jueves, abril 16, 2015

Confieso que he comido



Leo un estupendo artículo de Félix de Azúa acerca del libro Confieso que he comido (Kelonia Personal, 2015), de Miquel Sen, periodista y escritor de larga trayectoria en temas culinarios.  

Además de elogiar la honestidad del notable gastrónomo catalán, Azúa se complace en reseñar las afiladas críticas que Sen dedica a los farsantes de la cocina, hoy en día tan insufribles como ubicuos. Cocineros bajo palabra de honor, comunicadores “expertos” en el tema, catadores “infalibles”, chefs de televisión (algunos) y pinches de utilería, conforman la cultura del espectáuclo “gourmet” al que se refieren Félix de Azúa y Miquel Sen (quien, por cierto, tuvo por mucho tiempo un programa en TV3). Pero -nos dice el primero- el libro del segundo es mucho más que eso: es, como su título indica,  el relato de una vida por mesas y cocinas o la autobiografía de un verdadero cultor de la gula, que echa de menos la calidad de antaño, y que sin levantar la voz, ironiza sobre las actuales imposturas gastronómicas, respetando nobles y debidas excepciones. 

Legatario de las grandes plumas coquinarias de España (Cunqueiro, Domingo, Luján, Manolo Vázquez y otros), Miquel Sen es saludado por Félix de Azúa como “fino poeta entre los gastrónomos honrados”. Otros han dicho que su libro es un auténtico ejemplo de literatura culinaria.

Transcribo los párrafos finales del artículo. En uno de ellos hay una línea que tomo, ad libitum, como alusión al querido rodaballo parlante de Günter Grass: 

Desde el momento en que ese mundo se convirtió en espectáculo para masas, múltiples han sido los inventos gastronómicos, seguidos casi siempre por el fraude. Cuenta Sen, por ejemplo, el uso de petazetas para dar a los platos un crujido efervescente entre los más hábiles imitadores de Adriá. Corrupciones que le llevan a recordar lugares irrepetibles como Príncipe de Viana, Zalacaín, Viridiana o Sacha en Madrid, Quo Vadis y Reno en Barcelona, o los once magníficos vascos. ¿Dónde están las nieves de antaño? 

La cocina gastronómica cree Sen que “será terrorífica a medida que prosperen las falsificaciones”, pero lo dice con una simpática ironía y sin levantar la voz. Se comprende: hace poco, el maître de la marisquería más importante del Paralelo barcelonés le soltó una bronca “con la insolencia de un salvaje” porque había osado decirle que no apreciaba la salsa dulce que acompañaba al rodaballo. El salvaje le bramó que no sabía nada de cocina. Pero es que, se justificaba Sen, “los rodaballos son peces muy serios”. Hablaban con los pescadores del mar Báltico que iban a por ellos, según Andersen, y eran persuasivos.

¡Ah, qué finos poetas hay entre los gastrónomos honrados!
 
Félix de Azúa (La seriedad del rodaballo. El País, 15 de abril de 2015).
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(Miquel Sen nació en Barcelona, en 1946. Actualmente vive en Galicia).

 El enlace para el provocativo y provocador  artículo de Félix de Azúa:

http://cultura.elpais.com/cultura/2015/04/14/actualidad/1429033754_213787.html

lunes, abril 13, 2015

Günter Grass rectificó de sal


 
Cinco de la mañana. Después de montar el café, me asomo a la ventana y miro un carpintero que vuela cantando. Abro una página y leo que murió Günter Grass. En caravana, como dice el tango, pasan los recuerdos de sus libros, de los cuales el primero en esta casa es, sin duda, El rodaballo, una fantástica historia de la cocina, pero también de Alemania y de la humanidad, contada a partir de un cuento de los hermanos Grimm. Según los lectores alemanes, esa novela inmensa de Grass tiene el mejor comienzo de narración alguna en su idioma. Es una referencia culinaria y gustativa: “Ilsebill rectificó de sal”. Después vienen la historia, la crónica, las maravillas de una trama que no ha concluido todavía. 
 

Todo lo cuenta un rodaballo, que a veces está en la mesa, estofado en vino blanco con alcaparras y servido en porcelana de Sajonia. Uno de los personajes quería aceitarlo por ambos lados, espolvorearlo con albahaca y dejar que se hiciera en horno moderado durante media hora. Pero el rodaballo, que tiene los secretos de la desmesura y de la eternidad, siempre vuelve al mar. No se sabe por qué misterio, pero vuelve. Como diría un viejo poeta venezolano: “Pegúntaselo al mar, que el mar lo sabe”.
 

El rodaballo de Günter Grass es un aluvión de cocina y poesía. De sus páginas un día salió la alcaravea moruna para ser fruto seco en la choucroute.
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Otro título que viene a mi memoria es Anestesia local, recomendable como lectura mientras se espera en la consulta odontológica. Entre sus líneas se invoca a Santa Apolonia, patrona de los odontólogos, pero, más aún, de los pacientes. Recuerdo, por cierto, que cuando Günter Grass se enteró de que había ganado el Premio Nobel, estaba saliendo del dentista. Claro, Anestesia local es mucho más que eso. Es Alemania y el debate político de los sesenta, un debate en el que no dejó de participar su autor, quien nunca le huyó a los polemistas. Por el contrario, una vez les dio pábulo, al confesar pecados políticos de juventud. Cuando se actúa honestamente, se puede no tener razón, pero siempre se saldrá airoso.
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Se ha ido Günter Grass. Suena triste el “tambor de hojalata”, pero los versos de su canción infantil traen el consuelo: 

¿Quién muere, quién se ha muerto?
 Quien muere, llega a puerto.
 Si muere, ten por cierto,
 que el caso queda abierto. 

Abierta y perdurable la obra entera de Günter Grass. En ella sobrevive.

lunes, abril 06, 2015

La comida de los físicos y el vino del verdugo



Los tres físicos con la directora del sanatorio mental Les Cerisiers


Veo Los físicos, (1964), película basada en la célebre obra de Friedrich Dürrenmatt. La dirigió Fritz Umgelter, quien le fue totalmente fiel a la comedia que el suizo publicara en 1962, en tiempos de aquella guerra fría que estuvo a punto de calentarse. Salvo algunas escenas, la película es también teatro, sin dejar de ser cine, y es que la paradoja es inseparable del absurdo. Y de Dürrenmatt, por supuesto.

Una idea recorre Los físicos: para salvar a la humanidad, la ciencia debe refugiarse en la locura. Todos los físicos al manicomio, será su lema.  A partir de esa premisa, un genio que venía trabajando en la teoría uniforme de las partículas elementales, se finge orate  y logra su objetivo: ser encerrado en un sanatorio. La historia es conocida. Al manicomio llegan los servicios secretos de las dos potencias, en procura de los descubrimientos. Todo discurre dentro de una trama policial (hay crímenes, por supuesto) que manejan muy bien los físicos, hasta que se topan con un problema que ninguno había previsto: la psiquiatra. Pero lo dejo hasta ahí, para no revelarle el desenlace a quienes no han leído la  obra de Dürrenmatt ni visto la película de Umgelter, ambas más que cincuentonas, pero llenas de un humor que no envejece.
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Es el momento de la cena. Ya ha ocurrido el tercer crimen y los físicos confrontarán sus verdades. No son locos. Se han hecho tales. Uno, Möbius, para esconder sus saberes atómicos del poder político. Los otros dos, para estar cerca del genio y sonsacarle  sus hallazgos.

Newton revisa las viandas y se extraña de la opulencia. Ya estaba acostumbrándose a la reciente frugalidad culinaria del manicomio “Les Cerisiers”. Parece el más goloso de los tres. Ya sabíamos de su afición al coñac, por la botella “encaletada” en la chimenea, que sacó cuando charlaba con el inspector de la policía. Ahora estamos asistiendo a su don cultivado de la gula.

La sola enumeración de los platos delata a Newton. Es, sin duda, un tragaldabas. Se le hace agua la boca cuando ve el primero y lo nombra con fruición: Leberknödelsuppe (una sopa de bolas de hígado de ternera, que parece estupenda). Después enuncia con igual deleite: “Poulet à la broche” y “Cordon bleu”.

Newton se sirve y disfruta de la sopa, extrañándose de que Möbius no la pruebe. “Exquisita”, dice, pero su colega sigue deprimido y no se anima. Cuando pasa al pollo, Newton, que ya ha comenzado a revelar su verdadera identidad, se detiene para elogiar el plato. “Está grandioso”, exclama, y en ese momento oye que en la habitación de Einstein está sonando Bach. Mejor, imposible. Sé que podrían hacerse diversas especulaciones de orden simbólico con la presencia de la comida y el vino en la pieza de Dürrenmatt, pero mi ocio apunta sólo a los instantes de seducción gastronómica, que me son suficientes para que la escena de la mesa no quede inadvertida.

Poco después, Einstein se incorpora y, tras confesar también su mascarada, se sienta y dice, sentencioso: “La más pura comida del verdugo”.

Como sabemos, la frase será premonitoria, pero eso es tema de otra nota. Ahora sólo me interesa el liviano momento del convite, no su carácter ominoso. Así que no perturbemos a Newton cuando le ofrece borgoña al inapetente Möbius y veamos cómo éste no se niega a rendirle honores al caldo que Luis XIV usó para aliviar su gota y que, por cierto, la directora del sanatorio donde los científicos permanecerán como “locos”, descorchará en unos minutos para anunciar su tramposo dominio sobre los avances de la física.

Servidos los tres, comienza Möbius su ingesta, mientras Newton se dispone a atacar el cordon bleu. Lo demás es silencio, como corresponde.
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En algún lugar leí que el autor de Los físicos fue también un afamado gourmet. Eso quizá lo explique todo.