Yolanda Oreamuno
Hostigar al “otro” es una bandera indeclinable de la mediocridad provinciana. Si algo no soporta la grisura cultural de ciertos lugares, es el insolente destello de la “diferencia”. Contra ella activará de manera automática la artillería de todas sus bajezas. Y es así, porque su objetivo será nada menos que el linchamiento de quienes -por distintos- desafían la tranquilidad de su “buena conciencia” y el lóbrego ritmo de sus tristes mezquindades.
La medianía no tolera el más mínimo acto de libertad intelectual que la cuestione, por más implícito y respetuoso que resulte ese cuestionamiento ético. Programados para defenderse, los “poderes” locales se confabulan casi espontáneamente, dejando a un lado sus querellas domésticas, con la finalidad de enfrentar juntos la enojosa “intromisión de lo nuevo”. Cobardes, pero, sobre todo, infames, se escudan detrás de alguna barricada burocrática, para dar rienda suelta a sus impresentables temores, enconos o envidias. Estos trabucaires de segunda fila, se mueven en dos líneas. Mediante la primera, pugnan por invisibilizar la reconocible conducta creativa e innovadora de los “diferentes”. Por medio de la segunda, urden calumnias para “encochinarlos”. Pero algo hay que no pueden, como diría Pere Gimferrer: escribir poesía. Y algo más irrefutable, dice uno: detener el tiempo que corre en su contra y a favor de lo “distinto”, cuando éste no se arredra, y con temple natural, espera a los destemplados de la comarca, con la muleta en la zurda y la frente en alto.
He recordado estas oportunas enseñanzas de mi maestro Toto de Lima (a quien pertenece el tono de los párrafos anteriores), después de leer un libro que en verdad me ha conmovido. Me refiero a la más reciente novela de Sergio Ramírez: La fugitiva. Son 310 diez páginas de voces femeninas sobre una mujer hostilizada por su entorno, de un modo feroz e inclemente. Tres de sus amigas cuentan la tragedia, cada una a su aire y basadas en su particular experiencia. Ellas también han tenido que habérselas con el mismo ambiente hostigante que expulsó a la amiga, pero corriendo suertes distintas y, quizá, menos dolorosas. La historia es conocida por los costarricenses porque está inspirada en la vida de Yolanda Oreamuno, una de las figuras más interesantes de la literatura contemporánea que el resto de los latinoamericanos está por descubrir. Los nombres de Eunice Odio y de Chavela Vargas, también ticas y fugitivas como Yolanda, se encuentran indeleblemente adheridos a esta crónica magistral de Sergio Ramírez. Así, una especie de alter ego de Chavela (la cantante Manuela Torres) cierra el libro con un monólogo fascinante donde se terminan de armar las piezas que integran el pavoroso periplo de Amanda Solano por este mundo incapaz de comprenderla y horro de méritos para albergar su talento descomunal y su inimaginable belleza. La enigmática y alucinada poeta que en la novela tiene el nombre de Edith Mora y en cuya casa mexicana muere Amanda, posee los rasgos de la escritora Eunice Odio, a quien los venezolanos tuvimos la fortuna de conocer, gracias a Juan Liscano, primero en las páginas de su revista Zona Franca y un poco más tarde, en una muy buena antología publicada por Monte Avila. Ella también ha regresado con este libro estupendo de Sergio Ramírez.
En las primeras páginas de la novela, una de las voces admirablemente transcritas por el excelente oído del autor, recuerda que Amanda no sólo era preciosa e inteligentísima, sino que también sabía coser y cocinar prodigios. Es la voz de Gloria Tinoco (alter ego de Vera Tinoco de Yglesias), quien le pregunta al autor si conoce el dulce de chiverri y se lamenta de no poder comerlo como antes lo hacía. El nombre que nosotros le damos a ese dulce mencionado por la amiga de Amanda, es el de cabello de ángel y me permite cerrar esta breve nota, porque su imagen se aviene a las mil maravillas con Yolanda Oreamuno, la diosa fugitiva de Costa Rica, cuya memoria terminó sobreviviendo secarrales y miserias.