sábado, noviembre 28, 2015

Canta en la cocina


Virginia Woolf fotografiada por Man Ray en 1937
 
El episodio de la ida a Londres para comprar té chino y jengibre azucarado, se lo inventó Cunningham, pero tiene todos los rasgos de una indiscutible certeza “virginiana”. Bien podría decirse que de los diarios de la escritora fue surgiendo la novela. En la película de Daldry la orden del mandado es una magnífica escena, como en el libro de Cunningham lo es la llegada de la díscola Nellie Boxall con la encomienda. 

Recordemos: 

 “-Buenas tardes, señora Bell, dice con la estudiada calma de un verdugo. 

He aquí a Nelly con el té y el jengibre y he aquí, para siempre, a Virginia, indeciblemente feliz, más que feliz, viva, sentada con Vanessa en la cocina en un día ordinario de primavera mientras Nelly, la subyugada reina amazona, muestra lo que la han obligado a traer. 

Nelly se da vuelta y aunque no es su costumbre, Virginia se inclina hacia adelante y le da un beso a Vanessa en los labios. Es un beso inocente, pero justo en este instante, en esta cocina, a espaldas de Nelly, se siente como el más delicioso y prohibido de los placeres. Vanessa devuelve el beso”.
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Un capítulo más adelante Michael Cunningham mostrará a Nelly, ufana, preparando la cena. La describirá “misteriosamente jovial” y canturreando. Se preguntará: “¿Será posible que disfrute el que la hayan mandado a un encargo sin sentido, que saboree tanto la injusticia del gesto y se sienta impelida a cantar en la cocina?”.

Después sabremos que Nelly solía esperar, “con impaciencia, casi con alegría, la oportunidad de acumular nuevos motivos de queja”. Yo sospecho (es un decir, porque parece obvio) que cocinar la hacía feliz, como a toda cocinera que en realidad lo sea. 

Mientras tanto, Leonard escribe en su estudio y Virginia, frente a una ventana del salón, contempla la súbita llegada del atardecer.
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(La glosa anterior deriva toda de Las horas, la estupenda novela de Michael Cunningham sobre el mundo íntimo de Virginia Woolf. A partir de ese libro, Stephen Daldry hizo la conocida película del mismo nombre).

jueves, noviembre 12, 2015

La comida brasileña no se acaba nunca


El 3 de agosto de 1949 el escritor anotó en su diario que había cenado con Oswald de Andrade, a quien llamó “personaje notable”. Como la frase le resultó insuficiente, se trazó una tarea: desarrollarla. Más adelante comienza a hacerlo. Así, refirió que el brasileño le había hablado de la antropofagia cultural. Al tratar de resumir la lúcida teoría de Andrade, dijo: 

Ante el fracaso de Descartes y de la ciencia, volver a la fecundación primitiva: el matriarcado y la antropofagia. Al haber sido devorado allí el primer obispo que desembarcó en Bahía, Andrade databa su revista en el año 317 a partir de la deglución del obispo Sardina (porque se llamaba Sardina)".
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São Paulo en el diario del escritor francés será también esta conmovedora emisión de radio:  

Unas pobres gentes acudían al micrófono para exponer la necesidad en que se encontraban. Aquella noche, un negro alto, pobremente vestido, con una niña de cinco meses en brazos y el biberón en el bolsillo, acudió a explicar allí con sencillez que, al haberle abandonado su mujer, buscaba a alquien que pudiera ocuparse de la niña sin quitársela. Un ex piloto de guerra sin trabajo buscaba un puesto de mecánico, etc. A continuación, en las oficinas, esperamos las llamadas telefónicas de los oyentes. Cinco minutos después de acabar la audición, el teléfono suena sin interrupción. Todos se ofrecen u ofrecen alguna cosa. Mientras el negro está al aparato, el ex piloto le cuida la niña y la mece. Y el colofón: un negro alto, más viejo, entra en el despacho a medio vestir. Estaba durmiendo y su mujer, que escuchaba la emisión, lo despertó y le dijo: ‘Vete a buscar a la niña”.
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Y no por última, menos importante para el diarista, esta mínima referencia gastronómica. Abundante, bien combinado y multiétnico, hay un plato que atraviesa todas las culturas brasileñas. Lo comían tanto en la “casa grande” como en la “senzala”, donde seguramente se compuso “in illo tempore” por vez primera. Bien. El diarista, que es Albert Camus, después de comer en casa de Oswald de Andrade dijo algo que muchos compartimos: “La comida brasileña no se acaba nunca”. Hablaba de la “feijoada”.
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Albert Camus comiendo feijoada en casa de Oswald de Andrade. A su lado, Lina Bo Bardi. São Paulo. Agosto de 1949

martes, noviembre 03, 2015

Lecciones de cocina y cocineros

Rosario Castellanos, autora de Lección de cocina (1925-1974). Santi Santamaria (1957-2011):

Había leído y estudiado libros. Probablemente, también había intentado escribirlos. Era una joven profesional recién casada, que se enfrentaba ahora a la límpida soledad de la cocina. El miedo a manchar esa blancura atravesó con frío metafísico su cuerpo. Se sintió inerme, vacía y sin discurso. No sabía qué hacer en ese lugar de su nueva vida.

La escena es vieja. Ocurrió y sigue ocurriendo. Recuerdo un estupendo relato de Rosario Castellanos titulado Lección de cocina. En él la gran escritora mexicana narra sabiamente ese trance. Creo que se trata de una historia de desencuentros. Desde luego, también de viejas imposiciones culturales, lastimosamente perdurables.

Convertir un símbolo amable de la cultura en un espacio para practicar (e ilustrar) discriminaciones, es, desde luego, una perversión que no debió nunca producirse. Sor Juana Inés de la Cruz, quien jamás tuvo a menos a la cocina, lo dijo con redondez (no en redondillas, como pudo igualmente decirlo):

“Si Aristóteles hubiera cocinado, mucho más hubiera escrito”. Ahí está todo.
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En esta época de liberaciones, nos ha tocado también liberar, no a las cocineras, sino a las cocinas mismas. Hacer oficio en ellas es hacer algo más que una tarea doméstica. Lo podemos decir con una aparente tautología: es, en verdad, oficiar, porque alrededor de los fogones se renueva diariamente la vida. Si la cocina ha sido metáfora de algo, lo ha sido de la comunión, no de la esclavitud. La cocina es albergue, no prisión. Es un espacio para crear y componer. Su gramática velada está hecha de fibras para el goce, no de cilicios.
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El disfrute del cocinero no es menor que el del comensal, por más goloso que éste sea. Por eso es extraño que algunos “chefs” (o pretendidos tales), cocinen a regañadientes en sus casas o deleguen siempre en otros lo que en realidad es intransferible: el regodeo de preparar la íntima comida propia o la de los entrañables invitados. Hace poco, para celebrar el ocio compartido, don supremo del cocinero, recordé aquel hermoso testimonio de Santiago Santamaria i Puig (mejor conocido como Santi Santamaria), en el que el gran cocinero catalán refirió la fruición que le producía cocinar en casa. Hacerlo –afirmó- es ejercer el ocio creador, no un válido negocio productivo, aunque los fogones hogareños –todo hay que decirlo- sirvan, noblemente, para las dos funciones.

A la recién casada del cuento de Rosario Castellanos podríamos pedirle que no se aflija y que intente descubrir el inmenso placer de la cocina. Que algunas se lo hayan perdido, es otra cosa. Claro, debe ir aprendiendo poco a poco, con la parsimonia que requiere el arte. Tal vez no sea su vocación (porque también se requiere vocación), pero puede llegar a comprenderla y a sospechar su grandeza, por encima de prejuicios y mitos mal curados. Eso ya es bastante.

Vaya a la biblioteca, por lo pronto y busque algún libro en el que la cocina esté presente. Baje del estante a Proust, por nombrarle uno que seguramente tiene en sus estantes. Lea cualquier página, no importa que no sea la de los platos de Francisca, con su deliciosa crema de chocolate. Como todo libro es mágico, allí encontrará una señal luminosa.

Ya provista de algún encantamiento, salga de la casa y diríjase al mercado. Contemple los puestos de verdura. Respire los aromas. Oiga los pregones. No hay apuro. Puede emporrarse todo lo que quiera. Ya atisbará con asombrosa precisión, alguna maravilla. Habrá logrado lo importante: buscar por sí misma. Así se empieza.
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Concluyo con el siguiente intento de glosa al testimonio de Santi Santamaria (Palabra de cocinero, Salsa Books, Barcelona, 2005):


Santi Santamaria llega a su casa de Sant Celoni, después de una agotadora jornada en el Racó de Can Fabes. Tiene invitados esa noche. Es domingo, pero no importa. De una vez se pone a cortar cebollas. Hasta sus más allegados se extrañan del porqué de ese vigor casero, al que parecen no haber hecho mella las muchas horas de labor profesional. Prepara la ensalada, la vinagreta, el gratén de patatas y el conejo con caracoles. Para el postre dispone en esta ocasión de buena miel y fresco mató. Cuando llegan los invitados tiene todo casi a punto. Apenas la pizca de un aliño y ya. El ambiente de la cocina, a la que se asoman algunos de los visitantes, es el abrebocas perfecto: se ha cocinado de verdad. Los olores, en silva de varia lección, y la vista de las bandejas, sugieren el festival que se avecina. ¿Cómo ha sido posible este milagro? ¿Se debe nada más a la experiencia de un chef y a sus conocidas habilidades? Sin duda, la destreza culinaria ha influido, pero hay algo más que no se vende en botica ni se adquiere en el trabajo, menos aún en Salamanca, si las hubiere en el tema (ahora las hay). Es algo que escapa a los manuales y a las técnicas y que explica este aparente prodigio: resulta que ante el placer del “ocio compartido”, el anfitrión “nunca siente pereza” y disfruta oliendo las ollas, “viviendo paso a paso la evolución de un guiso o un asado”, porque lo que le encanta en esta vida es cocinar. Y punto.

lunes, noviembre 02, 2015

Un postre de Nelly para Keynes


Lydia Lopokova y John Maynard Keynes
 
Nelly oyó que llegaban los periódicos, pero también que la misma señora había salido a recogerlos. Se alegró. Mientras la señora Woolf lee la prensa, con su vaso de leche al lado, y su cigarro, ella podrá seguir por un rato más haciendo anotaciones en su diario. Sabe que después de la lectura, la señora no irá a la cocina, pues en estos días un nuevo libro la tiene acaparada.  Ahora escribe más rápido y tira menos páginas al cesto. Casi no para. Parece que ese “faro” fluye más que “la señora Dalloway”. 

Como no quiere olvidar ningún detalle, Nelly apunta en su cuaderno: 

“1925. Septiembre, hoy. Anoche vinieron a cenar los recién casados Keynes. Aunque la señora no lo dispuso así, de postre preparé un fool de frambuesas. ¡Cómo le gusta el fool al señor Maynard! Creo que todos quedaron satisfechos, pero él me pidió un poco más, aprovechando que su esposa contaba algo de sus padres en Rusia y los comensales estaban muy atentos. Aparte de que me hizo feliz que el señor Maynard repitiera el postre, aproveché para escucharle a su esposa que ahora en Rusia los campesinos son propietarios de la tierra y que muchos pobres comen con la vajilla de los zares. También oí que hay espías por todas partes, pero que respetan el ballet. Eso le gusta a la señora Lydia Lopokova (creo que ese es el apellido de soltera de la señora Keynes), porque ella es bailarina. Hablaron de un tal Zinoviev y el señor Woolf dijo que era judío y cosmopolita.

Debo dejar hasta aquí mis apuntes. Quería decir por qué me cae bien el señor Maynard, pero no me acordaba de que hoy tengo que aconsejar a Lottie sobre su matrimonio. Lily, la chica que viene a ayudar en nuestras labores, hará las camas, pero no puede hacer nada en la cocina. La señora Woolf dice que ella no está preparada para la vida, pues no sabe batir un huevo ni asar una patata. Y tiene razón”.  

Nelly cerró el cuaderno, salió de su habitación y oyó que un estornino se aplicaba sobre el manzano. Se dijo: “Hoy sí me dignaré a hacer mermelada de naranja. Si cumplí con un antojo del señor Keynes, ¿por qué no hacerlo con el de mi señora?”.
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Tres años después, en el prólogo de Orlando, entre los personas “demasiado ilustres” que Virginia Woolf mencionó para agradecerles la ayuda en la escritura de la novela, los nombres de Nellie Boxall y de John Maynard Keynes aparecieron juntos, y en ese orden.