martes, diciembre 31, 2013

Una imagen para el año nuevo



En el parque cerrado, las sombras. 


En la mesa, una imagen recreada por Borges. 

Y en los versos, la seda:

La mano de Virgilio se demora
sobre una tela con frescura de agua
y entretejidas formas y colores
que han traído a su Roma las remotas
caravanas del tiempo y de la arena”.
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¡Feliz año para todos!

lunes, diciembre 23, 2013

Hallacas de Viena y de Liverpool



Hoy, día de hacer las de la casa, recordé estas dos viejas notas que hablan de la hallaca como patria:

HALLACAS EN VIENA 

Corrían los años cincuenta. Un joven intelectual venezolano se encontraba en Europa estudiando filosofía. Primero en París. Después en Viena. Su inmensa capacidad para los idiomas le había abierto con prontitud las puertas a numerosas experiencias y culturas. Iniciado ya en diversos conocimientos, forjaba con rigor su temprano espíritu de sabio.

Hizo viajes y se aproximó a algunos lugares del continente vecino. Un día se quedó solo y sin dinero en Estambul y su olfato de llanero lo salvó: se fue al campo donde encontró la ayuda que le estaba destinada. Siguió su camino y se topó con el Mediterráneo, esa otra llanura, temblorosa y penetrable. Sintió el abismo ante sí y recordó la poesía de la belleza y lo terrible. Creyó haber añorado por un instante, y muy vagamente, el suelo firme de Nutrias. 

Como un personaje de Flaubert, nuestro joven filósofo conoció también “la melancolía de los barcos, los fríos despertares bajo las carpas, el aturdimiento de los paisajes y de las ruinas, la amargura de las simpatías interrumpidas (…). Frecuentó el mundo, y tuvo otros amores”. 

Volvió a Viena para visitar nuevas razones y doctrinas. Las encontró vacías, sin aliento. Pensó en el amor como la vía serena y fecunda de la clarividencia y escribió: “Que las muchas pedagogías, metodologías, psicologías, disquisiciones esquemáticas, estadísticas, discusiones sobre escuela y sociedad, con toda su importancia instrumental, no impidan al maestro escuchar el fluir de la gran savia, ni le hagan olvidar que el rosal extiende sus brazos ciegos hacia el sol por amor a la ignorada rosa”.

Se fue haciendo habitante del mundo, “muy antiguo y muy moderno, audaz, cosmopolita”, hasta que un día reparó que tal vez no había dejado de ser también un hombre de Palmarito o del Parque Ayacucho. En ese momento crucial de su vida, se dijo en silencio: 

-Llevo varios años en Europa y no he tenido nostalgia ni por mi madre ni por los crepúsculos de Barquisimeto. No me han hecho falta ni el himno nacional ni la bandera de Miranda. 

Su cuerpo por un instante fue atravesado por una helada ráfaga de culpa venezolana, pero volvió a sus libros griegos, sin ningún especial remordimiento.

Ese mismo año, por el mes de diciembre, el invierno vienés llegó con una nieve hermosa que cubrió calles y techos con blandura. Se acercaba la navidad. El joven filósofo sintió que el tiempo era propicio para la morosa conversación con los amigos y para el deleite pausado de la poesía, y se fue entregando al ritmo que marcaba la blancura austríaca. 

Leyó con lento goce las primeras páginas del Convite de Alighieri y se detuvo en la metáfora del pan. Pensó en el pan mismo y no en la imagen de sabiduría que Dante encontraba en esa palabra. Mientras buscaba en Curtius una reflexión sobre la metáfora culinaria, lo conmovió de repente un remoto recuerdo. Su memoria convocó olores y sonidos, y poco a poco fue apareciendo el sabor de un plato, opulento, inolvidable. 

Sintió que algo de su tierra le estaba haciendo falta, una falta voraz, indetenible. Se olvidó de la nieve y del Dante, y casi con desesperación quiso comerse ese pastel insuperado. Lo imaginó en su mesa, verde que te quiero verde, reviviendo el color de las hojas que desplegaban sus manos ávidas. Adentro estaba la imponderable hallaca de su infancia. En ese instante supo que, a su vez, ella albergaba un tesoro: su madre, los espléndidos crepúsculos de Barquisimeto, las aguas del Apure, su vieja casa de Palmarito y la bandera de Miranda. 

“Resulta que todo estaba en la hallaca” repitió para sí el filósofo, que, como ya lo habrán acertado algunos amigos, se llama José Manuel Briceño Guerrero, autor del Discurso Salvaje y de muchos otros libros sabios.
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HALLACAS EN LIVERPOOL

Son larenses e historiadores. Ambos provienen de las aulas tocuyanas de don Egidio Montesinos. En este momento también son diplomáticos y se encuentran muy lejos de su patria. Uno de ellos ha estado escribiendo un libro sobre la esgrima moderna. El otro ha hecho anotaciones acerca de las neurosis de hombres célebres. Pero esta mañana de 1891, en Liverpool, se les ve atareados en otra cosa. 

Es diciembre y ya casi no falta nada para el 24. Días atrás decidieron celebrar juntos la navidad y hacerlo a la manera venezolana, para mitigar fríos y distancias. Así, se trazaron la difícil tarea de hacer hallacas. Por suerte, un trinitario tiene en Londres un abasto donde se expenden productos tropicales. Allí consiguieron el maíz, que terminaron pilando arduamente en un mortero de madera. Nada los detuvo, ni la casi imposible prueba de conseguir las hojas. Se valieron de sus funciones consulares para tener acceso al único lugar que albergaba, en rigurosa calefacción, la inhallable y costosa planta: el Jardín de Aclimatación de Londres. Atravesaron un largo periplo burocrático que exigió hasta la opinión técnica de la Sociedad de Historia Natural para cortar sólo cinco hojas de un plátano británicamente custodiado. 

La proeza está a punto de consumarse. Asaron con esmero las hojas en el fuego de la chimenea y prepararon el guiso siguiendo las indicaciones que uno de ellos (el mayor) conoce bien. Para darse ánimo silbaron un valsecito tocuyano cuando se dispusieron a probar el portentoso picadillo elaborado con carne de res y de cerdo, trozos de tocino y de gallina. La música les dio suerte: el guiso quedó exquisito. 

En este momento, uno amarra la décima y última hallaca de esta hazaña culinaria. Todos suspiran.

Son larenses e historiadores, y ahora son héroes de la cocina. El primero tiene 33 años. Se llama Lisandro Alvarado, aunque prefiera presentarse como Perico el de los Palotes. El otro tiene 30 y ya se le conoce como el doctor Gil Fortoul.

(Esta maravillosa anécdota la contó Aníbal Lisandro Alvarado en su valioso libro Menú-Vernaculismos, Edime, Caracas-Madrid, 1953, y la recogió Beatriz Páez de Salamé en Hallacas, aromas de una tradición)

miércoles, diciembre 11, 2013

De la cocina romana a la de Angélica


 
Busco dos palabras: tapsia y silfio.

Me topé con la primera en una página de Historia de la comida, un estupendo libro de Felipe Fernández-Armesto, que, además de informar, entretiene:

La planta más preciada por su sabor en la antigua Roma era la tapsia, una hierba que nunca se domesticó con éxito. La importaban de Cirene, después de haberse introducido desde su país de origen en la cercana Libia, presumiblemente por dispersión natural de las semillas. Los nativos, y los gourmets griegos para los que cosechaban la planta, sólo mordisqueaban los extremos, pero los romanos se comían todo el tallo y la raíz, cortados a trozos y conservados en vinagre. Las cosechas excesivas para cubrir las demandas de los romanos condenaron a la tapsia a la extinción. Su diseminación desde Libia fue la única transmisión documentada de una planta alimenticia en la Antigüedad”.

El silfio se me apareció en un recetario de cocina romana, en el que también se menciona la tapsia:

“Silphium: es el nombre griego del laserpicio. Se identifica con el actual comino o con la tapsia”.

En el glosario que viene en De re coquinaria de Apicio (edición hecha por Attilio A. Del Re), encuentro que la entrada “Silfio” remite a la de “Laser”. En ella se dice que el ajo sustituye al laser, que es imposible conseguir hoy, y que esa asfétida a su vez “sustituyó, ya en el siglo I d.C. al verdadero laser cyrenaicum, llamado silfio y extinguido en la época de Nerón por causas desconocidas. Aunque no nos guste, es una sustitución obligada, sobre todo porque Apicio parece detestar el ajo y no lo prescribe casi nunca”.

La entrada concluye con un lamento: “no sabremos nunca la diferencia entre silfio y laser, laser vivum y laseris radicem, que son respectivamente la resina, la hoja fresca y la raíz. Todas tenían propiedades y usos diferentes. En el texto latino, estas distinciones parecen importantes, pero, ¡ay! para nosotros es algo irrecuperable”.
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Voy después al Diccionario Botánico para Cocineros de Andoni Luis Aduriz y François-Luc Gauthier, quienes indican que el silfio es un antiguo condimento romano (silphium), una resina muy parecida a la asafétida, “aunque de sabor más suave”.

Ante lo incierto de la especie que lo produce, los autores del diccionario agregan, con más audacia que rigor, esta imaginativa sugerencia:

“Se puede crear un sucedáneo de silfion con hojas y tallos de apio de monte y angélica, miel y bayas de enebro”.

Retengo una palabra: angélica. Con ella concluyo el juego y me doy por satisfecho cuando leo que Arzak ha sabido sacarle provecho a la "Hierba del Espíritu Santo", como también le dicen a la angélica. Al gran cocinero vasco le ha deparado el especial sabor de un helado y la fragancia de unas ostras con piquillo.
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“Angélica te llamas”, digo ahora con Maelo, mientras recuerdo aquella nube "que se extiende lentamente en despejado cielo azul". La planta más preciada por su sabor en la antigua Roma era la tapsia, una hierba que nunca se domesticó con éxito. La importaban de Cirene, después de haberse introducido desde su país de origen en la cercana Libia, presumiblemente por dispersión natural de las semillas. Los nativos, y los gourmets griegos para los que cosechaban la planta, sólo mordisqueaban los extremos, pero los romanos se comían todo el tallo y la raíz, cortados a trozos y conservados en vinagre. Las cosechas excesivas para cubrir las demandas de los romanos condenaron a la tapsia a la extinción. Su diseminación desde Libia fue la única transmisión documentada de una planta alimenticia en la Antigüedad”.

El silfio se me apareció en un recetario de cocina romana, en el que también se menciona la tapsia:

“Silphium: es el nombre griego del laserpicio. Se identifica con el actual comino o con la tapsia”.

En el glosario que viene en De re coquinaria de Apicio (edición hecha por Attilio A. Del Re), encuentro que la entrada “Silfio” remite a la de “Laser”. En ella se dice que el ajo sustituye al laser, que es imposible conseguir hoy, y que esa asfétida a su vez “sustituyó, ya en el siglo I d.C. al verdadero laser cyrenaicum, llamado silfio y extinguido en la época de Nerón por causas desconocidas. Aunque no nos guste, es una sustitución obligada, sobre todo porque Apicio parece detestar el ajo y no lo prescribe casi nunca”.

La entrada concluye con un lamento: “no sabremos nunca la diferencia entre silfio y laser, laser vivum y laseris radicem, que son respectivamente la resina, la hoja fresca y la raíz. Todas tenían propiedades y usos diferentes. En el texto latino, estas distinciones parecen importantes, pero, ¡ay! para nosotros es algo irrecuperable”.
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Voy después al Diccionario Botánico para Cocineros de Andoni Luis Aduriz y François-Luc Gauthier, quienes indican que el silfio es un antiguo condimento romano (silphium), una resina muy parecida a la asafétida, “aunque de sabor más suave”.

Ante lo incierto de la especie que lo produce, los autores del diccionario agregan, con más audacia que rigor, esta imaginativa sugerencia:

“Se puede crear un sucedáneo de silfion con hojas y tallos de apio de monte y angélica, miel y bayas de enebro”.

Retengo una palabra: angélica. Con ella concluyo el juego y me doy por satisfecho cuando leo que Arzak ha sabido sacarle provecho a la "Hierba del Espíritu Santo", como también le dicen a la angélica. Al gran cocinereo vasco le ha deparado el especial sabor de un helado y la fragancia de unas ostras con piquillo.
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“Angélica te llamas”, digo ahora con Maelo, mientras recuerdo aquella nube "que se extiende lentamente en despejado cielo azul".

lunes, diciembre 02, 2013

Macedonio y empanadas de Nicolasa


Macedonio Fernández

Tres vueltas al parque y una página del Museo de la Novela de la Eterna. Macedonio, con una rotunda frase, acaba de informarnos la salida de uno de sus personajes más entrañables: “Nicolasa se va”. 

Sí. Se va la robusta cocinera que había aceptado participar en la historia, con una sola condición: que se le permitiera abandonar por momentos la novela, para ver si no se le derramaba un dulce de zapallo que había dejado en el tercer hervor, para verificar la cocción de cualquiera de sus preparaciones o hacer la rectificación de sal que ellas requieren. El autor, que amablemente había consentido en esa exigencia culinaria, no pudo manejar las ausencias de Nicolasa, y ahora, muy a su pesar, tiene que prescindir de ella. No está de más agregar que le ha endosado a Dios la culpa del sacrificio, por el funesto error de prohibir la ubicuidad. 

Antes de despedir definitivamente a Nicolasa Moreno de la novela, Macedonio Fernández refiere el aroma suntuoso de sus empanadas, así como la frase que ella le dijo a otro personaje en el momento fatal de su salida: 

“…usted, que es hombre de buen apetito, se figurará qué podrá resultar de una novela sin cocinera: una novela de ayunadores”. 

Refiere Macedonio que Nicolasa inventó una unidad de medida gastronómica: “la empanada y media”. La misma tuvo tanto éxito que llegó a ser moneda de curso local y con frecuencia se le mencionaba en los contratos mercantiles de este modo: “Contra reembolso en dinero o empanadas y media”.
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Pienso que Macedonio Fernández es el padre y el abuelo de todas las osadías narrativas que conocemos. Con razón dijo el Turco Saer: El Museo de la Novela de la Eterna vuelve anticipadamente anacrónicos aun a sus herederos (entre lo que me atrevo a contarme)”. 

El maravilloso libro de Macedonio puede abrirse por cualquier página y siempre encontraremos una genialidad citable y fecunda. Hagan la prueba. Yo la hice hoy.  

P.D: A falta de Nicolasa, rememoro el sabor de las prodigiosas empanadas de La Paceña, en Belgrano, conocidas por mí gracias a Eduardo y Luisana, grandes frecuentadores de ese sitio.