viernes, julio 15, 2016

Una mesa en el diario de Miranda


Arturo Michelena. Detalle de "Miranda en La Carraca"
El 1 de enero de 1787 Francisco de Miranda da cuenta de una visita que le hizo a un edecán del príncipe Potemkin. Hablaron de política. El edecán le dijo “que la Emperatriz había sido solicitada por el rey de España para que no recibiese a los jesuitas”, y que al rehusarse, le adivirtió que algún día se iba a arrepentir de haber admitido a semejantes seres en sus dominios… 

El día 2 es invitado por el príncipe a escuchar “buenos cuartetos de Boccherini y anota que el príncipe desea que lo acompañe a Kiev… 

La entrada del tercer día del año es levemente gastronómica: “Hubo té a la canela, que madama Sivers (o la condesa) me sirvió con suma atención. Música y cena en que Su Alteza nos hizo un ‘gruon’ y un ‘fricasée’ por su mano, con espíritu de vino sobre la mesa”.
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Miranda estaba en la ciudad de Gloubóky.  

El 14 de febrero fechará su diario en Kiev, besará la mano de Su Majestad y asistirá a un almuerzo con mesa para 60 cubiertos. Su Majestad le preguntará por la América española y también por los grados de calor cuando la temperatura baja en Caracas…

domingo, julio 10, 2016

Un relente desde la magdalena




Juan José Saer
La magdalena de Proust y un comienzo de Saer que hace las delicias de los “saerianos” (y de las “comas”). Lo recitan de memoria: 

Otros, ellos, antes, podían. Mojaban, despacio, en la cocina, en el atardecer, en  invierno, la galletita, sopaban, y subían, después, la mano, de un solo movimiento, a la boca, mordían y dejaban, durante un momento, la pasta azucarada sobre la punta de la lengua, para que subiese, desde ella, de su disolución, como un relente, el recuerdo… 

Estoy en la cocina, mojo en el café con leche un trozo de bizcochuelo y sube el recuerdo: Pepe Cruz me pregunta si he leído La mayor. Pepe tiene todos los libros de Saer en la biblioteca del Colegio.  

Mañana pasaré por La mayor. Atardece.
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Como no le gustó para nada la comida brasileña (él se la pierde), decidió ir a comer pasta a un restaurante italiano. Allí lo esperaba una sorpresa: descubrir la presencia de un paisano y amigo que había salido huyendo de Sicilia después de violar la sagrada ley de la “omertá”. ¿Cómo lo descubrió Antonio? La respuesta es sencillamente gastronómica: por el sabor de los deliciosos “spaghetti al nero di seppia” que pidió a la primera consulta de la carta.  

Es sabido que la prueba de la magdalena de Proust no requiere verificación. Por eso, cuando Antonio retornó del repentino y fulminante viaje por su memoria, hecho desde su infalible paladar, tomó el celular y llamó al “capo” en Palermo, para decirle, con seguridad incontestable y absoluta, que había encontrado a Marcello, el “traidor” que llevaban 40 años buscando por el mundo. “Ha puesto un restaurante en Río”, añadió, y se fue de vuelta a la mesa para seguir disfrutando del riquísimo plato que sólo su amigo fugitivo sabía preparar con el justo equilibrio de sabores, sin negarle pimienta ni regatearle perejil. 

Sin duda, cuatro décadas no son nada para la memoria del gusto, capaz de identificar sazones que delatan autorías. 

(Este episodio corresponde a una serie televisiva brasileña llamada Destino: Río de Janeiro).

Almas en mesa



Un plato de Quentin Bell, sobrino de Virginia Woolf

 
y la vajilla heredada de mi pasado matrimonio”
Yolanda Pantin

El poeta no recordó el menú de esa ocasión, ni el color del mantel. Aparte del vestido almidonado y de luto de la tía, recordó, nítido, un sonido: el de la vajilla sobre la mesa espléndida. Su tintineo.  

Era la hora de comer y la penumbra quieta del refectorio ayudaba al entresueño.

Ella le escribe al sabio Alvarado y le dice que, recién llegada de la hacienda, donde pasó una temporada larga, está ahora, “de rodillas ante una gran caja de madera”, ocupada en “desenterrar de la paja y los papeles viejos mi vajilla de loza blanca cifrada en azul”. Al terminar la extensa carta, le dice a don Lisandro: 

“…vuelvo a mi vajilla… Voy a revisar una tras otra en el armario de la loza las largas hileras de platos, a fin de comprobar si alguno ha sido roto por los vaivenes del viaje y apresurarme así a reemplazarlo cuanto antes” 

(El poeta es López Velarde, en homenaje a su prima Águeda. Y ella es Teresa de la Parra. No. Corrijo. Ella es María Eugenia Alonso, la de “Ifigenia”).

viernes, julio 01, 2016

Dar su punto a la ensalada

 

Max Aub en el balneario de Las Arenas, 1935
 
Después de muchos años de exilio, el diarista se encuentra en Valencia. Es el 4 septiembre de 1969. “Nada como los caracoles valencianos”, dice, mientras recuerda platos de su tierra y hace algunas comparaciones (“¿Qué se sabe en Valencia de los mariscos de Chile o de los bogavantes de Boston?”). De pronto cae en cuenta de un hecho que, no por elemental (o de Perogrullo), es menos grandioso. Con cierta vanidad, lo apunta: 

…donde el español se la echa al más pintado es precisamente en los platos de ingredientes baratos: nada de particular tienen los sabores ibéricos de la perdiz o el faisán, la tórtola o el salmón, la langosta o la trucha, la liebre o los espárragos –con todos, respetos para los de Aranjuez- lo importante es saber freír los huevos y la merluza, adobar las judías y las patatas, dar su punto a la ensalada y a los garbanzos. 

Deja para el final, este diálogo: 

-Quedan los arroces. Pero mejor es comerlos que hablar de ellos.

-Al fin y al cabo cada pueblo depende de lo que come.
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Dos días después estará en la Cañada y allí, precisamente, comerá paella:  

La paella hecha según los ritos que recomienda ya –o todavía- Martínez Montiño, el cocinero de Su Majestad, plantando la cuchara de palo para ver si se mantiene erecta: si el arroz tiene poca o demasiada agua. 

Alguien dice que trajo unas plantas de la Pobleta y el diarista calla. Sólo anotará en su cuaderno estas palabras tan elocuentes como el silencio: 

La Pobleta. Ya a nadie le dice nada. La Pobleta: el lugar donde estuvo alojado, aquí cerca, Manuel Azaña. Donde estuvo, algún tiempo, la Presidencia de la República. Nadie lo sabe. Nadie se acuerda. Ni falta que les hace. 

Es el gran Max Aub, en su Diario Español, también llamado La gallina ciega.