domingo, mayo 19, 2019

Un faisán en el menú del Duque


 Catalina Sforza, por Lorenzo de Credi

Para encontrarse con la Vespa, algunas noches el Duque caminaba por el centro de Roma. Buscaba los bajos fondos. Para no ser reconocido, llevaba máscara. Claro que su manto bordado de oro y sus pantalones de tela de plata revelaban opulencia, pero ésta podría ser la de un comerciante genovés, así que no importaba tanto su lujo indumentario.

Después de contemplar el Panteón, el Duque se dirigía a la taberna donde seguramente estaría su amiga, una vieja y famosa cortesana de Ponte Sisto, con la que tenía crueles afinidades. Una noche entró justo cuando el posadero le ofrecía el menú a la mujer, que estaba acompañada por su pequeña hija: albóndigas aliñadas con cilantro, pepitoria, porqueta, berenjenas y pera. Al oír ese rosario, el Duque respondió así:

-Guarda para tus cerdos esas albóndigas de picadillo y tus berenjenas con pimientos. Yo haré la lista. Danos melón con malvasía de Gandia y truchas con alcaparras de Egipto. ¿Tienes buenas perdices no muy frescas y faisán? Prepáralas en salsa de nuez molida. Y un pollo tan tierno como esta niña, bien sazonado con cilantro y pimienta. Y sírvenos lo mejor que tengas en vinos. No olvides acompañar el pollo con médula de buey, sin mezclarla son sesos. Hazlo así, si aprecias tu vida.

El tabernero celebró el pedido, no sin pasar algún momento de terror ante el enmascarado y de advertir con gusto la alusión al "faisandé" de las dos primeras aves referidas por el velado comensal.
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Esa noche, como era costumbre, hubo un asesinato, despachado con la pasmosa displicencia del Príncipe. También, alguna puñalada, dirigida más a amedrentar que a quitar otra vida. La víctima de este último acto fue una bruja que se negaba a terminar de leer la mano del Señor. Al no quedarle otra opción, le reveló por fin el ominoso augurio:

-Serás envenenado, pero saldrás con vida. Más tarde morirás de un lanzazo.

-¿Eso es todo? –respondió el Duque. Toma estos diez ducados de oro que te prometí y otros diez para que compres remedios para la herida.

Pasarían muchos años para que se produjera la emboscada en Viana que vislumbró la hechicera de la judería. Antes, el Príncipe sortearía diversos peligros y, desaprensivo como era, perpetraría maldades de todo laya.
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Hoy recuerdo a otra de sus víctimas. La recuerdo sólo para acompañar con su imagen la glosa que acabo de hacer de la página que sobre las correrías nocturnas de César hizo Guillaume Apollinaire en su libro “La Roma de los Borgia”.

martes, mayo 14, 2019

Un banquete para el Señor (con pastel de alondra y de membrillo)




Gustavo Doré. Ilustración de Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais

Ante los preparativos de un banquete, a Giovanni de Médicis,  convertido ya en el papa León X, lo invade el recuerdo de un viejo condiscípulo de la Universidad de Pisa, que fue su compañero y confidente:

“Competí con él por ser primero en todo, pero no hubo terreno donde mi amigo no me aventajara, salvo en el purpurado, pues mi designación como cardenal ocurrió un poco antes. De todos modos, esto fue menos un triunfo mío que de mi padre Lorenzo, el Magnífico. Mi amigo, muy inteligente y estudioso, se me adelantó en la obtención del grado académico, cosa que sí dependía más de nosotros que de nuestros progenitores, y llegó a ser examinador en mis pruebas finales. A él –como a mí- lo acompañaba una Corte. También en esto me superaba fácilmente. Poseía una escolta de maestros, asistentes y palafreneros, cuyo número excedía lo aparentemente necesario para su condición de príncipe eclesiástico. Esa Corte la tuvo también en Perugia, pero en Pisa su crecimiento fue ostensible. Habrían sostenido solos la “torre pendente” de la ciudad, si ésta hubiese decidido precipitarse de una vez. Mi amigo era tan apuesto y gentilhombre que bien pudo haber sido el modelo para que Baltasar Castiglione trazara los rasgos de su Cortesano. Por las cartas que yo enviaba a Florencia, hablando, por ejemplo, de las finas tapicerías que había visto en la residencia de mi compañero, la imagen de éste comenzó a hacérseles familiar a Piero, mi hermano, y a Esteban de Castrocaro, nuestro canciller, quien sí notó algo raro en mi amigo: algunos miembros de su séquito eran siniestros, como venidos de otro mundo. Por cierto, hablando de cartas, ¡qué bellas eran las que escribía mi amigo!”.    

Pero más que esas imágenes, hay otra que le interesa ahora al papa Médicis. No le viene por un recuerdo suyo, sino por una referencia legendaria. Años después, cuando yo no se veían y cada uno había tomado su rumbo (el amigo fuera de la iglesia y él dentro de ella para siempre), Giovanni supo de un banquete que en Valencia de Francia le ofrecieron a su viejo compañero de la Universidad de Pisa. Dicen que su amigo, ya Duque,  vio llegar a la mesa “veintiocho capones, veinticuatro conejos, catorce docenas de perdices blancas y dos de rojas, dieciséis patos, veintiocho tórtolas, treinta y seis becadas, media docena de lebratos, tordos y alondras, una docena de pavos reales, diez faisanes, un muslo de ternero y otro de buey, un quintal y medio de tocino, dieciocho platos de gelatina con lengua de carnero, otros tantos de pastel de capón, e igual cantidad de pastel de alondra y de membrillo, tortas y cremas a la inglesa, platos de tortitas, y luego almendras, naranjas, dulces, uvas, ciruelas, dátiles, granadas y muchos otros frutos…”

El papa sonríe al imaginar el goce de su amigo ante la exuberancia y se resigna a la sobriedad del banquete que dará dentro de pocos días. Sabe que lo de “sobriedad” es sólo un decir comparativo, pues también él es dado a los yantares epicúreos, como corresponde a su familia, cuyo nombre es ya obligada referencia en la gastronomía renacentista.

Su amigo murió hará unos siete años. “De haber permanecido como cardenal, habría llegado a Papa antes que yo”, piensa ahora León X, al cerrar el recuerdo de su brillante condiscípulo, quien fue Duque de Valentinois, Duque de Romaña,  Señor de Urbino y “Príncipe” de Maquiavelo. Se llamaba César Borgia.
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(Fuente de algunos datos: Biografía de César Borgia, de Clemente Fusero)
 

martes, mayo 07, 2019

Un jesuita en la cocina


Ercole de Roberti. Retrato de Giovanni Bentivoglio

Después de Completas y de las salmodias con las que despide la jornada, el jesuita se va a la cocina. Ese también es su reino. A pesar de que la Compañía, a diferencia de otras órdenes, no ha hecho aportes notables a la gastronomía (algún vino, algún plato famoso), no es posible desconocer la presencia de los ignacianos en los fogones y la mesa. El orden en la comida, dictado por el santo fundador en sus Ejercicios, marcó la pauta de la disciplina jesuítica en los yantares. Para ellos, no hay más ayunos que los voluntarios. Muy puntuales sí, para la ingesta matutina, la media mañana, el almuerzo, la merienda y la cena. Y si se tratara de un jesuita del Ampurdán, también para “el ressopó”, de madrugada.

Este sacerdote que acaba de entrar a la cocina de su convento boloñés, es uno de los muchos jesuitas expulsados de América. Vino de Chile y rápidamente se aclimató en la “dotta” ciudad de Bologna. Temprano leyó algo sobre el banquete que los Bentivoglio -menos por simpatía que por miedo-, hicieron en honor del Duque de Valentinois en noviembre de 1499. Se imaginó algunos platos y hoy quiere intentarlos.

Comenzará con la minestra de leche de almendras y pulpa molida de pescado, arroz, azúcar y agua de rosas. Seguirá con los ravioli, rellenos de miga de pan, chorizo, “latti” y tetillas de ternera, pollo bien molido, queso, canela, piñones, almendras, pasas, confituras y yemas de huevo con poco caldo. Después se aplicará a la carne, con un “arrosto annegato”. Para este plato usará ternera y pollo, carnes que hervirá en una olla con caldo, ajo machacado, romero y canela. Al comenzar la ebullición le agregará un vaso de vino y dejará que todo siga a fuego lento.

Mientras cocina, con su gorro blanco y su delantal, el jesuita come un poco de las famosas salchichas de Bologna, ciudad a la que no sólo llaman “dotta”. También le dicen “grassa”.

Todas las recetas las irá anotando el padre Juan Ignacio Molina, que así se llama este gourmet canónico, para dejar testimonio de su pasión y de su gusto por la cocina, especialmente de Bologna.

En el siglo XX lo descubrirá otro jesuita y paisano suyo: Walter Janisch, de quien he tomado los datos culinarios de esta breve nota. Lo demás, que me invento, incluye el vino traído desde Modena, del cual el levita chileno probará una copa, añorando un vino de su tierra: el de Concepción, hecho para deleitar reyes, no sólo para calmar la sed de algún jesuita.
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(El libro de Walter Hanisch, S.J. se titula El arte de cocinar de Juan Ignacio Molina. Me lo regaló hace poco mi amigo Emilio Urbina, inteligente y culto jesuita seglar)