lunes, diciembre 27, 2010

Capones y rellenos imperiales

Pollo capón

Alvaro Cunqueiro

Un gallego universal llamado Alvaro Cunqueiro recorrió las mesas imperiales europeas con el apasionado dominio de un sochantre. Lo hizo en un libro espléndido (La cocina cristiana de occidente), a cuyas páginas he vuelto estos días de descanso y gula, para asociar testas coronadas y topónimos remotos con la eterna fantasía del hecho gastronómico. De nuevo me encuentro con la comida de los Stauffen y su vino de Marsala. Me dejo llevar por el aroma a laurel de sus asados y casi veo a Federico II de Suabia (“el primer hombre moderno que se sentó en un trono”, Burckhardt dixit) trinchando un capón el 26 de diciembre, para celebrar su cumpleaños. Este capón puede ser de oca y provenir de Fulda, me digo. No lleva salsa alguna. Sólo cebollas lo acompañan. Federico II lo va cortando con un gran trinchante y le sirve primero a su halconero mayor. Comen mientras dialogan sobre el buen cuidado que los poetas de su corte siciliana le han dispensado a los “raudos torbellinos de Noruega” (así llamaría Góngora a los nobles volátiles de caza). Afina el emperador detalles acerca de un tratado de cetrería que está escribiendo y que habría de titular De arti venandi cum avibus. Seguramente este año 2010 algunas personas lo recordaron en Nairobi cuando la UNESCO declaró la cetrería como patrimonio cultural de la humanidad. Pero dejémonos de digresiones y volvamos al siglo trece, porque ya Federico está llegando al postre: un paté de peras, cuyo jugo, durante la cocción, se transforma en un licor parecido al caramelo. Todos comen y liban con deleite supremo y el excomulgado emperador advierte que ya puede recibir a las musas y escribirle en volgare hermosos poemas a Constanza. Aclaro que no estoy citando a Cunqueiro, sino fingiéndome contagiado por el vuelo de su imaginación inalcanzable y tersa. Abuso de la recreación ad libitum y comparo el capón que se acaba de comer Federico II de Suabia con uno que mencionó Xavier Domingo para su mesa navideña de 1983, al que, una vez cocido, untó a pincel con yema de huevo para que recibiera una horneada fuerte y rápida y se dorara con brillantez. Pónganle ustedes la salsa al sabroso eunuco, que yo voy de una vez a un postre que encontré en una página de Eça de Queiroz: una charlota rusa calificada de “exquisita” por el escritor de Coimbra en su relato El mandarín. Hasta aquí.

Ya debo haber traicionado varias veces a Alvaro Cunqueiro en su encantador recorrido por las cocinas imperiales de occidente, por dármelas, aturdido, de cunqueiriano. Serlo de verdad exige cultura y humor del bueno. Compenso mi brejetería informándoles que su libro lo publicó Tusquets y lo pueden buscar en la biblioteca “Elisio Jiménez Sierra” de la UNEY. Verán cómo se puede combinar graciosamente erudición y fantasía para convertir al lector más avisado y frío en un adorador de los capones de Fulda o de las perdices bizantinas rellenas de queso de Bitinia. Comprobarán por qué Cunqueiro es un monstruo de la literatura y de la gastronomía.

El prodigioso gallego de Mondoñedo al comenzar su libro hace una referencia al “relleno imperial aovado”. Dice que lo comían los Sacros Emperadores la víspera de su coronación, para tomar fuerzas, pero no da más detalles. Como adehala de fin de año, les copio una de las versiones del mentado plato:

Rellene una aceituna con una anchoa. Rellene con esa aceituna un pajarito. Rellene con el pajarito una codorniz. Con la codorniz, una perdiz. Con la perdiz, una pintada. Con la pintada, un gallito. Con el gallito, una liebre. Con la liebre, un pavo. Con el pavo, una avutarda. Con la avutarda, un cerdo. Ponga el cerdo relleno al horno y déjelo a fuego lento seis o siete horas, hasta que todos los rellenos hayan soltado sus jugos”.

Un feliz 2011 para todos.

lunes, diciembre 20, 2010

Las hallacas de 1957

Marcos Pérez Jiménez

Ese año en la casa de la 17 el niño Jesús llegó de otro modo. El 25 de diciembre mi hermana Elsy se levantó muy temprano, abrió el escaparate del cuarto de mis padres y sacó los paquetes que allí estaban escondidos. Después de hecho el correspondiente reparto, el disfrute de los juguetes apagó cualquier estupor causado por la inusitada revelación del misterio. Resulta que el 24 mis padres se habían ido a la clínica Acosta Ortiz porque estaba naciendo mi hermano José Manuel y se olvidaron de encargar a alguien del acto furtivo de colocar en nuestras camas, mientras dormíamos, los regalos del niño Dios. Pero bueno, Elsy lo sabía todo (quién sabe desde cuándo) y para mí ya era tiempo de enterarme. Lo cierto es que ese diciembre fue inolvidable por esos motivos. Yo había pasado los siete años y nueve meses de mi vida con una sola hermana y ahora, mientras el niño Jesús se iba para siempre, un hermanito se incorporaba a la familia.

La elaboración de los platos navideños fue también un acontecimiento especial. Mi abuela Ana, dada la avanzada gravidez de mi mamá, se trasladó desde La Concordia para ayudarla en sus menesteres culinarios. La recuerdo el 23 haciendo hallacas y chicha, amenizando la jornada doméstica con divertidas anécdotas tocuyanas y con el tintineo inagotable de su risa. De vez en cuando vienen a mí mente las imágenes de ese día y se quedan un rato acompañándome. No preciso colores, pero sí sabores. Así, las hallacas de mi abuela, en cuyo guiso la única carne que participaba era la del cochino, están de nuevo acá, en mi memoria. Y espléndidas, recreadas por Cuchi, también están en mi mesa del año 2010. La fortuna quiso que mi tío Oscar le confiara a Cuchi hace más de treinta años los secretos que Doña Ana tenía para componer el sagrado plato navideño.

Pero volvamos al 57. En las casas vecinas, la vigilia no se limitaba a las fiestas. Cierta inquietud, transmitida a la chita callando, gravitaba en el ambiente. Hasta en las conversaciones de algunos niños, surgía el tema. Mi amigo Amparo Segundo me preguntó una mañana si yo quería que Pérez Jiménez se fuera. Ante mi respuesta afirmativa, él optó por recomendarme la aplicación del viejo refrán: “Más vale malo conocido que bueno por conocer”. Con seguridad, los dos hablamos por boca de ganso, expresando lo que habíamos oído en nuestros respectivos hogares, pero, sin duda, el hecho de que un niño de 7 y otro de 9 dedicaran unos minutos a hacer comentarios semejantes, era un elocuente indicador de que en Venezuela se estaba cocinando algo más que hallacas, aunque fuese en las trastiendas. El abusivo plebiscito que el dictador realizó para perpetuarse y burlar de ese modo una norma de su propia constitución, fue la gota que rebasó el vaso. El remedio le resultó peor que la enfermedad. No siempre la radicalización beneficia al radical. Muchas veces lo enceguece. El decreto convocando al plebiscito fue la sentencia de muerte del régimen. Laureano Vallenilla, en su libro Escrito de memoria, relata con indisimulado cinismo, los pormenores de esa decisión torpe y fatal, redactada por él y por Rafael Pinzón, en cuya casa de Los Palos Grandes, por cierto, seguramente se comieron las mejores hallacas tachirenses en la Caracas de 1957.

P.S: Deseo a todos los lectores de este espacio una feliz navidad y una vez más mi gratitud por su adhesión.

lunes, diciembre 13, 2010

Manuel Caballero, inteligencia y pasión

Manuel Caballero

Sus desocupados lectores fueron sorprendidos ayer. Manuel Caballero se fue sin bulla y sin preaviso. Salvo para algunos amigos y familiares cercanos, su muerte llegó callada, como suele venir en la saeta. Quienes le seguían todos los domingos en su nunca interrumpida columna, no podían imaginarse que su último artículo hubo de ser escrito en una sala de terapia intensiva. Su altísimo sentido de la responsabilidad quedó rubricado para siempre en ese gesto de escritor infatigable.

En estas ocasiones no resulta fácil ponerle valla al peligroso acoso de los lugares comunes. Sólo él sabía eludirlos o retocarlos con gracia, en virtud de su prodigioso ingenio literario. Llegan a borbotones (ya va el primero), para hacernos decir, por ejemplo, que con Manuel Caballero se va uno de los intelectuales más completos del país. Esta vez no me voy a empeñar en desprenderme de lo que parece una frase hecha ante el fallecimiento de una destacada figura de nuestras letras. La repetiré con alguna variante: con Manuel Caballero muere una inteligencia soberbia, capaz de depararnos desde un letal y sangrante libelo hasta un riguroso ensayo histórico, pasando por entrañables y hermosas páginas acerca de sus libros o autores más queridos. En la ocasión en que me tocó presentar en Barquisimeto Las crisis de la Venezuela contemporánea, dije algo que me gusta reiterar cuando puedo: Manuel Caballero es un gran historiador por su disciplina, por su cultura, por su talento investigativo y por sus impecables y convincentes interpretaciones, pero su excelencia viene dada por la calidad de su prosa, única en el ensayo historiográfico de Venezuela y merecedora de reconocimientos que ahora habrán de multiplicarse en merecido acto de justicia literaria.

No recuerdo cuál fue el primer artículo o ensayo que leí de Manuel. Debió ser a finales de los sesenta y con seguridad, en una revista política. Tal vez en Deslinde o en Cambio. Lo cierto es que su escritura me enganchó. Quería, iluso, escribir como él y con la fruición de sus líneas, intercalar una cita imprescindible, enumerar unos episodios radiantes, hacer una digresión precisa o lanzar algún dardo inclemente, sin que se perdiera el hilo conceptual y, menos aún, el ritmo armonioso de los párrafos. Busqué sus libros, pero no los había entonces. Por fortuna, en el año 70 apareció su primer conjunto de ensayos. Recuerdo que se lo compré a mi amiga Ligia Pérez, dirigente estudiantil de la juventud comunista. Ligia me abordó en un pasillo de la Facultad de Derecho de la UCV, cuando yo salía eufórico de una conversación con Miguel Otero Silva, a propósito de Cuando quiero llorar no lloro y me mostró la mercancía. No dudé ni una fracción de segundos y le pagué el modesto importe, con la ayuda de mi madre que estaba en ese momento conmigo. Así, pude acceder a algunos ensayos que ya conocía por las publicaciones que he mencionado, y alguno, creo, por la revista Papeles. Ese libro de Manuel se titula El desarrollo desigual del socialismo y otros ensayos polémicos. Nada mejor que sus textos para apreciar la transición intelectual y política de una generación desencantada del mal llamado “socialismo real”, hacia un espacio de tolerancia y amplitud. Guardo como un tesoro esa edición, a la que vuelvo de vez en cuando para releer el insuperable artículo sobre la izquierda en los Estados Unidos o algunas partes jugosas y chispeantes del valiente ensayo acerca de Stalin.

Dije “valiente” y ahora que lo pienso, nadie puede poner en duda que ese adjetivo le calza a Manuel Caballero, como a pocos periodistas de opinión en Venezuela. Reclamó para sí, con justicia indiscutible, la pasión de comprender la historia. También puede atribuírsele, la de opinar libre y demoledoramente. Apasionado en todo, lo era, con especial denuedo, en comunicar sus simpatías, sus devociones y sus malquerencias.

Conservo en mi memoria el recuerdo de su afecto y las muchas imágenes que lo encarnan. Ya habrá momentos para compartirlas, “en este mundo en que morimos”, como decía Bataille, mostrando la cara sustraída de nuestro pensamiento.

Por tu amistad generosa, Manuel, mi gratitud infinita.

lunes, diciembre 06, 2010

Soberanía y amor en la olla

Matías Bruera

Escribo estas líneas poco después de la clausura del estupendo encuentro sobre cocinas bicentenarias realizado en Buenos Aires desde el pasado viernes. La conmovedora resonancia del Canto Popular de las Comidas de Armando Tejada Gómez me hace repetir los redondos versos anónimos con los cuales se inicia esa cantata: "Mi abuela, que era criolla,/ le echaba amor a la olla". Los acabo de escuchar en las bellas voces argentinas que poblaron con poesía de Tejada y música del Cuchi Leguizamón la Sala A del Centro Cultural Konex. Mejor final no podía haber para estas jornadas que, bajo la batalladora y eficaz coordinación del brillante intelectual Matías Bruera, concluyeron exitosamente esta noche del primer domingo de diciembre. Fueron tres días de charlas, talleres de cocina, foros, cine, teatro, mercados y mesas, compartidos con cálida efusión y con el gusto que brota del sentirse menos solitario en esta difícil búsqueda de soberanía. Mexicanos, brasileños y venezolanos acompañamos esta vez a los argentinos en el noble esfuerzo por darle a la cocina el alto lugar que le corresponde en las políticas de emancipación y justicia alimentaria. Así lo ha comprendido la Secretaría de Cultura del gobierno de Cristina Kirchner, asumiendo, en el marco de la celebración del bicentenario, un encuentro tan integrador, necesario y pertinente. Cuando uno escucha a académicos de diversas disciplinas y a cocineros de fogones distantes y distintos, decir casi a coro que las tradiciones culinarias son fundamentales para la vida, la confianza en que todos -y no solamente una minoría- comamos algún día, se nos refuerza con vigor.
Recuperar una alimentación nutricionalmente idónea y también, variada y sabrosa, no es un mero asunto de economía. Es un asunto de cultura y, dentro de ésta, lo es, en primer lugar, de la cocina, pero de una cocina basada en la memoria de los pueblos. Sin desconocer otras aristas del tema, la culinaria ostenta un carácter primordial como lo viene reiterando la antropología más amplia y rigurosa. Si nuestros presidentes o políticos no logran entender esto, seguiremos presenciando la pérdida acelerada de mesas y de platos valiosísimos, para no mencionar la cruel devastación de tierras a que nos ha sometido un sistema alimentario inicuo, mas no inocuo, que globaliza el hambre o la obesidad de muchos. Los jefes in partibus de la alimentación que con el nombre de ministros se limitan a ejecutar programas de distribución de comida importada, ilustran con penosa languidez una terrible inepcia expresada en el siglo antepasado por el gran maestro venezolano Simón Rodríguez: "El que no aprende política en la cocina, no la sabe en el gabinete". Por fortuna, este encuentro de Buenos Aires nos ha dejado el buen sabor de que cada vez son más los defensores de un derecho compuesto de cantidades y, sobre todo, de nutrientes, recuerdos, saberes y sabores. De un derecho, en fin, que no podemos dejar ni en las manos de la industria del hambre ni en las de una burocracia inculta que sustituye cualidades por estadísticas de toneladas repartidas.
Siguen resonando en mí las voces de Enrique Llopis, Chany Suárez, Magdalena León, Viviana Prado y Lucrecia Longarini, quienes bajo la dirección de Pablo Fraguela, nos recordaron hace apenas unas horas, que el genuino lenguaje de la alimentación es el lenguaje de la poesía.