martes, septiembre 30, 2014

El vecino prepara jabalí


El árbol dentro de la casa diseñada por Le Corbusier en La Plata
El hombre de al lado (2009), de Mariano Cohn y Gastón Duprat, es la divertida crónica de un tropiezo socio-cultural: dos vecinos, vale decir, dos mundos, comienzan a conocerse a través de una cruenta ventana. La historia transcurre en la casa diseñada por Le Corbusier, en La Plata. A riesgo de cometer (es un decir) uno de los tics allí satirizados, confieso que mi interés en el filme fue estimulado por una reciente visita que hice a la Casa Curutchet, junto a Nelson Garrido y mi hijo Martín. Aunque el lugar tiene una enorme importancia en la película, otras son las imágenes que a uno lo asaltan cuando termina de verla. Contiene, entre otras cosas una crítica mordaz a lo que podríamos llamar acá “sifrinismo culturoso”, y allá, “chetismo” de la misma índole. El joven e insufrible diseñador (Rafael Spregelburd) que vive en la casa de Le Corbusier con su esposa no menos infumable (Eugenia Alonso), y su hija (Inés Budassi), es, él solo, una pieza impecable de esa “simpática” cofradía social del snobismo. Su vecino (Daniel Aráoz), a pesar de rupestre, termina quedando mejor parado en el pugilato de señas culturales. Imposible de omitir sus palabras, ante el primer reclamo que le infiere sin preámbulos el “educado” y políglota diseñador: “Vamos por partes. Buenas tardes, yo soy Víctor. ¿Con quién tengo el gusto?”. 

Una ventana que el vecino quiere para que a su casa le entre un poquito de sol, provoca el conflicto y se convierte en el hilo narrativo del filme. Hay escenas memorables, llenas de humor. En particular, aquellas en las que participa Víctor, el vecino “grasa”, como lo llama Leonardo. Hay otras letales, como una en la que el diseñador está escuchando música con un amigo, en un sofá, con un cuadro de Tulio de Sagastizábal encima. La “sublimada” conversación entre ellos se encarga de tipificarlos, sin necesidad de explicaciones. En otra, Leonardo se asoma al cuarto de la hija, que siempre está aislada y en lo suyo: escuchar música y bailar. Leonardo intenta comunicarse y le dice: “Ah, pusiste ahí los robotitos que te compramos en Nueva York, en el Moma”. Acepto. La película se las aplica.  

Pero a lo que venía: a la comida. Víctor sorprende un día a Leonardo. Desde la desaprensiva y polémica ventana, le acerca -ayudado por un palo y un tobo que cuelga del mismo- un frasco. Le pide a Leonado que lo abra. Éste lo hace y se encuentra con una especie de conserva. “Es jabalí al escabeche”, le informa Víctor. “Probalo, es de mi producción, casero, casero”, añade con orgullo. 

En los créditos finales oiremos, en una especie de epílogo, la voz de Víctor dándonos la receta de ese plato. Yo volví a reír y agradecí el oportuno detalle gastronómico con que se despide esta película inclemente, que no le da tregua a ciertas arrogancias, aunque no le niega a Leonardo algún instante de remota admiración por su cerril vecino.
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Víctor, un “tipo que es un grasa convencido, un pesado super insistente” -al decir de Leonardo-, termina dándonos esta receta que comparto: 

“JABALÍ EN ESCABECHE,
 por Víctor Chubelo 

Cortás el jabalí en pedacitos y lo dejás una noche adobado con vino blanco, con mucho ajo picado y laurel. Al otro día lo freís junto con zanahorias en cachos, cebolla y pimienta negra en grano, al gusto. Después le echás un vaso del líquido del adobo y un vaso de vinagre blanco, y cocinás todo un rato más… Ah! y un toque de limón. Y para terminar, todo en un frasco y a la heladera. Aguanta un montón… Chaucito. Nos vemos”.

viernes, septiembre 12, 2014

Se aclara un poco aquella cena


La Cabaña, quinta en Ramos Mejía (La Matanza). 1930. No allí, pero sí en una quinta de la calle Gaona, comenzó Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, de Borges
 
Esa noche, en verdad, Borges comió una ensalada criolla bien surtida y Bioy un cordero asado acompañado con papas fritas. Para el postre, hubo helado y dulce de leche. Borges, como ya se dijo, bebió agua. Bioy, oporto. El espejo reflejó también una bandeja con alfajores de Santa Fe. Los había llevado Borges desde Buenos Aires.  

Como se recordará, el momento que marcó el fin de la sobremesa fue escalofriante. Ambos tenían fijación por los espejos. En uno, predominaba el terror. En el otro, una amable reverencia. A la medianoche, cuando pasaba un ángel en medio del silencio, miraron hacia el fondo del corredor y se sintieron espiados. “Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”. 

La “memorable sentencia” que Bioy le atribuyó al heresiarca de Uqbar era, en rigor, una variación de la que aparecía en un texto de su amigo: “La tierra que habitamos es un error, una incompetente parodia. Los espejos y la paternidad son abominables porque la multiplican y afirman”. Está en El tintorero enmascarado de Hákim de Merv, de Historia universal de la infamia. Pero ese dato, a los fines del informe de Borges, no podía ser mencionado.
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Uno o dos años después de la cena en la quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía (capital del partido de La Matanza), Bioy hizo una especie de parodia de la frase. Lo hizo en el que iba a convertirse en el más celebrado de sus libros: La invención de Morel. Allí dirá: “El hombre y la cópula no soportan largas intensidades”. Si bien la idea es otra, ese giro permite un pequeño diálogo con lo abominable.  

No es mucho más lo que sabemos de la cena, porque el espejo carecía de las propiedades cinematográficas que Morel inventaría poco después. Sin embargo, hay esperanzas de conocer algo más. En Ramos Mejía se conjetura acerca de un lugar en el que se conserva otro informe: el del cocinero. Éste esperó toda la noche, porque el señor Adolfo le había prometido que lo llevaría a su casa, al finalizar la velada. En efecto, lo llevó. 

Alguien me dijo que durante varios días el cocinero estuvo repitiendo la palabra “heresiarca” y que inventó un nuevo postre con ese nombre. Pero quizá sean sólo ganas de fabular.

jueves, septiembre 11, 2014

Aquella cena


Habían llegado temprano al partido de La Matanza, donde cenaron juntos esa noche. No sabemos con exactitud qué comieron, pero es de suponer que uno de ellos prefirió la frescura de una ensalada con adecuado y límpido aderezo, mientras el otro no se rehusó al cordero patagónico, que el cocinero, contratado sólo para esa noche, les había ofrecido por la tarde. Estaban en una amplia quinta, alquilada para pasar unos días lejos de la atareada capital.  

Los dos amigos hicieron una  larga y animada sobremesa. El hombre de cuarenta años tomaba agua. El de veinticinco, oporto. Aunque esos detalles no aparecen en la célebre noticia que el primero elaboró, los consigno acá por respeto al diligente cocinero, cuya presencia fue preterida en el famoso informe y, además, porque tengo para mí que si esa cena no hubiese estado a la altura de ambos paladares, no habría ocurrido lo que ahora todos celebramos.  

Lo sucedido esa noche ha dado lugar a numerosas tesis doctorales y a una copiosa reescritura de ardides literarios que no parecen agotados todavía. Si a ello agregamos la repercusión que en diversos centros de investigación científica sigue teniendo lo allí descubierto, nadie podrá restarle importancia a este intento de subsanar ciertas omisiones, por más ocioso que parezca. Creo que la gastronómica destaca entre ellas.  

Es sabido que a la medianoche, antes de que uno de los comensales partiera a Buenos Aires, un espejo los acechó desde el fondo de un corredor. En ese espejo también se reflejaron unos platos y unas copas.  

El juego para acercarse a ellos apenas comienza.

martes, septiembre 09, 2014

El banquete de Pessoa


Fernando Pessoa
 
Marchando cinco de Frankfurt 

La frase -que alteré un poco, al sumarle tres-, la decían en un bar de Las Ramblas donde yo solía comer bocadillos de salchicha, a comienzos de los 70. Desde entonces la repito, mecánica y arbitrariamente, cuando debo emplear el gerundio de “marchar”, y lo hago -por supuesto- con dos, que es el número original de la frase. 

Hoy la recordé, porque antes de salir para el parque a dar mis tres vueltas, leí uno de los relatos escritos por Pessoa cuando todavía no llegaba a los 20. Me refiero a Una cena muy original. Su carácter canibalesco y la procedencia de Hesse de las cinco víctimas, explican la fácil asociación que mi memoria hizo con la vieja expresión casera.  

Pero más que esa forma personal de disminuir el horror del cuento de Pessoa, quiero anotar un párrafo alusivo a cierta beligerancia gastronómica. Es el comienzo del relato, y bien podría verse como la parodia de una contienda peregrina que ha llegado intacta a nuestros días. Copio el trozo mencionado: 

Fue durante la sesión anual número quinientos de la Sociedad Gastronómica de Berlín que el presidente, Herr Prosit, hizo a sus socios la famosa invitación. Claro que la sesión era un banquete. Durante los postres había surgido una acalorada discusión sobre la originalidad en el arte culinario. La época era mala para todas las artes. La originalidad se hallaba en decadencia. También había decadencia y laxitud en la gastronomía. Todos los productos de la cuisine llamados ‘nuevos’ eran simples variaciones de platillos ya conocidos. Una salsa distinta, una forma ligeramente diferente de condimentar o de sazonar –así se distinguía el platillo más reciente del que existía antes de él-. No había verdaderas novedades. Había tan sólo innovaciones. Todas estas cosas fueron deploradas durante el banquete con unánime clamor, en tonos variados y con diversos grados de vehemencia”. 

Repito: lo anterior no fue escrito ayer, sino en 1907, año en que Pessoa firmó su cuento con el nombre de Alexander Search.  

Dejémoslo así, como señal.

lunes, septiembre 08, 2014

Los viejos mesoneros


Foto de hace siete años
 
Uno de mis rituales porteños es almorzar en un viejo restaurante de la Recoleta. A la búsqueda de los mejores ravioles a la crema de la ciudad, en los últimos años se ha añadido la curiosidad por los personajes que allí habitan. Me refiero al viejo y noble personal de servicio. A varios les he puesto nombres, por los parecidos que les encuentro con amigos o con personas famosas. En esos esbozos de novelas que uno se imagina siempre, ellos están presentes. Hace pocos días comprobé que el papá de Mafalda y Francisco Blavia siguen activos, y gozan, a Dios gracias, de buena salud.  

Cuando el miércoles pasado Martín y yo llegamos al lugar, no había clientes. Nos recibió Francisco, el maître, siempre atento y grato, como su homónimo de Barquisimeto. Optamos por una de las mesas con butacas, hacia el lado derecho, donde rápidamente fuimos atendidos por el papá de Mafalda, quien, sin saberlo, le confiere al sitio una ráfaga oblicua de modernidad.  

A los pocos minutos, Martín vio que llegaba al restaurante alguien conocido. Era un hombre joven, de esos que de vez en cuando le bajan el promedio etario al comedor. Porque hay que decirlo: la mayoría de los clientes también es de la tercera. El nuevo comensal venía acompañado de otra persona. Se sentaron en una de las mesas de la parte izquierda. Martín, seguro de que lo había reconocido, se levantó a saludarlo. Era, en efecto, Rodrigo Cañete, temido y célebre crítico, cuyo blog, desde hace un tiempo, es el dolor de cabeza de ciertos jerarcas del mercado argentino del arte. Cañete respondió el saludo con cordialidad y Martín volvió a la mesa. Me dijo que en alguna ocasión Cañete posteó algo suyo. Me habló también del acompañante y del blog del primero: Loveartnotpeople (http://loveartnotpeople.org/). El acompañante de Cañete era Gabriel Levinas. Al día siguiente, por cierto, Lanata entrevistaría en su programa de radio a Cañete, quien, además de no tener pelos en la lengua, posee una sólida cultura en historia del arte, como se evidencia de sus charlas, que, con el nombre de “Pastelas”, pueden oírse en su polémico espacio de la web. Verlo allí, a él, que no vive en Buenos Aires, sino en Londres, era de anotarlo. Por eso ahora lo hago. Cañete, en su blog, unos días después, diría que al contrario de lo que había pensado, en Buenos Aires lo recibieron muy bien y aludió a los saludos recibidos en la calle y en algunos restaurantes. Pero lo más notable de nuestra visita ritual no había ocurrido todavía. Lo cuento de seguidas. 

Cuando el papá de Mafalda nos estaba sirviendo, le pregunté por Manuel Azaña, a quien no he vuelto a ver desde hace unos tres años. La última vez fue en una mesa cercana a la cocina. Creo que almorzaba. Por supuesto, mi pregunta se refirió al “señor pequeño, gordito, de pelo blanco”, lo que fue suficiente para que el papá de Mafalda supiera de quién se trataba. Fue así como nos enteramos de que Azaña se llama A. E. y de que se retiró del trabajo a los 87 años. Supimos también el motivo: un día en una mesa le pidieron el postre y él llevó de nuevo el primer plato. Ahora está en su casa. Este Azaña cordial entró a trabajar al restaurante cuando tenía 42 años. Al parecer, ya transita la pureza del olvido. Para mí sigue siendo el presidente de esta íntima república gastronómica de la Recoleta, a la que poco a poco le he ido agregando capítulos. Ya sé que habré de remontarme a los 60 y charlar un rato con un Azaña cuarentón, recién llegado al sitio. Él me dirá de dónde vinieron los trofeos de caza que cuelgan de las paredes y si alguno de los dos señores que tienen estatuas en el lugar de al lado, llegaron a comer aquí.
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Además de la buena comida y del buen servicio, ver a los “mozos” de siempre (todos “grandes”, con alguna exepción no muy distante) es uno de los motivos de esta costumbre porteña que cultivo en familia. Ese día, para variar, comimos ravioles a la crema y bife de chorizo. No está de más decir que los primeros son los mejores de Buenos Aires. 

P.D: Se me olvidó anotar que A. E. es español. “Gallego”, nos dijo el papá de Mafalda.