miércoles, noviembre 26, 2014

Un relleno de cocina pícara


Estebanillo González
 
Leo un viejo ensayo de Juan Goytisolo sobre Estebanillo González y me reencuentro con las tretas de la cocina taimada y vivaracha. Pienso que frente al bellaco González, el pícaro cumanés de Salomón (la novela de Gustavo Luis Carrera), es casi un mojigato. El Estebanillo les daba a los soldados atún podrido y se guardaba el bueno, con una parte para sus jefes, sobornables y tragones. Salomón, aunque se esmerara en la vitualla de los oficiales, también les cocinaba sabroso a los marineros, y no engañaba con la materia prima usada en los condumios. Claro, comía lo que le daba gusto (y más de lo que le tocaba, por supuesto), pero se mostraba solidario y se lucía con los aliños.  

La cita de Goytisolo me hizo recordar, además, el “relleno imperial aovado”, que tanto atraía a Alvaro Cunqueiro, y del que habló, quizá por vez primera en nuestra lengua, el bergante Estebanillo. Esta anotación, al fin y al cabo, es para copiar la versión que del fabuloso relleno nos legó el más impenitente truhán de la picaresca española:   

Repare vuesa merced en este relleno, porque es lo mismo que el juego del gato al rato: este huevo está dentro de este pichón, el pichón ha de estar dentro de una perdiz, la perdiz dentro de una polla, la polla dentro de un capón, el capón dentro de un faisán, el faisán dentro de un pavo, el pavo dentro de un cabrito, el cabrito dentro de un carnero, el carnero dentro de una ternera y la ternera dentro de una vaca. Todo esto ha de ir lavado, pelado, desollado y lardeado fuera de la vaca que ha de quedar con su pellejo, y cuando se vayan metiendo unos en otros, como cajas de Inglaterra, para que ninguno se salga de su asiento, lo ha de ir el zapatero cosiendo a dos cabos  y, en estando zurcidos en el pellejo y panza de la vaca, ha de hacer el sepulturero una profunda fosa, y echar en el suelo della un carro de carbón, y luego la dicha vaca, y ponerle encima el otro carro, y darle fuego cuatro horas, poco más o menos. Y después, sacándola, queda todo hecho una sustancia y un manjar tan sabroso y regalado, que antiguamente lo comían los emperadores el día de su coronación. Por cuya causa, y por ser el huevo la piedra fundamental de aquel  guisado, le daban por nombre relleno imperial aoavado 

Goytisolo concluye su ensayo (está en El furgón de cola) destacando la contumacia marrullera de Estebanillo, quien, ya viejo, lejos de arrepentirse, logró que Felipe IV le concediera una licencia para abrir “una casa de conversación y juego de naipes en la ciudad de Nápoles”. Goytisolo se lo imagina, “rodeado de fulleros como él, amancebado con alguna damisela y con una cantimplora de clarete al alcance la mano”. 

martes, noviembre 25, 2014

Cebollas asadas

 
Hecamede y Néstor

Con un guerrero herido Néstor acaba de llegar a su tienda. Apenas los ve, ella busca las cebollas y la copa de cuatro asas para su particular ‘kykeon’, porque nada mejor para animar la exquisitez de las cebollas que ese brebaje eleusino.  

Ella, al igual que Circe, le añade un poquito de miel al vino de Pramnio, raspa el queso de cabra en un rallo de bronce y le espolvorea la harina flor como lluvia sagrada. Acompaña con miel fresca las cebollas.  

Parece una diosa cuando sirve sus manjares y bebidas.  

Se llama Hecamede. Está en La Ilíada.

lunes, noviembre 24, 2014

Desayuno en Jerusalén



Isidoro Blaisten


Cinco de la mañana. Abro un libro de Isidoro Blaisten y encuentro al autor de visita en Jerusalén. También allí amanece. El escritor abre la ventana de Mishkenot Sha’ananim y ve “la muralla de la ciudad vieja, la Columna de David y el Domo de la mezquita de Omar en la luz de oro”. Yo abro mi ventana y veo el valle del Turbio. Pero el asunto no está ahí. Es que Blaisten y yo hemos repetido a la vez los dos versos del poema Mañana de Ungaretti: M’illumino/ d’immenso. No es azar concurrente. Es uno de los lugares más comunes y hermosos del asombro.

Dice Blaisten en su texto: “Entendí que el infinito ilumina y por qué miles y miles de hombres se repetieron durante siglos estas palabras: ‘El año que viene en Jerusalén’”.

Cuando retornó a su país, Blaisten volvió a San Telmo y recordó a los beduinos “galopando contra el crepúsculo, parcos y nobles, vestidos de negro” y los vio “igualitos al gaucho entrerriano”. Esa imagen le permitió confirmar que el loco Sarmiento tenía razón: “el gaucho viene de allá”.

El libro de Blaisten se titula Cuando éramos felices. Desde los días del 92 en que no dejaba en paz ninguna de sus páginas, no había vuelto a abrirlo. Su aparición esta mañana ha renovado mi entusiasmo. El humor judío de Blaisten y la música de su prosa, a medio camino entre el ensayo y el cuento, me agradan tanto como su nostalgia de entrerriano en Buenos Aires.
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Ahora viene el desayuno que un joven les trae a Isidoro y a Graciela, en su departamento del edificio que Sir Moses Montefiore comenzó a construir en 1857. Los Blaisten-Melgarejo se sorprenden. La bandeja es enorme: medio kilo de requesón, once fetas de pastrom, cuatro huevos duros, dieciséis rodajas de pepino salado, medio kilo de aceitunas del Monte de los Olivos, un litro de leche de las granjas colectivas, cinco sobrecitos de café soluble, un pan Goldstein de centeno, un koilescht, un arenque de ojos pícaros, un pote de crema de kibutz y tres cuartos kilos de galletitas crocantes.

Dice Isidoro que Graciela exclamó: “¡Isidoro, el régimen!” y él le respondió: “Tanta eternidad debe ser alimentada”. Y en ese instante, el mozo volvió con otra bandeja. Pidió disculpas por haberse olvidado de kilo y medio de strudel de manzana, dos docenas de naranjas Iaffo y una jarra de jugo de pomelo. Después de poner la bandeja en la mesa, les entregó una carta de bienvenida del alcalde Teddy Kollek, alcalde de Jerusalén.

Los dejo con Blaisten para que les hable del almuerzo.

Comparado con el almuerzo, el desayuno se convirtió en una mísera pitanza. Comimos pavos, gansos y patos. Comida sefardí, marroquí y ucraniana. Comimos falafel árabe y kepi musulmán. Si alguna vez yo levantaba los ojos hacia la iglesia rusa de Santa María Magdalena, o hacia el huerto de Getsemaní, o hacia la fuente del sultán Suleimán el Magnífico, siempre encontraba una voz preocupada que me decía en castellano: ‘¿Qué te pasa, Isidoro? ¿Por qué no comés?’. Y entre la hospitalidad israelí, la caridad cristiana y la prodigalidad musulmana, yo comía y comía en el centro justo del mundo donde convergen las tres civilizaciones”.

El guía de los esposos Blaisten-Melgarejo era Moshe Liba, quien, por cierto, fue embajador de Israel en Venezuela. Tuvo la iniciativa de agenciarles un raro privilegio: la visita a una yeshivá (escuela de rabinos). Allí los recibieron “con una enorme mesa tendida con mantel de lino” y llena de beigalaj, blintzes, tartas de requesón, vareñe de ciruela y humeantes tazas de té”. Alguien les advirtió que no comieran, porque si lo hacían, iban a llegar saciados al almuerzo. Y el almuerzo, dice Blaisten, fue “inenarrable”. Y lo dijo en serio: no lo narró, para aflicción de los golosos, entre los que me incluyo, y para satisfacción de quienes aman la gracia de ese giro. También me incluyo en esa lista.
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De más está decir que la crónica De San Telmo a Jerusalén es una delicia.

lunes, noviembre 03, 2014

Anotación con té


J.D. Salinger

Es octubre todavía y siguen los libros en la mesa. El anotador, que procede por tanteos, divisa un recodo, pero cuando está a punto de volver a su cuaderno para copiar una cita de George Boas, se le ocurre abrir el volumen que sacó anoche y comienza la fascinación.
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Esta es la parte sórdida o emotiva del relato, y la escena cambia. Los personajes cambian, también. Yo todavía ando por este mundo, pero de aquí en adelante, por motivos  que no me es permitido revelar, me he disfrazado con tanta astucia que ni el lector más inteligente puede reconocerme.
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Pero el lector también cambia y en su relectura no tiene tanto interés en averiguar identidades. Ahora disfruta la adivinanza del niño y mira las paredes de su casa, que, como habían convenido, acaban de encontrarse en la esquina. Se imagina que está en Devon y acaban de traerle té y tostadas con canela.
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Al lector le gustaría ensayar unas anotaciones que hablasen de ese cuento formidable, pero sabe que para hacerlo debe volver de la lectura “con todas las facultades intactas”. Y de eso nadie está seguro.
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Suena el teléfono. Es Luisana desde Buenos Aires.
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(El relato de Salinger aludido y citado acá: Para Esmé, con amor y sordidez)