lunes, septiembre 27, 2010

Lezama está comiendo

Casa de Lezama. Trocadero 162. La Habana

Es el 5 de Octubre de 1957. José Lezama Lima se encuentra en un café de La Habana. Desde la mesa más cercana a la suya, ocupada por afamados jugadores, surge de pronto una voz: “Todo el que tiene una novia china, tiene buena suerte”. El poeta se conmueve. Algo maravilloso ha ocurrido, algo que sólo a él le es dado percibir por una rareza vivencial, insólita, oblicua, acaso inevitable. Y es que acaba de producirse una fulguración repentina que abrió el cauce para la infinita posibilidad de la poesía. De inmediato nace un verso de raíz asombrosamente lezamiana: “Novia china, buena suerte”. Al poeta le parece deslumbrante y comienza a saborearlo con el mismo moroso e íntimo deleite que experimentó hace apenas un momento ante su copa de deliciosa crema helada. Al cabo de un rato Lezama anotará en su diario: “Fue la voz que oí, pero cuando me fijé en el grupo, observé que me era imposible precisar de quién era esa voz, la voz de ese verso. Poética la voz, anónimo el rostro. Buena señal”.
El episodio anterior, luego recogido por Lezama en su ensayo Preludio a las eras imaginarias, no revelaría gran cosa si su protagonista no fuese quien es: el autor de una teoría poética que exalta la imagen como centro y motor del hombre y uno de los pocos seres a quien la poesía se le impuso siempre como una segunda naturaleza. Escribir poesía será, de acuerdo a esa teoría, una búsqueda sagrada, la continua errancia de una voz misteriosa que procura aclararse. Búsqueda que es, a la vez, la marcha y contramarcha donde se querellan, tenaces, la causalidad y el azar. Por eso es tan expresiva la inopinada aparición de la “novia china” y de la “suerte” en aquel instante de 1957. Habían estado detenidas en alguna región de las emigraciones imaginarias, justamente hasta ese día, en que la voz de un jugador, en acto de azar (que le es propio) y de hipertelia (que ignora), las trasladó hasta el abierto universo del potens, el reino de lo posible, donde el etrusco Lezama apuraba con voracidad una anisada crema de coco y piña, que si bien merecía el don de su gula, no alcanzaba las excelencias de aquella que antaño elaboró doña Augusta para el consumo exclusivo de Cemí.

Un discurrir como el descrito ilustra lo que podemos llamar el “lezámico” modo de vivir la poesía, sin dejar de leerla y de escribirla nunca. Es el hechizo permanente, abierto, que no descansa ni en el más nimio momento de la molicie cotidiana, entre otras cosas, porque para el hechizado no hay nimiedades y él mismo se ha encargado de poetizar hasta las muelles instancias de lo cotidiano. Así, en Oppiano Licario encontraremos la exaltación de una ventura criolla, tal vez hoy olvidada: el respeto sagrado por el momento rutinario de la comida y del baño. Recordemos: “Está comiendo o se está bañando, son de las pocas fórmulas de civilidad y de cortesía, que entre nosotros mantienen una perenne vigencia. Tienen un universal aspecto, nadie osa quebrantarlas. Me sacó de la mesa, me vino a interrumpir el baño, son formas de execración, de maldición bíblica casi, que el cubano no tolera como descortesía”.

Al comer podemos estar convocando dioses para departir con ellos. No lo sabemos con certeza, pero sí podemos, como Lezama, saborear un cangrejo y posar la mano en una fuente de agua dulce. Tal vez un pájaro nos traiga de postre la fruta que más nos gusta y nos dejemos llevar por su sabor hacia territorios imprevistos. Que no nos interrumpan.

lunes, septiembre 20, 2010

Fuera del juego con Lezama al fondo

José Lezama Lima

Heberto Padilla

A aquel hombre le pidieron su tiempo para que lo juntara al tiempo de la Historia. Le pidieron las manos, los ojos, los labios, las piernas, el bosque que lo nutrió de niño, el pecho, el corazón, los hombros. Le dijeron que todo eso resultaría inútil sin entregar la lengua, porque en tiempos difíciles nada es tan útil para atajar el odio o la mentira. Finalmente le rogaron que, por favor, echase a andar, porque en tiempos difíciles ésta es, sin duda, la prueba decisiva. Como primeros pasos le impusieron la confesión, la palinodia y el vergonzoso acto de delatar amigos. A aquel hombre lo siguieron día y noche para obtener los chismes que serían usados en su contra. Lo habían escogido como blanco de una labor higiénica y admonitoria para erradicar las desviaciones del mundo cultural, lleno de almas pequeño-burguesas y de escritores quisquillosos, cultos y creativos. Un libro de poemas encendió las alarmas del sectarismo y activó la deleznable cacería. Adujeron que en sus páginas flameaba la contrarrevolución y que su autor mantenía amistades con dudosos extranjeros a quienes susurraba quejas y revelaba iniquidades. Trataron de impedir el premio que un jurado digno, presidido por Lezama, terminó otorgándole. Al poeta le tendieron celadas para acorralarlo. Débil como era, lo llenaron de miedo. Ya han pasado casi cuarenta años de esos hechos lastimosos. La autocrítica tardía hablaría más tarde de “quinquenio gris”. Quedó la poesía, entonces condenada y hoy más viva que sus verdugos. Quedó la lección moral para quien quiera entenderla.

Aquel hombre se llamaba Heberto Padilla y escribió el gran poema que he intentado recordar en las primeras líneas de este artículo, copiando algunos de sus versos incisivos. El próximo viernes 24 se cumplirán diez años de su muerte, triste y solitaria, en Alabama. Pienso que su famoso “caso” merece de nuevo una lectura, aquí y ahora. Son muchas las enseñanzas que podríamos extraer de sus grandezas y miserias. ¿Por qué no leerlo esta vez desde la poesía misma? La crítica, la disidencia verdadera, los avisos profundos y certeros, se aclimatan más en el arte que en los discursos políticos al uso. Leer a Padilla y al centenario Lezama, desde la soledad solidaria del creador, puede ayudarnos a iluminar el tiempo que vertiginosamente corre delante de nosotros y evitar que éste nos ciegue del todo. Walter Benjamin habló una vez de poner freno al tren de los cambios, antes de que la falta de crítica nos conduzca al abismo. Que ningún triunfo o derrota de circunstancias nos vede la urgencia del freno benjaminiano y reflexivo. Esto puede parecer una contrariedad o un inmenso fastidio en medio de euforias radicales, pero no se trata de aguarle la fiesta a nadie. Se trata de evaluar descarnadamente, no sólo lo que estamos haciendo, sino las bases conceptuales que creemos sustentan nuestra acción. Debemos verle la cara al pasado, en procesos semejantes o parecidos y confrontar las tragedias, las pesadillas, los errores, las intransigencias y los crímenes. Encararse con el caso Padilla, por ejemplo, puede ser un ejercicio de introspección contestataria, útil para superar dicotomías de manual y afirmar una visión integradora, apta para convivir y compartir con la diversidad. Algo de esto dejó escrito, a propósito del citado caso, el gran pensador argentino Nicolás Casullo.

Que nos acompañe, por ahora, la imagen gozosa de un Lezama recreado en el libro emblemático del “caso Padilla”: Persona non grata, de Jorge Edwards. En la casa del poeta César López, los escritores cómplices del “contrarrevolucionario” Heberto disfrutaban de un pavo que Raúl Roa le había regalado al novelista chileno, a la sazón “Encargado de Negocios” de su país en Cuba. Allí estaba Lezama “comiendo con los pies cruzados y la cabeza algo inclinada sobre el plato, que sostenía con una mano regordeta encima del vientre… Comía y hablaba sin parar, con esa voz de entonación monótona, o más bien ritual, que permanecía en suspenso al final de cada frase, lista para recuperar el aliento, amenazado por el asma, y engranar con otra, en un proceso de asociación de ideas y de imágenes que podía prolongarse, salpicado de alusiones históricas y citas librescas, hasta el infinito”.

Dan ganas de exclamar: “¡Más Lezama y menos héroes para las revoluciones, cualquiera sea su ritmo!”.

lunes, septiembre 13, 2010

Diversidad de los timbales



Visconti

1. El príncipe narrador describió el plato con más efusión que acribia. Ya había comentado la reacción de los comensales ante la entrada de la enorme bandeja de plata e indicado la alegre sorpresa manifestada por casi todos. Sólo cuatro de los veinte se mantuvieron impasibles. Dos de ellos, por razones obvias: eran los anfitriones. Angélica, por sifrina, y Concetta, por inapetente. Los demás temían la presencia de un bodrio extraño a la tradición gastronómica regional, como lo dictaba la afrancesada moda culinaria del momento. Por eso celebraron a tambor batiente la opulenta aparición del timbal de macarrones, ese portentoso pastel de la Campania y de la Magna Grecia, capaz de hacernos sentir que al consumirlo un día podemos vivir un mes completo. Así lo expresó el organista, entornando los ojos y extasiado ante la suculencia del plato. El arcipreste no dijo nada, pero se santiguó y se lanzó de cabeza sobre el alimento. No comía. Devoraba. Angélica dejó a un lado la afectación y las maneras aprendidas en la Toscana, para dedicarse al hábil y rápido manejo del tenedor. Tancredi fantaseó con besos de Angélica que supieran a ese timbal y como bien lo dijo el príncipe, intentó “unir la galantería con la gula”. No era para menos el festín. Es famosa la escena que lo presidió y memorables las palabras que el autor le dedicó al plato. Dejemos que ellas nos hagan revivir esos momentos febriles de la hiperestesia: “El oro bruñido de la costra tostada, la fragancia de azúcar y canela que trascendía, no eran más que el preludio de la sensación de deleite que se liberaba del interior cuando el cuchillo rompía la tostadita capa: surgía primero un vapor cargado de aromas y asomaban luego los menudillos de pollo, los huevecillos duros, las hilachas de jamón, de pollo y el picadillo de trufa en la masa untuosa, muy caliente, de los macarrones cortados, cuyo extracto de carne daba un precioso color de gamuza”.

Nada podemos agregar a esas espléndidas palabras. En ellas todos los sentidos son el sentido: el del gusto, infinito y tentacular. Desde entonces, el timbal de macarrones exhibió también prosapia literaria. Visconti se encargó de recrear las imágenes para que los lectores de El Gatopardo, la deliciosa novela de Giuseppe Tomasi, príncipe de Lampedusa, disfrutaran aún más la lenta poesía de la comida.

2. Es domingo en Maracaibo y hoy en la casa se almorzará sabroso. Lo anuncia el aroma que está llegando desde la cocina. El hijo mayor vino de Caracas y pidió su plato predilecto. Exigió que no se olvidaran de añadirle diablitos, a pesar de que un hermano habló de “badulaque” y dijo que bastaba con el jamón y la carne. El plato será maracucho a todo dar, con queso de año y con pasitas. Salado y dulce, como el paladar de estas tierras lo exige. Lo llaman “macarronada” y lo proclaman zuliano en todas sus versiones. Cada quien tiene la suya. Hay tantas como barrios de la ciudad o como casas con memoria. Nada le importa a los marabinos si su “macarronada” hubiera agradado a Lampedusa o, sin ir más lejos, si don Tulio Febres Cordero la hubiera admitido en su mesa merideña, también visitada por los poderosos timbales de pasta que Italia nos legó para su reinvención interminable.

lunes, septiembre 06, 2010

El sabio demoledor

Bolo de fubá


José Guilherme Merquior

Debo a la conjunción de un excelente suplemento literario y la generosidad de mi cuñado Roberto Morales, el descubrimiento de Merquior. El hecho ocurrió hará unos veinticinco años. Robertico me había traído de Brasil, como siempre, todos los ejemplares del Folhetim acumulados durante los últimos meses. Sus vacaciones anuales en Venezuela representaban para mí una suculenta jornada de actualización “brasileña”. Sobre todo, de lo que ocurría parcialmente en el ámbito de la literatura y del pensamiento. Así, me fui enterando de los trabajos académicos de Marilena Chauí, José Arthur Gianotti y Leandro Konder, de los artículos corrosivos y provocadores de Paulo Francis y de la estupenda poesía de José Paulo Paes, Augusto Massi y Duda Machado, entre otros autores de aparición más o menos frecuente en el glorioso suplemento literario de Folha de S.Paulo, cuyo cierre casi coincidió con el definitivo retorno de mi cuñado a Venezuela. Bien. Ese día comencé mi lectura por una polémica entrevista que me había comentado Robertico. Sin darme cuenta del todo, en ese momento conocí a uno de los intelectuales latinoamericanos más brillantes y sólidos de la segunda mitad del siglo XX. Desde ese entonces, traté de seguirlo en sus artículos y libros. Me atrajeron de inmediato sus letales desplantes porque se notaba que no eran propiamente tales, y que si lo eran, estaban respaldados por una inmensa cultura. Cuando encuentro a un autor así, que sabe combinar la mejor ironía con conocimientos firmes y profundos, procuro no soltarlo, aunque me pelee con él por ciertas ideas que no comparta. Eso me sucedió con José Guilherme Merquior, quien supo cometer con elegancia las expresiones públicas más chocantes del momento, como esa de negarse a discutir con un famoso y admirable cantautor, “por estar en desacuerdo con la visión patética que pretende convertir en intelectuales a algunos astros de la música brasileña”. Mucho después supe que Caetano Veloso había dicho que Merquior estaba en lo cierto.

Algunos buenos escritores llamados reaccionarios no sólo han añadido líneas espléndidas a la literatura, sino también luces al pensamiento. Sus libros han servido para el rescate de la duda cuando el vértigo argumental de las ideologías convierte en estereotipos o consignas lo que inicialmente fue subversión filosófica. Pienso en Ortega y en Aron, maestro este último del brasileño. Sin la discusión con autores de ese talante y calidad, no es posible el avance de las corrientes transformadoras. La superficialidad de nuestro tiempo nos ha llevado a despreciar la erudición viva y el estudio integral de las culturas, exaltando los discursos vacuos del neoliberalismo, algunas necedades postmodernas o los esquemas trasnochados del persistente marxismo oficial. Detenernos en el laborioso discurrir de autores que escapan a las dicotomías políticas y exigen rigor intelectual en sus lectores, puede ser una vía para ir curándonos de la frivolidad circundante. El liberal Merquior leyó así a Walter Benjamin y pudo dedicar su libro sobre marxismo al marxista Leandro Konder. ¿Por qué no leer a Merquior desde el socialismo? O mejor dicho: ¿por qué no leerlo desde la amplitud, desde la duda? Otro camino auspicioso es la poesía. Pocos como Merquior leyeron con tanta pasión y acribia la obra poética de sus compatriotas. Sus ensayos literarios incluidos en El comportamiento de las musas así lo atestiguan. Siguiendo al demócrata cristiano Tristán de Athayde, Merquior acudió a las páginas de Drummond de Andrade y encontró en ellas al clásico moderno del Brasil, cuya obra despierta la emoción del hombre en cualquier lugar y en cualquier tiempo. Quien ha incursionado en la gran poesía, mucho tiene que decirnos cuando toma la pluma, aunque la tome para hablar de teorías sociales o de esas cosas que antes llamábamos mundanas.

Merquior murió antes de cumplir cincuenta años. De él dijo Raymond Aron lo que en su tiempo se decía del Doctor Johnson: “No leyó libros, sino bibliotecas”. Celebro su memoria comiéndome ahora un trozo del delicioso bolo de fubá que hizo ayer Cuchi, mientras releo las sangrantes palabras con que Merquior lapidó a Lacan en su demoledor libro sobre los semióticos franceses.

lunes, agosto 30, 2010

Mataderos


Pasamos por Caballito, rumbo a Flores. Como en un verso de Juana Bignozzi, recorrimos la ciudad en busca de paisajes visibles o invisibles. Era domingo y el tiempo favorecía nuestro paseo con los Bruera, amables amigos que complacieron mi capricho de ir a Mataderos. Saludé al Cid Campeador y entramos en los predios de Roberto Arlt, a quien recordé en silencio, mientras Matías decidió tomar por Alberdi, como vía segura hacia nuestro destino. No sabíamos qué nos esperaba allí una mañana de sol que le agradecimos al amable invierno porteño. Era, sin duda, lo que antes llamaban acá “un día peronista”. En todo caso, era una gracia difícil de empañar. Seguimos el camino en busca de Directorio, atendiendo la precisa indicación de unas señoras “grandes” a quienes Matías consultó oportunamente a cierta altura de la Alberdi.

Mataderos tenía ayer, como todos los domingos, su feria artesanal. No vimos en ella nada que especialmente nos interesara. Sin embargo, había una atmósfera de la feria y del barrio, en general, que nos atrajo. Una atmósfera de entusiasmo atravesaba el aire limpio de esos parajes que anunciaban pampa y vida campera. Había música y baile callejeros, venta de facas para los compadritos de los cuentos de Borges. Y comida. Y era eso lo que nos aguardaba en Mataderos.

Hicimos cola para comprar salteñas, entrerrianas y tamales que golosamente comimos en una de las mesas dispuestas a la entrada del caótico Museo Criollo. Mientras esperábamos en fila nuestro turno, el joven que estaba delante de nosotros me oyó hablar y se volteó para preguntarme de dónde era yo. Le respondí y festejó de inmediato la respuesta que corroboraba lo que ya por su experiencia reciente suponía. Minutos después sabríamos que él vivió en Venezuela unos meses, trabajando en Caracas y en Barquisimeto. Por eso, cuando me oyó una exclamación (algún “¡coño!¨ dije a lo barquisimetano), no tuvo dudas de mi nacionalidad. Conversamos gratamente. Nos informó que él es de Mataderos y que todos los domingos come con su familia en la alegre plaza de la vieja Recova. Pidió locro y vino. El locro se veía apetitoso, pero nosotros nos limitamos a las empanadas y los tamales, pensando en que después iríamos a comer en serio. Error. Repetimos la ración y ese fue nuestro almuerzo, por el que debimos dar gracias a Dios, por lo sabroso, por lo deliciosamente sorpresivo.

Mataderos fue un hermoso descubrimiento. En el supuesto de que haya habido turistas típicos de Buenos Aires, vale decir, brasileños, seguro que eran miembros del “turismo secreto”. No nos topamos con ninguno de los que recorren Florida y atestan los restaurantes de Puerto Madero. Había sí muchos vecinos del barrio, como Diego Quintero, el joven admirador del proceso venezolano y militante del movimiento 17 de Octubre, quien aplaude las medidas del gobierno de Cristina y come locro con su familia, bajo el cielo espléndido de la gran plaza de los antiguos y nuevos reseros de Buenos Aires.

Al final del recorrido compré unas alpargatas y miré las pintas políticas de los muros. También las deportivas, que celebran la afición por el Nueva Chicago, seña de identidad de esos pagos donde se recuerda todavía a Lisandro de la Torre y se sacrifican los animales de donde sale el plato más emblemático de “la ciudad junto al río inmóvil”: el portentoso bife de chorizo, como el que hoy lunes me voy a comer en algún restaurante al que llegaré por el Bajo.


Olvidaba decir que al retornar de Mataderos pasamos nuevamente por Flores y Caballito y que una ráfaga de poesía urbana refrescaba la tarde.

domingo, agosto 22, 2010

Divagaciones sobre la pastela


Comienzo a escribir este artículo sin estar muy seguro del tema que abordaré. Había pensado referirme a la sabrosísima pastela que comí el jueves pasado y cuya excelencia no tiene parangón entre los buenos platos que he disfrutado verdadera y plenamente en mucho tiempo. Hablo de “disfrute pleno” porque incluyo momento idóneo, comensales propicios, música y chercha de postín. Si me decidiese a hacerlo mencionaría la riqueza cultural de la cocina marroquí y le rendiría honores a esa maravilla andaluza que se llevaron los moros al norte de Africa, para convertirla en el buque insignia de sus mesas más fastuosas. Tendría, además, la perfecta ocasión de arrimar la brasa para mi sardina literaria y mencionar a Angel Vázquez, autor de una formidable novela llamada La vida perra de Juanita Narboni (1976), que fue llevada al cine no hace tanto y elogiada en su momento por Eduardo Haro Tecglen, a quien debo, por cierto, el conocimiento de este interesante escritor español de Tánger. Me dejaría llevar por la atmósfera legendaria de la ciudad y convocaría la presencia de otros referentes no menos atractivos, para acompañar la imagen “maldita” de Vázquez, quien se llamó a sí mismo “homosexual, alcohólico, drogado y cleptómano”.


Ubicado en el Magreb, no perdería la oportunidad de hacerle algún guiño a Casablanca o de buscar la manera de traer a colación una cita de Juan Goytisolo o de comentar que Angel Vázquez se echaba palos con William Burroughs y con los esposos Bowles en un bar parecido al que Bogart tenía en el adorable filme de Michael Curtiz. En fin, la pastela me serviría de excusa para uno de esos viajes retóricos que tanto me agradan, pero la tentación lúdica tendría sus límites. Retornaría entonces a explicar que tanto la pastela como Juanita Narboni son expresiones de la enorme diversidad marroquí y representan el esplendor de un territorio donde el árabe, el yaquetía y el castellano dialogan y se enriquecen entre sí. Diría que la pastela es un compendio perfecto de olores, sabores y texturas o la más sublime combinación de las especias. Puesto a recordar la que comí, declararía mi inepcia para describirla, ahorrándole al lector tropos forzados o lugares comunes de la jerga gastronómica. Informaría sumariamente que se trataba de una versión elaborada por Cuchi, quien a falta de pichones usó pollo y desplegó –como siempre- su portentoso talento culinario, digno de platos con tanto linaje como éste. Agregaría que las hojas de masa filo puestas en un molde las rellenó con un pollo guisado con muchas cebollas y especias (canela, jengibre, cúrcuma, azafrán), cubriendo todo con almendras tostadas y nevazúcar. Desde luego, recordaría que no faltaron las imprescindibles gotas de agua de azahar, como la tradición indica.


Podría añadir, para no omitir precisiones terminológicas, que la pastela también se llama “bastela” y que algunos recetarios masculinizan el género y escriben “el bastela”, para horror seguramente de los “lectores y lectoras” acostumbrados a la ridícula manía de atribuirle sexo a las palabras.


Y hasta aquí el ejercicio de pensar en voz alta el tema de este artículo que no doy por escrito, debido al enorme respeto que le profeso a la cocina de Marruecos, sobre la cual apenas me atrevo a divagar o a hacerle, como hoy, coco a los amigos con la delicia suprema de la pastela.

lunes, agosto 16, 2010

Democracia morbosa


Tomo un libro de la biblioteca y busco unas páginas leídas hace mucho tiempo. Son unos párrafos sobre la democracia que he estado recordando estos días y que probablemente mi memoria haya erosionado un tanto. Los leo ahora con igual admiración, pero con menos aprensiones que la primera vez. Recuerdo que en esa oportunidad me querellé con el autor, no por sus reflexiones discutibles y espléndidas, sino por cierto retintín aristocrático que emanaba de sus giros más punzantes. Pero el tiempo pasa y la relectura me permite el deleite pleno al que antes me negué. Hoy puedo apreciar la faena completa sin que me incordien algunas frases deliberadamente encarnizadas contra el “plebeyismo”. Disfruto de las verónicas y de las banderillas a media vuelta, de los engaños, quiebros y pases de muleta, así como de la infalible estocada a toro recibido que pone fin a una página radiante. Sin duda, me gusta la tauromaquia literaria que este autor ejercía con estilo inigualable. Con ella podría dar por satisfecha mi sana exhumación bibliográfica, pero hay algo más. Hay una meditación política y social que me atrae por su intemporal beligerancia. Podría citar in extenso para compartirla con los lectores, pero tal vez sea más apropiado tratar de resumirla. Lo hago.

El autor escribe en 1916 y lamenta el descenso de la cortesía que Europa ha venido padeciendo. Se siente acosado por la indecencia, las discordias y los linchamientos. Valora y defiende la democracia, pero recusa la generalización brutal y automática de las barbaridades. Considera que tener iguales derechos no comporta haber alcanzado idénticas cualidades personales. Se adelanta en varios años a Enrique Santos Discépolo y escribe su propio Cambalache, porque está convencido de que no es lo mismo “ser derecho que traidor” y que nada mejor para la justicia que discurrir en el desafiante terreno de la diversidad. No pierde de vista la degeneración en que se puede incurrir cuando la democracia no está acompañada de un esfuerzo educativo que vaya más allá de las proclamas de que todos somos “educados”, “licenciados” o “doctores”. Sabe que la cultura no la otorgan los títulos y que las virtudes no se adquieren en las filas del sectarismo político. Percibe la crisis que adviene cuando la gente se percata de que los decretos de “felicidad” son ilusorios. Advierte, además, que el desengaño reforzará a los resentidos que no pueden adquirir ni talento ni sensibilidad ni delicadeza, por fuerza de resolución alguna. Los ve como periodistas, profesores y políticos, sin moral y sin luces, integrando con sus reconcomios funestos el Estado Mayor de la Envidia. La secreción de los enconos pasa a ser, según nuestro autor, lo que en su tiempo llamaban “opinión pública” o lo que algunos estimaban como “democracia”.

Ortega, porque de él se trata, amonestó temprano a los fanáticos de todo pelaje. Sabía que de la intolerancia a los desmanes no había más que un paso y que la falta de discusión malogra los proyectos de cambio. Quince años después del referido artículo fue un entusiasta del proceso republicano, pero también una de las primeras voces críticas cuando la voluntad de no convivir encendió la refriega entre los suyos. Un día llegó a afirmar: “¡No es esto! ¡No es esto!”. Y lo dijo a tiempo. Lastimosamente nadie lo escuchó.

Puedo seguir estando en desacuerdo con Ortega en muchas cosas, pero declaro que cualquier similitud que alguien encuentre en las líneas anteriores con alguna realidad de nuestro entorno, no es pura coincidencia.
 

lunes, agosto 09, 2010

Apareció Clarice Lispector

Clarice Lispector

Ocurrió inexorablemente lo que mi amigo Félix Valderrama me anunció la semana pasada: apareció Clarice Lispector en mi habitación de Leblón. Apareció anoche, mientras leía los periódicos comprados en la mañana y bebía batido de pitanga. Una noticia de la fiesta literaria de Paraty refería la presencia de su nuevo biógrafo, el joven escritor norteamericano Benjamin Moser, quien al cambiarse un día de curso de idioma (de mandarín a portugués) accedió atónito al descubrimiento de esta singular brasileña nacida en Ucrania, cuya intrigante y rigurosa obra posee desde hace tiempo un merecido reconocimiento universal.

Clarice Lispector, judía y heterodoxa, como su biógrafo reciente, vino anoche a hablarme de comida. Antes, salí y caminé las dos cuadras que me separan de la librería Argumento, para traerme Revelación de un mundo, un libro de crónicas que lo es también de memorias, de reflexiones y de confidencias. Instalado de nuevo en la habitación leí un texto del año 1969 en el que la escritora de Recife narra cómo un día se moría de aburrimiento en una casa a la que su familia había sido invitada a almorzar por la dueña. Clarice y sus hermanas se lamentaban de estar perdiendo de esa manera tan triste un día sábado. Ni siquiera tenían hambre y el tedio era largo y hostigante. Pero se dio el milagro culinario o la magia de la poesía gastronómica que transforma la rutina en maravillas. Fueron llamados todos a la mesa y he aquí lo que pasó:

No podía ser para nosotros... Era una mesa para hombres de buena voluntad. ¿Quién sería el invitado realmente esperado y que no había venido? Pero éramos nosotros mismos. ¿Entonces aquella mujer daba lo mejor, no importaba a quién? (…). Cohibidos, mirábamos”.

A partir de tan fulminante epifanía, no hubo más nada en el mundo que esa mesa portentosa. Clarice Lispector asistió a una escena de La fiesta de Babette, como yo y… como ustedes, porque ahora compartirán con ella ese prodigio:

Era un vivir que no había pagado de antemano con el sufrimiento de la espera, hambre que nace cuando la boca ya está cerca de la comida. Porque ahora teníamos hambre, hambre entera que abrigaba el todo y las migajas. Quien bebía vino, con los ojos tomaba cuenta de la leche. Quien, lento, bebió leche, sintió el vino que el otro bebía. Allá afuera Dios en las acacias. Que existían. Comíamos. Como quien da agua al caballo. La carne trinchada fue distribuida. La cordialidad era ruda y rural. Nadie habló mal de nadie porque nadie habló bien de nadie. Era una reunión de cosecha, se dio una tregua incluso a las nostalgias. Comíamos… Comí con la honestidad de quien no engaña lo que come: comí aquella comida, no su nombre. Nunca Dios fue tomado por lo que Él es. La comida, decía, ruda, feliz, austera: come, come y reparte. Todo aquello me pertenecía, aquélla era la mesa de mi padre. Comí sin ternura, comí sin la pasión de la piedad. Y sin ofrecerme a la esperanza. Comí sin ninguna nostalgia. Y yo bien valía aquella comida. Porque no siempre puedo ser la guarda de mi hermano, y no puedo ser mi guarda, ah no me quiero más: no quiero formar la vida porque la existencia ya existe. Existe como un suelo donde todos nosotros avanzamos. Sin una palabra de amor. Sin una palabra. Pero tu placer entiende el mío. Somos fuertes y comemos. Pan es amor entre extraños.”

Después de eso, ¿quién puede atreverse a una maldad?

lunes, agosto 02, 2010

El azar concurrente en una esquina

La escritora brasileña Nélida Piñón



No sé si es la poesía la que se vale del azar concurrente para prolongar sus misterios o si es el azar concurrente el que se vale de la poesía para convertirse en enigma. Ya dirán ustedes que estoy leyendo a Lezama y que por eso hoy di inicio a este artículo invocando un elemento clave de su sistema poético. Así es. He leído en estos días algunas de las páginas en las que el etrusco de La Habana nos sumerge en su remolino de metáforas, volviéndonos añicos las nociones que traíamos. Pero no es esa la razón por la que viene a cuento. En otra oportunidad comentaré esas lecturas asombrosas y sus incidencias en una revista que pronto publicaremos en San Felipe. Ahora sólo quiero compartir la aparición del azar concurrente en una calle de Río.

El hecho ocurrió ayer en una esquina de Leblón. Yo buscaba una tienda de ropa y traía en mis manos la bolsa con los libros que había comprado en la Travessa. Constaté que el centro comercial estaba cerrado y que debía dejar para otro día la visita a la tienda. Me detuve un instante a revisar la bolsa y saqué uno de los libros. Era el de Nélida Pinón, titulado Corazón andariego. Lo abrí y leí la frase inicial de la página 161 en la que la autora recuerda que su madre visitaba la iglesia de Santa Mónica cuando la familia vivía en Leblón. Como estas cosas me suelen ocurrir, no me extrañé de la coincidencia. Seguí caminando hasta llegar a mi hotel para iniciar en forma la lectura de esas memorias de la gran escritora brasileña. Quería encontrarme con su mundo infantil, con sus padres y abuelos gallegos, con sus primeras lecturas y, especialmente, con la cocina de su madre.

Mi interés surgió al leer hace un año una entrevista en la que la autora hablaba de la comida como una aliada de su fantasía y mencionaba con fruición un pollo a la romana y unos insuperables bifes a la milanesa. Pues bien, no sólo me reencontré con esas referencias culinarias, sino que descubrí un libro precioso que es, en realidad, un amable canto a la familia o la recreación poética del íntimo universo de una narradora fascinante. En él están sus casas de Río de Janeiro y el pueblo minero de San Lorenzo, como los más entrañables tesoros de la infancia. Y están sus padres y el abuelo Daniel. Por cierto, muchos años después de ser ella una escritora reconocida, descubrió que “Nélida” era un anagrama del nombre de su abuelo. Este quiso que la llamaran Pilara, como la bisabuela, pero una tía se empeñó en buscarle otro nombre y propuso el de “Nélida”. La tía obtuvo la adhesión del resto de la familia y Daniel se disgustó de por vida. Pasaron muchos años y un día la entrevistó un joven de Minas Gerais, quien le expresó su emoción por la tía que había tenido el acierto de llamarla Nélida, en homenaje a su abuelo. Se produjo así, de súbito, la revelación anagramática del noble sentido de su nombre. Sin duda, los hilos lezamianos del azar concurrente habían hecho su trabajo secreto en la familia.

Curioso por saber dónde se encuentra la iglesia de Santa Mónica que la madre de Nélida Pinón visitaba cuando vivían por estos pagos, indagué ayer mismo en la web y me enteré de que el mencionado templo estuvo ubicado en la esquina de la avenida Ataúlfo de Paiva con la calle José Linhares, justamente en el sitio donde ayer abrí Corazón andariego.

No sé cuántas veces habrá aparecido el azar concurrente en mi paseo de ayer. Sé que también habita esta página.

lunes, julio 26, 2010

Un sancocho para Cela y una celada


1. El 8 de agosto de 1953 a Camilo José Cela le sirvieron un suculento sancocho en San Felipe. El convite tuvo lugar en el fundo Higuerón. Sus anfitriones, fieles al Nuevo Ideal Nacional, debieron mostrarse muy atentos y solícitos con el ilustre invitado. Lo sé por el excelente ensayo de Gustavo Guerrero acerca de la novela que Tarugo le encargó al español, con el ilusorio y pueril deseo de opacar a Gallegos.

Al dar cuenta de la gira de Cela, Guerrero apela a las notas de prensa que reseñaron su paso por buena parte de la geografía venezolana. Sabemos, de ese modo, que el día anterior al sancocho sanfelipeño, el autor de La colmena había estado en Barquisimeto, y que poco después, en compañía de Manuel Vicente Tinoco y del poeta Pedro Sotillo, tomaría rumbo hacia los Andes. Dejémosle que siga con su animado cortejo perezjimenista y volvamos nosotros a la pitanza de Higuerón.

La noticia indica solamente que se trató de una comida “soberbia”. No aporta otra cosa, pero el adjetivo empleado es más que suficiente. Así, podemos imaginar que cuando el aroma del "compuesto" impregnó la sala, los invitados supieron que la mesa estaba servida y comenzaron su gustosa faena.

No me interesa saber si allí estaba el “Cachicamo” Cordido, gobernador del Estado en ese entonces (podemos suponerlo presente, dado el carácter casi oficial de la visita), porque no me anima la crónica social, sino la culinaria. Lo que tiene relevancia para mí es conocer las características de la suntuosa vianda, seguramente servida al viejo modo castellano: primero el caldo humeante y luego las carnes y verduras. Comer en dos o tres tandas es darle el ritmo idóneo a las comidas “soberbias”. Un plato que es varios platos se aviene mal con los apuros y “tojuntos”. Demanda parsimonia y el reposo proporcionado por algún guarapo, a falta de buen vino. Se me ocurre que al organizar la “tournée”, el previsivo y "parisino" Laureano Vallenilla le dio precisas instrucciones a Tinoco. No es extraño entonces que algún borgoña haya sido descorchado en Higuerón, aunque mi imaginación se inclina por la cordura de los organizadores y apuesta más bien por un carato de guanábana o una “resbaladera” bien fría, para demostrarle a Cela que contábamos con bebidas más densas y sabrosas que la horchata. Lo que sí es probable es que el cilantro de monte haya ocupado lugar de privilegio en la composición de la “olla” yaracuyana, así como las costillas de res entre sus carnes. Tampoco hay dudas acerca de la presencia del plátano inmancable (Cela en el glosario de La catira lo llamará “cambur”, al hablar de su uso en el sancocho). Las arepas, por supuesto, fueron el pan de ese "histórico" condumio.

2. El Nuevo Ideal Nacional ejecutó una política de inmigración que trajo a nuestras tierras la más notable oleada de europeos que habíamos recibido hasta ese momento. Independientemente de la base ideológica de esa política (o de sus lunares), lo cierto es que nuestra cultura experimentó una influencia importante y positiva de los italianos, españoles y portugueses que vinieron a Venezuela a trabajar y a integrarse a su suelo y a su gente. La década del cincuenta fue la época en que comenzamos con más frecuencia a comer en la calle. La oferta se enriqueció con la aparición de restaurantes italianos y españoles. Ir a comer “espaguetis” al negocio de los Sallusti, en Barquisimeto, fue una novedad convertida después en costumbre. En todas partes pasó lo mismo. La mesa casera comenzó a ser visitada por platos que antes sólo conocía cierta élite. Doy un ejemplo incontestable: domesticamos la “lasagna” con prontitud y la convertimos en “pasticho”. También nos volvimos “paelleros” o comedores de camarones al ajillo, al gusto de los españoles. Sin abandonar el pabellón con baranda, la sopa de caraotas o de arvejas, el arroz con pollo y los asados, nos hicimos por algún tiempo multiculturales en la cocina, demostrando que poseemos un gusto versátil, apto para acoger lo chino (como hoy en día lo japonés), sin obviar desde luego la rica variedad libanesa o siria que aún puede sacarnos de apuros a la hora de comprar en la calle una buena cena o un almuerzo digno…

Sin embargo, la tentacular Venezuela petrolera nos tenía preparada otra celada. Con la pérdida de la cultura campesina, el olvido de nobles tradiciones gastronómicas y la atrofia del gusto por la invasión de la comida chatarra, el país de los hidrocarburos produjo estragos en numerosos segmentos de la población y ahora nos cobra en la mesa la onerosa factura de un “progreso” que desdeñó el amable, barato y diverso fogón de las abuelas y que no sabrá qué hacer cuando nos llegue el momento cercano de la ruina.

lunes, julio 19, 2010

Homenaje a la necrofilia

Dante Gabriel Rossetti. Lady Lilith

1. Ya no lo visitaba la imagen de la amada muerta con su hermosa cabellera leonada. Ahora era el recuerdo del manuscrito que había depositado en la urna, lo que asediaba sus interminables noches en vela. Quería rescatar de la penumbra unos sonetos. Buscó sosiego en el láudano, pero una resistente obsesión lo fue minando poco a poco. Un día no pudo más y tomó la decisión de abrir la tumba de su adorada Elizabeth. Como lo fúnebre se aviene mágicamente con la oscuro, el acto se produjo después de la medianoche. A pesar de su frecuente trato con la muerte, el poeta esa vez tuvo miedo o pudor y no asistió al cementerio de Highgate. La autorización de exhumar, obtenida después de vencer varias dificultades (entre ellas la sospecha de algún fraude y la posible oposición de su madre, propietaria de la tumba), permitió que unos agentes funerarios extrajeran de la caja mortuoria el ansiado manuscrito, encuadernado en cuero gris y con el canto de las hojas en rojo. Ya el poeta podría dormir tranquilo. Había rescatado un libro que tal vez le daría gloria literaria eterna. Después de comprobar que el cuaderno se encontraba severamente dañado por la humedad y que algunos cabellos de Lizzie se habían adherido a la tapa, se sumió en un largo mutismo. Al cabo de unos días revisó mejor y pudo salvar varios poemas. Los entregó a la imprenta bajo el título La casa de la vida. La crítica y el público le fueron adversos. Dante Gabriel Rossetti había buscado la celebridad en un sarcófago y de algún modo la obtuvo, pero bajo la forma de un unánime repudio. Exhumar resultó en su caso la exhibición de unas manías. Algo más le deparó su incursión en lo macabro: adquirió para siempre el hedor de una lúgubre humedad. Quedan, por fortuna, los diversos rostros de Lizzie, pintados por él. La veo en este instante mirarse en el espejo, haciendo de Lilith, es decir, simulando que el espejo la refleja. Los vampirólogos saben que no es así.

2. Era médico, pintor y poeta. Porque amaba la vida, le dio a la muerte amplia presencia en su obra. Sacudió a las buenas conciencias caraqueñas en el año 62 con una exposición en un garaje de Sabana Grande. El, y el grupo literario al que pertenecía, se adelantaron en muchos años a los autores de “instalaciones” o de “performances” que todavía espantan a ciertas sensibilidades. No tuvieron piedad con la pudibundez de entonces y montaron aquel legendario Homenaje a la Necrofilia, con vísceras y huesos de animales recién sacrificados. El escándalo sobrevino de inmediato y, por supuesto, también el cierre de la exposición, por razones no sólo sanitarias, sino también políticas. Carlos Contramaestre y sus compañeros del Techo de la Ballena habían descorrido el velo de la hipocresía. Otras muertes cotidianas, en el asfalto-infierno de Caracas, eran invisibilizadas por la “gran prensa”. Pasaron décadas y hoy podemos celebrar la osadía de los “balleneros” en las mismas paginas que hace casi cincuenta años sirvieron para recusarlos. Lo cierto es que la muerte como tema continuó siendo fundamental para Contramaestre, autor en los noventas de un estupendo poemario titulado Tanatorio y de este texto no incluido en ese libro y que me auxilia en estos días en que tanto se habla de cadáveres exhumados e irredentos:

Antropofagia de la muerte

Los muertos se comen a los muertos
y su ceniza se vuelve estiércol para los dioses
que sobreviven con el hueso de los recuerdos.
El alma atraganta con su liviandad
alada a esos cuerpos deshabitados
próximos al vacío del limbo.
Sin embargo sobremueren".

3. Andrés Eloy Blanco en el año 47, a propósito de los restos de Simón Bolívar, habló de glorificar su tumba y afirmó que quien glorifica no profana. En esa oportunidad abogó también por un jubileo del culto bolivariano. Hay quienes, separándose de la letra –no sé si del espíritu- del gran poeta cumanés, insistimos en que para glorificar no es necesario rendir cultos.

lunes, julio 12, 2010

Ese gol es manchego

Andrés Iniesta

Ayer todos supimos, por fin, el olvidado nombre de ese pequeño lugar de la Mancha. Se llama Fuentealbilla y apenas pasa de dos mil habitantes, según las últimas estadísticas. Está muy cerca de la ciudad de Albacete y forma parte de su provincia. Desde hace siglos se alimenta de migas, salpicones, gazpachos, andrajos y, por supuesto, de duelos y quebrantos. Es un punto más de la llanura manchega. A los nativos de Albacete se les tiene por apacibles y por ser un tanto socarrones. Emplean pocas palabras para hacerse sentir y defender un secreto linaje de hidalguía. Uno de los suyos, el escritor Antonio Martínez Sarrión, recuerda una voz del idiolecto local para condensar en ella los rasgos de los albacetenses: samuguez. El vocablo alude a “una suerte de reticencia (…) verbal y gestual, que en ocasiones roza lo cartujo, con sus hilachas adicionales de terquedad y numantinismo mental”, nada que no comparta con multitud de lugares españoles, como termina afirmando el poeta que alguna vez fue “novísimo” de Castellet.

Típicos o no, estos españoles de Fuentealbilla disfrutan mucho más que otros de la fiesta que ayer empezó en todo lo ancho y largo de la piel del toro. Yo sabía que de Albacete eran el ya citado Martínez Sarrión y Antonio Beneyto, narrador y dibujante, a quien conocí en mis años barceloneses, pero no estaba enterado de que Andrés Iniesta también había nacido en unos de esos lugares de la Mancha de cuyos nombres pocos terminan acordándose. Ahora todos lo sabemos. Como si se hubiera adelantado el premio gordo de la navidad, Fuentealbilla celebra el ya legendario gol de Iniesta, que dejó bien atrás la nostalgia por el de Zarra contra Inglaterra en el 50. Toda España salta de alegría, pero en Albacete cantan hasta las piedras. Ese gol nació inscrito en la historia de las bellas artes españolas. Es de Iniesta y de todos los que juegan en España el mejor fútbol del mundo. Ese gol es manchego, y por serlo, nos permite ahora celebrar su epifanía con un condumio digno del amable Sancho Panza.

Apenas supe que Andrés Iniesta era de un pueblo de Albacete, vinieron a mi memoria las migas, los gazpachos y un vigoroso ajiaceite de alubias blancas. Recordé a Beneyto en una taberna del Barrio Gótico llamada Casa Cleo, bebiendo vino blanco y comiendo andrajos, mientras su novia le arreglaba el pelo y él me hablaba de Alejandra Pizarnik. Imaginé que en Barcelona hoy todos deben ser de Fuentealbilla y corean a Iniesta y a sus compañeros del equipo culé, pero también a los otros héroes de la noche. Busqué entonces unos versos de Dionisia García, poetisa de Fuente Alamo (la de Albacete) y encontré estas palabras precisas que ilustran el momento supremo en que San Iker Casillas besó la copa: “¿Quién podrá comprender la permanente dicha, / el beso singular de la cosmogonía?”.

España venció las sombras, porque hoy en día su fútbol es, sin duda, el más luminoso del universo. Vayamos a la cocina y hagámosle honores con un ajo mortero. En una olla con poca agua pongamos a cocer papas y unos trozos de bacalao ya desalado. En un mortero grande machaquemos unos dientes de ajo. Una vez cocidos el bacalao y las papas, escurramos y desmenucemos el bacalao. Pongamos todo junto en el mortero y poco a poco vayamos agregando aceite de oliva, sin dejar de remover para que se mezcle bien, hasta que resulte un puré denso. Sirvamos con cuartos de huevos sancochados.
Buen provecho y gracias a Dios, porque España está en nuestro corazón y en nuestra mesa.

lunes, julio 05, 2010

Ollas podridas


No dispone el lenguaje coloquial de palabra alguna para designar a quienes tienen atrofiado el sentido del olfato. A diferencia de sordos, mudos y ciegos, los anósmicos deambulan innominados por el mundo, sufriendo una terrible carencia que, hasta donde sé, no ha dado lugar a organizaciones que los agrupen y defiendan. Asociaciones de ciegos y de sordomudos realizan un noble trabajo desde mucho antes de que la “corrección política” nos obligara al uso del eufemismo de la “discapacidad”. No ocurre lo mismo con quienes no pueden oler ni lo divino ni lo humano. ¿Tendrá que ver con eso la falta de un término corriente que los precise? Lo cierto es que una sensación de impotencia nos invade cuando intentamos aludirlos sin rodeos. Bien sé que la ciencia médica emplea el vocablo “anosmia” para referirse a la ausencia de olfato, pero no conozco una expresión que podamos usar en “román paladino” para nombrar a quienes sufren de ese mal. Los fastidiosos adalides de la hipocresía verbal tienen resuelto el asunto. Ellos hablarán de “discapacitados olfativos”, mientras nosotros seguiremos lamentando que el español no haya acuñado una locución idónea para señalar con nitidez a quienes teniendo exagerada o poca nariz nada les huele ni les hiede. Mucho ingenio dedicaron los escritores del Siglo de Oro hispánico a zaherirse entre ellos por sus defectos físicos, pero en materia de narices, no pasaron de ridiculizar quevedianamente a aquel célebre hombre pegado a la suya, que no era más que “un elefante boca arriba” o un Ovidio Nasón más narizado”. Que Góngora y Quevedo tuvieron buen olfato lo podemos inferir de esa ausencia de acrimonias nasales. Algo se les hubiera ocurrido para la crueldad de sus afrentas mutuas y no estaría el idioma todavía penando por una palabra exacta.

Todos estos días los medios de comunicación nos han hablado de comida descompuesta. Sin restarle al tema ni una pizca de su importancia (la tiene, y mucha, independientemente de la alharaca o disimulo de los opinantes), confieso que al oír a un inteligente político opositor enumerar las características “sensitivas” del gobierno, noté cómo debió modificar el ritmo enumerativo que traía cuando llegó al sentido del olfato. En ese momento el orador vivió la impotencia verbal a la que me referí antes. Impotencia no suya, sino del idioma, me dije. Pensé entonces en este asunto del que vengo hablando y, sobre todo, en la imprescindible beligerancia de los olores en la cocina y en la mesa. Si no olemos bien es muy difícil que cocinemos y es imposible que tengamos gusto. La comida no llega a tener sabor, si antes no es percibida por el olfato. No sé el tiempo que va de lo segundo a lo primero, pero sé que forma parte de un mismo proceso, cuyos elementos deben combinarse en armonía. Sobre esa materia mucho se ha escrito y no voy ahora a repetir cosas bien sabidas por los lectores, salvo una: la indivisibilidad de los sentidos del gusto y del olfato es lo que permite que ciertos “malos olores” vayan seguidos de sabores gratos. Que lo digan los degustadores de ciertos quesos, como Cuchi, a quien un hermano menor le dijo una vez: “¡Na´guará, te j…….., te vendieron un queso podrío!”. Ella había comprado un roquefort de verdad y su “pestilencia” había impregnado la cocina. Robertico, que después sería también un buen cocinero, comenzaba así a descubrir las paradojas culinarias.

Es fama que Napoleón le pidió a Josefina en una carta que no se bañara porque llegaría dentro de tres días y no quería perderse sus aromas naturales. También lo es que para algunas culturas el llamado “faisandé” es el mejor estado para disfrutar de algunas carnes. Al encontrarse en los umbrales de la pudrición es cuando éstas deben ser preparadas, según ciertas creencias gastronómicas. No pasa lo mismo con la legendaria “olla podrida”, tan del gusto de Sancho Panza, que no lo es por pasada o descompuesta, sino por “poderosa” o “poderida”, como se decía en tierras burgalesas cuando nuestro idioma aún andaba dando trompicones.

lunes, junio 28, 2010

Fútbol y memoria

Luis Suárez

1. Soñamos con la inédita felicidad de aupar en el 2014 a nuestra vinotinto. Sabemos que ese sueño es posible y por eso nos preparamos para vivirlo cuando se inicie en Brasil el próximo mundial de fútbol. No deberíamos olvidar que esa preparación ha de incluir las previsiones necesarias para afrontar la angustia de cada juego, en especial, la de algunos. No hay nada más agónico que ver a tu equipo en un partido decisivo. Uno sufre cada vez que el narrador repite el lugar común de que “no hay mañana” y más todavía en el instante en que se cobra un peligroso tiro libre contra la oncena de nuestros pesares. Ayer viví esos momentos cuando veía avanzar ominosamente al mexicano Salcido hacia los parajes de Argentina. Si bien la ventaja me daba cierta tranquilidad, no dejaba de cuidar mi corazón alejándome unos segundos de la tele para retornar cuando pensaba que la amenaza había pasado. No es difícil saberlo. Al no escuchar los gritos de los vecinos, cesa el suplicio. Pero éste vuelve, porque el fútbol es vertiginoso y en cámara lenta sólo juega Riquelme.

Estamos en las etapas cruciales del mundial. Seguramente presenciaremos esa crueldad que la sádica FIFA ha ideado para resolver los juegos que terminan empatados después de las prórrogas: las tandas de penales. No se ha ideado una tortura peor que esa para los fanáticos. A sabiendas de que es una propuesta ilusoria, propongo su inmediata eliminación. Utopista como soy, sé que defiendo así un derecho humano frente a la sevicia oficial de los principales usufructuarios del negocio, quienes nunca pierden porque juegan con las cartas marcadas. Lo cierto es que de nuevo podemos ser rehenes de ese insufrible tormento de los penales. Ruego porque esta vez no le suceda a la Argentina, equipo que apoyo desde el 86 y con el que me he entrenado como hincha en los mundiales, para afrontar algún día el rol de ser un partidario apasionado de la selección de Venezuela. Con Argentina he celebrado y he sentido hondas aflicciones. Creo que ha sido una buena escuela. Tengo además la experiencia beisbolera de gran doliente: soy del Cardenales de Lara en las buenas y en las malas y, como sabemos, han sido más las últimas que las primeras. Curado de espantos, pero con las ilusiones muy vivas, asisto a la refriega.

2. La tradición es tan beligerante en la cocina como en el fútbol. Un viejo truco culinario puede resolver cualquier dificultad en los fogones, así como el recuerdo de un viejo esplendor puede ser el acicate triunfal de los equipos con verdadero pedigree. Algunos tienen el nombre de países que fueron un imperio y ese nombre juega, pero no tanto como el estricto ancestro deportivo. Uruguay nunca fue una nación imperial, pero posee una historia gloriosa en el fútbol y el sábado las ráfagas de esa historia jugaron también. Y están jugando bellamente en este mundial surafricano, con las destrezas y el talento de Suárez y Forlán y la maestría del director Oscar Tabárez. La “celeste” no puede olvidar que en su enseña están los nombres de los muchachos del 30 y del 50 y que el mediocampista negro José Leandro Andrade demostró no sólo cómo se bailaba el fútbol sino también el tango en la Europa de entreguerras. Cuando Luis Suárez marcó el formidable segundo gol contra Corea del Sur, en un partido que vi sin sobresaltos, supe que el Uruguay de la memoria era quien ganaba ese juego. Fui entonces a la cocina y busqué dulce de membrillo y queso guayanés para hacerme un arbitrario Martín Fierro y celebrar así el triunfo uruguayo, mientra oía la voz de Jaime Roos cantando “¡Vamo arriba la celeste!”.

lunes, junio 21, 2010

Gladys


En los últimos meses conversar con ella era hacer el recuento de viejas alegrías, vividas por uno mismo o heredadas a través de sus míticos relatos. Era irse para la casa de la 17 a regar amorosamente la uña de danta del jardincito que estaba frente a la cocina o viajar hasta El Tocuyo, donde una vez más le regalaría el vestido sin estrenar de mi abuela Ana a una pordiosera harapienta que un día tocó la puerta de su casa en la Fraternidad. Los recuerdos se agolpaban esperando algún detalle imprescindible que ella agregaría con su gracia prodigiosa.

A veces era sólo el saludo de la niña distraída que dijo “Adiós, pues” cuando respondió a la mención de su nombre en la lista de la escuela. A veces era sólo el olor de unas flores en el cuarto o el poema perdido en el que Angel María afirmaba que “la espiritualidad no se pinta” y que para pintarla a ella hacían falta unos pinceles imposibles. A veces era sólo un pregón, un desayuno o un personaje de su pueblo que atravesaba como un rayo la memoria.

Una tarde fuimos a un acto de graduación de bachilleres en el Teatro Juares. Era un sábado lluvioso del año 64. Aplaudimos con entusiasmo a los padrinos de promoción y a los jóvenes parientes que recibieron su título ese día. Salimos felices. Caminamos tres cuadras y entramos al legendario restaurante de carnes de la 24. ¡Con qué deleite y dedicación se comió ella las famosas arepas rellenas de don Juan! Fue una fiesta verla comer así. También lo era verla servir su sabroso hervido de gallina los domingos al poeta Castellanos o al profesor Giménez y darse el gusto inmenso de agradar a los invitados. El oficio de servir lo ejercía con plenitud ceremoniosa. Había sido la bella reina de los estudiantes y pasó a ser la guardiana fiel y entregada, la cuidadora de mi padre y de sus cuatro hijos. Así nos transfirió el noble sentido de la dignidad doméstica.

No se esmeró en la costura. Tenía una máquina de coser que mi hermana Elsy y yo usamos para jugar, mucho más que ella para aplicarse a los cortes de batista, de lino o de organdí que mi padre le traía. Esa máquina fue locomotora, nave espacial, carro de carrera o pequeña casa para nuestra imaginación arrebatada. Tal vez los inolvidables trajes con la estampa de burritos, que mi hermana mayor y yo tuvimos en nuestra infancia, salieron de una efímera fiebre costurera de mi madre. Lo cierto es que mucho más se dedicó a otra máquina: la de escribir. Aprendió a hacerlo con habilidad profesional y yo me aproveché de su método para convertirme en temprano mecanógrafo. Ella salió a la calle a trabajar y a compartir con Castillo (así llamaba a mi padre) los gastos de la casa. Redobló sus obligaciones y nunca sustituyó una por otra. Se hizo dueña de nuevos espacios, sin estridencia alguna, haciendo de niña eterna a veces, pero muchas más de guía sabia y comprensiva. Levantó casa y sembró en ella su hermoso regocijo. Verla disfrazada en unas fotos, con las amigas claretianas de Nueva Segovia, es leer la novela familiar del júbilo.

Escribo esto poco antes de ir a despedirla. Siento ahora que mi madre nos ha legado un gran sosiego. Eso es mucho y no sé cómo pagarlo.

lunes, junio 14, 2010

¿Y quién es Diego?


Desde el viernes pasado habitamos en el populoso planeta Fútbol. Cada cuatro años hacemos este viaje e incorporamos a nuestra memoria un nuevo hito temporal. Solemos desde 1970 dividir las épocas vividas por nosotros en períodos de cuatro años: antes o después del mundial. Aparte de ser un eficaz recurso mnemotécnico, funciona asimismo como una seña de identidad que convoca y enlaza a múltiples culturas. Recuerdo que hace un año tuve una gratísima conversación con un profesor africano y que, aparte del literario, nuestro tema más afín fue el futbolístico. El verde de mi camisa sirvió de excusa para iniciar una charla acerca del Betis, un equipo no precisamente de Venezuela ni del Senegal, país de mi amable y culto interlocutor, sino de España, concretamente, de Sevilla, con el agregado de que no se trata de un conjunto clamorosamente exitoso como el Barcelona o el Madrid, con seguidores en todo el mundo, sino más bien de una oncena experta en la derrota, pero amada por los sevillanos, cuya frase “¡Viva er Betis, manque pierda!” es una bellísima proclama de amor. Del Betis y sus querencias pasamos a los mundiales y por ahí surgieron diversas aristas, destacándose las referidas a los jugadores, cuyos nombres son el punto central de la afición. Esa escena se repite a diario en todo el mundo. Sin ninguna duda, el fútbol es un puente prodigioso para el diálogo.

Ahora nos encontramos de nuevo sumergidos en el vertiginoso discurrir de los mundiales. Estamos dispuestos a modificar nuestras rutinas para adecuarlas a los horarios de los juegos y, de no poder hacerlo del todo, buscaremos la manera de que el fútbol no encuentre veda en ningún espacio laboral. Apenas se inicia el campeonato el escritor Eduardo Galeano coloca un cartel en la puerta de su casa donde dice de manera tajante: “Cerrado por mundial”. En una ocasión (año 98), quien suscribe, junto con su socio, para concentrarse en el mundial de Francia, detuvo la redacción de un proyecto de mucho interés para ambos. De otro modo no se hubiese cumplido con la dedicación sagrada a los juegos ni con la calidad del trabajo que teníamos pendiente, el cual requería dedicación absoluta. Como eso no lo podemos hacer siempre (y menos aún lo de Galeano), es sólo cosa de combinar con destreza los momentos lúdicos con los de las tareas profesionales. Y si se tiene la suerte de que nuestro equipo esté ganando, pues mucho mejor para el trabajo. La alegría regala ráfagas de magia a lo cotidiano y ayuda a superar cualquier escollo.

Hoy siento todavía el sosiego que el sábado me dio el triunfo de Argentina, así como el regocijo por haber visto el domingo a una Alemania con la joven sorpresa del turco Özil. Por encima de las penosas fallas porteriles de los primeros juegos, en mi memoria se impone el esplendor de las jugadas y el brillo inmaculado de Lionel Messi. Y nos falta ver a España, a Brasil, a Paraguay, a Portugal y a Italia, para no hablar de la simpatía que ya nos produjo el equipo de Ghana y el maravilloso arquero de Nigeria. Esto apenas se inicia, pero ya el entusiasmo está presente. Nos complace mucho que Africa sea la sede de esta fiesta y que la impronta de la dignidad surafricana sea su guía. Jamás sobra la fuerza de los símbolos. En la trastienda del fútbol ha habido (y hay) muchas trampas e infamias, pero a ellas se opone una nobleza: la de quienes hacen del deporte un territorio donde ética y estética nunca se separan. Y algo más: donde es posible recuperarse frente a todas las hostilidades. Por eso para mí este mundial tiene un plus: el retorno de Diego. ¿Y quién es Diego? podría preguntar con desprecio alguno de sus detractores? La respuesta la dio Jorge Valdano con una tautología que es a su vez una consigna de adhesión: “Diego es Maradona”. Y punto.

lunes, mayo 24, 2010

De la cocina ecléctica a la cocina política


Al héroe le pareció hermosísima la niña de cabellos rubios que divisó entre la maleza. Bajó del caballo y la tomó en sus brazos. Le comentó a su compañero: “Mire usted la linda flor que me he encontrado”. Y siguió con ella hacia la casa. Estaban cerca de Salta, en “Los Horcones”, la hacienda de los padres de la niña de tres años que ahora lloraba sobre el azul dormán del general Güemes. Al llegar a la puerta campesinos y soldados lo reconocieron y aclamaron. La “flor de la maleza” seguía llorando, mientras su madre lo abrazaba como a un hermano. Muchos años después la gran escritora que llegó a ser la niña habría de recordar ese momento crucial en una página ferviente. En sus líneas vemos al admirado visitante en el pleno esplendor de su gloria. Sólo la mirada augural de alguien que recibe a la llorosa niña, ve otra cosa en el rostro de Güemes. Es la tía que la recibe de los brazos del general, murmurando en un tono ominoso: “La niña ha llorado como si la hubiera besado un muerto…¡ay! ¡ay!”.

Este martes celebran los argentinos la fecha bicentenaria del inicio de su independencia. He querido aproximarme a ella desde el norte para salirme del ritual porteño. Podría festejar a Moreno y a Belgrano, los nombres que prefiero entre los patriotas que integraron la primera junta soberana, pero la estampa del héroe de la Quebrada de Humahuaca me la impone ahora la prosa de una salteña universal y es a él y a esa salteña a quienes quiero honrar este 25 de mayo.

Güemes fue garrido y gallardo. Impidió con su destreza y su valentía que los realistas del Alto Perú reforzaran las fuerzas de los viudos del virreinato. Sin un norte que resistiera la embestida no habría habido éxito en Buenos Aires. El nombre de Güemes tiene, por ese hecho, un sitial muy empinado en la historia argentina de la libertad. También lo tiene por su sino trágico. En lugar de unirse todas contra las fuerzas de la corona, las provincias del norte, siguiendo las ambiciones y envidias de algunos caudillos, se distrajeron en guerras fratricidas. Martín Miguel de Güemes, víctima de la traición inevitable, sería asesinado en junio de 1821. Algunos en Jujuy y en Tucumán, al saber la noticia, se frotaron con fruición las manos. Tal vez con Güemes vivo San Martín no habría declinado su papel estelar en la liberación del continente, pero esas son especulaciones de historia-ficción que podrían afectar algunas cercanas susceptibilidades… Mejor es “non meneallo” y vayamos a las ataviadas páginas de Lugones en La guerra gaucha, para completar nuestro homenaje a Güemes y a sus épicas hazañas en el norte de Argentina.

Ella, la niña, se llamaba Juana Manuela Gorriti. Fue una de las primeras novelistas de América y una mujer dotada de un talento generoso y múltiple, que quisieron para sí algunos misóginos de su tiempo. Americana de Salta, pero también de La Paz, de Lima, de Arequipa y de Buenos Aires, Juana Manuela fue periodista, biógrafa, ama de casa, promotora de tertulias literarias, maestra, cronista y cocinera. Le debemos el impagable aporte de un libro extraordinario: Cocina ecléctica, un compendio de recetas del siglo XIX que a lo largo de varios años fue recibiendo de sus amigas. Es mucho más que un recetario. Es una incursión por uno de los lugares más injustamente invisibilizados de nuestra cultura: el fogón doméstico. Hace pocos días leí un elogio de esa obra. Lo hizo Hebe de Bonafini, autora de un libro que presentaremos la próxima semana en la UNEY y que se titula Cocinando política. La noble y combativa madre de la Plaza de Mayo supo encontrar en Juana Manuela Gorriti una voz para el diálogo casero que el sarao de los bicentenarios no acostumbra oír.

Y ya que estamos celebrando, cerremos con el himno:

¡Al gran pueblo argentino salud!

martes, mayo 18, 2010

Los conjurados

Borges en Ginebra

José Antonio Ramos Sucre

En la ciudad que alguna vez fue un país (hoy es varios países), la lluvia no se cansa y nuestro poeta no duerme. Escribe una carta después de haber besado varias veces un retrato. Es el retrato de Ella, a quien no volverá a ver más, como lo manda el cáustico dios de la desdicha. Besa sus ojos y piensa en Diana de Poitiers, “segura de su juventud invulnerable”. El encuentra aburrida la ciudad de Calvino y siente que su atmósfera gris incrementa la aflicción de estos días terribles. Afina la certeza de que ya no hay esperanza para sus males y lo abate el miedo a la locura. Desea ir a París para comprarle a Ella una obra de arte que guarde el secreto de una belleza intemporal, pero sus deberes oficiales lo hacen rehén de la Liga que pronto tendrá allí una Asamblea crucial. Ha de quedarse, entonces, en la ciudad que fue del joven Borges en los tiempos de la guerra y es ahora el albergue de una paz que se hace esquiva. Ha de quedarse bajo la vigilia y en la lucidez incólume de su nostalgia.


Pronto será su cumpleaños y nada mejor que hacerlo coincidir con una despedida inexorable. Su correspondencia reciente viene dando cuenta del destino oscuro de sus pasos. En alguna carta de abril, sin embargo, dio consejos de retórica precisa, así como del arte de aprender idiomas. Hizo esa vez una sabia comparación gastronómica: se aprende como se come. No aprenden quienes se atragantan y se impacientan por saberlo todo. Devorar sin la demora del regodeo es alejarse de la sapiencia en su sentido pleno. Por eso recomendó a su hermano que la sobrina aprendiera “a sorbos y no en gran cantidad”. El, que supo tantas cosas, supo a qué sabían en verdad todas sus lecturas. Se daba el enorme gusto de saborearlas. Si no le interesaba el tema, se detenía en alguna frase elegante o en la precisión de una palabra. Abominaba del apuro y buscó, como Darío, una forma que encontrara su estilo. Y la encontró. Su cincelada poesía es la prueba de ese paciente ejercicio literario.


En otra de sus cartas postreras negó la leyenda de su misantropía, así como la fama de híspido que algunos le endilgaron. Dos años atrás dejó de escribir poemas, pero en los meses finales la necesidad de un diálogo epistolar se le impuso como medio adecuado de escritura. Lo aprovechó para algunos desahogos. A la ciudad de Rousseau llegaron esos días las sombras de la vieja casona de los interdictos, pero también el resplandor del golfo. Llegaron las imágenes amables de las primas, en particular, la de Ella, una Beatriz de ensueños que no contaba amarguras. Y los días alegres del pescado y de las largas sobremesas, llegaron sigilosos a su cuarto. Ahí estaban, justo el 9 de junio, habilitando al poeta para su viaje solitario.

Hace pocas horas llegué a Ginebra por vez primera. El azar concurrente quiso que el hotel donde me hospedo, conseguido a última hora, quede a pocas cuadras de la casa donde Borges vivió su adolescencia. Pero no es la de Borges, sino la imagen desolada de José Antonio Ramos Sucre, la que atraviesa estas líneas que estoy trazando con fervor. Dentro de unos minutos iré al cementerio de Plainpalais para ofrendar calladamente. Se me ocurre ahora que, además de la personal emoción que allí me lleva, en el solaz infinito del amado argentino no estará de más un tímido saludo del cumanés insomne.



En el centro de Europa los dos están conspirando. No sé cuál de ellos disculpará esta página.

lunes, mayo 10, 2010

La sabrosa comida del domingo


Su memoria asocia el tenaz sonido de la lluvia en las ventanas a una ruidosa agonía. Para los otros habitantes de la casa, tal vez esa misma música se vincule a un inolvidable placer gastronómico. Todo se gestaba en la cocina. Era domingo y el almuerzo incluía el plato estelar de la familia. Su elaboración provocaba en él, más que asco, impotencia e intenso dolor. Para los demás, era una fiesta. Los invitados prodigaban frases laudatorias y se admiraban de las excelencias del costoso condumio. En dos o tres ocasiones le pidieron que comprara los apetecibles animalitos y regresó sin nada, inventando que estaba agotada su existencia. Por sospechoso, nunca más le confiaron la tarea y encargaron a la cocinera de la valiosa compra. Ella retornaba con el tobo lleno y de inmediato se dedicaba a la lenta preparación, que suponía previamente el uso de un cajón con pasto, para encerrarlos y alimentarlos con una hierba rara, especie de purgante que hacía el solaz de los bichitos. Un día completo permanecían allí. El domingo los bañaba con sumo cuidado, antes de meterlos en la olla de agua fría, vivos y límpidos, acompañados de especias, sal y vinagre. El agua se iba calentando poco a poco y surgían los chillidos, la ruidosa agonía que dije al comienzo y que generaba en él un deseo infinito de fuga. Un domingo, tras un copioso y largo banquete, tomó la decisión y se fue para siempre.

Lo anterior no es más que un resumen arbitrario y torpe de un cuento genial de Amparo Dávila, una escritora zacatecana cuya presencia espectral y legendaria, todavía es un enigma literario mexicano. El relato se titula Alta cocina y, como todos los suyos, se mueve en una atmósfera de ambigüedad que poco a poco va alcanzando altos niveles de tensión. No nos da su nombre, pero suponemos, por algunos datos iniciales, que son caracoles de tierra los animalitos cruelmente cocinados. Del huido tampoco sabemos mucho, pero lo imaginamos niño en edad de hacer mandados, obsesionado y dolido por la muerte de los caracoles. Sobre Amparo Dávila estamos enterados de su antigua fama de mujer hermosa y de que hará unos nueve o diez años se le apareció a la escritora Cristina Rivera Garza en una novela extraordinaria, para asombro de quienes descreen de la vida propia que tiene la literatura.

Los caracoles forman parte de la cultura ancestral de muchos pueblos del mundo y antes de compartir con la langosta un sitial destacado en la alta cocina pública, fueron, al igual que este crustáceo, alimento de los pobres. Jamás olvido las páginas de una novela de Elio Vittorini titulada Coloquio en Sicilia en la que la madre campesina del narrador recuerda la dieta cotidiana de caracoles, diciendo que eran excelentes y sabrosos y que se podían preparar guisados con ajo y tomate o rebosados y fritos. Una vez refrescada su memoria, el narrador, ahora citadino, revive los momentos de la infancia y se ve a sí mismo chupando golosamente caracoles de sus conchas. He leído en algún lado que en las cárceles de los Estados Unidos, en el siglo XIX, el rancho de los presos incluía diariamente langostas y que para mitigar ese “horrible” castigo hubo de limitarse su consumo a sólo un día por semana. Pero la semejanza que más nos interesa ahora reside en uno de los modos de preparación que prevalece, tanto para los inofensivos moluscos como para la langosta: lanzarlos vivos al agua caliente. Un famoso novelista peruano reseñaba hace poco en uno de sus artículos la discusión que tuvo con una señora, enemiga acérrima de las corridas de toros. Ella se estaba comiendo una langosta y predicaba contra la sevicia atroz de la tauromaquia. El escritor replicó con la imagen del crustáceo cayendo vivo sobre el agua hirviendo. Todos tenemos alguna aversión, pero también algún gusto por hincarle el diente a algo que fue materia viva. Quien esté libre de pecados que tire la primera piedra.

lunes, mayo 03, 2010

El desayuno de don Francisco


Un Conde-Duque lo detestaba con atrocidad suprema y un Rey, no exento de estulticia, le otorgó el ilustre privilegio del odio. Su desparpajo intelectual y su inmensa cultura, que incluía un conocimiento profundo de la bajeza humana, lo convirtieron en el incordio permanente de las medianías. Ducho en la forja de eficaces invectivas, colmó de elevada mordacidad el Siglo de Oro. Se querelló -venablo va, venablo viene- con otros grandes de su época, a los que se igualaba en valía y en aplomado desacato a esa sandez que hoy llaman “corrección política”. No llegó a envidiar a nadie. Siempre fue él el envidiado. La imbécil sargentería de algún gobierno con sus plumíferos a sueldo, pretendió zaherirle mediante infundios y torpezas. Y no se diga nada de aquellos crótalos cercanos que, creyéndose amparados en el anonimato o en la pseudonimia mostrenca, se delataban en la bastardía de las letrinas -que no letrillas- dejando al desnudo la podredumbre de su encono. Que sigan todos ellos entredevorándose, infelices, en los albañales y volvamos al insigne, jamás rebajado en su grandeza y desdeñoso –como debe ser- de las ruindades.

Lo vemos a la mesa, a la hora puntual del desayuno. La criada le ha servido la bebida de costumbre que él describirá después en una carta como “un compuesto muy ardiente”. Nuestro escritor bebe con fruición inocultable y con pasmoso denuedo un alimento que, según su consejo dietético, ha de tomarse hirviendo, porque “causa más provecho que tibio y frío”. Los pocos datos que nos dará en la carta mencionada, escrita en el convento de San Marcos de León, no parecían suficientes para determinar de qué bebida se trataba. Sin duda, el remitente había jugado al escondite. Más de trescientos años tardamos en saberlo, pues a la academia literaria no le interesaba ni le interesa la gastronomía.

Fue un cocinólogo, cultor de heterodoxias y gulas, el descubridor de la charada del desenfadado estilista. Hablo de Xavier Domingo, quien armado de imaginación y de saberes, dio con el enigma. El compuesto no era otra cosa que una bebida americana de los dioses: chocolate. Nos informa Domingo que en el siglo XVII se produjo una reyerta teológico-alimentaria acerca de si el chocolate rompía o no el ayuno eclesiástico. La ortodoxia dictaminó que sí. Esa sentencia, unida a la conseja de las propiedades afrodisíacas, rodeó de velos, en las mesas conventuales, el consumo del sabrosísimo caldo. Tal vez fue esa la razón por la que el conceptista madrileño jugó con la retórica que amaba y se dio el gusto de escribir cifradamente su adicción al chocolate con ámbar (de allí lo de compuesto), sin dar señales de estar quebrantando un interdicto. Otros cabos ató Xavier Domingo para dar con la verdad. Algunos años antes de la carta, el autor había escrito sobre “los diablos” de América y en una frase imborrable reveló sus pecaminosas “debilidades” : “…llegaron el diablo del Tabaco y el diablo del Chocolate, que, aunque yo lo sospechaba, nunca los tuve por diablos del todo”. Eso, y el hecho cierto de que en su época era usual beberlo hirviendo, o con ámbar, por su carácter estimulante, redondean la sagacidad argumental con que don Xavier afirma de manera rotunda que era chocolate el suntuoso desayuno cotidiano de Quevedo.

Sigamos bebiendo chocolate a discreción y leyendo divinamente a don Francisco de Quevedo y Villegas, quien según Borges, fue “menos un hombre que una dilatada y compleja literatura”, lo que ya es decir (y admirar).