lunes, agosto 24, 2015

Un viejo principio gastrosófico


Gigante (1956). Dir. George Stevens. En la mesa, entre otros, Liz Taylor, los niños y Pedro
 
Los niños tenían tiempo jugando con Pedro, su más fiel compañero. Los niños eran tres y lo adoraban. Pedro, al parecer, estaba encantado con ellos, sobre todo por el trigo. Les permitía diversas travesuras, todas amables. Pedro era dócil y elegante. Los cuatro se divertían sanamente. Llegó el día de la celebración anual. Los chicos, sus padres y abuelos están en la mesa, esperando que haga su entrada la consabida bandeja de la cena. Cuando llega, a los adultos se les hace agua la boca. Los niños miran con curiosidad y uno de ellos lo reconoce y empieza a llorar: “Ese es Pedro”. Los otros niños lo secundan. Las lágrimas cunden y no cesan. Es un duelo enorme por el volátil. También es la escena originaria del “principio gastrosófico” de Cuchi.  

Está en Gigante, una gloriosa película de los 50.
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Venían de Tucacas un día. Habían comprado una langosta y ya se la imaginaban en la mesa. De acuerdo al “principio” que sostiene Cuchi, no debe comerse un animal al que hemos llamado con un nombre y tratado de modo familiar, como suele ocurrir con los domésticos. Dice que el sólo hecho de bautizarlos es una forma de incorporarlos a nuestras vidas y transformarlos en seres de la casa. De allí, el interdicto. María, su asistente, mujer de buen humor, conocedora de esa vieja “doctrina”, comenzó a buscarle nombres a la langosta, y a verla como un ser más de Salsipuedes. Su fingida treta de golosa (preparar la langosta, y que Cuchi, para no faltar a su creencia, no participara del yantar), además, de un evidente chiste de grupo, fue una manera de recordar –velándola- la terrible práctica de sacrificar langostas para la comida. Y acá pienso en David Foster Wallace y en su magnífico reportaje sobre los crustáceos. Pero esa es otra historia...
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Por último, la inolvidable disculpa del gentilhombre español cuando en tierras americanas oyó un loro por vez primera. Se inclinó reverente y le dijo: “Perdone, Vuecencia, creí que era pájaro”.

sábado, agosto 15, 2015

Una langosta en la ventana indiscreta


Edward Hopper

No mires, beso tus ojos para que no veas/ para que no veas lo que veo/ enfrente de nuestra ventana 
(José Hierro, La ventana indiscreta, poema incluido en Cuaderno de Nueva York).


Decía un gran degustador de crustáceos, que la langosta, si está fresca, viva y enérgica, debe comerse a la brasa. Puesto a decidir entre el bogavante y la langosta, ese ilustre gastrónomo de Palafrugell eligió el primero, no sólo por su bello nombre (que ya es decir), sino por “su maravillosa sustancia interna”. A ambos les atribuía las mismas cualidades: monstruos con carne ligeramente dulce, que admite el subrayado de algún tímido aderezo y que es mejor cocinar a la brasa y no someter nunca a una “cocción socialista y cuartelera”. Así llamaba Josep Pla (de él se trata) esos modos de pervertir sabores con salsas truculentas. Si es fresco el crustáceo mayor, a lo sumo, unas gotas de aceite puro de oliva y “una ligera presencia, muy leve, de vinagre”. Nada de limón, costumbre que rechazaba, acérrimo, el voraz y fabuloso sabio ampurdanés.
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Recordé las suculentas páginas que Pla dedicó a esos “bichos”, al ver de nuevo, con afán de “voyeurista culinario”, la gran película de Hitchcock sobre los mirones: La ventana indiscreta, una cinta que crece con los años, como la legendaria belleza de Grace Kelly y la fascinación de muchos por cualquier ventana de Hopper en el Greenwich Village.  

La evocación me resultó inevitable. Si bien Jeff (James Stewart) parecía preferir los sandwiches o los huevos con tocineta que le preparaba la incisiva enfermera, la aparición en un primer plano de una langosta con “papas paja”, no pudo pasarme inadvertida.  

La escena es fascinante. Liza (Kelly) llega al apartamento y le pregunta a Jeff qué le parece si van a cenar a Twenty One. Desde su silla, el fotógrafo, con la pierna izquierda enyesada, se extraña y le responde con otra pregunta: “¿Es que tienes una ambulancia afuera?”. Y aquí viene lo bueno. Liza sí tenía a alguien afuera. Tenía al propio Twenty One. Abre la puerta y entra un mesonero del famoso restaurante Club 21 de Nueva York, con su frac rojo, vino y unas viandas. El amable mozo lleva todo a la cocina y poco después la pantalla se llena con un plato en el que brillan el mencionado artrópodo, sus acompañantes, el vino blanco, y muy cerca, algo de mantequilla. Que la ortodoxia de Pla se haya visto afectada (la langosta no era a la brasa, seguramente, era grillé), no es óbice para el magnífico disfrute propuesto por una elegante y futura princesa de la vida real.
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El fotógrafo (¿qué otra profesión podría haber tenido?), instalado en su silla de ruedas, de tanto mirar a los vecinos, llegó a conocer todas sus historias cotidianas y a inferir las de sus vidas pasadas. En un apartamento de Greenwich Village, una ventana, con discreto encanto, a diario le brindó indiscreciones aledañas. Como recordarán, una de ellas es un crimen, pero otra también tuvo que ver con la mesa y la comida. No olvidemos que una de las vecinas espiadas era una solitaria. Jeff la ve cuando, no estando más nadie en su casa, pone mesa para dos y sirve dos copas de vino. Stewart con la suya, de vino blanco, es quien la acompaña a distancia y en secreto. Levanta la copa de su vino y brinda. Ella ni se entera, por supuesto. Está en su teatro de solitaria, y él, en su cómodo oficio de fisgón, como nosotros, espectadores de cuanto MacGuffin ande suelto por ahí y se nos ponga en la mira.  

P.D: En las páginas de Pla (Lo que hemos comido, Destino, 1997) hay una referencia a un plato que él califica de modesto y excelente: langosta a la catalana. En pocas líneas nos dice qué lleva: “Sobre nuestro clásico sofrito de cebolla, ajo y tomate -¡poco tomate!- se añade una picada de almendras y se espolvorea una pizca de chocolate”. Prou. Tal vez todo lo demás (la langosta) no era más que un arbitrario MacGuffin personal para esta postdata. Ya veremos qué más nos deparan las ventanas. 

martes, agosto 04, 2015

La comida, señor Flask


Moby Dick. Pequod, Por Jack Sullivan. 1954
 
 
Mediodía. El de la cabina del capitán es el primer servicio. Lo anuncia el cocinero sacando su cabeza por la escotilla y continúa con los llamados a los comensales, en un estricto orden de jerarquías. El capítulo en que Melville lo describe es un magnífico cuadro de costumbres marinas y sus implacables códigos de mesa.  

Tres oficiales acompañan a Achab en la ceremonia cotidiana. Reina la paz, aunque haya habido cruentas peleas en la cubierta. El jefe ya ha dejado a un lado sus facultades de dominio y comparte con equidad el almuerzo. Así lo dice Melville: 

Su realeza sobrepasa la del propio rey Baltasar, puesto que, en tal caso, Baltasar no es el más grande. Quien sabe tratar a sus amigos en la mesa, aunque sólo haya sido una vez, sabe lo que es ser César…”. 

Sin arrogancia alguna, como quien va a dispensar la comunión, cuchillo y tenedor en manos, Achab divide el plato fuerte. Es un acto sagrado y los oficiales esperan en silencio. Ninguno –dice Melville- se atrevería a decir nada. Sería mancillar el instante supremo.  

Todas las reglas funcionan de modo impecable y armonioso. No están escritas ni Achab tiene necesidad de recordarlas. Así, el oficial de menor rango sabe que no podrá servirse mantequilla y que a él le corresponde menos pulpa que hueso. 

Flask, que así se llama el tercer oficial, no tiene tampoco el privilegio de demorarse en la mesa. Es el último que llega y el primero que se levanta.  

Hoy siente nostalgia por su anterior condición, la que tenía antes del ascenso, cuando compartía en el castillo de proa el ruido que al masticar hacían los arponeros. A él no le estaba vedado pinchar un buen pedazo de carne y comérselo con ganas.  

Ahora está en la selecta mesa monacal del jefe. Añora bullas y chacotas. No se atreve a decirlo, pero en nada lo estimula esta frase que escucha todos los días: 

“La comida, señor Flask”.

lunes, agosto 03, 2015

La comida en El resplandor


Wendy (Shelley Duvall) le lleva el desayuno a Jack en El resplandor
Lo primero: la vista del Lago Saint Mary en el Parque Nacional Glacier y el recuerdo de las magníficas fotos que Ansel Adams tomó de ese paisaje. Una música estupenda acompaña la subida hacia las montañas que pronto estarán nevadas. Todo lo vemos desde arriba y es bella la música, pero uno, como ya sabe lo que viene, la percibe llena de anuncios ominosos. Es una versión del Dies irae.
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En el primer desayuno, sólo sándwich de jamón y un vaso de leche para el niño. El segundo, ya en el hotel, y en la cama, huevos fritos con la yema blanda, tocineta, tostadas, mermelada, café y jugo de naranja. Depués del primer sorbo de jugo, Mr. Torrance (Jack Nicholson) moja una lonjita de bacon en la yema. Apetece de sólo mirarla.
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“Pueden quedarse un año aquí y no tienen que repetir el menú”. Es la frase con la que Scatman Crothers, el jefe de cocina del hotel, precede la entrada al frigorífico. Ya adentro, señala y enumera: 15 paletas, 30 bolsas de hamburguesas, 20 piernas de cordero, 12 pavos, 40 pollos, 50 sirloin steaks... 

Lo dejo hasta ahí, para no incurrir en la posibilidad de analogías tristes y cercanas.
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En un diálogo, tras la visita a la cava de carnes y a la despensa de conservas y enlatados, se menciona por vez primera “el resplandor”. Creo que una comparación culinaria que allí se hace puede iluminar una posible lectura del filme: “De lo que pasó quedaron huellas. Éstas son como el olor a quemado cuando se tuesta el pan en demasía”.  

Antes, como se dijo, habíamos asistido a la vista gloriosa de los alimentos. Ahora, ante la ya disfrutada copa de un helado de chocolate, el misterio de la habitación 237.
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Algunos cazadores de goteras fílmicas, dedicados a hablar del hotel, olvidan una figura borgeana que Kubrick usó con maestría: el laberinto. Toda la película lo es. ¿Por qué no habría de serlo el edificio mismo que es también un personaje? Por cierto, la primera invocación al laberinto es de Wendy (Shelley Duvall) y la hace para referirse a la cocina.
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Por último, un recuerdo o un simple guiño para viciosos, entre los que me incluyo, sin remedio: en la muy provista despensa, en medio de latas y cajas de diversas salsas, y en uno de los momentos de mayor tensión, es posible divisar dos veces el esplendor de unas galletas Oreo. “Lo máximo”, diría una de mis sobrinas, quien también disfrutó de El resplandor de Kubrick, esa maravilla, cuyos altibajos son en sí mismos una muestra de su perenne gracia.