lunes, mayo 30, 2011

Lección de cocina


Rosario Castellanos

Había leído y estudiado libros. Probablemente, también había intentado escribirlos. Era una joven profesional recién casada que se enfrentaba ahora a la límpida soledad de la cocina. El miedo a manchar esa blancura atravesó con frío metafísico su cuerpo. Se sintió inerme, vacía y sin discurso. No sabía qué hacer en ese lugar de su nueva vida. La escena es vieja. Ocurrió y sigue ocurriendo. Recuerdo un estupendo relato de Rosario Castellanos titulado Lección de cocina. En él la gran escritora mexicana narra sabiamente ese trance. Creo que se trata de una historia de desencuentros. Desde luego, también de imposiciones, lastimosamente perdurables.

Convertir un símbolo amable de la cultura en un espacio para ilustrar discriminaciones, es, desde luego, una perversión que no debió nunca producirse. Sor Juana Inés de la Cruz, quien jamás tuvo a menos la cocina, lo dijo con redondez (no en redondillas): “Si Aristóteles hubiera cocinado, mucho más hubiera escrito”. Ahí está todo. En esta época de liberaciones, nos ha tocado también liberar, no a las cocineras, sino a las cocinas mismas. Hacer oficio en ellas es hacer algo más que una tarea doméstica. Lo podemos decir con una aparente tautología: es, en verdad, oficiar, porque alrededor de los fogones se renueva diariamente la vida. Si la cocina ha sido metáfora de algo, lo ha sido de la comunión, no de la esclavitud. La cocina es albergue, no prisión. Es un espacio para crear y componer. Su velada gramática está hecha de fibras para el goce, no de cilicios. El disfrute del cocinero no es menor que el del comensal, por más goloso que éste sea. Por eso es extraño que algunos “chefs” o pretendidos tales, cocinen a regañadientes en sus casas o deleguen siempre en otros lo que en realidad es intransferible: el regodeo de preparar la comida propia y de los suyos. Hace poco recordaba acá un hermoso testimonio de Santi Santamaria para celebrar ese don supremo del cocinero: el ocio compartido. Porque se trata de eso. Cocinar en casa es ocio creador, no negocio productivo, aunque esto último eventualmente también pueda hacerse, pero eso es harina de otro costal... 

Podríamos decirle a la recién casada del cuento de Rosario Castellanos, que no se aflija, que la cocina también es placer. Que algunas se lo hayan perdido, es otra cosa. Claro, debe ir aprendiendo poco a poco, con la parsimonia que requiere el arte. Tal vez no sea su vocación (porque también esto requiere vocación), pero puede llegar a comprenderla y a sospechar su grandeza, por encima de prejuicios y mitos mal curados. Eso ya es bastante. Vaya a la biblioteca, por lo pronto y busque algún libro en el que la cocina esté presente. Baje a Proust, por nombrarle uno que seguramente tiene en sus estantes. Lea cualquier página, no importa que no sea la de los platos de Francisca, con su deliciosa crema de chocolate. Como todo libro es mágico, allí encontrará una señal luminosa. Ya provista de algún encantamiento, salga de la casa y vaya al mercado. Contemple los puestos de verdura. Respire los aromas. Oiga los pregones. No hay apuro. Puede emporrarse todo lo que quiera. Ya atisbará con precisión alguna maravilla. Ha logrado lo importante: buscar por sí misma. Así se empieza.

lunes, mayo 23, 2011

Geógrafos y cocineros


No sé si a ellos les calce el pedante término de gastronómadas, acuñado por Curnonsky. Lo cierto es que también van por el mundo husmeando en los fogones. Ante lo desconocido, los guía el olfato y la intuición. Ayer descubrieron una extraña nuez y hoy se maravillan con una bebida deliciosa. Aciertan casi siempre y cuando retornan a sus casas traen consigo la alegría de los sabores nuevos. En una época reñida con el asombro, ellos conforman una especie en extinción. No hablo, por supuesto, de turistas ni de buscadores de sitios de moda. Hablo de curiosos y de aficionados de verdad. Sin ser etnólogos, son ellos quienes pueden enriquecer los estudios gastronómicos. Estos exigen vocación y afecto, más que técnicas o trucos. Los gastronómadas que digo, comen y viajan con deleite. Su memoria sensorial registra lo que vale la pena y si son cocineros (casi siempre lo son), ensayan prudentes recreaciones. Con parsimonia dan forma a una experiencia. Así, el viaje no va a languidecer en unas fotos. Va a cobrar vida en una mesa. La imagen de esos viajeros se me impone como la más apropiada para acometer la geografía gastronómica de Venezuela, porque hay algo más que no he dicho: para ellos primero está la tierra y su gente. Ir sin prisa por las cocinas, supone ir por los ríos, los puertos, las calles, los mercados y las casas. No los legitima un título o una autoridad. Los legitima la conversación y el relato, la observación atenta y el don supremo de escuchar al otro.

Pienso estas cosas en voz alta para acompañar el diseño de un diplomado del Centro de Investigaciones Gastronómicas de la UNEY sobre cocina tradicional venezolana. En él Cuchi ha incluido geografía, lo que me parece un indudable acierto y un llamado de atención. Creo que debemos revisitar nuestras regiones, orientados por su historia y sus paisajes, no por sus límites político-territoriales. Admiro el trabajo pionero que Ramón David León hizo a comienzos de los cincuenta, pero estimo que ya es hora de que avancemos más en relación con ese tema, tan grato y necesario. Empecemos por la geografía a secas, muy olvidada en los ámbitos académicos del país. A ella podemos acercarnos por los caminos más amables. Uno es el literario, ya trazado por Cruz del Sur Morales de la mano de Rómulo Gallegos y sus novelas llaneras. Hace poco recordaba a Ramón Díaz Sánchez,  por Cumboto, y se me antojaba que allí podría estar el inicio de una ruta hacia las comarcas del cacao, que bien  podríamos empalmar con puertos más cercanos a Guillermo Meneses o a Juan Pablo Sojo y hacer así un recorrido por la costa, hasta llegar a Güiria en los cuentos precisos de Gustavo Díaz Solís, sin omitir el paso por los espacios míticos de Armas Alfonzo y las salinas fabulosas de Carrera…

En todos los ejemplos anteriores, evocados  sin orden ni concierto,  hay cocina y de la buena. Sin ningún desdoro por las contribuciones de la llamada Geografía Humana, creo que los aportes de nuestra literatura pueden ser un excelente faro para esa morosa navegación gastronómica. Ver, leer y visitar el país como si lo viéramos, leyéramos y visitáramos por vez primera, es una aventura que no podemos seguir negándonos, máxime ahora cuando nos agobia la vacuidad de lo virtual y vemos, con más congoja que burla, cómo algunos pretenden diplomar  “gastrónomos” sin conocer el mapa de Venezuela.   

lunes, mayo 16, 2011

Domingo Aponte Barrios, in memoriam

Domingo Aponte Barrios, cronista de San Felipe

Apenas cuatro meses le faltaron a Domingo Aponte Barrios para vivir noventa años de dignidad.  Su amigo Israel Jiménez Emán, quien tuvo la fortuna de  conversar largamente con él hace poco, me refirió la alegría que le produjo al maestro pasear por  la parte alta de Jobito y encontrar el sitio donde estuvo la casa de Leonor Bernabó, de la que sólo quedan los vestigios de unas baldosas que alguna vez fueron coloridas. Este detalle, precisamente, fue lo que le permitió al cronista afirmar la veracidad del lugar señalado. Israel apreció en su rostro la emoción inquebrantable del conocedor, que si tenía algunos achaques, los tenía por la historia de su ciudad natal, preterida por muchos y manipulada recientemente por algunos. Esa grata visita, que seguramente fue una de las últimas que Domingo Aponte Barrios hizo al parque y sus aledaños, gravitará en mí como imagen indeleble de dos cronistas y un mismo paisaje: el maestro, el discípulo y el río. Decirle adiós al Yurubí ese día pudo haber sido una vivencia secreta del primero. No sé, pero cierta es la luz que emana de esa anécdota.

Las virtudes de un cronista se van modelando con el tiempo. Si el cronista es maestro, el rasgo principal de su labor será la capacidad de aportar y difundir. El maestro da y recibe, pero sobre todo da. Y se da, que es lo difícil. No sólo entrega. Se entrega, que es lo valiente. Domingo Aponte Barrios fue de esos cronistas que no abundan, de los que unen a sus conocimientos históricos y a su conexión entrañable con el pueblo, una vocación educativa insobornable. Ejerció cargos públicos de importancia local y regional, sin sectarismo y con decoro. Bien sabemos que la política, como máquina devoradora de virtudes, tiene en la amplitud y en la honradez sus primeras víctimas. Significar, entonces, la valía de quien sale cívicamente airoso de esas lides, es un acto indispensable y terapéutico: alivia conocer la viabilidad de la decencia. Además de buen funcionario, estaba dotado de agudeza analítica. Lo recuerdo como primer alcalde electo de San Felipe. Era una reunión  organizada por FUDECO. Allí destacó por maestro y por conocedor de asuntos urbanos que le son esquivos a los técnicos. Yo aprendí de él esa mañana y usé después sus enseñanzas para explicar las nuevas leyes en diversos escenarios académicos.

En la UNEY  lo tuvimos como profesor en el Diplomado de Cronistas. Allí todos pudieron percibir su amor por la ciudad, su respeto por la historia y su ponderación reflexiva. También en la UNEY supimos de su amistad. No se nos puede olvidar un bello artículo suyo acerca del trabajo del Centro de Investigaciones Gastronómicas, dedicado a su directora Cruz del Sur Morales. En él nuestro gran cronista recordaba la cocina de su infancia y celebraba que la universidad se ocupase de saberes ancestrales. Entendimos, asimismo, que Domingo Aponte Barrios en esa página nos extendía su mano amiga, sin miedo ni aspavientos.  

Si nuestras ciudades fuesen de verdad ciudades y no campamentos, el oficio de cronista se tendría como el más eximio de todos, pero estamos lejos de ese elevado estadio humanístico. No sólo ignoramos el trabajo de quienes se dedican a enriquecer la memoria de su pueblo, sino que exaltamos con impudicia la banalidad e incultura de otros hombres públicos. Lo relevante suele ser desplazado por la mediocridad de los poderes efímeros. Por eso, enfatizar el dolor que nos produce la pérdida de un noble y culto sanfelipeño, como Domingo Aponte Barrios, es también interpelar las carencias intelectuales de nuestro entorno. Discúlpeseme el desahogo, pero la ocasión de la pena puede ser igualmente el momento de la autocrítica. ¿Por qué no nos detenemos un instante a oír a nuestros hombres sabios y humildes? ¿Por qué no atendemos a su sentido de la historia, a su brújula afinada en la experiencia? ¿Por qué nos limitamos al mecánico ritual de despedirlos hoy y olvidarlos enseguida? Esta vez esas preguntas no son retóricas, aunque lo parezcan. Son una angustia.

Que la memoria de Domingo Aponte Barrios nos serene.

lunes, mayo 09, 2011

La cocina es un cuento de siete leguas

Ramón Díaz Sánchez, autor de Cumboto
 
Tengo en mis manos un libro que compré y leí en enero de 1965. La fecha está escrita debajo de mi nombre en la primera página. Sé, por eso, que forma parte de un pequeño lote que adquirí en una minúscula librería situada al final de la carrera 19 de Barquisimeto, muy cerca de la Universidad. Gracias a los módicos precios de la colección del Festival del Libro Venezolano, Johnny Hidalgo y yo nos hicimos entonces de varias obras importantes de la literatura nacional, y de alguna proveniente de otros lares, porque no sólo Venezuela editaba de esa manera. Existía una red continental que nos incluía, junto a Colombia, Perú, Ecuador, Cuba, México y Brasil, en una noble y vigorosa actividad de difusión literaria. Las campañas de promoción de la lectura que hoy se realizan (¿o se realizaban?) –y que algunos pretenden pioneras-, tienen antecedentes importantes. El momento que ahora viene a mi memoria, cuando recorro las páginas de este viejo libro de portada verde, es, justamente, uno de los más amplios y ejemplares. Se dio en los años 60 del siglo pasado, durante el apogeo de famosas reyertas y en el inicio de una etapa histórica que debemos estudiar sin tantos ninguneos ni prejuicios. Nunca está de más recordar esos precedentes innegables, máxime ahora cuando hay alcamuneros que se exhiben como originales “democratizadores” de la cultura... Pero no es eso lo que mueve estas líneas. Otro día lo abordaremos de frente. Por lo pronto, vayamos al gratísimo punto que hoy me trae.
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Al releer las primeras páginas del libro, sentí que éste se había transformado. Me resultaba más hermoso y vibrante. Claro, yo me hice viejo y la novela de Ramón Díaz Sánchez se volvió moza de quince. Sé que Cumboto es uno de nuestros clásicos, pero en ese momento no era un canon sino una emoción. Era mi reencuentro al atardecer con la poesía de su primer capítulo. El impecable narrador, y el personaje vestido de blanco, seguido por el primero, me trasladaron a la costa y no pude abandonarlos.  

Entré con ellos a la noche. No fueron dos las sombras que en ella se movían. Eramos tres. Respiramos el aire salobre y no ignoramos la oquedad de los cocales. Traté de reconstruir mi primera lectura. Imposible. Llegaron, sí, imágenes de mi casa, pero sólo vi el enigmático perfil de Don Federico y no al muchacho que entonces estaba descubriéndolo en la página, en esa misma página, que no subrayó ni marcó con señal alguna. Así que no había huellas que me orientasen. Desistí. Me dejé llevar por el ritmo alucinante de la memoria, para llegar a la Casa Blanca con la misma sensación que tuvo el narrador: que se había removido en mí un légamo dormido. A partir de ese instante, no hubo fuerza humana ni divina que detuviera mi lectura.
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Cumboto fue traducida, entre otros idiomas, al italiano. Supe alguna vez que Eugenio Montale la había leído con público entusiasmo. Valdría le pena consultar lo que dijo. Estoy seguro de que no se limitó a la visión esquemática que la crítica venezolana (cierta crítica venezolana) tuvo de este libro espléndido. Dios me perdone, pero pienso que no hemos sido justos con Díaz Sánchez y su Cumboto, un libro que va mucho más allá del conflicto racial, como repitieron ad nauseam sus desganados reseñadores. Es también una novela sobre la infancia. Pero es mucho más que eso. Es una aproximación poética a la naturaleza y a la historia de unos seres que integran con ella un paisaje, en todos los sentidos de esta palabra irradiante. En fin, es un libro vivo que sigue enriqueciéndose (y enriqueciéndonos), como toda obra con vida propia, liberada de amarras temporales.
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(Vuelvo a la lectura. Ya Natividad me ha llevado al laboratorio (cocina, le dicen) de la abuela Anita. Allí me esperan sus relatos y, sobre todo, su calá (calalú), sus sopitas, su quimbombó y sus buñuelos. La abuela Anita cuenta y cocina fantasías. Acaba de probar la espumosa crema de frijoles.
 
Díaz Sánchez, por su parte, y sin saberlo, ha inscrito en ese instante -y con honores- su digno nombre en la historia de la gastronomía del Caribe).

lunes, mayo 02, 2011

La copla errante y gastronómica

Cuatro

Viene de las oquedades, dijo alguien. También podríamos afirmar que a veces cae de las ramas más altas. Centro de la cima, pero también de las honduras, la copla es clara y sombría la vez. Siempre es una voz que se justifica a sí misma, aunque sea algo más que una cadencia. Para pensarla hay que sentirla primero. Es más: con sentirla es suficiente. A veces pica y repica. Otras, estremece. Duele y conduele con oportuna precisión. Es poesía de todos y alimento primordial para la poesía de algunos. Se reza y se canta, pero también se juega. Eutrapelia y eucaristía, la copla es una memoria repleta de festejos y aflicciones. Descifra los códigos secretos del idioma y da lecciones de música, sin andar pregonando saberes especiales. Fuente para comprender culturas y conocer historias, la copla no ocupa un espacio fijo. Es errante, como dijo Gallegos en Cantaclaro. Hoy me servirá para aproximarme a la alimentación en Venezuela. Abro con la metáfora de la hermosísima misa católica y cierro con un consejo de sabiduría y prudencia:

En la mesa puse un vaso
y en el vaso una redoma,
en la redoma una rosa
y en la rosa una paloma

Cuando fueres a los llanos
y no llevares avío,
cantando se quita el hambre,
silbando se quita el frío.

El uvero y el caruto
son los frutos tempraneros
con que sostienen la vida
los infelices llaneros.

Yo juí el que le dio la muerte
al plátano verde asao;
cuando me lo dan lo como,
cuando no aguanto callao.

Cuando voy a la capilla
llego muerto de cansao,
pero como puntapieses
con topochos sancochaos.

Anoche estaba soñando,
contigo, mi dulce amor,
un sueñito muy salado
de gusto y de buen sabor.

El juez me preguntó ayer
que de qué me mantenía
-de comer y de beber-
como se mantiene usía.

Yo me llamo Juan de Orozco
cuando como no conozco.
Cuando acabo de comer
empiezo a reconocer.

Zamurito come carne
que yo quisiera comer,
costilla de vaca gorda
Y entrepierna de mujer.

El ají debe ser verde
y el pimiento colorado,
la berenjena espinosa
y los amores callados.

Amante de las paradojas, a Borges la gustaba una figura de la retórica llamada oxímoron. Por eso, no es temerario afirmar que habría disfrutado de la sexta copla o de su versión gauchesca, que debe haberla. Pero no sólo a Borges y a los gastrónomos les agrada ese salado y dulce sueño. Ya se sabe cómo sabe de bien la armoniosa combinación de los contrastes.

Y, por último, ¿qué me dicen de Juan de Orozco? Con él se identifican quienes todavía en este mundo que marcha a uña de caballo, son capaces de preservar el sacro momento de la comida. Y dispénsenme que no acabe diciendo en verso lo que empecé a conversar.