lunes, septiembre 30, 2013

Un almuerzo


Cuchi Morales


Discúlpenme todos la impudicia de referir el almuerzo de hoy:
 
Pierna de ovejo con chutney de manzana y yerbabuena, acompañada de cuscús. 

Por el olor del ovejo sabía que era necesario un buen vino, el mismo que se usó para adobarlo desde ayer: un espléndido syrah del Sur.  

Con el cuscús armonizó una deliciosa ratatouille.
 
El chutney, sin duda, era de otro mundo. No se diga del ovejo.
 
Domésticos honores y fanfarrias para Cuchi. 

La cesta fabulosa


En una de sus elocuentes cartas mexicanas, la señora Calderón de la Barca habla de las frutas. Las enumera con deleite, dice cuáles son sus predilectas y describe algunas. Como si tuviera que justificarse, agrega: 

Es cuestión de gustos 

Las nombra. Bien parece que las saborea. Por eso, el pregón cadencioso de sus preferencias: 

Chirimoyas,
zapote blanco,
granadita y mango”.  

Sin más, una composición de los sentidos. 

¿Quién no habría de comprar la fabulosa cesta? 

(Madame Calderón de la Barca, escocesa, de soltera Frances Erskine Inglis, vivió en México desde diciembre de 1839 hasta abril de 1842. Fue la esposa de un diplomático español. Durante su estancia mexicana mantuvo constante correspondencia con su familia radicada en Boston. Buena parte del material epistolar se convirtió en un libro: La vida en México. Felipe Teixidor, en el prólogo a la edición castellana, dijo en pocas líneas lo que esa obra significa:  

La señora Calderón de la Barca firmó la última carta el 28 de abril de 1842. No se dio cuenta, al hacerlo, que había puesto punto final al mejor libro que jamás haya escrito sobre México un extranjero”.  

Debo a Yuri de Gortari y a Edmundo Escamilla el descubrimiento de esa joya.

sábado, septiembre 28, 2013

Temprano en el mercado


Jícamas

"Panchyo" nos dijo el chino que la llamaban.
 
Andoni Luis Aduriz, conocido "chef" del mundo gourmet, en su Diccionario Botánico para Cocineros, la incluye con el nombre náhuatl (el que ya he mencionado otras veces), pero no informa con precisión su origen, y cuando habla de su uso, alude sólo a los sofritos chinos. México podría completar la plana (no se trata de enmendarla) y hablar de la presencia de la jícama en diversos platos, sin olvidar su uso de golosina que envicia, con chile piquín, sal y limón. Deliciosa.
 
"Panchyo, sabroso", agregó el chino esta mañana en el mercado.
 
Dicen que acá en Venezuela la cultivan por los lados de Bejuma.

P. D: El chino de esta mañana intervino con gracia e ironía. Cuchi había oído que el vendedor venezolano anunció un precio de los espárragos frescos (dos manojos por sesenta). Sin embargo, cuando fuimos a pagarlos, nos informó que el precio era otro (dos por setenta). En ese instante participó un cliente chino, diciendo: “Y ahora es dos ochenta”.  

“Aumenta cada segundo” le respondí, agradeciéndole su humor inesperado. Nos reímos los tres. Cuchi aprovechó para preguntarle el nombre chino de la jícama.

Nos dijo que ellos le decían “panchyo” y que aquí no tenía nombre “porque no existía”. Cuchi le informó que americanamente se llama “jícama”. 
 

El, con alegría, repitió el nombre mexicano y yo repetí el chino. Nos reímos y celebramos a placer el intercambio.

jueves, septiembre 26, 2013

Un chateaubriand en San Francisco


Vértigo. Al fondo, Madeleine (Kim Novak) y Gavin Elster (Tom Helmore) comiendo en el Ernies´s  

Vértigo. La visité anoche por enésima vez y sus pasos de sombra me sorprendieron de nuevo. Por un momento quise no haberla visto nunca y disfrutar en completa inocencia el suspenso de su principal MacGuffin, pero no. 
A partir de un verso de Borges sobre la memoria, se podría decir, con precisa ontología negativa, que sólo una cosa no hay: el olvido de una gran película.

Volver a estar embaucado del todo por Hitchcock en la mayor de las intrigas de esta obra maestra, le está vedado a quien ya la ha visto. Pero hay siempre un disfrute distinto. Anoche me fue imposible –como otras veces- no atar o imaginar que tal o cual detalle es una ominosa pista de lo que ya conozco o una no advertida pieza simbólica de la tragedia.
Esta vez me fijé en el Ernie´s, el restaurante de San Francisco al que Scottie (James Stewart) acudió tres veces, manteniendo vivo el recuerdo de una de ellas. Se trata de un escenario imprescindible, con el esplendor de su antigua elegancia y la elevada estima de sus comensales. Fue allí donde Scottie vio por vez primera a quien sería el espectral objeto de su deseo, y donde después comería con Judy (Kim Novak), cuando estaba en trance de recobrar imaginariamente a su perdida dama y haciendo su labor de Pigmalión.
Si atendemos sólo a lo que vemos y oímos del Ernie´s en el filme, podríamos ensayar una conjetura: el color rojo en las paredes, el tono rojizo de la puerta  -que bien observa Eugenio Trías en su libro sobre Vértigo-, las alfombras y las sillas rojas y –quizá más relevante-, el trozo de carne roja, a punto, y sobre su propio jugo, son más que señas cromáticas en esta prodigiosa obra de arte. Son piezas de un MacGuffin simbólico y, a la vez, muestras de un contexto urbano y social necesario para el drama.
Recuérdese otra escena decisiva. Cuarto del hotel en el que se hospeda Judy, quien termina de arreglarse para ir a cenar con Scottie al Ernie´s. Mientras expresa su deseo de comerse “uno de esos grandes y jugosos bistecs”, le pide a Scottie que la ayude a ponerse un collar. Hasta aquí. Ya sabemos todo lo que delatará ese viejo collar de rubíes.
Teatro y cine dentro del cine, MacGuffin dentro del MacGuffin y una torre abismal. Todo eso hay en Vértigo. Creo que no es un azar que un “castillo sangriento”, como llamó al "chateaubriand" aquella traducción ad libitum citada por Cortázar, también esté presente en el paisaje alimentario de esta maravillla cinematográfica.
Hoy no estaría mal para el almuerzo.

miércoles, septiembre 25, 2013

Una ensalada de jícama para Octavio Paz


Silvestre Revueltas
Los nombres son a veces mágicos recuerdos o resonancias de una fiesta milenaria. Para Octavio Paz, el de Silvestre Revueltas era “como el sabor del pueblo, cuando el pueblo es pueblo y no multitud”. En la hermosa semblanza que le dedicó, enumera los fulgores de feria que irradiaban de ese vocativo poderoso. Entre las imágenes, junto a las naranjas, rodaban “las jícamas terrestres y jugosas”.  
Muchos años después, en el poema Vistas fijas, que parece todo salido del nombre de Silvestre Revueltas, volvieron las jícamas de Paz, esta vez “blancas, arrebujadas en túnicas color de tierra”.
  
El sábado pasado estuvieron en nuestra ensalada, también con las naranjas, en una combinación que Cuchi, fiel a la cocina mexicana, recordó haber comido alguna vez con Yuri y con Edmundo.  
Pongamos ahora algo de Revueltas y de su “alegre piedad frente a los hombres, los animales y las cosas”, como dijo Octavio Paz cuando habló de esa música tremenda.

martes, septiembre 24, 2013

Digresiones sobre un Mac Guffin gastronómico




Hitchcock en una de sus legendarias apariciones. Esta, por supuesto, corresponde a Frenesí

El famoso “método” de Hitchcock no sólo fascinó a Blumenberg, quien lo detectó en Ser y Tiempo, la obra filosófica más importante del siglo XX, según afirmación que circula todavía en ciertos ámbitos académicos. También sedujo a Eugenio Trías y a Juan Nuño, por razones ajenas a temas heideggerianos. A ambos les gustaba el MacGuffin, por cinéfilos y, sobre todo, por fervientes admiradores del director británico. El primero formuló un enunciado que quizá constituya la mejor aproximación al célebre recurso fílmico: “El MacGuffin no es importante, pero es imprescindible”, como el escenario de símbolos que Blumenberg encuentra en los discursos de Heidegger para llegar al Ser.
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Trías y Nuño se deleitaron con una película de Hitchcock en la que lo gastronómico es un juego intrigante y sugestivo. Me refiero a Frenesí (1972). En ella el gran director vuelve a Londres.

Al comienzo navegamos por el Támesis y al final estamos en una vivienda cercana al famoso mercado de Covent Garden. El recorrido lo hacemos sabiendo muy temprano quién es el asesino, de modo que el suspenso queda reservado para algunas situaciones que el director resuelve con la elegancia de quien se parodia a sí mismo o se solaza con alardes memorables, como el de una cámara subjetiva que se mueve hacia atrás y baja una escalera. Hoy volví a ver la película y ese momento me sigue pareciendo magistral.
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Tanto para Trías como para Nuño la película es un despliegue de humor del bueno. A un policía le corresponde presidir los pasajes de mayor hilaridad. Sobre él dijo Juan Nuño:

“(…) el personaje del Inspector Oxford (a cargo del magnífico Alec McCowen) quien, en tanto distinguido miembro de la Nueva Scotland Yard, remozada y adaptada, come a la francesa lo que su gentil esposa idea cada día. Desde las primeras comidas hogareñas, estoicamente soportadas con verdadera sangre fría hasta el ´understatement´ final con el que descubre al criminal (…) el paciente Inspector sostiene en alto la enseña de la mejor forma de humor inglés”.
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Una escena de comida inicia lo que para Trías será un divertido MacGuffin: el Inspector está en su oficina devorando a placer un típico desayuno inglés, ante la mirada atónita de su ayudante. “Parece gustarle”, le dice el Sargento. La respuesta del Inspector revelará con acritud, las razones de su voracidad:

Mi mujer está asistiendo a un curso de cocina francesa para gourmets. Esa gente todavía no se ha enterado de que en nuestro país hay que desayunar fuerte, y además, tres veces al día. Un auténtico desayuno inglés, por supuesto, y no ese ridículo ´café complet´…”  

La cámara no quiso que tuviéramos dudas sobre la que parecía una pitanza retardada. Encuadra el plato y distingue salchichas, morcillas, huevos fritos, tomate, tocineta y tostadas. Después sube hasta el rostro del Inspector y no nos cabe duda de que éste ha tomado desquite del frugal desayuno que su esposa le sirvió esta mañana.

Al referirse a las comidas que Mrs. Oxford elabora con esmero escolar, el autor de Lo bello y lo siniestro advierte la presencia del MacGuffin: “Tiene más eficacia el juego de símbolos y referencias en el curso del drama que produce en el espectador la célebre, por cómica, comida que prepara al detective su sofisticada y algo ridícula esposa…”.
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Por cierto, entre los platos de la estudiante “gourmet” yo rescataría el que ella le presentó a su marido como “pieds de porc à la mode…” y que nosotros conocemos como “paticas de cochino”. Estas de la película eran glaseadas. El Inspector Oxford, prejuiciado totalmente, se abstuvo de comerlas. Así hizo con todos los platos, pero siempre sin estridencias, “mediante la discreción inglesa del lenguaje”, como diría Juan Nuño, en un artículo sobre Frenesí recogido en su libro 200 horas en la oscuridad.
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Otro elemento del MacGuffin alimentario: el asesino es un mayorista de frutas y verduras que obsequia uvas a sus amigos. Pertenece a la comunidad que se forma en torno a los grandes mercados. Por eso, el lugar de la gran pelea del filme será un camión cargado de sacos de papas. Allí el criminal (vegetariano, por cierto) escondió el penúltimo cadáver del filme y con él batallará para rescatar lo que sería una prueba en su contra. Aparentemente todo le saldrá bien, pero en otro lugar, también de alimentos y bebidas, dejará una huella…
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Paremos por ahora el MacGuffin. Para seguir con los ingleses, me esperan unos “muffins” y un copita de “sherry” que Cuchi ha dispuesto para el atardecer.


lunes, septiembre 23, 2013

Mutis con todos los sueños intactos


 
Tenía 90 años. Al enterarme esta mañana busqué sus poemas para leer algunos de los que más me gustan. Fui a Los trabajos perdidos y después tomé Caravansary y Los emisarios. Los tenía a mano porque hace poco Juan Carlos Méndez Guédez me escribió desde Cádiz para recordarme aquel día del 92 en que viajé a Caracas para conocer a Mutis. Juan Carlos había pasado con Raquel por la calle gaditana en la que Mutis sintió que una casa le revelaba de nuevo y para siempre la oculta cifra de su nombre.

Le informé a Cuchi, lectora de la saga del Gaviero, y le leí:

AMÉN

Que te acoja la muerte
 con todos tus sueños intactos.
 Al retorno de una furiosa adolescencia,
 al comienzo de las vacaciones que nunca te dieron,
 te distinguirá la muerte con su primer aviso.
 Te abrirá los ojos a sus grandes aguas,
 te iniciará en su constante brisa de otro mundo.
 La muerte se confundirá con tus sueños
 y en ellos reconocerá los signos
 que antaño fuera dejando,
 como un cazador que a su regreso
 reconoce sus marcas en la brecha”.
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Después, “La muerte del capitán Cook”, para repetir su final:

Cuando le preguntaron hasta dónde había ido, respondió que un carguero lo había dejado en Valparaíso para cuidar de una ciega que cantaba en las plazas y decía haber sido deslumbrada por la luz de la Anunciación”.
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Cuchi recordó la lectura en tagalo cuando llegué a la maravillosa relación que viene en Caravansary y que ahora rezo como despedida:

“En Akaba dejó la huella de su mano en la pared de los abrevaderos.

 En Gydinia se lamentó por haber perdido sus papeles en una riña de taberna, pero no quiso dar su verdadero nombre.

En Recife ofreció sus servicios al Obispo y terminó robándose una custodia de hojalata con un baño de similor.

En Abidján curó la lepra tocando a los enfermos con un cetro de utilería y recitando en tagalo una página del memorial de aduanas.

En Valparaíso desapareció para siempre, pero las mujeres del barrio alto guardan una fotografía suya en donde aparece vestido como un agente viajero. Aseguran que la imagen alivia los cólicos menstruales y preserva a los recién nacidos contra el mal de ojo”.
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En caravana los recuerdos pasan. Siento que son muchos más los poemas de Mutis que adoro.

Me esperan un funeral en Viana y una calle de Córdoba.

Sé que en este momento en el Museo del Prado una infanta llamada Catalina Micaela saluda la entrada de su egregio enamorado de ultramar.

domingo, septiembre 22, 2013

Melanzane

Pasta a la Norma. Cuchi Morales. 22-09-2013

Debo a una oportuna recomendación de José Rafael Lovera y al gusto común por las novelas “policiales” de Vázquez Montalbán, el conocimiento de Andrea Camilleri. Como se recordará, éste, a su vez, tomó del segundo el nombre de su famoso detective (Montalbano), tan afecto a las pitanzas como Pepe Carvalho y Biscuter, inolvidables personajes de don Manolo.  

Hoy, en nuestro almuerzo, recordé a Montalbano, porque Cuchi hizo pasta a la Norma, ese maravilloso modo que inventaron los cataneses para combinar tomate, ricota y albahaca con berenjena o “melanzane”, para decirlo con la bella palabra italiana que nombra ese prodigio.
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Montalbano fue invitado a comer por la señora Clementina, pero se imaginó que su anfitriona estaba sometida a una estricta dieta de sémola y papas hervidas y comenzó a inventar una excusa para retirarse. Mientras lo hacía, Clementina le dijo: “Pina, mi asistente, preparó hoy pasta a la Norma”. Sobra decir que el comisario decidió quedarse de inmediato.
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El nombre operático de este noble y sabrosísimo plato es reciente (siglo XIX), pero su receta es remota (“pasta con melanzane”, dicen los viejos libros).  
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Para no dejar de congraciarnos con los cataneses, oigamos a Bellini.

lunes, septiembre 16, 2013

México, picante y querido


Un puesto de chiles en el Mercado de la Merced. México D.F
 
Mariano Picón Salas escribió un delicioso libro sobre su experiencia mexicana y lo llamó con acierto “Gusto de México”. Recuerdo haber leído un artículo de Orlando Araujo en el que éste prefería como título “Sentido de México”. Tal vez desde alguna perspectiva tenga “sentido”, precisamente, esa variante, pero hasta ahí. El título de Picón Salas es estupendo porque comporta, entre otras, una arista del vocablo sugerido por Araujo. A México se le siente primero. Después se le piensa. Y se le siente, mucho y bien, con el imborrable sentido del gusto. México se nos mete por los ojos con su serpiente emplumada, nos arrebata con sus sones de mariachi, nos deslumbra con la poesía de Octavio Paz, pero comenzamos a comprenderlo mejor cuando lo saboreamos en sus infinitas preparaciones culinarias. Nada más apropiado que hablar entonces de gusto de México, como lo hizo hace sesenta años nuestro mejor ensayista.
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El gusto de México es también para nosotros el gusto por su piedra de sol y su Tlaloc, por la más brillante intelectual de su tiempo en el ámbito del español (Sor Juana Inés de la Cruz), por el culto a la muerte sin fin de noviembre y de Gorostiza, por Jorge Cuesta y su febril lucha con la vida, por Alfonso Reyes y su pluma maliciosa, culta y bella, por los Revueltas (desde José, Fermín y Silvestre hasta Olivia, sin olvidar a Rosaura, por supuesto), todos marcados por la dignidad; por Comala y sus abismos, por Trotski y Malcolm Lowry, por aquellas pecosas peras encontradas en la cesta verbal de Villaurrutia, por el Laberinto de la Soledad y todo cuanto escribió su autor, por el genio literario de Hugo Hiriart, por el agua de Jamaica y los chiles en nogada… También por ser amigos de Yuri de Gortari y de Edmundo Escamilla, que tanto han hecho por la cultura gastronómica de su asombroso y diverso país. 
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Comparando la cocina mexicana con la cocina india, Octavio Paz llegó a la conclusión de que ambas constituían infracciones imaginativas y pasionales a dos grandes cánones del gusto: el chino y el francés. Ocupando un espacio singular -que Paz llamó “excéntrico”-, las cocinas de la India y México, duchas en combinaciones de opuestos, se hermanan por el sabio y profuso empleo del picante. Así, el curry y el mole son, sin duda, parientes cercanos por parte del ají. La planta americana, que en México recibió un nombre de origen nahua: chile, debió llegar a la India vía Filipinas. Se pregunta el poeta mexicano: “¿por Cochin o por Goa?”, para luego comentar sin responderse, que en Travancore y en otras partes del sur, a ciertos curries se les llama “mola”. ¿Deformación del vocablo mexicano? Es posible. De “muli”, que en nahua significa salsa, vino la palabra mole. Y en un convento de Puebla, en el siglo XVII, se la usó para bautizar un prodigio gastronómico inventado por las monjas para honra y prez de la cultura barroca.

No terminan ahí las semejanzas halladas por Paz en sus Vislumbres de la India. Así como son muchos los tipos de moles, también lo son los de curry. Casi tantos como las numerosas familias de chiles. Y algo más que maravilló al maestro: en lugar de pan, los indios comen una tortilla muy parecida a la mexicana que denominan “chapati”. Está hecha de trigo y sirve de cuchara, como la tortilla de México. Alimento y utensilio a la vez, esas cucharas son, sin duda, otro logro del diseño culinario de esas culturas admirables para las cuales la alquimia del gusto es un ejercicio de placer y libertad.
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Volvamos al picante. Muchas personas huyen despavoridos ante el picor de algunos platos. Las respeto, pero no saben lo que se pierden. Privarse de un jalapeño, por ejemplo, es amputarle a la vida una experiencia sublime. Se trata de algo más que un sabor. Se trata de una emoción imponderable. He leído algunas teorías acerca del porqué algunos pueblos adoptaron el picante como una presencia necesaria en su dieta, a pesar de las reacciones sensoriales de quien lo consume por vez primera. La llamada “gastronomía evolucionista” ha estudiado el tema y varios biólogos vienen buscando respuestas que vayan más allá del carácter benéfico de los ajíes. Probablemente las encuentren, más en la literatura que en los laboratorios. Por mi parte, indago en la poesía y en viejas letras de canciones populares. Leo ahora unos versos de Armando Tejada Gómez (¿se acuerdan? el de Canción con todos) y ensayo respuestas al enigma: 

Cuando muerdo el ají, muerdo en la vida.
(…)

Ají del alto sol, macho quitucho,
entrá a mi corazón como a comerme
y pegame un balazo de alegría!  

Para terminar, convoco a Chavela Vargas para que nos diga de una vez la verdad de este misterio:
 
Yo soy como el chile verde, llorona, picante pero sabroso 

Eso. Por sabroso es que nos gustan el picante y México querido.

jueves, septiembre 05, 2013

Villa, mercado y chiles en nogada


José Moreno Villa en la Residencia de Estudiantes. Madrid, 1929. Fotograma del documento "Qué es España" de Araquistán.

Hermoso el primer crepúsculo del día. Pienso en unos versos de Moreno Villa que hace años leí en una antología de Gaos: 

Un renglón hay en el cielo para mí.

Lo veo, lo estoy mirando;

es cifrado.

Lo entiendo con todo el cuerpo;

no sé hablarlo”. 

Voy ahora por sus libros. Me gustan mucho los de prosa, las crónicas de México, y sus memorias, sobre todo. De éstas recuerdo la descripción de su cuarto malagueño y de las otras, su visita a ese universo majestuoso llamado Mercado de la Merced, en el DF.

El cuarto lleno de sol por las mañanas.

En el mercado, todos los colores para la fiesta de este mes, para los sublimes chiles en nogada. 
 
P. D: En mi memoria los chiles en nogada que comí en El Bajío, "el mejor restaurante de cocina tradicional del mundo" (Ferrán Adrián dixit), y los de Cuchi, cuyo elogio dejo a otros, por obvias razones conyugales. 
 
(Las memorias de Moreno Villa se titulan Vida en claro. Fueron publicadas por el FCE, en 1944 y reimpresas en el 76. Las crónicas a las que me refiero están en Cornucopia de México y Nueva Cornucopia mexicana. También del FCE. Edición de 1985). 

miércoles, septiembre 04, 2013

Zurrukutuna




Velázquez. Cristo en casa de Marta y María. National Gallery 
De vez en cuando reviso la colección de artículos de Xavier Domingo para divertirme un rato. En esta ocasión, además del disfrute, su lectura me deparó el reencuentro con uno de los más efectivos remedios para la gripe: la sopa de ajos. Nada en la página de Domingo tenía que ver con mi catarro, pero al leer su breve comentario sobre la zurrukutuna, recordé las bondades de la sopa de ajos que Cuchi prepara como triaca maravillosa para resfriados y otros malestares.   

Leído y hecho. Ya disfruto de una mejoría notable porque de inmediato Cuchi preparó la sopa, que si bien no es una zurrukutuna, tiene sí notables propiedades curativas. 

Una vez más mi reconocimiento agradecido al milagroso bulbo, cuyos múltiples usos gastronómicos, religiosos y curativos no excluyen la picaresca. Así, recuerdo a Gabino Diego en la película de Saura ¡Ay, Carmela! Esta es la escena: Gabino Diego, que es mudo, para comunicarse lleva consigo una pequeña pizarra y en ella escribe esta frase: “Es gato”. Se la muestra a Andrés Pajares, quien en ese momento devora con deleite un sabrosísimo “conejo”. Pajares no le cree. Con divertida crueldad, Gabino insiste con la pizarrita (“Es gato”). Era, en realidad, “gato al ajo” lo que comía Pajares. Porque nada como el ajo para meter gato por liebre. De esta trampa de ventero escribieron con sabiduría y gracia los grandes escritores y cocinólogos Josep Pla y Julio Camba. 

Pero volvamos a la honesta sopa. Eran famosas y muy viejas las de pan y agua, pero sólo el día en que alguien les puso ajo se convirtieron en sopas verdaderamente suculentas. Desde entonces, sus variedades andan por nuestras mesas como platos quitapesares y, sin duda, como una de las mejores maneras de comer ajo sin remilgos. Uno, que carece por completo de aprensiones frente al noble condimento, procura siempre su presencia, con la sola recomendación del equilibrio. Ni tan poquito para el conejo, ni tanto que esconda al gato. 
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La sublime zurrukutuna: 

El pan es uno de los grandes ejes de la cocina popular española. Pan con pan, comida de tontos. Pero ahí está la imaginación popular y su capacidad de hacer el pan con pan, comida de inteligentes, desde el pan con tomate de los catalanes hasta los sublimes gazpachos y solmorejos andaluces, pasando por todas las formas de sopa de pan y ajos castellanas, las migas pastoriles y la sublime zurrukutuna vasca.  

Patxi Kintana la realiza a la perfección en su casa de Donosti con pan de sopa, ajo, pimiento, guindilla, bacalao desmigajado. Y agua o caldo claro, aunque la zurrukutuna tiene que quedar espesa y gelatinosa. Fue plato de pobres. Hoy es de lujo”. 

XAVIER DOMINGO

(Cambio16. Nro 634. Cocina y vinos. Enero de 1984)