lunes, febrero 21, 2011

Santi Santamaria cocinando en casa

Santi Santamaria
Dicen que a Santi Santamaria lo habitaba el dios de los fogones. Tal vez por eso ejerció su oficio con la alegría de quien se entrega al ocio compartido. Esta última expresión le pertenece. La empleó en uno de sus artículos de prensa recogidos en esa maravilla de libro que es Palabra de cocinero (Salsa Books, Barcelona, 2005) y lo hizo para darnos el mejor testimonio posible de una vocación sagrada. Ocurrió así: Santi Santamaria llega a su casa de Sant Celoni, después de una agotadora jornada en el Racó de Can Fabes. Tiene invitados esa noche. Es domingo, pero no importa. De una vez se pone a cortar cebollas. Hasta sus más allegados se extrañan del porqué de ese vigor casero, al que parecen  no haber hecho mella las muchas horas de labor profesional. Prepara la ensalada, la vinagreta, el gratén de patatas y el conejo con caracoles. Para el postre dispone en esta ocasión de buena miel y fresco mató.  Cuando llegan los invitados tiene todo casi a punto. Apenas la pizca de un aliño y ya. El ambiente de la cocina, a la que se asoman algunos de los visitantes, es el abrebocas perfecto: se ha cocinado de verdad. Los olores, en silva de varia lección y la vista de las bandejas, sugieren el festival que se avecina. ¿Cómo ha sido posible este milagro? ¿Se debe nada más a la experiencia de un chef y a sus conocidas habilidades? Sin duda, la destreza culinaria ha influido, pero hay algo más que no se vende en botica ni se adquiere en el trabajo, menos aún en Salamanca, si las hubiere en el tema (ahora las hay). Es algo que escapa a los manuales y a las técnicas y que explica este aparente prodigio: resulta que ante el placer del “ocio compartido”, el anfitrión  “nunca siente pereza” y disfruta oliendo las ollas, “viviendo paso a paso la evolución de un guiso o un asado”, porque lo que le encanta en esta vida es cocinar. Y punto.
Aunque incordió a más de uno con declaraciones inclementes y autocríticas, nadie dejó, ni ahora ni nunca, de reconocer su magisterio y su honestidad en el oficio. Si alguien quisiera una prueba del anterior aserto, le bastaría con ver la foto de Ferrán Adriá, afligido y lloroso, el día del sepelio del enorme cocinero del Montseny. Cuando la semana pasada se supo que había muerto en Singapur, un duelo unánime atravesó de punta a punta el mundo de la gastronomía. Enseguida se me vino a la memoria la imagen de Vázquez Montalbán, fallecido en Bangkok hace siete años, también de un ataque al corazón. Ambos catalanes y devotos de la vieja cocina de sus mayores. El escritor afincó en Bangkok una de sus mejores novelas policiales y el cocinero poseía en Singapur un restaurante. Viajaron, conocieron la melancolía de ciertos aeropuertos y la esplendidez de muchas mesas. Fueron famosos, pero no formaron parte de las candilejas. Pertenecieron a su tierra catalana. Uno, el novelista y poeta, a la ciudad condal. El otro, al universo campesino del Montseny. Los dos enarbolaron el pa amb tomàquet como una seña de identidad indomable. Una frase de Santi Santamaria, dicha en un libro prologado por Manolo Vázquez, enuncia con elocuencia esa común bandera:
Yo defiendo que lo que es realmente sublime no deja de serlo y que, además, tiene la suerte de no tener que estar de moda”.
La suerte de no tener que estar de moda. Nada que añadir a esa límpida sabiduría. Leamos más bien a sus poetas queridos, a Guerau de Liost, por ejemplo, escritor de sus lares y paisajes o a Miquel Marti i Pol, su amigo y comensal. Un verso del primero, entonces:
Seguro que en el otro mundo hará muy buen papel”.

lunes, febrero 14, 2011

Guerra de Guerrero



Arcipreste de Hita

El pleito es viejo y también los contendientes, duelistas profesionales que a veces cometen dislates de bisoños. Sus enfrentamientos tienen regla de periodicidad y, como es guerra avisada, en ella sucumben sólo los aturdidos y tontos de capirote. Llevan milenios en la refriega. En ciertas ocasiones, alguno incurre en trampas, pero los árbitros del combate se hacen de la vista gorda y declaran lícitas las picardías o las argucias más habilidosas. Se dice, por ejemplo, que frailes bellacos y avispados urdieron finas tretas para burlar los interdictos. Así, impunes, hicieron pasar por anfibia a la lapa y por peces a las babas, para no hablar de tortugas y chigüires, tan preciados por los frailes encargados de evangelizar en estos pagos.  


Hablo, por supuesto, de lo que se barruntan o ya saben: del conocido pugilato entre pitanzas y abstinencias, esa antigua batalla que un famoso poeta, conocido como el Arcipreste de Hita, narró con donaire medieval. El suceso literario aconteció en el Libro del Buen Amor, a partir de una carta fechada en Castro Urdiales, tierra del poeta Lorenzo Oliván, y donde los amigos Joaquín Marta Sosa y Tosca Hernández tienen su morada cuando van a España.  

En esa remota ocasión los bandos en pugna hicieron gala de sus mejores armas y soldados. Así, huestes de la tierra, por un lado y tropas acuáticas, por el otro, libraron el combate. No voy a recordarles quién era cada uno, pero sí a compartir con ustedes una divertida recreación venezolana de la contienda, debida a la magnífica prosa de Luis Beltrán Guerrero, escritor no muy citado ahora, pero a cuyas páginas podríamos volver de vez en cuando, si queremos interrumpir la erosión de nuestro gusto literario.  

Después de dar cuenta del suculento ejército de Don Carnal, el autor de Candideces pasó revista a las milicias de Doña Cuaresma, y lo que resultó de su inspección fue un formidable repaso por la geografía ictiológica de Venezuela. Veamos: 

Con la sardina, vinieron de La Guaira: el mero, quien se abalanzó contra su antiguo rival, el carnero; el carite, dispuesto siempre al sacrificio en aras del sancocho o del escabeche; el pargo, amigo del horno y de las salsas; la picúa, y una muchedumbre de chicharros, boquerones o caniguanas. Imponente era el ejército de la Isla de Margarita: bocas coloradas, jureles, rayas, chuchos, lamparosas, atoritos, sapos, robalos, lebranches. Comandaban esa compañía las langostas de Los Roques”.  

De Paraguaná llegó el zábalo y de Araya, la lisa. Ambos usaron sus huevas como proyectiles. No faltaron a la cita, según Guerrero, los peces del Orinoco: curbinatas, palometas, morocotos, coporos y zapoaras (yo, de entrometido, hubiera agregado el lau-lau, para completar las fuerzas). Refiere también refiere el poeta larense la vigorosa presencia zuliana: los pámpanos, la curbina y el lenguado con tres de sus nombres: carnada de San Pedro, Sol y Al Revés. Igualmente, del Zulia llegaron a la lid los bocachicos y los armadillos, mientras, venidos de Cumaná, se agolpaban en un destacamento el mero, “que se hacía llamar cuna”, la caballa, los corocoros, los catacos, los atunes, los catalucios o las catalanas, los loros, las pepitonas, los tajalíes y las mojarras, así como las jaibas y “el cofre, que sobresalía en estatura al armadillo, en actitud de espera vengativa, como que quería ser rellenado con carne de Don Carnal”.  

Y siguió el elenco, porque de los Andes aparecieron los voladores, los panches y los chupapiedras y, desde luego,  la trucha merideña, “no por inmigrante menos patrióticamente enardecida”. Del llano, el caribe, los pequeños bagres “que se decían bravitos”, boquimíes, pavones, rayados, doncellas, dorados y masas de cachamas del lado occidental, barinesas y portugueseñas”.  

Aparte de “las guabinas innumerables de Valencia del Rey”, Luis Beltrán Guerrero, caroreño al fin, incluyó una “plebeya pero valerosa hueste anónima" llegada del Morere. Léase: “Soldados desconocidos”.  

La relación concluyó con la retaguardia: “terecayes y galápagos de Apure y del Orinoco; tortugas de la Isla de su nombre, frente a Caicara; morrocoyes de hiel dulce, hiel que es miel, y sirve para su propia salsa”. 
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Este año, como siempre, se reanudará la guerra, pero todavía tenemos tiempo para regodearnos con lomos de cerdo y sabrosas “asaduras para la chanfaina”. Aprovechemos antes de que se inicien las hostilidades.

lunes, febrero 07, 2011

Al locho, locho


Lochos o topochos

El turismo podría aproximarnos a los umbrales más entrañables de nuestras culturas, pero el mimetismo y la ignorancia  imperantes nos ofrecen, entre otras mercancías, desabridos parques temáticos y monótonos centros comerciales, en desdoro casi absoluto de las tradiciones que nos otorgaron alguna vez rasgos propios de pueblo. No recuso la oferta en sí misma, pero sí sus limitados contenidos y contextos. Si visitamos la pretendida reconstrucción de algún lugar de tiempos coloniales, seguramente encontraremos en ella una escenografía copiada de cierto telefilme, y a la hora de la comida, una carta en la que brilla por su ausencia la cocina del entorno.

Acercarnos a las señas de identidad gastronómica en nuestros recorridos turísticos por Venezuela, se convirtió desde hace tiempo en una búsqueda para arqueólogos. Miremos a nuestro alrededor, donde quiera que estemos. Grande o mediano, el acervo de cultura alimentaria existente, si tiene alguna presencia en los programas del turismo, la tiene de modo marginal o porque no queda más remedio. Sé que hay excepciones, pero suelen ser efímeras y aisladas, por el poco apoyo recibido de parte de quienes deberían dispensarlo.

Todos los estudios acerca de las potencialidades turísticas de nuestras regiones coinciden en señalar  la abundancia de atractivos, pero para el momento de formular propuestas se presenta siempre el mismo catálogo de rutas y eventos, elaborado bajo los esquemas de un turismo internacional que no toma en cuenta la diversidad de la cultura y desprecia la imaginación. Necesitamos menos arrogancia técnica y más conocimiento y comprensión de Venezuela. Esto supone, desde luego, un esfuerzo educativo que nos recupere como seres humanos dotados para servir con la decencia y el decoro requeridos por el arte de la hospitalidad. Comporta nuevas miradas sobre el paisaje conocido y olvidado. Demanda una aproximación amable a la geografía espiritual que nos alberga. Sabemos que se necesita lo que la fealdad verbal ha llamado “infraestructura”, pero más se necesitan seres humanos sensibles y cultos que conozcan sus lugares y sepan mostrarlos con orgullo. Son indispensables servidores que aprecien sus tradiciones, su habla y su toponimia. En Yaracuy, por ejemplo, hace falta la mirada minuciosa de los cronistas y la sazón de las cocineras para adentrarnos en las rutas soslayadas de su historia.

¿Por qué hemos tardado tanto en trazar la ruta del cacao yaracuyano? Un museo del cacao en Jobito, donde seguramente perviven algunos árboles centenarios de theobroma, podría ser el centro de ese posible itinerario. El maíz y la caña, en una región que ha vivido durante años de esos frutos,  no pueden limitarse a pasto de  una feria rutinaria. Están llamados a ser nuestros mejores atractivos, para no hablar del locho, al que debemos, por cierto, seguir llamando así, como expresión inequívoca de gusto lexical. La ruta del plátano es una puerta a la memoria africana de Veroes y un camino hacia comarcas ancestrales.

Con una terquedad remisa a las evidencias, el turismo en Venezuela le ha dado la espalda al patrimonio gastronómico. Aún estamos a tiempo de rectificar.

lunes, enero 31, 2011

Elías Canetti y la comida

Elías Canetti

El custodio de las metamorfosis se fue acercando lentamente a los mitos del poder y de la masa. No hacía una tesis de grado, ni tampoco un tratado académico acerca del dominio y sus secretas conexiones. Carecía de prisa y no tenía que rendir informes parciales a nadie, menos aún a inspectores universitarios de investigaciones en marcha. Graneaba su obsesión. Leía bibliotecas enteras y escribía con calma, pero con deleite. A los veinte años el trabajo estuvo listo. Algunos dijeron que se trataba de una proeza antropológica. Otros hablaron de sociología, de filosofía, de psicología y de historia. En realidad lo que había hecho era literatura. Y de la buena. Su paciente fervor nos deparó un libro monumental, indomable y refractario a los géneros, del cual podemos extraer cuentos, fábulas, ensayos y poemas. También teorías sobre la comida, a partir de convincentes filiaciones míticas. Y es que Masa y poder no deja baches en los temas primordiales de los seres humanos, sobre todo en aquellos que abordan la vieja oposición entre la muerte y la vida. Uno de ellos, la alimentación, le permite a nuestro autor mostrarnos, por ejemplo, al “comedor máximo”, a quien los miembros de su tribu tienen como el gran cacique o poderoso dispensador de confianza. Tanta más fuerza se le atribuye, cuanto más come. Cuando el enorme tragaldabas se encuentra saciado, el grupo respira seguridad y sosiego. No hay nada que temer. Todos se han alimentado con la gula del jefe y se sienten serenos y muy bien gobernados.

Canetti apunta otra variante de ese señorío de la comida, cuya presencia en su jurisdicción no está signada por la exclusividad de las ingestas. Me refiero al tragón cuya autoridad reside en compartir lo que almacena y come. De ese arquetipo vienen los emperadores romanos, cuyas cortes disfrutaron de copiosas pitanzas. Vienen también los Stauffen, ahítos de tortugas y capones, a quienes visitara en sus banquetes la prosa admirable de Alvaro Cunqueiro. Esos poderosos hedonistas solamente se reservan el derecho de ser los primeros en servirse de todo lo que está en la mesa. Poseer la comida y la atribución de distribuirla, es el rasgo fundamental de esa forma golosa de poder.

No omite Canetti, desde luego, el famoso potlatch de los indios del Noroeste americano, práctica caracterizada por el derroche sin fin. Acá, quien ejerce el dominio lo hace porque puede realizar inmensas fiestas para la comunidad y repartir en ellas toda la comida posible, mucho más de la que se requiere para un consumo masivo y completo. También comporta esta manifestación de mando la capacidad de destruir la comida guardada. Si algunos lectores echan de menos en Masa y poder una referencia al acto de gobierno de dejar podrir los alimentos, estarían siendo muy restrictivos. Ese caso es también una especie de potlatch y, por supuesto, un signo de potestas (no de auctoritas), que nada tiene que ver con negligencias o negocios carentes de dignidad en los que algún lector habrá pensado hace unas líneas.

Podríamos seguir aludiendo a otras expresiones de la hegemonía alimentaria que Canetti describe en su libro inagotable, pero ya no hay espacio. Vayamos más bien a su casa. Es la hora del te, un día de enero del 82. Lo acompaña Mario Muchnik, su primer editor en español. Están en un modesto apartamento de Zürich, atestado de libros y papeles. Hera acaba de servir el te con una torta de zanahoria. La conversación continúa largamente, mientras Johanna, la hija de nueve años del reciente Nobel de literatura, practica la flauta dulce en otra parte de la casa e impregna todo el ambiente de belleza. Sospecho que otras dos formas de poder hicieron su amable aparición en este párrafo.

lunes, enero 24, 2011

El Lombardo

Vicente Lombardo Toledano

Aunque no escribí su nombre de corrido, en mi artículo de la semana pasada aparecieron las tres sonoras palabras que lo integran: Vicente Lombardo Toledano. Aludí a él de pasada, más por una razón lúdica o retórica frente a sus apellidos, que por interés en la historia cultural que su figura encarna. Me aprovecharé ahora de ese amable azar concurrente para recordar a uno de los más apasionados socialistas de América Latina, cuando serlo era inaugurar un nuevo y desafiante camino.

Hijo de piamontés y sefardita, el joven Lombardo Toledano (22 años) suscribe en 1916, con seis amigos suyos, el acta constitutiva de una sociedad cultural que sería conocida como el grupo de los “Siete sabios”. Tenían como meta “propagar la cultura entre los estudiantes de la Universidad de México”. Iniciaron su trabajo dando conferencias sobre el socialismo, la justicia, la educación y las asociaciones obreras. Fueron el detonante de un movimiento universitario innovador y crítico. Sus conferencias y artículos coparon las páginas de un diario de gran circulación (El Universal). Cuenta Krauze que fue tal el fervor concitado por los “siete sabios”, que el mismísimo maestro Antonio Caso suprimió los exámenes orales y comenzó a exigirles a los alumnos la presentación de trabajos escritos.

En la casa de los Lombardo se reunían para tomar helados y degustar una que otra vez un chilposo de puerco, en honor a la cocina de la ciudad poblana donde habían nacido Vicente y sus hermanos. Allí se fraguaron proyectos democráticos y trabajos de conexión efectiva entre la cultura universitaria y el mundo obrero. Leían, escribían, investigaban y hacían. No se limitaban al activismo y menos aún, a la acuñación de consignas. No eran dirigentes estudiantiles de una claque especializada en la repetición de lecos. Vicente Lombardo Toledano, por ejemplo, dio en la Universidad Popular Mexicana estas seis conferencias: ¿Qué es la política?; El concepto de Leonardo da Vinci sobre el arte; El culto a los héroes; Nietzsche y Jesucristo, moralistas del sacrificio,La ciudad y las sierras” de Eça de Queiroz; y La influencia de los héroes en el progreso social. Respetaban las tradiciones humanísticas para poder cuestionarlas con razones. Amaban los libros y sabían que las bibliotecas eran el centro de toda universidad que se preciara de serlo. Ejercieron con afecto y cultura lo que después se llamaría extensión académica y se adelantaron a los legendarios cordobeses en la lucha por la autonomía. Algunos se entregaron de lleno a la política, afrontando todos los embates que ésta le prodiga a los empecinados. Lombardo fue uno de esos políticos. Tanto, que un día su cuñado, el enorme intelectual dominicano Pedro Henríquez Ureña, se atrevió a pedirle que se dedicara más bien al bufete de licenciado. Hubo quienes radicalizaron sus pasiones y también quienes devinieron asesores del capital bancario. Vicente Lombardo Toledano fue de los primeros y Gómez Morín de los segundos.

En estos días de ebullición sobre el tema de la universidad, luce conveniente el estudio de su historia en América Latina. Comprobaremos que la reforma de Córdoba no es la fuente única de los antecedentes de transformación y que de “universidades socialistas” se habló y se discutió hace mucho tiempo. Así, las ilusiones de Lombardo Toledano encontraron respuesta en la prosa insomne del inteligentísimo Jorge Cuesta. Hubo extremos y matices. Hubo pensamiento.

Como estamos entre universitarios, vayamos, pues, a la biblioteca, leamos y debatamos sobre la base de ideas. No hagamos proyectos a uña de caballo. Esto, que en cualquier ámbito educativo debería ser oído como frase redundante, es hoy en día una estorbosa proclama de incorrección política.

lunes, enero 17, 2011

La lombarda


No voy a referirme a alguna cantante milanesa (a la recordada Ornella Vanoni, por ejemplo) ni tampoco a alguna hija de mi amigo Lombardo Castillo, quien debe su nombre de pila a un famoso socialista mexicano llamado Vicente, quien, además de lombardo, era toledano, como indican sus apellidos sonoramente toponímicos. Voy a hablar apenas de una popular hortaliza que nosotros conocemos como repollo morado y que los españoles denominan lombarda. Vistosa y saludable, esta modesta col tiene alcurnia. Se quejó alguna vez Xavier Domingo de su escasa figuración en los recetarios de la época. Si bien eso lo escribió a comienzos de la penúltima década del pasado siglo, no estoy seguro de que a esta altura de los tiempos la carencia haya sido superada del todo. Sé que ahora pueden los lectores curiosos toparse en los dominios de internet con algunas recetas atractivas, no sólo de ensaladas, sino también de cremas, y hasta con algún badulaque con salchichas al gratén, capaz de espantar al más pintado. Sin embargo, creo que lo anterior no lo podemos trasladar aún a la bibliografía culinaria de Venezuela, en la que el repollo suele ser blanco, con las excepciones de rigor (Sumito tiene una ensalada de roast beef que lleva repollo morado rallado, como acabo de ver en su blog). Espero que alguien más enterado me informe sobre el tema y pueda así, además de corregir la formulación de mi duda, si fuere el caso, agregar más púrpura a nuestras mesas. Lo cierto es que este repollo me resulta familiar. Cuchi lo emplea a placer y hasta le encuentra a su lado una ubicación apropiada al apio españa, que, como saben algunos, no es santo de su devoción gastronómica.

El repollo morado posee “buena prensa” médica y alta estimación estética en los predios de la fotografía y la pintura. Acerca de lo primero, basta enterarse de sus propiedades antioxidantes y en consecuencia anticancerígenas, para incrementar su uso en nuestras dietas. Aparte de contribuir a la protección del corazón por el selenio que contiene, sostienen los especialistas que su consumo es recomendable a quienes padecen de tensión alta, así como para prevenir la esterilidad masculina. Sobre el interés estético de la lombarda, digamos que cortar en dos mitades una pieza es más que suficiente para que los artistas de vanguardia comiencen a sentir envidia de la naturaleza. No digamos nada del color, porque ya sabemos que el purpurado más insigne lo desearía ver en su sotana de gala para asistir a la inminente beatificación del papa Wojtila.


Dije al comienzo que el repollo morado tiene alcurnia. Xavier Domingo refirió en una de sus crónicas que Carlota de Baviera, duquesa de Orleans, dejó como legado una receta. Durante sus funerales, celebrados en la iglesia de San Sulpicio, en Paris, se entregó a los asistentes un pergamino que decía: “No puedo ofrecer servicio más brillante a mis nobles amigos que legarles mi famosa manera de acomodar la col lombarda”. La cuñada del Rey de Francia resumió así su composición culinaria:


Haced cocer una lombarda de tamaño medio en un litro de caldo, con dos mitades de manzana reineta, una cebolla picada con un clavo de olor y dos buenos vasos de vino tinto. espolvorear ligeramente con especias y dejad guisar. Firmado: Carlota de Baviera”.

Sin duda, Xavier Domingo sabía sacarle provecho a la petite histoire, como trato yo de hacerlo con sus inagotables artículos cuando estoy frente al tormento de la página en blanco.

lunes, enero 10, 2011

Se le prohibe a Dios hacer milagros en este lugar


Con motivo de la necesaria discusión acerca de una nueva ley de universidades (o de educación universitaria, como reductivamente plantean algunos), he estado recordando estos días una cita graciosa y genial que Juan David García Bacca rescató para nuestro disfrute: “Por orden del Rey, prohíbese a Dios hacer milagros en este lugar”. De una vez el viejo filósofo se adelantó a informarnos que el ingenioso interdicto, aunque lo pareciera, no provenía de Voltaire. Kant se lo atribuyó a un tal Phesipeau y lo incluyó en unas notas sobre filosofía trascendental.

Prismática, la deslumbrante sentencia valdría para muchas cosas. Con ella podemos ilustrar la tentación absolutista de numerosos monarcas que en el mundo han sido, aunque en este punto García Bacca estimó que el único Rey con aptitud para dar una orden semejante fue Federico II de Suabia, capaz, no sólo de haberla estampado con el donaire que ella ostenta, sino también de haberla hecho cumplir sin pestañear. Asimismo, el espléndido úcase puede ser empleado para distinguir un lugar donde la imaginación impera, de otro donde solamente tiene cabida la conciencia trascendental, refractaria al milagro ontológico de que Dios exista. Para esto o para aquello, según el talento de quien sepa aprovecharla, la frase de Phesipeau es, sin duda, una delicia. A García Bacca le fue útil para decirnos que en “fregados políticos” y en “barridos económicos” no debemos meter a Dios, porque esos lugares son terrenos del pueblo, al que nadie habrá de seguir engañando con supuestos milagros, por respeto al pueblo y a Dios mismo. Invirtiéndolo, so pena de profanar a los filósofos, el mandato prohibitorio podría también proclamarse así: “Por orden de Dios, niégase a gobernantes y gobernados la facultad de hacer milagros en este lugar”.

Quiera ese mismo Dios que la asociación nada sibilina de los párrafos anteriores con el tema de las universidades, sea más evidente de lo que me he propuesto. Así, podría ahorrarme explicaciones acerca de cómo se equivocan quienes lo esperan todo de las leyes, tanto la multiplicación de los panes como la democratización del conocimiento. Podría omitir obviedades sobre el vicio legislador que nos corroe desde hace tiempo y nos conduce de frustración en frustración, por el carácter “inaplicable” (Chávez dixit) de muchos milagros normativos. También estaríamos evitando disquisiciones referidas a una precariedad imperdonable y ostensible: la ignorancia sobre el objeto a regular. La frase que hoy nos entretiene, gracias a Kant y a García Bacca, permite recusar a quienes no habiendo probado todavía la existencia de Dios, pretenden imponerle vedas. Del mismo modo podemos aludir a quienes no poseyendo una idea clara y certera acerca de la universidad, tienen la avilantez de regularla sin consulta ni debate. Y no me refiero únicamente a las voces “reformadoras” o “transformadoras” de afuera. También a las de adentro. Y esto es lo grave. Durante décadas el proceso deshumanizador de las universidades inoculó en muchos de sus miembros una arrogancia epistémica que los alejó de la sociedad, de su historia y sus culturas. Así como existe un vicio legislador, hay un vicio académico que aqueja a las cofradías borladas y que las lleva a mirar por encima del hombro a nobles saberes de la calle, del monte y del pasado. Creo igualmente que sobrarían los comentarios dirigidos a recordar la relevancia de lo cualitativo en el campo académico y la multiplicidad de funciones que éste alberga, más allá de la profesionalización que ciertos espíritus adocenados y mediocres erigen como el único objetivo de la vida universitaria.

Antes de trazar líneas, casi siempre intercadentes, para presentar proyectos legislativos sobre las universidades, hagamos el indispensable ejercicio del estudio integral del tema y dediquemos a esa labor todo el tiempo que se pueda, sin tanta prisa ni apremio alguno. No importa que pongan el grito al cielo los maniáticos de la velocidad. Ya nos dijo sabiamente Antonio Machado: “Despacito y buena letra, que hacer bien las cosas importa más que el hacerlas”.

lunes, enero 03, 2011

Literatura, cocina y redundancias




1. “Todos los días viste al amanecer el traje de una vida”. Con esa frase redonda e indeleble nuestro autor cierra la descripción de un joven marcado por el cine y que se acaba de mirar en el espejo. La escena corresponde a su primer cuento, publicado en el año 30 del pasado siglo, pero será recordada más tarde por los lectores de sus últimas novelas, como un anticipo emblemático de los reflejos y disfraces que en ellas predominan. Este año se cumplirán cien años del nacimiento de ese gran narrador venezolano. Leerlo completo es el propósito de nuestro personal homenaje, para no quedarnos en sus narraciones más celebradas, y poder encontrarnos, por ejemplo, con la gracia y poesía de su primera novela, en cuyas páginas las frases cortas y cortantes nos cuentan la vida de personajes que deambulan en una delirante y permanente Canción de negros. He dicho el título de la novela y el lector avisado sabe ya –si no lo sabía desde el comienzo, como es probable- que estoy hablando de Guillermo Meneses, quien nació en Caracas el 15 de diciembre de 1911 y entregó su vida a la literatura y al arte. Tendremos tiempo de celebrar de nuevo a la balandra Isabel y a una famosa mano junto al muro, así como a narcisos y arlequines con sus falsos cuadernos y sus misas, para no hablar de CAL, ese tesoro hemerográfico cundido de diseño, del que seguramente nos hablará muy pronto Santiago Pol, uno de los jóvenes artistas de los 60 que, agrupados en El pez dorado, recibieron el aliento del admirado autor de Campeones y El mestizo José Vargas. Hoy, tercer día del 2011, me desayuno con las cachapas, las arepas y las caraotas fritas de Canción de negros, mientras oigo el habla melodiosa de su gente y transito por algún párrafo rijoso que da cuenta de un mundo alucinante, rural y caraqueño. Se ha dado inicio, pues, al periplo menesiano.

2. Repito y amplío los mesteres incontables del fogón: lavar, hervir, estrellar, freír, sofreír, rehogar, marchitar, transparentar, soasar, escaldar, embutir, bridar, marinar, pasar por agua, escalfar, calentar, asustar, enfriar, cubrir, congelar, desgrasar, adobar, aderezar, sazonar, condimentar, onotear, colorear, filetear, cortar, chupetear, atar, reducir, asar, hornear, sancochar, evaporar, clarificar, macerar, moler, nixtamalizar, licuar, procesar, remojar, deshidratar, secar, bañar, desleír, fundir, rellenar, combinar, mezclar, trabar, revolver, menear, girar, enrollar, encurtir, endulzar, almibarar, garapiñar, glasear, enchilar, saltear, blanquear, amasar, estirar, caramelizar, cristalizar, escarchar, confitar, conservar, curar, concentrar, emulsionar, espesar, cuajar, moldear, consumir, sellar, batir, espumar, tamizar, cernir, colar, escurrir, rallar, triturar, pulverizar, trufar, mechar, esmechar, desmenuzar, orear, chamuscar, arrebatar, ahumar, dorar, aromatizar, tostar, derretir, fermentar, escabechar, guisar, esparraguear(1), estofar, majar, rebanar, picar, machacar, salar, desalar, desangrar, pelar, mondar, despepitar, exprimir, prensar, albardar, lardear, empanar, empanizar, montar, espolvorear, enharinar, enmantequillar, gratinar, remozar, untar, raspar, flambear, napar, probar, rectificar, guarnecer, adornar, amarrar, emparedar, tempurizar (vulgo rebozar), trinchar, servir, rendir y compartir. Todo eso y mucho más se ha hecho en la cocina. Cocinar fue, sin duda, una revolución técnica. También fue una revolución verbal y científica. Para confirmarlo, tienen la palabra la camarada Filología y la compañera Química.

(1) Es un delicioso término andaluz que Marina Domeq en su libro La imaginación al perol explica así: "Yo no sé si el verbo esparraguear ha sido o no aceptado por la Real Academia Española, porque de momento sólo figura en el diccionario ´esparragado: guisado con espárragos´, aunque el sentido que se da en Andalucía a esparraguear es más bien un tipo de guiso, derivado del que se aplica a los espárragos, pero que también se usa con los cardillos, tagarninas o tallos de acelgas. En una palabra, es una forma de alinñar las verduras pobres que tratadas así alcanzan el nivel aristocrático de los espárragos// Esta manera de condimentar los espárragos trigueros es muy propia del sur, tanto por el uso del comino y el pimentón como del ajo majado con pan". En honor a su amiga cordobesa Isabé y a Marina Domeq, hoy Cuchi va a preparar pencas de acelga "esparragás". 

lunes, diciembre 27, 2010

Capones y rellenos imperiales

Pollo capón

Alvaro Cunqueiro

Un gallego universal llamado Alvaro Cunqueiro recorrió las mesas imperiales europeas con el apasionado dominio de un sochantre. Lo hizo en un libro espléndido (La cocina cristiana de occidente), a cuyas páginas he vuelto estos días de descanso y gula, para asociar testas coronadas y topónimos remotos con la eterna fantasía del hecho gastronómico. De nuevo me encuentro con la comida de los Stauffen y su vino de Marsala. Me dejo llevar por el aroma a laurel de sus asados y casi veo a Federico II de Suabia (“el primer hombre moderno que se sentó en un trono”, Burckhardt dixit) trinchando un capón el 26 de diciembre, para celebrar su cumpleaños. Este capón puede ser de oca y provenir de Fulda, me digo. No lleva salsa alguna. Sólo cebollas lo acompañan. Federico II lo va cortando con un gran trinchante y le sirve primero a su halconero mayor. Comen mientras dialogan sobre el buen cuidado que los poetas de su corte siciliana le han dispensado a los “raudos torbellinos de Noruega” (así llamaría Góngora a los nobles volátiles de caza). Afina el emperador detalles acerca de un tratado de cetrería que está escribiendo y que habría de titular De arti venandi cum avibus. Seguramente este año 2010 algunas personas lo recordaron en Nairobi cuando la UNESCO declaró la cetrería como patrimonio cultural de la humanidad. Pero dejémonos de digresiones y volvamos al siglo trece, porque ya Federico está llegando al postre: un paté de peras, cuyo jugo, durante la cocción, se transforma en un licor parecido al caramelo. Todos comen y liban con deleite supremo y el excomulgado emperador advierte que ya puede recibir a las musas y escribirle en volgare hermosos poemas a Constanza. Aclaro que no estoy citando a Cunqueiro, sino fingiéndome contagiado por el vuelo de su imaginación inalcanzable y tersa. Abuso de la recreación ad libitum y comparo el capón que se acaba de comer Federico II de Suabia con uno que mencionó Xavier Domingo para su mesa navideña de 1983, al que, una vez cocido, untó a pincel con yema de huevo para que recibiera una horneada fuerte y rápida y se dorara con brillantez. Pónganle ustedes la salsa al sabroso eunuco, que yo voy de una vez a un postre que encontré en una página de Eça de Queiroz: una charlota rusa calificada de “exquisita” por el escritor de Coimbra en su relato El mandarín. Hasta aquí.

Ya debo haber traicionado varias veces a Alvaro Cunqueiro en su encantador recorrido por las cocinas imperiales de occidente, por dármelas, aturdido, de cunqueiriano. Serlo de verdad exige cultura y humor del bueno. Compenso mi brejetería informándoles que su libro lo publicó Tusquets y lo pueden buscar en la biblioteca “Elisio Jiménez Sierra” de la UNEY. Verán cómo se puede combinar graciosamente erudición y fantasía para convertir al lector más avisado y frío en un adorador de los capones de Fulda o de las perdices bizantinas rellenas de queso de Bitinia. Comprobarán por qué Cunqueiro es un monstruo de la literatura y de la gastronomía.

El prodigioso gallego de Mondoñedo al comenzar su libro hace una referencia al “relleno imperial aovado”. Dice que lo comían los Sacros Emperadores la víspera de su coronación, para tomar fuerzas, pero no da más detalles. Como adehala de fin de año, les copio una de las versiones del mentado plato:

Rellene una aceituna con una anchoa. Rellene con esa aceituna un pajarito. Rellene con el pajarito una codorniz. Con la codorniz, una perdiz. Con la perdiz, una pintada. Con la pintada, un gallito. Con el gallito, una liebre. Con la liebre, un pavo. Con el pavo, una avutarda. Con la avutarda, un cerdo. Ponga el cerdo relleno al horno y déjelo a fuego lento seis o siete horas, hasta que todos los rellenos hayan soltado sus jugos”.

Un feliz 2011 para todos.

lunes, diciembre 20, 2010

Las hallacas de 1957

Marcos Pérez Jiménez

Ese año en la casa de la 17 el niño Jesús llegó de otro modo. El 25 de diciembre mi hermana Elsy se levantó muy temprano, abrió el escaparate del cuarto de mis padres y sacó los paquetes que allí estaban escondidos. Después de hecho el correspondiente reparto, el disfrute de los juguetes apagó cualquier estupor causado por la inusitada revelación del misterio. Resulta que el 24 mis padres se habían ido a la clínica Acosta Ortiz porque estaba naciendo mi hermano José Manuel y se olvidaron de encargar a alguien del acto furtivo de colocar en nuestras camas, mientras dormíamos, los regalos del niño Dios. Pero bueno, Elsy lo sabía todo (quién sabe desde cuándo) y para mí ya era tiempo de enterarme. Lo cierto es que ese diciembre fue inolvidable por esos motivos. Yo había pasado los siete años y nueve meses de mi vida con una sola hermana y ahora, mientras el niño Jesús se iba para siempre, un hermanito se incorporaba a la familia.

La elaboración de los platos navideños fue también un acontecimiento especial. Mi abuela Ana, dada la avanzada gravidez de mi mamá, se trasladó desde La Concordia para ayudarla en sus menesteres culinarios. La recuerdo el 23 haciendo hallacas y chicha, amenizando la jornada doméstica con divertidas anécdotas tocuyanas y con el tintineo inagotable de su risa. De vez en cuando vienen a mí mente las imágenes de ese día y se quedan un rato acompañándome. No preciso colores, pero sí sabores. Así, las hallacas de mi abuela, en cuyo guiso la única carne que participaba era la del cochino, están de nuevo acá, en mi memoria. Y espléndidas, recreadas por Cuchi, también están en mi mesa del año 2010. La fortuna quiso que mi tío Oscar le confiara a Cuchi hace más de treinta años los secretos que Doña Ana tenía para componer el sagrado plato navideño.

Pero volvamos al 57. En las casas vecinas, la vigilia no se limitaba a las fiestas. Cierta inquietud, transmitida a la chita callando, gravitaba en el ambiente. Hasta en las conversaciones de algunos niños, surgía el tema. Mi amigo Amparo Segundo me preguntó una mañana si yo quería que Pérez Jiménez se fuera. Ante mi respuesta afirmativa, él optó por recomendarme la aplicación del viejo refrán: “Más vale malo conocido que bueno por conocer”. Con seguridad, los dos hablamos por boca de ganso, expresando lo que habíamos oído en nuestros respectivos hogares, pero, sin duda, el hecho de que un niño de 7 y otro de 9 dedicaran unos minutos a hacer comentarios semejantes, era un elocuente indicador de que en Venezuela se estaba cocinando algo más que hallacas, aunque fuese en las trastiendas. El abusivo plebiscito que el dictador realizó para perpetuarse y burlar de ese modo una norma de su propia constitución, fue la gota que rebasó el vaso. El remedio le resultó peor que la enfermedad. No siempre la radicalización beneficia al radical. Muchas veces lo enceguece. El decreto convocando al plebiscito fue la sentencia de muerte del régimen. Laureano Vallenilla, en su libro Escrito de memoria, relata con indisimulado cinismo, los pormenores de esa decisión torpe y fatal, redactada por él y por Rafael Pinzón, en cuya casa de Los Palos Grandes, por cierto, seguramente se comieron las mejores hallacas tachirenses en la Caracas de 1957.

P.S: Deseo a todos los lectores de este espacio una feliz navidad y una vez más mi gratitud por su adhesión.

lunes, diciembre 13, 2010

Manuel Caballero, inteligencia y pasión

Manuel Caballero

Sus desocupados lectores fueron sorprendidos ayer. Manuel Caballero se fue sin bulla y sin preaviso. Salvo para algunos amigos y familiares cercanos, su muerte llegó callada, como suele venir en la saeta. Quienes le seguían todos los domingos en su nunca interrumpida columna, no podían imaginarse que su último artículo hubo de ser escrito en una sala de terapia intensiva. Su altísimo sentido de la responsabilidad quedó rubricado para siempre en ese gesto de escritor infatigable.

En estas ocasiones no resulta fácil ponerle valla al peligroso acoso de los lugares comunes. Sólo él sabía eludirlos o retocarlos con gracia, en virtud de su prodigioso ingenio literario. Llegan a borbotones (ya va el primero), para hacernos decir, por ejemplo, que con Manuel Caballero se va uno de los intelectuales más completos del país. Esta vez no me voy a empeñar en desprenderme de lo que parece una frase hecha ante el fallecimiento de una destacada figura de nuestras letras. La repetiré con alguna variante: con Manuel Caballero muere una inteligencia soberbia, capaz de depararnos desde un letal y sangrante libelo hasta un riguroso ensayo histórico, pasando por entrañables y hermosas páginas acerca de sus libros o autores más queridos. En la ocasión en que me tocó presentar en Barquisimeto Las crisis de la Venezuela contemporánea, dije algo que me gusta reiterar cuando puedo: Manuel Caballero es un gran historiador por su disciplina, por su cultura, por su talento investigativo y por sus impecables y convincentes interpretaciones, pero su excelencia viene dada por la calidad de su prosa, única en el ensayo historiográfico de Venezuela y merecedora de reconocimientos que ahora habrán de multiplicarse en merecido acto de justicia literaria.

No recuerdo cuál fue el primer artículo o ensayo que leí de Manuel. Debió ser a finales de los sesenta y con seguridad, en una revista política. Tal vez en Deslinde o en Cambio. Lo cierto es que su escritura me enganchó. Quería, iluso, escribir como él y con la fruición de sus líneas, intercalar una cita imprescindible, enumerar unos episodios radiantes, hacer una digresión precisa o lanzar algún dardo inclemente, sin que se perdiera el hilo conceptual y, menos aún, el ritmo armonioso de los párrafos. Busqué sus libros, pero no los había entonces. Por fortuna, en el año 70 apareció su primer conjunto de ensayos. Recuerdo que se lo compré a mi amiga Ligia Pérez, dirigente estudiantil de la juventud comunista. Ligia me abordó en un pasillo de la Facultad de Derecho de la UCV, cuando yo salía eufórico de una conversación con Miguel Otero Silva, a propósito de Cuando quiero llorar no lloro y me mostró la mercancía. No dudé ni una fracción de segundos y le pagué el modesto importe, con la ayuda de mi madre que estaba en ese momento conmigo. Así, pude acceder a algunos ensayos que ya conocía por las publicaciones que he mencionado, y alguno, creo, por la revista Papeles. Ese libro de Manuel se titula El desarrollo desigual del socialismo y otros ensayos polémicos. Nada mejor que sus textos para apreciar la transición intelectual y política de una generación desencantada del mal llamado “socialismo real”, hacia un espacio de tolerancia y amplitud. Guardo como un tesoro esa edición, a la que vuelvo de vez en cuando para releer el insuperable artículo sobre la izquierda en los Estados Unidos o algunas partes jugosas y chispeantes del valiente ensayo acerca de Stalin.

Dije “valiente” y ahora que lo pienso, nadie puede poner en duda que ese adjetivo le calza a Manuel Caballero, como a pocos periodistas de opinión en Venezuela. Reclamó para sí, con justicia indiscutible, la pasión de comprender la historia. También puede atribuírsele, la de opinar libre y demoledoramente. Apasionado en todo, lo era, con especial denuedo, en comunicar sus simpatías, sus devociones y sus malquerencias.

Conservo en mi memoria el recuerdo de su afecto y las muchas imágenes que lo encarnan. Ya habrá momentos para compartirlas, “en este mundo en que morimos”, como decía Bataille, mostrando la cara sustraída de nuestro pensamiento.

Por tu amistad generosa, Manuel, mi gratitud infinita.

lunes, diciembre 06, 2010

Soberanía y amor en la olla

Matías Bruera

Escribo estas líneas poco después de la clausura del estupendo encuentro sobre cocinas bicentenarias realizado en Buenos Aires desde el pasado viernes. La conmovedora resonancia del Canto Popular de las Comidas de Armando Tejada Gómez me hace repetir los redondos versos anónimos con los cuales se inicia esa cantata: "Mi abuela, que era criolla,/ le echaba amor a la olla". Los acabo de escuchar en las bellas voces argentinas que poblaron con poesía de Tejada y música del Cuchi Leguizamón la Sala A del Centro Cultural Konex. Mejor final no podía haber para estas jornadas que, bajo la batalladora y eficaz coordinación del brillante intelectual Matías Bruera, concluyeron exitosamente esta noche del primer domingo de diciembre. Fueron tres días de charlas, talleres de cocina, foros, cine, teatro, mercados y mesas, compartidos con cálida efusión y con el gusto que brota del sentirse menos solitario en esta difícil búsqueda de soberanía. Mexicanos, brasileños y venezolanos acompañamos esta vez a los argentinos en el noble esfuerzo por darle a la cocina el alto lugar que le corresponde en las políticas de emancipación y justicia alimentaria. Así lo ha comprendido la Secretaría de Cultura del gobierno de Cristina Kirchner, asumiendo, en el marco de la celebración del bicentenario, un encuentro tan integrador, necesario y pertinente. Cuando uno escucha a académicos de diversas disciplinas y a cocineros de fogones distantes y distintos, decir casi a coro que las tradiciones culinarias son fundamentales para la vida, la confianza en que todos -y no solamente una minoría- comamos algún día, se nos refuerza con vigor.
Recuperar una alimentación nutricionalmente idónea y también, variada y sabrosa, no es un mero asunto de economía. Es un asunto de cultura y, dentro de ésta, lo es, en primer lugar, de la cocina, pero de una cocina basada en la memoria de los pueblos. Sin desconocer otras aristas del tema, la culinaria ostenta un carácter primordial como lo viene reiterando la antropología más amplia y rigurosa. Si nuestros presidentes o políticos no logran entender esto, seguiremos presenciando la pérdida acelerada de mesas y de platos valiosísimos, para no mencionar la cruel devastación de tierras a que nos ha sometido un sistema alimentario inicuo, mas no inocuo, que globaliza el hambre o la obesidad de muchos. Los jefes in partibus de la alimentación que con el nombre de ministros se limitan a ejecutar programas de distribución de comida importada, ilustran con penosa languidez una terrible inepcia expresada en el siglo antepasado por el gran maestro venezolano Simón Rodríguez: "El que no aprende política en la cocina, no la sabe en el gabinete". Por fortuna, este encuentro de Buenos Aires nos ha dejado el buen sabor de que cada vez son más los defensores de un derecho compuesto de cantidades y, sobre todo, de nutrientes, recuerdos, saberes y sabores. De un derecho, en fin, que no podemos dejar ni en las manos de la industria del hambre ni en las de una burocracia inculta que sustituye cualidades por estadísticas de toneladas repartidas.
Siguen resonando en mí las voces de Enrique Llopis, Chany Suárez, Magdalena León, Viviana Prado y Lucrecia Longarini, quienes bajo la dirección de Pablo Fraguela, nos recordaron hace apenas unas horas, que el genuino lenguaje de la alimentación es el lenguaje de la poesía.

lunes, noviembre 29, 2010

Crónica, patillas y revolución mexicana

Nellie Campobello

Rufino Tamayo: Sandías

El centenario de la Revolución mexicana que se celebra durante estos días, debería ser ocasión propicia para acercarse a Nellie Campobello, autora de una de las más espléndidas crónicas acerca de esa larga conmoción histórica. Agrupadas bajo el título de Cartucho, sus páginas recias y concisas pueden permitirnos una mejor comprensión de quienes lucharon en el estado de Chihuahua. Su deslumbrante captación de los detalles, su certeza para dar con la imagen cabal o con la presencia del mito en un diálogo callejero o doméstico, hacen de este libro un acervo de instantes cotidianos que después se colmarían de historia. La niña o joven que era Nellie Campobello en los años que van de 1916 a 1920 no juzga los acontecimientos. Sólo deja el testimonio de su mirada desaprensiva, no contaminada de códigos o de prejuicios. Testigo de lo que ve, pero también de lo que le cuentan, la autora escribía la Revolución mexicana y no se lo andaba diciendo a nadie. Escribía desde la percepción legítima de una tragedia en cuyo centro habitaba y no desde una interpretación de la misma. Escribía sin distancias retóricas, pero sí con la maestría de quien sabe narrar y describir lo que conoce y siente. Por algo Jorge Aguilar Mora vio en Cartucho un anticipo de Pedro Páramo, lo que es decir bastante en materia de estricta valoración literaria. El prólogo de Aguilar a la edición de Era (México, 2000) es un luminoso ensayo sobre la importancia de Nellie Campobello en la narrativa de la Revolución mexicana, así como una justa reivindicación de su singularidad, menospreciada durante mucho tiempo por la crítica.

Las mexicanas de la primera mitad del siglo XX, marcadas por la Revolución y sus secuelas, nos legaron numerosas lecciones, tanto de índole moral como de carácter estético. Los nombres de Graciela Olmos (autora de La enramada, una famosa canción que Javier Solís incluyó en su repertorio, pero, sobre todo, de memorables corridos de la Revolución como El Siete leguas), de Antonieta Rivas Mercado, de Nahui Ollín y de Pita Amor, para mencionar sólo a quienes desafiaron la carcundia machista del D.F, son suficientes para conformar un primer cuadrivio de grandeza femenina. Pero hoy, por el centenario del 20 de noviembre, día en que los rebeldes marcharon con su carabina “treinta treinta”, para dar inicio a la Revolución mexicana, me quedo con Nellie Campobello y su descripción del asalto a un tren por los “villistas” que, sedientos, buscaban con desespero ponerle la mano a un cargamento de patillas. Los dejo con ella:

Una columna de jinetes avanzaba por aquellos llanos. Entre Chihuahua y Juárez no había agua; ellos tenían sed, se fueron acercando a la vía. El tren que viene de México a Juárez carga sandías en Santa Rosalía; el general Villa lo supo y se lo dijo a sus hombres; iban a detenerlo, tenían sed, necesitaban las sandías. Así como llegaron hasta la vía y, al grito de ¡Viva Villa!, detuvieron los convoyes. Villa les gritó a sus muchachos: ´Bajen hasta la ultima sandía, y que se vaya el tren´. Todo el pasaje se quedó sorprendido al saber que aquellos hombres no querían otra cosa.// La marcha siguió, yo creo que la cola del tren, con sus pequeños balanceos, se hizo un punto en el desierto. Los villistas se quedarían muy contentos. Cada uno abrazaba su sandía”.

Las patillas de Rufino Tamayo configuran la imagen en la que ahora pienso, pero ya las veo de otra manera. Están intervenidas por Pancho Villa y por Nellie Campobello, para siempre.

lunes, noviembre 22, 2010

La cocina como patrimonio cultural

Chiles en nogada

Hace poco más de trece años, cuando poníamos el nombre a una de las carreras incluidas en la propuesta de creación de la Universidad del Yaracuy, Cruz del Sur Morales indicó, acérrima, que el vocablo “cultura” era imprescindible. Se necesitaba expresar con nitidez el sentido humanístico de un pregrado que abordaría el tema de la alimentación de manera desusadamente integradora. No podíamos dejar por fuera la clave diferencial del proyecto: la incorporación en su plan de estudios de la cocina, como una portentosa manifestación de la cultura y como el más antiguo laboratorio de la civilización. Disipamos toda duda y escribimos entonces el nombre completo del espacio académico: Ciencia y Cultura de la Alimentación. Sabíamos que, a contracorriente de la tendencia “especializadora” en boga, nuestra apuesta concitaría algunas aprensiones y desataría en ciertos espíritus aldeanos la ocasión para sus habituales rifirrafes. Pero mal podía detenernos una eventual reacción académica, tan débil y reductiva. Nos planteamos el desafío y llenamos de cocina algunas ramas esenciales del diseño curricular, desoyendo cualquier grito puesto en el cielo. Recuerdo que a un amigo muy culto, experto en el tema y simpatizante cabal de nuestro proyecto, le parecía un tanto atrevida la dosis coquinaria del pregrado. Consideramos sus febles vacilaciones, pero las dejamos como insumo para una evaluación posterior de resultados. Venturosamente, el tiempo ha venido corroborando la pertinencia de nuestra calculada audacia. Primero fue la aparición de una universidad gastronómica en Italia y luego la articulación de un discurso cada vez menos titubeante a la hora de ponderar la presencia de los estudios culinarios en la formación de profesionales del área de alimentos. Hace apenas una semana la UNESCO agregó desde Nairobi un eslabón más a esa cadena ratificatoria, al declarar patrimonio cultural de la humanidad tres cumbres de la comida: la gastronomía francesa, la cocina tradicional mexicana y la dieta mediterránea.

No es inoportuno repetir algo que hemos venido afirmando desde que la UNEY abrió sus puertas: la inclusión de la cocina en la universidad, no exclusivamente como “arte de la buena mesa”, sino también como objeto de estudio y herramienta básica de la ciencia alimentaria, es como haber dicho que el rey está desnudo. Lo sorprendente es que una obviedad haya tardado tanto tiempo en ser reconocida por los hombres de toga y birrete. Si algún mérito podemos reclamar desde esta casa de estudios, es haber llamado la atención sobre el insondable escándalo que significaba tamaña omisión académica. Y también, desde luego, el haber activado un programa para comprender la resonancia de las tradiciones culinarias, tanto en su entrañable dimensión cultural como en su utilísima y fecunda construcción de soberanía. Por esa razón, es una lástima que algunos sigan llegando con atraso a las evidencias. Bien sea por despiste o por efecto del ninguneo deliberado de pequeños seres, la ignorancia gubernamental acerca de los avances que desde una universidad pública hemos hecho en el tema, luce algo más que patética, a esta altura y temperatura del juego. Pero, lentitudes o mezquindades aparte, lo cierto es que la recuperación y el enriquecimiento de la memoria gastronómica del país es una ruta insoslayable para los planes de emancipación alimentaria de Venezuela.

Celebremos con los mexicanos la oportuna declaración de la UNESCO y digamos de nuevo con ellos esa frase que proclama el carácter genésico y tentacular de la comida americana: “Sin maíz no hay país”.

lunes, noviembre 15, 2010

Paciencia para decantar

Mariano Picón Salas

Nuestro mayor ensayista, en su afán de comprender a Venezuela, nos legó también algunas páginas enjundiosas y radiantes sobre la arepa. Era imposible que a Mariano Picón Salas se le escapara la comprensión de un componente cultural tan importante como el gastronómico. Además de leer con pasión las líneas y entrelíneas de la patria, gustó de sus mesas y averiguó en los fogones los viejos conjuros de la tierra. Su prosa, que conocía lo que Guillermo Sucre llamó “el don de la mesura”, es uno de los aportes más amables que Venezuela le ha dado a la literatura escrita en español.

Picón Salas recorrió nuestra geografía espiritual y tomó de ella el aliento indispensable para llamarnos a la concordia en épocas en que la crispación parecía derrotarnos. Tanto el olor de la sarrapia en Caicara del Orinoco, como el sabor de las arepas con queso paramero de la negra Josefa en Motatán, podían ser punto del cordial encuentro. También podía serlo un viejo recetario del siglo XIX. Y es éste, por cierto, el motivo que hoy nos ha llevado a convocar al ilustre merideño. Picón Salas lo reseñó en 1954 y como se limitó a decir que lo había recibido de una anónima “viejecilla nonagenaria”, no sabemos si el manuscrito fue editado alguna vez o si se encuentra en el valioso archivo del Centro de Estudios Gastronómicos (CEGA), reunido y cuidado con esmero ejemplar por José Rafael Lovera. Lo cierto es que ese cuaderno de recetas le permitió a don Mariano un goloso paseo por la repostería decimonónica de Caracas. Comentó de entrada la curiosa inclusión de una coquetería: un menjurje para refrescar el rostro de las caraqueñas (“Se hierve un litro de agua con medio de ácido bórico. Después que está frío, se le vierte medio real de óxido de cinc, una cucharadita –no muy llena- de tintura de benjuí y un poquito de glicerina. Se decanta y se usa”). A Picón Salas le fascinó “el parsimonioso empleo” del verbo “decantar”. Casi confesó que hizo la cita por el agrado inmenso que le produjo la referencia a la desusada decantación. El sagaz ensayista no perdió tiempo y con sabia perspicacia extrajo del vocablo una enseñanza que tiene hoy tanta o más beligerancia que entonces. La copio: “…si algo falta en estos días, extremadamente derrochadores, comprometidos y nerviosos, es la paciencia para ´decantar´. Nadie decanta nada: ni las soluciones para refrescar el rostro ni las ideas para esclarecer la cabeza”. La dejó ahí. Que se decante.

Antes de pasar a la cocina, la autora del recetario quiso detenerse en otras artes caseras de su tiempo. Además de la cosmética, como ya vimos, dedicó unas notas a la técnica para fabricar y colorear flores de pasta. No lo dice, pero uno puede imaginarlo. Esta vez a Picón Salas le agradó la palabra final de la fórmula para hacer flores: “…Se forman las flores, pétalo a pétalo, pegándolos con agua de cola gruesa. Después de pegados, se pintan a gusto, se dejan secar y se les da ´charol´”. La época del brillo oratorio, de la charada y del soneto, sin duda, se avenía con el barniz.

Los nombres de algunas tortas y manjares le recordaron a Picón Salas los aires románticos de la época (su artículo se titula, precisamente, Cocina romántica). Elementos seráficos y diabólicos abundan en el manuscrito coquinario. Así, nos toparemos en él con “melindres”, “pastillas de señorita”, “ponqué violeta”, “rosa piña”, “rosquete de olor”, “bizcocho de espuma”, pero también con una “manzana infernal” y con un “ponque negro”, que el ensayista asocia enseguida con un poema del levita Carlos Borges. Dionisos no faltará a la cita y una “crema báquica” embriagará la fiesta.

Barroca como la hallaca, califica Picón Salas a la especiada “torta caraqueña”, cuya receta no cita, pero nos hace coco con la enumeración de sus ingredientes: almendras, malvasía, huevos, leche, mantequilla, plátanos, azúcar, clavo y canela. El deleite por los olores, por las palabras, por la belleza oculta de los utensilios, por el fulgor de la cocina, por los tiempos literariamente recobrados, tiene su lugar consagratorio en la escritura serena y lúcida de Mariano Picón Salas, quien también supo comprender a la Venezuela gastronómica.

lunes, noviembre 08, 2010

Conucos bicentenarios


No dejemos que el bicentenario de la “Venezuela heroica” nos oculte el otro bicentenario: el de la Venezuela diezmada por la guerra y las hambrunas, cuyas secuelas se prolongaron largamente hasta enlazarse con los letales efectos de la tormenta federal. Ejercer con sobriedad la admiración que, por encima de justas y necesarias revisiones críticas, merecen holgadamente algunos de los libertadores, no excluye el deber de conmemorar el drama que el pueblo, “en armas” o no, vivió durante los terribles años de la emancipación. La cruenta guerra nacional de independencia fue también un proceso cuyos platos rotos los pagó el “pueblo inerme”, cuya invisible presencia no ha sido registrada en las epopeyas de la historia patria, ni es convocada, por supuesto, a ritual alguno de celebración bicentenaria, a pesar del aporte que esos hombres anónimos le hicieron a la gesta liberadora desde sus milagrosos conucos. Y voy al grano con una cita luminosa que me dispensa de especulaciones y rodeos. La tomo de la inagotable Geografía del poblamiento venezolano en el siglo XIX, del maestro Pedro Cunill Grau: “…son abundantes los cultivos de subsistencia del maíz, arroz, frijoles y tubérculos emplazados en pequeños conucos de esclavos o gente libre pobre. Estos policultivos menores, en algunos casos comerciales en sus excedentes en tráficos hacia comarcas y poblados cercanos, pueden resistir mucho mejor que los cultivos comerciales los rigores de la Guerra de la Emancipación”. Citando a O´Leary y a algún documento de la Gazeta de Caracas, Cunill nos informa del asombro que le causaba a los testigos de las destructivas irrupciones de Rosete, la salvación de los conucos. Mientras haciendas enteras, abandonadas por sus dueños, fueron arrasadas por la perversidad de los realistas, fue mucho el conuco, con “el pobre en su choza”, que se mantuvo intacto. “Yo no sé de donde sale tanto maíz, arroz, frijoles, puercos, gallinas, etc. Yo creía esto absolutamente desolado, y sin recurso alguno”, dirá alguien al ver cómo llegaba a la hambrienta Caracas una inmensa cantidad de productos conuqueriles, después de los saqueos inclementes a que habían sido sometidos los latifundios del centro del país. Podríamos decir, entonces, que el conuco, de algún modo, también hizo la guerra de independencia.

La hizo, igualmente, la carne del llanero, como lo testimonió el gran José Antonio Páez (por cierto, el único presidente venezolano que nos ha legado una autobiografía). Hablando de sus “centauros” dijo: “...ellos no necesitan de tantas comodidades en campaña y se alimentan tan sólo de carne, sin pan, ni sal, ni otro condimento… Así es que cuando consiguen cualquiera de dichos artículos se dan completamente por satisfechos”. Otros soldados, menos curtidos que los llaneros de Páez en las penurias cotidianas, desesperados por el hambre, ingerían cuanta yerba encontrasen en su camino. Aparte de las malas condiciones de almacenamiento, la ingesta equivocada fue uno de los motivos de las frecuentes intoxicaciones alimentarias del ejército patriota. También lo fue el consumo de yuca amarga, que terminó sirviendo para que los reclutas lo emplearan como treta: al comerla se enfermaban y eran enviados al hospital. Por esa razón, Santiago Mariño emitió la orden de que a la persona a la que le encontraren yuca en su avío se le debían propinar veinticinco palos y que si llegaba a enfermarse, se le aplicara la pena de muerte luego de su curación. Como se sabe, la disciplina de la guerra se aviene bien con la crueldad.

No olvidemos a la Venezuela que hizo y sufrió la gesta emancipadora. Ella produjo esta copla para aguantar sus ayunos:

Mi mama se llama arepa
y mi taita maíz tostado;
miren las horas que son
y no me he desayunado.

lunes, noviembre 01, 2010

Una escritora con zapatos de diseñador

Margo Glantz

Debo a la conjunción de un ajoblanco y de un préstamo de libros el descubrimiento de Margo Glantz. El hecho ocurrió en Mérida, hará unos catorce años. Julio Miranda me había invitado a su casa para hablar de literatura y soñar con una revista que haríamos a cuatro manos. Julio se demoraba en la preparación del ajoblanco, mientras hacía divertidos comentarios sobre los muchos libros que yo le había prestado. Fue entonces cuando se le ocurrió que debía llevarme de su biblioteca (no en préstamo, sino de regalo) varios volúmenes. De ese modo, él ganaría espacio para sus libros y yo daría alivio a los males de bibliópata que el mismo Julio comenzaba por ese tiempo a atribuirme con evidente “injusticia”. Bajó varios títulos y uno de ellos cayó al suelo. Lo recogí. Eran las Apariciones, de Margo Glantz, a quien desconocía por completo. "Llévate ese también", me dijo Julio. Y eso hice, junto con unos quince libros más. El ajoblanco resultó deliciosamente memorable y del proyecto de revista nada quedó en claro, salvo que llamaríamos también a Silda Cordoliani. Ya en el apartamento de mi hija revisé los volúmenes que Julio me había dado. Empecé por el de Margo Glantz y me percaté de que tenía una dedicatoria de la autora: "Para Julito, después de un gran silencio, pero con el mismo cariño. Margo. 10-3-96". Con voracidad, con un enorme gusto leí esa historia de amor. Desde esa ocasión busco todo lo que Margo Glantz escribe. Me agrada su modo de alternar la memoria perdida de las cosas con la avasallante presencia de la actualidad más nimia. Me atrapa Nora García, su alter ego en novelas y cuentos, una chelista, para más señas, que anda oronda por la vida con zapatos de Ferragamo o que en el majestuoso Teatro Colón de Buenos Aires se conmueve escuchando a Barenboim en la sonata número 13 de Beethoven, mientras piensa en Jacqueline du Pré y en su esclerosis múltiple. Me gustan también sus aficiones culinarias y el enorme afecto que le ha profesado a la vieja cocina judía de sus mayores. Precisamente, a esa Margo Glantz es a quien estoy convocando esta mañana, para celebrar el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances que le entregarán en Guadalajara a finales de noviembre.

Hija de judíos rusos, esta mexicanísima escritora es una profunda conocedora de Sor Juana Inés de la Cruz. Por ella sabe que las mujeres son capaces de forjarse una certera filosofía de la cocina que envidiaría hasta Aristóteles. En uno de sus libros más hermosos y queridos, Las genealogías, Margo Glantz conversa largamente con sus padres y recrea la mesa de la casa, pero también la del restaurante que tenían en la Zona Rosa, el Carmel, un sitio privilegiado para el encuentro de intelectuales y artistas y para el goce de diversos strudels y de bolitas de matzhe mel. Con palabras amables y recuerdos que fulguran la autora escribe cuanto sigue: “Sin cocina no hay pueblo. Sin pan nuestro de cada día tampoco. Por eso dice Bernal Díaz refiriéndose a la tortilla ´el pan de maíz que ellos hacían´. Me lo sé de memoria y casi puedo decir que por mis venas corre harina, pero eso pertenece a otro costal, al del Carmel, donde había unos bocaditos de chocolate, por dentro y por fuera como los ataúdes, amenizados con nueces y con un licor que los empapaba y que bien podía ser coñac o ron. Yo les llamaba orgasmos. No lloro, nomás me acuerdo”.

Margo le preguntó un día a su madre cómo se hacían los gribelaj. Esta fue la respuesta:

Los gribelaj son de grasa de pollo, se corta en pedazos, se pone en lumbre con un poco de sal y cuando se empieza a dorar se pone la cebolla, se fríe tantito, se sacan los gribelaj tostaditos y se comen y ya.

Al Carmel llegaba Pita Amor con joyas y vestidos rasgados a comprar cuernitos de nuez. A Las genealogías de Margo Glantz llegamos escoteros los lectores a comer literatura de la buena.