeo al que quiso pertenecer Quevedo cierta vez. Allí cabemos todos y ocupamos gozosamente alguna plaza muerta, “aunque sea de hambre”.

lunes, abril 19, 2010

Pasó un día y otro día


“¿El tiempo? El tiempo pasa”. Esa fue la sencilla respuesta tautológica que dio una vez Marcel Duchamp cuando le pidieron su opinión acerca del abrumador problema. Siempre ha sido un enigma. No hay manera de descifrarlo por completo. Y menos aún, de abolirlo. Su fluidez o su retorno nos abisman. El tiempo nos lleva “como lleva el río una hoja en el agua que declina”, para decirlo con versos de un hombre que intentó brillantemente refutarlo. El, Borges, hecho de tiempo y letras, terminó rindiéndose ante su alucinante realidad.

El tiempo, también como concepto, nos tiende celadas. No le basta con habernos hecho rehenes de su curso inevitable o de sus múltiples enredos. Nos reta a comprenderlo. El tiempo nos quita “tiempo” para que pensemos a veces sólo en él. Nos secuestra doblemente… Pero no “perdamos tiempo” en explicarlo. A lo que vamos: “matemos el tiempo” de una vez y escribamos. Escribamos, entonces, que hace cinco años dimos inicio a este blog y que acá estamos, dándole continuidad a la línea, aunque en ocasiones su trazo se repita, se remarque, se diluya, se evada, se divierta o se llene de dudas y retorne al sitio de donde vino, para empezar de nuevo el sabor en la palabra inicial o el saber en la página remota de una receta olvidada.

La idea ha sido compartir reflexiones sobre diversos temas, pero teniendo como excusa o punto de partida la cocina y como pizarra permanente la literatura. Cuando digo reflexiones, como ya todos lo habrán apreciado, no me refiero a pensamientos o elucubraciones y menos aún a teorías. Aludo simplemente a imágenes que se reflejan en el espejo de la escritura rápida y que vienen de la memoria, ese laberinto de signos que cada uno va diseñando a lo largo de la vida, con la arbitrariedad de diversas experiencias y lecturas y, que al revelar sus pasadizos, también lo hace de manera caprichosa. Así, más que conceptos -para seguir con la metáfora del espejo-, acá han abundado las especulaciones, las ocurrencias propias y ajenas, los intertextos, la nostalgia por algún plato, los olores de un huerto de la infancia, la evocación de una comilona entre amigos, la afición al dulce, el asombro reiterado ante la grandeza de la cocina casera, el gusto por la literatura y sus roces con la gastronomía y, sobre todo, las enseñanzas recibidas, en especial de Cruz del Sur Morales (Cuchi), cuyo magisterio cotidiano me ha hecho hablar muchas veces por boca de ganso. Puesto a agradecer los cinco años de este blog, a ella va en primer lugar mi gratitud.

También doy las gracias a los lectores. Sin ellos y su generosidad, no tendrían sentido estas incursiones que procuran el diálogo, enriquecido siempre por sus comentarios.

Zorrilla escribió unos versos que revelan cómo el tiempo hace ilusorias las esperas no fundadas. También son aplicables a la fugacidad de todo cuanto transcurre. Los cito para que en este cumpleaños, mis amigos y compañeros celebren, además, una oblicua picardía local:

“Pasó un día y otro día,
un mes y otro mes pasó,
y un año pasado había
y de Flandes no volvía
Diego que a Flandes partió”.

lunes, abril 12, 2010

La conjura de los necios y otra nota


1. El consistorio de los necios sesiona a mitad de la mañana. Allí se ejerce la sordidez mediante discursos y órdenes cerriles. El mal gusto es su inequívoca seña de identidad. El receso lo dedican al consumo de chatarra y lo hacen a dos carrillos como monja boba. Después retoman el triste ritual de la conjura. Obsesivos, trabajan sólo para la destrucción de sus envidiados. Uno de sus propósitos más claros es “encochinar” todo cuanto funcione bien y marque un rumbo distinto de cultura. La degradación es su lema y la conseja indecente su instrumento de trabajo predilecto. Se encompinchan con todo aquel que posea sus mismos enconos y miserias o sufra como ellos por la excelencia ajena. No tienen límites morales y de la sesión pública pasan a la nocturnidad para confabularse con alevosía en la urdimbre de cualquier treta. Debo advertir de una vez a los lectores –para evitar posibles desplazamientos- que estoy evocando ad libitum una novela extraordinaria titulada La conjura de los necios, escrita por John Kennedy Toole y publicada después de su muerte. Esa obra fue todo un acontecimiento editorial. Su autor la había escrito a comienzos de los sesenta, pero no encontró editor que la aceptase. Toole se suicidó en 1969 y su madre tomó el testigo para seguir buscándole publicación idónea a la novela. Pasaron algunos años y en 1980, por el entusiasmo del escritor Walker Percy, apareció este libro divertidísimo, corrosivo y pícaro que recorre lugares oscuros de Nueva Orleans y nombra al Mississippi de una manera iconoclasta. En La conjura de los necios se come bastante. Y mal. Se comen perros calientes con dudosas salchichas de caucho, cereal y tripa. Ignatius, el gran personaje de la novela, glotón imparable, se convierte en vendedor ambulante de comida y, como era previsible, fracasa, por devorarse diariamente más de la mitad de la mercancía. Una sociedad decadente, ahíta de perversiones culturales, autodestructiva en muchas de sus estrategias de desarrollo, es el telón de fondo de esta novela que estimuló en un lector el negocio de la comida rápida, pero no con chatarra, sino con platos sencillos y nobles. En una calle de Nueva Orleans una estatua del obeso Ignatius Reilly da cuenta del éxito de este libro que puso a los necios, como debe ser, en su plato o en su lápida.

2. Vemos unas mesas opulentas en los jardines de Amílcar, cuya ausencia ha sido aprovechada por sus mercenarios para acometer un larguísimo festín. La escena ocurre en las páginas iniciales de Salammbó. Flaubert la describe de manera suntuosa. La gula literaria termina imponiéndose sobre la otra, porque la otra no es gula sino voraz zafiedad. Los bárbaros se hartan y Flaubert se deleita cuando refiere ese hartazgo brutal de soldados de diversa procedencia: ligures, lusitanos, baleares, libios, cántabros, griegos, negros, fugitivos de Roma y arqueros de Capadocia. Los vemos tumbados sobre cojines engullendo enormes pedazos de carne, “con la postura pacífica de los leones cuando despedazan su presa”. Miran las mesas llenas de antílopes, pavos reales y corderos cocidos al vino dulce, piernas de camella y de búfalo, erizos al garo, trufas, camarones fritos y lirones al almíbar y se excita la “codicia de los estómagos” por tanta “comida nueva”. A mí no me provoca comer, sino seguir leyendo, detenerme en los momentos de embriaguez cuando los soldados deliraban en cien lenguas y pedían más vino, carne, oro y mujeres. Y seguir hasta el instante cinematográfico en que aparece Ella en el umbral y desciende, lenta y majestuosa, las escaleras. Hablará o cantará en un viejo idioma cananeo, pero luego, por gentileza, se habrá de dirigir a los bárbaros en sus propias lenguas y éstos encontrarán en esa voz “la dulzura” de cada una de sus patrias. Ella, Salammbó, es la maga que cierra el festín y decreta que Flaubert ha atrapado de nuevo a sus lectores.

lunes, abril 05, 2010

La cocina también fue cimarrona

Gaston Bachelard

En uno de sus maravillosos libros sobre los sueños, Bachelard cita a un historiador de los alimentos que propuso sustituir la clásica división de la prehistoria (edad de piedra, edad de bronce, edad de hierro) por grandes etapas culinarias: edad del trigo triturado, edad de la carne hervida y edad de la torta. Acerca de esa adorable propuesta historiográfica formulada por el polaco A. Maurizio, no fue mucho lo que Bachelard informó entonces, porque su interés estaba en decirnos que todos podemos revivir, mediante imágenes, nuestra propia edad de la torta. Volver alguna vez a la cocina de la infancia para observar de nuevo cómo la abuela o la madre, guiadas por el olor, abren el horno y constatan que el pastel está en su punto, es un ejercicio de la memoria que cada uno de nosotros puede disfrutar a su manera. Por mi parte, retorno al momento de los alfeñiques y asisto como siempre al acto de magia del azúcar que aún desafía mi imaginación. Nunca dejo de asombrarme ante la creación culinaria y su enorme poder discursivo, para no hablar de la dimensión educativa que albergan los fogones.

La cocina es un reino inabarcable de afectos, de saberes y de imágenes. Por esa razón, es extraño que algunos científicos la sigan ignorando. Hablar de alimentos, de nutrición o de gustos gastronómicos, sin una mirada atenta a la cocina, es dejar por fuera un espacio fundamental en el que, no sólo puede desvirtuarse la más sólida de las hipótesis, sino comprenderse de manera integral el hecho alimentario. Amputarle la actividad culinaria a la ciencia de los alimentos es cometer algo peor que una negligencia: es propiciar la ignorancia, conducta impropia para quien se presume buscador de la verdad. La investigadora Luce Giard, quien trabajó el tema junto a Michel de Certeau, apuntaba que una de las grandes ausencias en esa obra monumental de Bourdieu que es La Distinción, es, precisamente, la de la cocina. Retornemos nosotros a ella y dejemos a Bourdieu en su elocuente bache.

También ha sido la cocina un lugar para la resistencia cultural y algunas veces para la emancipación. Los estudios acerca de la comida en el Caribe revelan cómo muchos platos que le otorgan actual identidad a esas islas, fueron creación de los esclavos. Al respecto, existe un excelente trabajo de Sidney W. Mintz, (Sabor a comida, sabor a libertad) en el que nos informa que en Haití cuando los esclavos podían prepararse sus alimentos, hacían reaparecer nombres africanos para los diversos platos. De ese modo fue forjándose, en medio del sufrimiento, un patrimonio gastronómico que afinca buena parte de sus raíces en las culturas negras. Memoria, palabra e imaginación convirtieron a la cocina caribeña en un espacio de “poiesis” y en un anuncio de libertad. La cocina también fue cimarrona. No olvidemos que un cocinero haitiano llegó a ser rey, como lo relató magistralmente Alejo Carpentier en esa obra maestra que se llama El reino de este mundo.

En los días de felicidad el mundo es comestible, escribió Bachelard en otro de sus libros sobre la ensoñación. Mucho después podemos comernos los recuerdos de esos días de fiesta y oler las delicias que vienen desde el horno todavía. Mnemósine, le dicen. Otros la llaman, simplemente, cocina.