Chardin. El mantel blanco
El mantel
En un restaurante francés de Londres, el mismo
donde -por decisión y cuenta de los Woolf- hizo Nellie Boxall un curso de
cocina, Neville, en Las olas, espera a sus amigos, que irán llegando poco a poco
para cruzar su voces. ¿El motivo? Despiden a Percival, que se va a la India.
Neville llegó antes, sólo por el placer de
adivinar el orden en que sus amigos entrarán por la puerta giratoria. Se pregunta:
“¿Será Percival?” Y disfruta respondiéndose: “No, no es Percival”. Cuando ya la
puerta se ha abierto unas veinte veces, y Percival no llega, Neville se fija en
las mesas y dice:
“Esta es la mesa a la cual él va a sentarse.
Esta mesa, estas sillas, este vaso de metal con sus tres flores rojas, están a
punto de sufrir una extraordinaria transformación. El comedor, con sus puertas batientes,
sus mesas cargadas de frutas y viandas con
fríos filetes de carne, tiene ya el aspecto irreal de los lugares en que uno espera
ocurra algo. Las cosas vibran como si estuvieran naciendo”. Y es en ese
instante cuando Virginia Woolf hace decir a su personaje esta frase:
“El mantel de la mesa es una mancha brutal de
blancura”
(Virginia Woolf, Las olas.
Traducción de Lenka Franulic)
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La vajilla y los modales
Para una breve nota sobre las maneras de mesa,
Proust:
“…mientras que todos los oficiales del regimiento
mimaban a Saint-Loup, el príncipe de Borodino… se limitó a mostrarse atento con
él en los actos de servicio, en el que, por lo demás, el comportamiento de
Saint-Loup era ejemplar; pero no lo recibió nunca en su casa, fuera de una
circunstancia particular en que se vio en cierto modo forzado a invitarle y,
como fue durante mi estancia en Doncières, le pidió que me llevase consigo.
Aquella noche, viendo a Saint-Loup a la mesa de su capitán, pude discernir
fácilmente hasta en las maneras y en la elegancia de cada uno de ellos la
diferencia que había entre ambas aristocracias: la antigua nobleza y la del
Imperio… (El príncipe Borodino) estaba menos alejado de las grandes embajadas y
de la corte, donde su padre había ocupado los cargos más elevados, y donde los
modales de Saint-Loup, con el codo puesto sobre la mesa… hubieran sido mal
recibidos (…)”
Proust lo ve caminar por las calles de Doncières,
vestido de paisano, como un soberano que va de incógnito. De Napoléon III
pasaba a Napoleón I, “y en su casa, en su vida privada”, para las mujeres de
los oficiales burgueses (“a condición de que no fuesen francmasones”) hacía
sacar “no sólo una vajilla de Sèvres de un azul regio”
(regalada a su padre por Napoleón), “sino también otros presentes del emperador:
aquellos nobles y encantadores modales…”
En un mundo que vertiginosamente ha perdido las
buenas formas, recordar las de Guermantes o cualquier otra, de olvidada y modesta
procedencia, nunca está de más.