sábado, diciembre 31, 2005

Desde la ciudad junto al río inmóvil...

...donde no estoy comiendo sino morfando como Guy Monod, le digo a todos los amigos de Duelos y Quebrantos:

¡FELIZ AÑO 2006!

lunes, diciembre 19, 2005

La hallaca: una ceremonia afectiva

Todos en navidad cedemos a los placeres de la mesa. No hay cuerpo que se resista ni dieta que se cumpla. Y es que la celebración decembrina no sería tal sin la felicidad de los condumios. Las promesas de austeridad en nuestras ingestas quedan postergadas para los buenos propósitos del año venidero. Nada de abstinencias gastronómicas en estos días propicios al exceso, durante los cuales parece que nos hubiese sido otorgada una licencia especial para los desafueros del convite. No es para menos. Se trata de una fiesta del espíritu cuyo centro se encuentra en la cocina, a la que acudimos en familia para dar cumplimiento a los rituales de una hermosa tradición. Por unas semanas somos todos golosos y hallaqueros.

Hemos ido perdiendo numerosas usos y costumbres, pero la secular hallaca no se desvanece. Ahí está, viva, manteniendo su lugar estelar en la navidad venezolana. En torno a ella giramos durante los días pascuales, intentando recuperar convivencias perdidas o espacios de amor lesionados y maltrechos. La hallaca hace el milagro de reunirnos. Y la cosa comienza desde los preparativos de su confección, pasa gozosamente por ésta y no concluye con su consumo. Se prolonga en los intercambios vecinales, amistosos, familiares, o simplemente, afectivos. La hallaca es un aguinaldo que se comparte y un gusto colectivo que nos damos una vez al año para disfrutar de la paz, o por lo menos, de la tregua.

Un tratado de sociología venezolana que se respete tendría que detenerse en la hallaca como un capítulo fundamental de la concordia criolla. Ver a los hermanos distribuirse las tareas en su elaboración, a la madre dirigir la brigada y al padre probar el guiso o amarrar torpe o diestramente, es un espectáculo de integración hogareña que no puede pasar inadvertido al estudioso de nuestro carácter como pueblo.

Hacer hallacas es, sin duda, una manifestación riquísima, que no se limita a la actividad alimentaria. Representa un acto de comunión con los ancestros y de reencuentro con nuestros contemporáneos. Es una expresión de patrimonio cultural material e inmaterial, a la vez. También lo son sus resultados. Y algo más, representa los más preciados orgullos caseros, los más célebres trofeos gastronómicos de varias generaciones. Las hallacas son simultáneamente vanidades comestibles y simbólicas. Son sabrosísimas querencias milenarias.

Plato barroco y rey de los tamales, la hallaca recorre nuestra historia y recoge a su paso lo mejor de las raíces de este continente. A partir de su presencia arquetipal, admite variantes de diversa índole, dejándole a la sazón de cada uno el secreto de su grandeza, que se revela de una vez en el color y la textura de la masa. Lo que sí no ha admitido aún la hallaca es la novelería. Así, cualquier intento de deconstrucción refistolero se estrella contra esta pieza monumental de la cultura venezolana. Y es que deconstruir afectos no puede ser impune. Y la hallaca, como se sabe, es sobre todo una ceremonia afectiva.

Este año, como siempre, ayudé como veterano amarrador, en la confección de las hallacas de Cuchi, en cuyo guiso la única carne que participa es la del cochino. La manteca de este soberbio animal (temida por algunos hugonotes de la alimentación) es la que se encarga de realzar la delicada masa de estas hallacas que son como las de mi abuela tocuyana, cuyos secretos alguna vez le confió a Cuchi mi tío Oscar Castellanos París, a cuya memoria dedico el esplendor de este momento sagrado.

Feliz Navidad a todos. Y ¡salud!

jueves, diciembre 15, 2005

Navidad y Nazoa

15-12-05:

La mañana de hoy está fría. Me llegan recuerdos de los diciembres de mi infancia. Por eso puedo decirme que ha empezado para mí la navidad. Ya puedo repetir un soneto de Aquiles Nazoa que me gusta mucho y que sólo viene a mi memoria por esta época. Mejor dicho, sufro de una especie de reflejo condicionado. Cuando siento la navidad (por el olor, o por el frío, o por la luz) en mí se disparan, sin esfuerzo, los siguientes versos de Nazoa:

Avelina, Avelina, amiga mía,
hermana de mi novia y mi pañuelo,
hoy he pensado en ti mirando el cielo
con su inocente azul de Epifanía.

Sabrás que es Navidad; que de agua fría
nos pone el clima flores en el pelo,
mientras envuelto en su gabán de yelo
pasa diciembre en troika de alegría.

Lleno su corazón de cascabeles
y músicas de antiguos carrouseles,
la ciudad se volvió juguetería.

Y en ese fino mundo espolvoreado
de azúcar infantil, te he recordado,
¡Avelina, Avelina, amiga mía!

(Aquiles Nazoa)

Y ahora a las hallacas. Saludos navideños a todos.

lunes, diciembre 12, 2005

La cocina es el laboratorio de la vida

Debería ser un lugar común y no una atrevida rareza académica de la UNEY considerar a la cocina como un espacio fundamental de la ciencia de los alimentos. Pero qué le vamos a hacer. Nos tocó esta época de analfabetismos “ilustrados” y de vaciedades curriculares que nos obliga a aclarar lo obvio y a enseñar las cosas que creíamos sabidas desde siempre. Así, debemos repetir viejas verdades como la siguiente:

La cocina: ¡qué invención tan ingeniosa y extraña, del ser humano! Bien visto lo que hacen para nosotros en la cocina los misteriosos oficios del fuego, puede decirse que cuando el hombre comparece ante su plato de humeante comida en la mesa, ya la parte más demorada y laboriosa del acto nutricio le ha sido realizada desde hace bastante rato por el trabajo del fogón.

La cocina nos facilita artificialmente el trabajo primario de nutrirnos y nos abrevia el tiempo de hacerlo; todo esto quiere decir que la cocina es una máquina. Es la más antigua de las máquinas inventadas por el hombre; es nuestra máquina de comer. Y es, como toda máquina, un instrumento de liberación del espíritu. El oficio de la cocina hace por nuestro cuerpo lo que sin su intervención tendrían que hacer en dificilísimas condiciones nuestros dientes, nuestra lengua, nuestras glándulas y nuestras mandíbulas. Es, admirablemente sintetizada, una proyección, una reproducción artificial, de ese complicadísimo taller de elaborar la vida, que tenemos en nuestro aparato digestivo. Y por lo mismo que su trabajo de comer por nosotros no es sólo de orden físico –ablandar, docilizar y comprimir materias-, sino también licuar o diluir sustancias, emulsionarlas y transformarlas, bien podemos tenerla, al mismo tiempo que como una simplificación de ese admirable taller, como el más fino y delicado laboratorio, imagen resumida de las químicas entrañables por las que el hombre transforma la tierra en movimiento de su cuerpo y vuelo de su espíritu.

La cocina le permitió al hombre compartir su existencia entre tiempo de vegetar y tiempo de vivir, reduciéndole a breves actos el cumplimiento a las demandas primordiales del subsistir; proporcionándole por consiguiente un margen de ocio y libertad, apto para emplear en otros afanes las horas de sus días. La parte de actividad que el hombre consume en su alimentación, se reduce a completar, tomándolo en su etapa de síntesis útil, un trabajo cuyos aspectos mecánicos y químicos simplificó para él la cocina. El tiempo que todas las demás especies debieron esclavizar inexorablemente al instinto de comer y al trabajo de digerir, se tradujo para las criaturas del mundo zoológico en acondicionamientos del organismo a las necesidades primarias y en acomodaciones al sistema natural de alimentación, que los dejaron definitivamente encadenados a la naturaleza. El hombre, al delegar en la cocina la parte más absorbente y morosa de su trabajo nutricio, pudo así diversificar su tiempo vital (...) Así lo que llamamos civilización y lo que llamamos cultura, se originó (...) con la invención de la cocina
”.

El texto anterior no pertenece a la brillante profesora Anabel López, interesada, como todos saben en la UNEY, en repetir esos lugares comunes que tanto disgustan a cierta oligofrenia. Pertenece al admirable poeta venezolano Aquiles Nazoa, quien siempre supo decirnos con gracia “las cosas más sencillas”.

lunes, diciembre 05, 2005

Ayer salió la lancha Nueva Esparta

Y llegó hoy cargada de carites, lamparosas, corocoros, sierras, cazones, pargos y jureles. Y fue la fiesta. Habrá pescado “vivo” en la casa. Para el desayuno, corocoro frito y bollos. Hervido de jurel para el almuerzo, con ñame, mapuey, ocumo y yuca. Y para la cena, cuajado de cazón o lamparosa frita acompañada de arroz blanco y plátano asado. Y mucho casabe. Y mucha arepa. Y de postre, dulce de jobo de La India. Si estamos en Irapa o en Güiria, podríamos atrevernos con un pabellón donde el carite frito sustituye, como debe ser, a la carne mechada. Y así terminamos el día cantando lo que iniciamos cuando supimos la buena nueva de que había llegado la lancha Nueva Esparta: “salió confiada a recorrer los mares/ y encontró un pez de fuerzas, muy ligero,/ que agarra los anzuelos y revienta los guarales”.

Esa cotidiana realidad de los pueblos de pescadores es casi siempre un sueño para quienes vivimos lejos del mar y damos un ojo por un róbalo. Si estamos en San Felipe o en Barquisimeto y queremos pescado fresco de verdad y no esas piezas del pleistosceno que exhiben su vetustez sobre un engañoso hielo en las refrigeradoras de los supermercados citadinos, debemos trasladarnos temprano hasta Tucacas. Qué le vamos hacer. Aquí nos tocó. Lejos del pescado fresco y cerca de la especulación y del peligroso congelado. Si en Tucacas conseguimos carite y langostinos podemos llegar a la casa y prepararnos una moqueca. Cebolla, tomate, pimentones, leche de coco y ají picante, harán lo demás.

Germán Carrera Damas, eminente historiador y diplomático, cumanés criado por pescadores guaiqueríes, nos visitó recientemente y nos trajo su sabroso libro Elogio de la gula (Editorial Norma, agosto 2005). Allí encontré el material gastronómico del primer párrafo de este artículo, y sobre todo, estupendas recetas (no sólo de pescados) que harán las delicias de los lectores que disfrutan del don divino de la gula. Hoy quiero compartir con ustedes las instrucciones que Carrera Damas nos da para hacer empanadas de cazón:

EMPANADAS DE CAZON

“Se elaboran con la masa para arepas, pero añadiéndole un punto de dulce con raspadura de papelón, y el guiso de cazón (hervido en abundante agua, añadiendo cebolla, verde ajoporro y unos cuantos ajíes dulces reventados, para combatir el fuerte olor que se desprende se añade un pedazo de pan duro; después se prepara, en un caldero, un sofrito con cebolla, ajo, ají dulce y tomate, y onoto para darle color. Sal, comino y un poco de ají picante perfeccionan el sofrito. Se incorpora el cazón y se mezclan bien los componentes. Se monta a fuego lento, revolviéndolo con frecuencia, hasta quedar casi seco). Se les fríe nadando en manteca no demasiado caliente, de manera que se doren sin arrebatarse”.

Nos dejó también Germán Carrera Damas el grato recuerdo de unas opiniones oportunas y certeras acerca de la pertinencia de nuestro pregrado Ciencia y Cultura de la Alimentación, uno de los desafíos académicos más fascinantes que encontrarse pueda en la educación superior de Venezuela de hoy en día. Una apuesta contra la corriente y contra la mediocridad, que Carrera saludó de esta manera: “Para entender el amplio proceso de la alimentación hay que meterse en la cocina, de lo contrario se corre el riesgo de que la investigación se quede en documentos, sin vivenciar este fascinante arte”. Y remató con estas palabras generosas: “La UNEY asume al hombre como integralidad y no divorciando el intelecto de los sentimientos y de lo sensual. Es la primera vez que tengo noticias de una universidad que nace bajo ese vínculo, y si los aplausos pudieran escribirse, yo haría más de un párrafo de ovación”.

lunes, noviembre 28, 2005

Elogio de la gula

Hoy tuvimos en la UNEY la grata visita de Germán Carrera Damas, con motivo de la presentación de su estupendo libro Elogio de la gula, pleno de saberes y sabores y que es, sin duda, un verdadero regalo para la literatura gastronómica venezolana.

De ese libro hablaré después. Por ahora sólo deseo consignar mi admiración por el autor, un eminente intelectual capaz de reunir con acierto la diplomacia y la cocina, así como la gran historia y la pequeña.

Copio el epígrafe que figura en la introducción de Elogio de la gula:

"Alguien dijo que hay dos clases de libros: los de cocina y los demás. Me permito añadir que los de cocina hablan al espíritu a través de la sensibilidad. Los demás hablan a la sensibilidad desde el intelecto. Los de cocina crean una comunión. Los demás establecen una comunicación"

(El glotón ilustrado)

lunes, noviembre 21, 2005

Con Chento y Cuchi a la mesa

Noviembre de 1958. Un hombre entra a su casa. Debería hacerlo cabizbajo, pero no. Es un maestro. Es un viejo maestro de escuela, probablemente el más importante de su tiempo. El no lo sabe. Nunca ha salido de su pueblo, salvo para ir una que otra vez a Coro. Tiene 59 años y acaba de ser jubilado, tras casi cuarenta de fecundo servicio continuo. Se llama Manuel Vicente Cuervo y todo el mundo lo conoce como Chento. Uno de sus muchos discípulos, ahora psiquiatra, le ha recomendado una labor-terapia para el ocio que hoy inicia. Chento acepta, cuelga el sombrero y se mete para siempre en su cocina.

Noviembre del 2005. Estamos en Coro, en una de las viejas casas de su centro histórico. Nos hemos congregado en ella para celebrar la aparición de un libro de recetas (en realidad, se trata de la importante antología de un libro) que al decir del profesor Juan Alonso Molina es la obra culinaria “más vasta escrita en nuestro país en todos los tiempos”. Sólo la afortunada reclusión culinaria de Chento Cuervo, un pedagogo innovador y riguroso, fue capaz de depararnos este libro increíble, lentamente escrito, con la bella caligrafía de un maestro empeñado en dejar testimonio veraz de su disciplinada práctica casera. Quienes lo conocieron no podían, quizá, esperar menos. Chento Cuervo fue un maestro excepcional, adelantado a su tiempo, curioso, apasionado y sereno, según las ocasiones lo dictaran. Con su indiscutible calidad magisterial ocupó durante varias décadas el espacio cimero de la vida educativa del Estado Falcón.

Para el acto festivo de esta noche, María Elvira Gómez, rectora de la Universidad Nacional Experimental Francisco de Miranda le pidió al Centro de Investigaciones Gastronómicas de la UNEY (co-editora del volumen) que elaborara una muestra de las recetas de ese libro casi milagroso. Y el Centro cumplió con creces.

Acá está hoy Cruz del Sur Morales (Cuchi) con su equipo (Ricardo, Osmany, María, Manzanilla). Pasaron varios días trabajando y procurando la mayor fidelidad a las indicaciones del maestro. Esta noche, con agua de un manantial de Puerto Cumarebo, estamos bautizando el libro de Chento Cuervo, hermosamente diseñado por Miguel Aguilar. Nos aprestamos, después de la intervención musical del ensamble “Cuadrivium”, a ir a la mesa con Chento y con Cuchi. Tres platos, dos contornos y un postre fue la selección de Cruz del Sur. Y esto comeremos: gallina blanca, pernil de cerdo a la criolla, torta de carne, arroz al horno, coliflor al horno y torta de auyama. Lo demás es alegría, memoria y homenaje al maestro universal de Puerto Cumarebo.

Coro, 18 de Noviembre del 2005

lunes, noviembre 14, 2005

La alimentación curativa

Muchos años después ante una suculenta crema de brócoli, el capellán universitario Pionono Anzola había de recordar la tarde remota en que Toto de Lima, cargado de yerbas, irrumpió en la cocina de su casa con el propósito de realizar una práctica de alimentación terapéutica. Como para entonces carecía de interés en esos temas, el pequeño Pío captó sólo el juego de palabras de su abuela por la aparición intempestiva del visitante: “¡Con que el arbolario de Toto ahora es herbolario!”. Era ambas cosas, sin duda. Los brebajes y sopas que Toto de Lima preparó en esa ocasión tal vez hicieron el milagro de curar al tío enfermo, pero fue el médico Méndez quien se llevó los honores y para el pueblo Toto siguió siendo sólo el yerbatero.

Las cosas han mejorado, pero no lo suficiente. Hará unos veinte años un conocido y sabio naturista tuvo que soportar la fama de brujo que los universitarios le endilgaban. No entendían éstos el uso casero de las verduras para la curación del ser humano y persistían en el típico autismo de la ignorancia doctorada. Los más hábiles ejercían la falacia retórica y le atribuían al naturista lo que éste no había dicho seriamente nunca, para refutarlo a sus anchas. Así, se creían inteligentísimos cuando afirmaban que también la naturaleza produce venenos y que buena parte (o casi todos) de los llamados “alimentos naturales” han sido intervenidos por el hombre. Round de sombra. Ningún naturista que se respete dejaría esos flancos descubiertos para solaz de la echonería universitaria y pseudocientífica. El asunto es distinto. Es la existencia de otros saberes y de otras culturas, cercanas a los laboratorios milenarios de la naturaleza y muy distantes de la medicina gremializada que discurre, impune y soberbia, entre las aulas y las clínicas. Esa diversidad cultural es la que no termina de ser reconocida por el “saber” hegemónico, irritado y molesto porque hay quienes postulan a la cocina como el espacio ideal para proteger y mantener la salud.

Nada ganaremos con las investigaciones acerca de la inocuidad alimentaria si no hay cultura culinaria de por medio. La buena práctica agrícola, el cuidado riguroso del huerto orgánico, el cumplimiento de las normas más estrictas en la industria de los alimentos, la veracidad informativa de las etiquetas o el merecido y difícil sello de calidad de los productos; todo, todo eso puede estrellarse contra la vida cotidiana, tal como le pasó a la barca del amor de Maiakovski. Una incultura culinaria puede acabar en un segundo con los mayores esfuerzos en pro de la inocuidad de nuestros alimentos. Y eso puede ocurrir mucho antes de que éstos lleguen a la cocina. Así que no se trata de esperar la “mis en place”, la entrada a los fogones y menos aún, que la mesa esté servida, para reparar en la indispensable presencia de lo gastronómico en todos los estudios sobre la alimentación de seres humanos.

Vuelvo al recuerdo del capellán Anzola. Toto salvó a su tío de la disfagia, del cáncer y de la melancolía, después de varios días de tratamiento alimentario. Comenzó así:

Hizo un caldo con lagarto sin hueso, hervido, bien ablandado. Le agregó brócoli (pudo ser coliflor, zanahoria, auyama, berro o espinaca). Hirvió el brócoli por poco tiempo para preservar sus propiedades antioxidantes. Luego licuó muy poco a poco y finamente para evitar colar, de manera que se conservaran las fibras de la verdura. Al licuar le añadió dos cucharadas de semillas de ajonjolí tostadas y una de almendras (pueden ser también nueces o maní). Licuó muy bien porque las semillas no podían quedar enteras.

Eso fue todo.

domingo, noviembre 06, 2005

Cuchi Morales


Cuchi Morales y Cecilia Todd

Uno de los más gratos recuerdos que tengo de Medellín y de sus múltiples imágenes espléndidas es, sin duda, la alegría que nos dio el almuerzo preparado por Cuchi para todas las delegaciones que asistieron al Encuentro sobre el Patrimonio Cultural Intangible de los Países Andinos. Fue un día jueves y Medellín estaba más caliente que nunca. Los almuerzos anteriores habían tenido muchos contratiempos (correspondieron a Ecuador, Perú y Bolivia) y no había por qué pensar que el de Venezuela iba a escapar al sino. Pero los astros estaban de nuestra parte y la cocina de Cuchi pudo esa vez ser el amable regalo que todos merecían.

Conservo una imagen indeleble, gracias al minimalismo natural de la memoria, capaz de resumir lo que la palabra no puede:

Un antropólogo acaba de probar el postre de merey. Levanta la cucharilla y mientras lo hace, también levanta su cabeza. Algo quiere ese hombre que no se le escape. No sabe qué es y pregunta: "¿Qué cosa es esta maravilla?"

P.D: Cecilia Todd, en la foto, revela que sí lo sabía.

Guerín


En Construcción

El documental que es ficción que es poesía que es mirada de Rilke que es memoria recuperada de los seres y las cosas.

Con el monto del premio Guerín se compró una cocina.

domingo, octubre 30, 2005

¿En qué se parecen un cocinero y un escritor?

La metáfora culinaria es un viejo y noble tópico. Curtius la documenta en su libro clásico. Ahora que lo digo recuerdo la lista de los títulos imprescindibles que para nuestro oficio de lectores elaboramos un día en el taller de la Casa de las Letras. En ella no podía faltar el de Curtius sobre la Edad Media latina. Otros eran los de Albert Beguin, Hugo Friedrich y Mario Praz, suerte de estaciones obligatorias para un personal Curso Délfico que no ha concluido todavía. Curtius nos llevó hasta Píndaro para recordarnos que la poesía es alabada, precisamente, porque ofrece algo de comer. Nos recordó el saboreo del fruto prohibido para decirnos que la Biblia es la fuente principal de las metáforas de alimentos. Así, el día en que Rafael Arráiz Lucca me instó a que pensara en un cocinero y en un poeta y a que le dijera por qué razón esos seres eran tan semejantes, la analogía me pareció pertinente y respondí cuanto sigue:

“-Si pienso en Carême, por una parte, y en Rubén Darío, por la otra, o en uno de esos chefs esclavos del recetario de moda y en un aséptico cumplidor de preceptivas “literarias”, cuento ya con dos parejas contrapuestas para ilustrar tu pregunta aseverativa. En efecto, un auténtico poeta y un verdadero cocinero se parecen mucho. Carême poseía genio, arte y no sólo destreza artesanal. Fue capaz de transformar una tradición gastronómica apegada a los platos calientes y de introducir en ella la presencia de los guisos fríos, sin que perdieran suculencia alguna, aportándole elegancia a una mesa ahíta de tanto rococó cocido. Con imaginación, con gracia, con apertura a lo imprevisto, Carême inventó el volován (vol-au-vent) a la financiera y le dio al hojaldre un sabor distinto. Asimiló la enseñanza de muchos cocineros, empleó fórmulas coquinarias al uso, pero lo hizo con libertad, sin obsecuencia, recreando y reiventando ideas. Se me parece mucho a Rubén Darío, hasta en sus decorados, probablemente la parte de su obra menos duradera.

Como Carême, Darío se alimentó de una rica tradición y le imprimió un sello nuevo, le dio la vivacidad que había perdido. No inventó el alejandrino (recordemos a Berceo, para no hablar del Libro de Alexandre), pero en los sextetos de Sonatina, ese metro adquiere una sonoridad y una armonía impecables, una especie de mágica melodía inusitada. Rubén escribió con pasión, “amó su ritmo y rimó sus acciones”, oyó voces ocultas, convivió con el misterio y otorgó su gracia interior a las maneras del verso. Fue el fingidor de Pessoa: alguien que finge que siente, lo que en realidad siente.

Las fórmulas, como decía Huidobro del adjetivo, si no dan vida, matan. Carême y Darío las usaron, pero no fueron usados por ellas. Fórmulas que matan son las de los escrupulosos hacedores de recetas. Estos autómatas cumplen al pie de la letra la cartilla, con ingredientes y medidas exactos. A los “dómines” de la forma literaria no se les ocurre nada diferente. Jamás una especie de soneto de trece versos como el de Darío o un mole poblano con algún chile de menos de los que ordena la receta.

El cocinero incapaz de emplear la imaginación para suplir algún ingrediente, jamás podrá habérselas con la cocina “pobre” (mal llamada tal), que es una manifestación coquinaria del genio y del azar en tiempos de escasez. En cambio, el verdadero cocinero inventará y le dará nobleza a lo precario. El suele inventar platos mientras recorre el mercado; seduce y se deja seducir por los productos frescos; si está en su casa no se detendrá ante la pobreza de una nevera: algo se le va a ocurrir. No en balde, “poiesis” es creación, tanto para el cocinero como para el poeta.

Así como proliferan los cocineros de “librito”, hay poetas que no dan un paso sin el recetario de turno. Es la temporada del poema breve, “esencialista”, úsese, entonces, el recetario “Crespo” o el recetario “Pérez Só”. Que es la época del poema exteriorista, conversacional, empléese el modelo “Pacheco” o el molde “Cisneros”, o también el recetario “Valera Mora”, que es la versión callejera del modelo expresado.

En esos casos (tanto para el poeta como para el cocinero) el resultado puede ser perfecto respecto del modelo, pero, muy probablemente, será un resultado distinguido por su insipidez. Los poetas y cocineros que no se entregan con pasión a su oficio (uso el vocablo pensando en el acto de oficiar, no de desempeñar un trabajo) y que no asumen un riesgo, acumularán platos o poemas, menús o libros, cada uno con su etiqueta de estilo o de tendencia apropiada, pero alguien, tarde o temprano, terminará mal. Tanta insipidez enferma el alma.

No puedo abusar de la metáfora culinaria. Ella tiene sus límites: los que marca el carácter no utilitario de la verdadera poesía y la sagrada perennidad de su presencia en el mundo. Si bien a un poeta lo puede enaltecer la comparación con un artista de la cocina, extremar las semejanzas podría convertirse en un ejercicio de frivolidad y olvidar que sus quehaceres inciden sobre materias muy distintas. Sólo pidamos que ambos sean auténticos, que el primero se haga memorable en el segundo y que sus creaciones sigan viviendo en el reino de la imagen, después de disfrutadas.

Desde hace veinte años estoy casado con una excelente cocinera. A riesgo de incurrir en lo que los ingleses llaman “falacia patética”, déjame decirte, por último, que me enorgullece más cualquier plato elaborado por Cuchi que algún poema feliz que yo haya podido escribir. ¿Cómo compararlo con su insuperable versión de chiles en nogada? Me declaro en absoluta desventaja"

Esa fue mi respuesta a la pregunta que Rafael Arráiz Lucca me hizo hace diez años para uno de sus libros de entrevistas ("Venezuela y otras historias"). Hoy podría agregarle diversos ejemplos de creación gastronómica que he tenido la fortuna de presenciar y disfrutar, ya no sólo en la casa, sino también en el aula universitaria de Salsipuedes, donde la poesía y la cocina se hacen una sola manifestación del arte.

lunes, octubre 24, 2005

Literatura y comida barroca (y 2)

En Paradiso, la comida vuelve al centro de la escena narrativa, como sucede de manera más evidente en el capítulo I. En Lezama estos platos simbólicos no expresan sólo el azar de las confluencias o la coincidencia fortuita y las yuxtaposiciones de elementos culturales distintos, sino que, en su forma de constituirse como tales, se obedece –también Sarduy lo afirma- a un saber propio con sus propias leyes, no a un saber “refistolero”:

“Se dirigió al caldero del quimbombó y le dijo a Juan Izquierdo: -¿Cómo usted hace el disparate de echarle camarones chinos y frescos a ese plato? Izquierdo, hipando y estirando sus narices como un trombón de vara, le contestó: Señora, el camarón chino es para espesar el sabor de la salsa, mientras que el fresco es como las bolas de plátano, o los muslos de pollo que en algunas casas también le echan al quimbombó, que así le van dando cierto sabor de ajiaco exótico. Tanta refistolería, le dijo la señora Rialta, no le viene bien a algunos platos criollos”.

El mulato Izquierdo, que se siente humillado y que se presenta a sí mismo como

“habiendo aprendido mi arte con el altivo chino Leng, que al conocimiento de la comida milenaria y refinada, unía el señorío de la confiture, y refugiaba su pereza en el Embajada de Cuba en París, y después había servido en North Caroline, mucho pastel y pechuga de pavipollo, y a la tradición añado yo, decía con sílabas que deshacían bajo los abanicados del alcohol que portaban, la arrogancia de la cocina española y la voluptuosidad y las sorpresas de la cubana, que parece española pero que se rebela en 1868”.

Es retomado y reelaborado como personaje, cuyos caracteres aparecen fundidos con los del chino Leng, en Maitreya de Sarduy:

“(...) Al triunfo de la revolución y más por falta de materiales para tratar el estofado de cinco maneras que por convicción o desaliento, había emigrado, el chino y su alumno, a las fondas chinas criollas de la octava avenida, pero repugnados por el abuso demagógico de la salsa de soja, y por los almibares y pastas refistoleras con que la cocina cubana trataba de mantener su exuberancia en el exilio, habían vuelto a París, donde la destreza de ambos en el adobo de los camarones había encontrado merecidas reverencias”.

Y toda esta continuidad metafórica que recorremos en sentido inverso, como un “viaje a la semilla”, tiene en Carpentier –ya lo dijimos- su gran iniciador y pionero de esta alta cocina literaria. Para la cubana Alicia Badillo estas metáforas o estos “textos culinarios caribeños”, como prefiere llamarlos, están relacionadas con las formas del poder, lo cual es evidente en Carpentier pero no tanto ni exclusivamente como tales en Lezama y Sarduy. Sin embargo, y concediendo esta relación entre comida y poder en El reino de este mundo, la comida y el festín no dejan de ser imágenes que rebasan esta pura relación, para convertirse, como ya vimos en los otros escritores, en símbolos del barroco americano.

Lázaro Alvarez.
Profesor de la UNEY
.

martes, octubre 11, 2005

Saludos

Recuerdos y saludos

desde la calle de Rimbaud.

domingo, octubre 09, 2005

Literatura y comida barroca (1)

El escritor Lázaro Alvarez me ha hecho llegar un trabajo que reproduzco de seguidas:

He querido hablar, en esta oportunidad de un homenaje a Carpentier, de dos temas que, en nuestra Universidad, pueden sernos próximos, como lo son la literatura y la comida. No es en realidad muy difícil relacionar literatura y comida entre nosotros, pues, se nos da sin esfuerzo y se nos hace copioso en la imaginación de los nuestros, como tantas otras cosas que se prodigan en estos cálidos ámbitos.

Como se ha dicho, la comida representa, más allá e incluso dentro de lo puramente fisiológico, un amplio campo y un enorme territorio de significación. La comida representa quiénes somos y cómo somos o cuáles son las formas imaginarias del deseo y la necesidad entre nosotros. Constituyéndose, sobre todo en muchas formas del arte moderno, es un signo de expresión cultural muy decisivo, tal como, por otra parte, lo entienden antropólogos como Jack Goody quien convierte al universo de la comida en eje principal para un método de investigación de las formas de identidad de los grupos humanos.

Todavía más y de un modo general, la comida y todo aquello estrechamente relacionado con ella, están constituidos como signos que son utilizados para promover ciertas formas de identidad local, sexual, y transcultural, pues la comida nos remite a una concepción del cuerpo, a una concepción de la vida y de su salud y a una concepción de la muerte que determina todas nuestras afirmaciones. La comida puede asumirse como representación simbólica del deseo y como la disponibilidad para el consumo de pasiones. La obra de Carpentier, por su parte, puede concebirse como un festín iniciático cuya comida nos mantiene y, a la vez, nos transforma. Representa ese alimento sobre el cual debemos volver siempre.

Por esta razón, dentro de la literatura contemporánea latinoamericana, esta figura se vuelve figura imprescindible, figura central y recurrida en el momento mismo de la elaboración de las imágenes más definitorias de nosotros mismos. Y uno de estos momentos más importantes y pioneros lo constituyen muchos pasajes de la obra de Alejo Carpentier, “padre fundador de la imaginación mágica en nuestra literatura”. Su obra fue calificada por Sergio Ramírez como “un aporte del caribe al acervo de nuestra cultura”.

Aporte tan imprescindible como se formula en la pregunta que recientemente se hace el mismo Ramírez en memoria del gran escritor: “¿Dónde sino en el Caribe de Carpentier habría de aparecer Henri Christophe, el personaje de El reino de este mundo, antiguo cocinero de una fonda que peleó por la libertad de los esclavos y luego inventó el trono de Haití para coronarse rey? Un rey que llegó a tener poder de vida y muerte sobre sus súbditos, los antiguos esclavos que él mismo había liberado, después de pasar a cuchillo a los colones franceses, y que bajo su férula volvían a ser lo mismo de siempre, esclavos. Una historia que no la magia, sino la realidad, sigue repitiendo incesantemente en Haití”. Y también en la misma ocasión, y como queda reflejado en la obra de Carpentier, somos “una gran olla en la lumbre, donde hierven ambiciones y delirios”.

Maestro como lo es, sin duda, y padre de la nueva imaginación literaria americana, Alejo Carpentier no podía dejar fuera de su sistema literario una imagen y un símbolo tan fundamentalmente central y nutricio como éste de la comida, metáfora que desde Píndaro no ha cesado de aparecer con el mismo prestigio.

Lázaro Alvarez
Profesor de la UNEY

domingo, octubre 02, 2005

Alberto Soria habla del merey y de Salsipuedes

El merey sirve para todo, y es amazónico aprendí semanas atrás en “Sal-si-puedes”. Cuando salgo de allí lo hago con dificultad (porque no quiero levantarme de la mesa), y siempre satisfecho. Es la sede del Centro de Investigaciones Gastronómicas de UNEY, en San Felipe, donde oficia y enseña su arte Cruz del Sur Morales. Se trabaja allí – entre otras cosas - en los sabores y alimentos con denominación de origen, que sin etiquetas comerciales viven en la memoria de las sociedades.

Pasan por “Salsipuedes” cocineros, doñitas, profesores universitarios, cocineras de entrecasa, literatos, investigadores, proveedores de alimentos, amantes de la cocina nacional, chamos que sueñan con alcanzar el cargo de chef, diplomáticos que llegan de Caracas, gente de la hotelería y posadas, productores agropecuarios y estudiantes. Allí uno comparte mesa siempre condimentada con literatura y doctas sobremesas con el rector de la universidad, Freddy Castillo Castellanos y con el vice-rector José Luis Najul, amante enterado de la cocina árabe.

En sus aulas se enseña teoría y de vez en cuando catas. En la cocina, diariamente, hay prácticas con productos nacionales. Los afanes con mayor repercusión, suelen ser los que llegan de la comida de familia. Aquellos que se transmiten de generación en generación, entre el tejido social de eso que llamamos nación. Se trata de productos, técnicas y platos, que tienen origen pero no fronteras.

Así me pasó con el merey. Formado en las cocinas del Mediterráneo y en el frío, por años el merey fue para mí lo que la aceituna para muchos norteamericanos (“una fruta en el fondo de un vaso de vodka”). El primer merey que probé era del Brasil y no se llamaba así en el bar del hotel Gloria, durante mi primera pasantía periodística en Río de Janeiro, sino “castaña de Cajú”. En el Inter-Continental de Río de Janeiro las servían en sustitución del maní. Diez años ya escribiendo crónicas gastronómicas por el mundo las encontré en otra barra, la del Hotel Le Meridien de Frankfurt, acompañando con dátiles y uvas pasas, en el servicio de los tragos espirituosos.

Resulta que en “Salsipuedes” según relata Biscuter quien dirige en la Web “Duelos y Quebrantos” (http://wwwconuqueando.blogspot.com), siempre disponen de merey en casi todas sus variantes: pasado, tostado, sin tostar y en mazapán, “esa forma gloriosa de la granjería guayanesa, a la que, por cierto, me abonaría de por vida, dada mi condición de dulcera impenitente”. Cuando en mi última visita prepararon un postre que me encantó y cuya calidad resalto, a la hora de las historias y los orígenes revelaron que la magia estaba en el merey.

El postre que me ofrecieron fue la conjunción armoniosa de una crema inglesa con mazapán de merey, es decir, una especie de natilla milagrosa. ¿Cómo la hicieron? Desmenuzaron el mazapán, se lo agregaron a la crema inglesa y batieron. Colaron para hacer la crema más fina y la sirvieron muy fría con tropezones de merey pasado.
El mazapán de merey, hecho de almendra de merey tostada y molida, con leche y azúcar, es, sin ninguna duda, una pieza fundamental del patrimonio cultural viviente de Guayana. Se come solo, en tortas, con helados, y ahora, maridado con la crema inglesa, en natilla de Salsipuedes.

ALBERTO SORIA

miércoles, septiembre 28, 2005

Ignominia y cine

Recuerdo una escena de Rosario Tijeras: Rosario Tijeras se dirige con uno de sus compinches a un velorio. Entran a prisa y con furia. Se abren paso atropellando a los dolientes. Nadie los detiene. Las letanías resuenan ominosas. Más ominosa aún la palabra que se escucha y se repite lentamente: "misericordia". Los intrusos llegan, por fin, hasta el muerto y descargan con fervor sus armas. Acaban de vengar al hermano de Rosario. La ignominia en su esplendor.

lunes, septiembre 26, 2005

La cocina es (el) saber

El nombre de esta columna es algo más que una metáfora. Como se sabe –y no nos cansaremos de repetirlo-, en la UNEY consideramos a la cocina un genuino laboratorio de la ciencia, de la tecnología y de la cultura, en general. Ella es, sin duda, el aula del sabor, pero también de unos saberes que no habían entrado antes a ninguna universidad venezolana por la puerta grande y con el rango académico que merecían desde siempre. En rigor, nuestra aspiración no era sólo que la cocina ingresara a la universidad, sino que la universidad accediera, sin sus irrisorias echonerías, a la fecunda tradición de los fogones.

En eso estamos desde hace seis años, contra viento y marea. Porque hay que decirlo: el autismo “académico” se niega de manera contumaz a reconocer la existencia de otros ámbitos donde el saber se gesta y reproduce con mucho mayor esplendor que el exhibido ahora por nuestras mediocrizadas casas de estudio. Si algo está desfasado en ellas, es, precisamente, la parcelación del conocimiento, merced a la cual cada cubículo “investiga” por su lado y sin conexión con lo que ocurre fuera de su demarcación presupuestaria. Y algo peor: muchos universitarios padecen de una especie de retraso mental crónico que el poeta Antonio Machado inmortalizó en la terrible imagen que ofrecen estos sus versos inmortales: “Castilla miserable, ayer dominadora,/ envuelta en sus harapos, desprecia cuanto ignora”. Por eso, los susodichos "scholars" vegetan campantes, entre trabajitos de ascenso o “congresos” donde se reciclan las mismas ponencias ilegibles (y los mismos invitados) o dormitan en las páginas cuasi secretas de esa ridiculez ya impresentable que mientan “revistas arbitradas”, una práctica editorial escolástica que hasta se precia de poseer –y es el colmo- un inocultable retintín de Santo Oficio.

Nada escuece más a los espíritus adocenados de la universidad corporativa que el saber de la calle. Miento. Hay dos cosas que los atribula en mayor grado: una, la buena escritura o el estilo literario (imposible de “arbitrar” por alguien) y otra, el sentido común. Incapaces de hablar o de escribir bien y claro, los “académicos” peroran o redactan (no escriben, desde luego) en un ideolecto indescifrable fuera de su feudo, suerte de muro verbal levantado para ocultar penurias del intelecto. Recluidos en las cámaras de sus universidades, reciben de vez en cuando la noticia de que hay una cultura viva en los barrios y entre los jóvenes, en el cine, en la literatura, en la música, en la palabra ¡y en las cocinas!, que se viene abriendo paso a campo traviesa, sin necesidad de ellos y muy, por el contrario, a pesar de ellos.

La cocina tiene un mundo por delante. Las universidades (ciertas universidades) no, salvo que abran por completo sus puertas al campo. En la nuestra, las investigaciones sobre alimentación tienen presencia protagónica de la cocina. Y aquéllas que han comenzado fuera de la misma, terminarán cocinándose en la salsa plural de los saberes culinarios, por la milenaria y sencillísima razón de que todo cuando se indaga, se reflexiona, se practica, se piensa o se trabaja en la ciencia de la alimentación humana termina en la mesa que todos compartimos.

lunes, septiembre 19, 2005

Cocina y patrimonio cultural en Medellín

Medellín es una hermosa ciudad que sigue haciendo esfuerzos heroicos para sobreponerse al clima de violencia que la agobió por completo durante casi dos décadas. Sin que haya cesado del todo ese clima, la gran capital de Antioquia vive ahora momentos de innegable recuperación. Sus calles, sin duda, volvieron a ser transitables y sus comunas parecen haber reencontrado un camino abierto y seguro hacia la paz. El “metrocable”, actual orgullo de la urbe, permite ver desde el aire el evidente desarrollo de los barrios, así como una comunicación rápida y confiable de la ciudad y los habitantes de sus cerros.

Si ya no es el lugar de la eterna primavera (tenía razón Fernando Vallejo: “¡Que fresquecito que era el Medellín de mi infancia!”), sí sigue siendo el centro de un bello paisaje entre montañas, es decir, un valle vivo, el de Aburrá, atravesado por el río y protegido todavía por nobles dioses vegetales. Desde las alturas de El Poblado contemplé una tarde, junto con Cuchi y Ricardo, el esplendor de Medellín, poco antes de meternos en un cine del Centro Comercial El Tesoro a ver “Rosario Tijeras”, la película donde Flora Martínez besa y mata y donde la ciudad mimada de los paisas sirve de escenario a cotidianos rituales de sangre y muerte que no son o fueron exclusivos de Medellín, como lo saben los atribulados ciudadanos de otras grandes capitales latinoamericanas.

Después de atravesar la sorprendente plaza de esculturas de Botero y de escuchar el estupendo discurso inaugural de Juan Luis Mejía, nos fuimos entregando al curso del VI Encuentro para la Promoción y Difusión del Patrimonio Inmaterial de los Países Andinos que tuvo su sede en la curtida y valiente ciudad de los nadaístas. En él participó nuestro Centro de Investigaciones Gastronómicas, representado por su directora Cruz del Sur Morales y por el investigador Ricardo Oropeza, quienes además de cocinar y colaborar con todos sus colegas andinos, explicaron con brillantez el rol estelar que la cocina posee en nuestro ámbito académico. Se referían, por supuesto, a la UNEY y a su carrera Ciencia y Cultura de la Alimentación.

Fue una experiencia muy importante por la calidad del intercambio y por la mayor y mejor valoración que ahora tiene el tema de la gastronomía en encuentros de ese tipo. No solamente se exhibió la cocina, como muestra de la diversidad cultural de nuestros países. No sólo sirvió de servicio para los participantes, con suculentos almuerzos diarios. No. La cocina fue también un lugar para el diálogo y la reflexión acerca del patrimonio inmaterial (y material) de los pueblos andinos. Fue un hilo conductor de la memoria, una piedra de toque para revelar riquezas o penurias.

El antropólogo Ramiro Delgado y sus discípulos de la Universidad de Antioquia, la chef peruana Gloria Hinostroza y su alumna Marleny, el profesor boliviano Ricardo Argandoña, los ecuatorianos Pazos (padre e hijo), la colombiana Rufa y los venezolanos Cruz del Sur Morales y Ricardo Oropeza, cumplieron con creces su misión en el Encuentro. Hicieron mercado, cocinaron, trasladaron alimentos, fueron chefs y ayudantes entre sí, realizaron talleres con el público y compartieron un panel sobre sus experiencias. Nos dieron, en fin, la alegría de la tierra y del fogón. A todos ellos, mi reconocimiento sin límites.

sábado, septiembre 10, 2005

Bogotá

Sólo para decir que estamos desde ayer en Bogotá. Y que Byblos, y que la exposición de fotografía del Museo del Banco de la República, y que la Caja de Herramientas, y que las calles en T de la Zona Rosa, y que el ajiaco y las guascas, y que el clima, y que los urapanes, y que el Transmilenio, y que Montserrate, y que para variar a Benito le subió la tensión, y que Bogotá es lo máximo.

miércoles, septiembre 07, 2005

El Orinoco en Medellín

Breves noticias desde Medellín:

En este momento Cuchi y Ricardo trabajan en la cocina. No han dejado de hacerlo desde que llegaron, ayudando a las demás delegaciones.

Mañana les toca a ellos y están ya en los preparativos del condumio
.

Perú nos deslumbró ayer con un postre de quinua y parchita que la chef Gloria Hinostroza (hermana del poeta Rodolfo Hinostroza) llama "Imperial de quinua". Hoy el boliviano preparó una deliciosa sopa de maní y plátano. Vino solo a Medellín, pero los muchachos del Laboratorio de Comidas de la Universidad de Antioquia, y sobre todo, Cuchi y Ricardo, lo auxiliaron y asistieron.

Hay expectativas por el lau-lau ahumado con salsa de merey y ají dulce que Venezuela servirá mañana, así como por el maravilloso asado de cochino que preparaba Petra en San Felipe hace décadas y que Cuchi ha recreado en Salsipuedes estos meses. Y no se diga de la natilla de mazapán de merey que este cronista reseñó celebratoriamente en un post de hace quince días.

Así que mañana tendremos gastronomía del Orinoco y de Salsipuedes en Medellín.

jueves, septiembre 01, 2005

Salsipuedes en (y de) Medellín

Mañana salgo para Medellín con dos cocineros de Salsipuedes, a quienes el próximo jueves les corresponderá preparar un almuerzo para 250 personas, dentro del marco del VI Encuentro para la Promoción y Difusión del Patrimonio Inmaterial de los Países Andinos.

La representación gastronómica de Venezuela ha sido confiada al Centro de Investigaciones Gastronómicas de la Universidad Nacional Experimental del Yaracuy (UNEY). El Cig-Úney tendrá a su cargo, además del almuerzo del día 8, un taller acerca de los platos que integran el menú del referido almuerzo. El día del inicio del Encuentro (lunes 5) participarán en un foro sobre gastronomía. Uno de los puntos centrales será el de la tradición culinaria: ¿Cómo cocinamos hoy los platos de ayer?

Al Encuentro asistirán delegaciones de Bolivia, Perú, Ecuador, Panamá y Venezuela. Asimismo han sido invitados representantes de España y de Francia. Los interesados pueden encontrar información acerca del Encuentro en esta página:

http://www.folclorandino.org

Como decían los republicanos españoles,

SALUD

y hasta la próxima

P.D: La tierra de Tomás Carrasquilla y de Sanín Cano es también la tierra de César Uribe Piedrahita, autor de una novela venezolana que, según algunos, es la mejor novela de tema petrolero que se ha escrito entre nosotros: "Mancha de aceite". Y es Medellín también la tierra del Nadaísmo. Así que, por esto último, acaricio la idea de traer un dato de interés para los atribulados "neonachistas" de la blogosfera.

Un nuevo libro de recetas

En rigor, se trata de un viejo libro de recetas, un libro que acaban de rescatar de la ineditez más absoluta dos universidades: la UNEY, de San Felipe, y la "Francisco de Miranda", de Coro. Bajo el título Con Chento en la mesa, en una bellísima edición conjunta, las referidas casas de estudio le han descubierto a los investigadores de la alimentación y la gastronomía en Venezuela un nuevo nombre: el de Chento Cuervo, maestro de escuela de Puerto Cumarebo, quien después de jubilado se dedicó casi por entero a la cocina, haciendo minuciosa anotación de su trabajo doméstico.
Dejemos que sea el texto de presentación y algún fragmento introductorio del libro los que continúen informándonos:
"PRESENTACION

Lo que el lector tiene ahora en sus manos es una especie de libro de memorias en forma de recetario de cocina. Chento Cuervo lo fue escribiendo a lo largo de muchos años para dejar en él un registro minucioso de su presencia en los fogones. Pero nos dejó algo mucho más que eso, de suyo valiosísimo: nos legó la huella de una pasión y el testimonio de una creatividad cotidiana, casi secreta, doméstica y vital.

En este libro, que no sabemos si estaba destinado por su autor a ser tal (creo que no), se cuenta una experiencia y se trazan los rasgos esenciales de un rostro. La experiencia que digo es la vida de una casa centrada en su verdadero corazón: la cocina. Y el rostro no es otro que el de un maestro de escuela entregado con deleite a anotar, de manera límpida y precisa, todo cuanto resultaba indispensable para perpetuar en el tiempo su oficio de alquimista casero.

Al escribir el párrafo anterior recordé –quizá por perversión literaria- a Mallarmé y a Borges. Al primero, por el libro inexorable, y al segundo, por el autorretrato involuntario. Nada. No me hagan mucho caso. Son caprichos de gente caprichosa, que se empeña en ver en un volumen de recetas la historia personal de un venezolano insigne (hasta ahora no suficientemente conocido) y en el detallado acopio de unos procedimientos y datos coquinarios, la sabiduría secreta de un profesor ilustrado de épocas remotas. De todos modos, de lo que sí estoy seguro es de que en este libro habla un hombre.

Hace dos años mi amiga María Elvira Gómez, una mujer culta y sensible, rectora de la Universidad Nacional Experimental Francisco de Miranda, me habló con entusiasmo de un tesoro bien escondido: los cuadernos de cocina de Chento Cuervo, que la familia de éste había conservado en su totalidad. María Elvira me animó a sumar a nuestra Universidad del Yaracuy al trabajo de estudio y revisión de esos valiosos manuscritos. Y eso hicimos o eso comenzamos a hacer. En nuestro Centro de Investigaciones Gastronómicas tenemos todavía pendientes otros análisis sobre Chento Cuervo y sus aportes a la cocina venezolana.

Lo que ahora entregamos al público es sólo una importante selección del copioso material del gran maestro de Puerto Cumarebo, realizada y prologada por Juan Alonso Molina, docente de la UNEY, quien se esmeró en adelantar una excelente interpretación de lo que representa el insólito trabajo de Chento Cuervo para la cultura venezolana.

Las universidades editoras sienten que es un verdadero honor presentarles este libro."

Freddy Castillo Castellanos
De la
"Introducción
"Como ha quedado dicho, el manuscrito dejado por Chento Cuervo es verdaderamente monumental. La distancia que nos separa de los intereses gastronómicos y dietéticos de su época ya es grande y, por otra parte, él mismo creó muy pocas de las recetas incluidas, econtrándose la mayoría, aunque sin las explicaciones y mejoras que le adicionó, en diversas publicaciones. Todas estas razones impiden que pueda publicarse or los momentos una edición íntegra de su extraordinario trabajo, por lo que nos hmos visto en la obligación de hacer una selección del contenido de su manuscrito.
"En primer lugar, nos ha parecido indispensable incluir una parte significativa de sus reflexiones y recomendaciones sobre técnicas de cocina, medidas, equivalencias y definiciones. Éstas muestan el carácter modélico y el afán perfeccionista del autor, además de revelar las claves que permiten una mejor comprensión del recetario en sí y de su valor en términos comparativos con otros recetario de ayer y hoy.
"En cuanto a las recetas, hemos escogido todas las representativas de la tradición alimentaria nacional, de manera especial aquellas tomadas de personajes de Puerto Cumarebo y sus alrededores, citados por el propio maestro, así como las de su familia...
"En todas las ocasiones, a imitación del autor, hemos tenido presente que las recetas sean de fácil ejecución para el aficionado o ama de casa actuales, condicionados a las disponibilidades de los mercados citadinos y la premura del tiempo. Es lo menos que podíamos hacer para cumplir el viejo sueño del maestro: cumplir con su función pedgógica mucho más allá de lo que el estrecho límite del aula y su propia negativa a abandonar jamás su terruño, le permitió".
Juan Alonso Molina

lunes, agosto 29, 2005

Apología del romesco

Si nos fuésemos de viaje a Tarragona en búsqueda del romesco original, seguramente encontraríamos numerosas versiones que se pretenden tales. Pasa con el romesco lo que ocurre con casi todos las recetas, para mayor vitalidad de la gastronomía: sin modificar sus principios básicos, varían de tiempo en tiempo y de pueblo en pueblo. Y más aún: de casa en casa. Así, habrá tantos romescos aceptables como tradiciones existan o búsquedas particulares se presenten, siempre en armoniosa combinación de creatividad y memoria culinarias, como debe ser.

Para algunos será el romesco primigenio, semejante a un sofrito con más ingredientes que el habitual. Para otros, la salsa en la que son imprescindibles el pimiento seco llamado nyora (ñora), el ajo y la almendra tostada. Y habrá quienes lo concebirán con todo eso, más un poquito de vino tinto, preferiblemente Priorato. Lo esencial es que no deje ser una salsa vigorosa, con picor o picardía, donde el tomate ejerza algún dominio.

También encontraremos una notable diversidad en su usos. Se dice que el romesco nació como el guiso apropiado para el pescado a la cazuela en Tarragona. Con los años pasó a ser la salsa ideal para acompañar la araña (pez popular de la Costa Brava), hasta convertirse en una salsa independiente apta para realzar platos compatibles con su fuerza y su sabor. En este instante la inercia del recuerdo me conduce hasta la mesa de un restaurante barcelonés donde una calçotada se me impuso como la más ilustre presencia del romesco y la cebolleta, mientras sonaba una de las canciones de Serrat que más me gusta: Aquellas pequeñas cosas. Podemos decir serratianamente que, de algún modo, el verdadero amor por la gastronomía se va conformando con eso, con las pequeñas cosas de la tierra y de la vida.

Ahora ensayan en Salsipuedes una salsa parecida, que en lugar de avellanas o almendras llevará merey tostado, ese tesoro de Guayana y de buena parte del oriente del país. También se atreverán a más. Prescindirán del pimentón y emplearán uno de los secretos más preciados de la gastronomía criolla: el noble y ya legendario ají dulce. No les va ni les viene que el resultado no sea un romesco venezolano. No andan buscando eso. Trabajan con la rosa de los vientos de la gastronomía (todas las direcciones), pero con nuestros productos, a partir de tradiciones y culturas que también nos pertenecen.

Mientras esperamos el resultado de esa salsa de Salsipuedes (valga la aliteración), les ofrezco una versión del romesco que tomé de Cuando sólo nos queda la comida, el insuperable libro de Xavier Domingo:

“Se pone a macerar durante un día un pimiento seco, de ésos que llaman nyoras, en vinagre y laurel. Al día siguiente, se pica todo hasta hacer una pasta. Se fríen o asan ajos y tomates pelados y, una vez finamente picados, se mezclan con lo anterior removiéndolo todo en un mortero. Se añade sal y pimienta, y si se desea más fino, se pasa por el colador exprimiendo bien el jugo”.

De no conseguir pimientos secos, digo yo, usen frescos. Agréguenle alguna rebanada de pan viejo y almendras tostadas y vayamos comenzando nuestra propia versión. Que les aproveche.

lunes, agosto 22, 2005

El merey sirve para todo (y es amazónico)


Y DESPRENDE EL MEREY SABROSA ALMENDRA

Cuando Alberto Soria le preguntó a uno de los anfitriones por el origen preciso del sabrosísimo postre que se estaba comiendo en ese momento, noté que yo tampoco había atinado con la procedencia exacta del sabor y la textura de esa natilla prodigiosa. Habíamos celebrado el impecable ajoblanco de la entrada, así como el suculento rabo en salsa de vino que nos sirvieron como plato principal. Pero no fue hasta la llegada del postre cuando sentimos que se nos había preparado una sorpresa. Lo primero ya lo dije: no supimos a ciencia cierta de qué plato se trataba. Y lo segundo: descubrimos que ese inesperado regalo era verdaderamente un hallazgo gastronómico.

El almuerzo que ahora refiero tuvo lugar en Salsipuedes hace un mes. Alberto Soria había impartido en la UNEY una de sus clases sobre educación sensorial y el Centro de Investigaciones Gastronómicas decidió invitarlo para conversar sobre los planes de trabajo que el destacado gastrónomo asesora. La gente del Centro quiso, además, compartir con el profesor Soria la más excelsa sopa fría del reino de los gazpachos y las excelencias de uno de los cortes de res más baratos y gustosos que podemos encontrar en el mercado, para deleite de quienes aprecian los más elevados placeres de la carne. Todo lo prepararon con esmero y sin contratiempo alguno, pero así como hay duendes en la imprenta, también los hay en las cocinas y algo pasó con el postre inicialmente previsto. De ese modo accidental, a última hora (muy a última hora) tuvieron los cocineros que hacer uso del ingenio para inventar algún postre salvador y salir a flote. Y salieron con creces.

Resulta que en Salsipuedes siempre disponen de merey en casi todas sus variantes: pasado, tostado, sin tostar y en mazapán, esa forma gloriosa de la granjería guayanesa, a la que, por cierto, me abonaría de por vida, dada mi condición de dulcera impenitente. Así que para subsanar el problema del postre, cuando ya casi no les quedaba tiempo, echaron mano del merey y felizmente superaron el percance.

El producto fue la conjunción armoniosa de una crema inglesa con mazapán de merey, es decir, una especie de natilla milagrosa. ¿Cómo la hicieron? Desmenuzaron el mazapán, se lo agregaron a la crema inglesa y batieron. Colaron para hacer la crema más fina y la sirvieron muy fría con tropezones de merey pasado y revelar de esa manera de dónde provendría el deleite seguro de los comensales.

El mazapán de merey, hecho de almendra de merey tostada y molida, con leche y azúcar, es, sin ninguna duda, una pieza fundamental del patrimonio cultural viviente de Guayana. Se come solo, en tortas, con helados, y ahora, maridado con la crema inglesa, en natilla de Salsipuedes. Tiene tantos usos como imaginación, gracia y gusto posea el cocinero.

Algunos cronistas hablan de su procedencia trinitaria, pero todos coinciden en que fue Nicolasa de Sutherland quien decidió un día sustituir las almendras importadas por las de merey para continuar haciendo en Angostura los confites que antaño elaboraba en su natal Trinidad. Lo cierto es que varias generaciones de Sutherland y de otras célebres familias guayanesas convirtieron al merey en un atractivo gastronómico de Ciudad Bolívar. Yo acostumbro adquirir el mazapán de Guillermina, por recomendación que una vez me hizo mi amigo César Reyes Chacín. Guillermina falleció hace unos años, pero sus herederos prosiguieron el negocio en su misma casa cercana al terminal de pasajeros de la ciudad.

Razón tuvo Francisco Lazo Martí cuando en su admirable poema Silva Criolla escribió el verso con que he titulado esta nota: “Y desprende el merey sabrosa almendra”.

lunes, agosto 15, 2005

Elogio del ajoblanco

Nunca terminaré de agradecerle al pueblo andaluz, como se debe, la feliz invención del ajoblanco. Asimismo, tampoco dejaré de preguntarme por qué esa sopa fría, de la familia casi infinita de los gazpachos, no ha recibido los honores de la difusión que ya disfrutan para sí los platos de su estirpe más cercana. No me explico cómo un español de Santander, por ejemplo, desconoce todavía las excelencias de una sopa que, de haberlo, le habría deparado a su creador, el Premio Nobel de Gastronomía.

El ejemplo anterior no es caprichoso. Asistí hace poco en Salsipuedes al asombro de dos amigos poetas (uno español del norte y otro venezolano aquerenciado en tierras del Cantábrico) ante la maravillosa aparición del ajoblanco. Era, para mi sorpresa larense, el primer ajoblanco de sus vidas. La ciencia y cultura de la alimentación, con la diversidad de sus saberes geográficos, fisiológicos, históricos y sociales, dio respuesta hace mucho tiempo a mi inquietud, una inquietud que sólo por manía retórica he traído a cuento esta mañana. Dejo para otro día la explicación y vayamos al grano.

Que fuese el plato predilecto de Eugenio Trías, mi filósofo de cabecera, era un atractivo, un gancho importante, capaz de vencer mi inicial desconfianza frente a los caldos no calientes (valga el oximoron), pero no bastaba con eso, por más perversión literaria que posean algunos de mis gustos. Era necesario que el plato se impusiera por sí solo. Y lo hizo.

El hecho ocurrió hará unos diez años en casa de una pareja amiga. Ese día asistí a la epifanía del ajoblanco y al comienzo de un vicio que me acompaña desde entonces. De todos los gazpachos, prefiero esta deliciosa sopa veraniega que María Zambrano vio preparar muchas veces en su casas de Málaga y Segovia, por ser el alimento preferido de don Blas. Porque hay que decirlo: el ajoblanco no es sólo un plato de los pobres, sino también una presencia infaltable en los condumios estivales de la clase media y de los ricos andaluces.

El medicinal bulbo que científicamente llaman “Allium sativum” dio lugar, como todo el mundo lo sabe, a una inmensa cultura culinaria que nos ha deparado innumerables platos, pródigas salsas y hasta vigorosas curaciones. Más aún, dio origen a un culto secular (en ambos sentidos) que lo erigió como el fruto primigenio del Arbol de la Vida. Así lo refiere memorablemente una antigua leyenda palestina a la que me gusta darle crédito y razón.

La receta del ajoblanco es sencillísima y su procedimiento, desde hace décadas, gracias a la licuadora, ya no comporta el laborioso uso de la maja y el mortero, que tanta percusión regalaron a las cocinas de otra era. En Salsipuedes lo preparan como sigue:

Una taza de almendras peladas, dos ruedas de pan campesino viejo, seis dientes de ajo grandes, aceite de oliva, vinagre, sal al gusto y agua en cantidad proporcional al espesor que se desee. Todo eso lo licúan muy bien y lo ponen a enfriar. Cuando está bastante frío, lo sirven con uvas dulces peladas para provecho de los elegidos.

lunes, agosto 08, 2005

Diferencias sobre la arepa

1. “Yo pertenecía a un pueblo de grandes comedores de serpientes”. Como lo saben los buenos lectores de Rafael Cadenas la frase anterior es el inicio inolvidable de “Los Cuadernos del Destierro”, donde una imaginación ancestral le abre paso a razas de distinto linaje. Según Luis Beltrán Guerrero, el poeta barquisimetano pudo haber escrito en otro contexto la misma frase, pero con una importante y brusca diferencia en la ingesta (y en su elegante tono poético). Así, pudo haber dicho: “Yo pertenecía a un pueblo de grandes comedores de arepas”. Rafael Cadenas habría apuntado de ese modo un innegable rasgo cultural de nuestros pueblos, pero no habría escrito un poema de Rafael Cadenas.

2. Somos, en efecto, “comedores de arepas”. Dicen que así nos llamaron Lope de Aguirre, el peregrino, y sus temibles huestes iracundas. Los comedores de arepa de esta tierra de gracia, donde el maíz también fue material divino para la creación, no tuvieron Popul Vuh, pero sí cronistas que dejaron testimonio de que con el maíz hacíamos unas tortas “tan gruesas como un dedo, que llaman arepas” (Bernabé Cobo, Historia del Nuevo Mundo, 1652).

3. Picón Salas recuerda en su Pequeña historia de la arepa que los cronistas coloniales, incluido el mendaz y fantasioso fray Pedro Simón, hablaron de la arepa como de la más obligada nutrición del país. Sin duda, el aserto de los cronistas persiste. Gracias, entre otros, a Luis Caballero Mejías, con su harina de maíz precocida, el siglo XXI conoce la arepa.

4. La arepa se llamaba “erepa” en la lengua de los cumanagotos y era sinónimo de maíz. La palabra tendría después un apetitoso derivado palindrómico: “Arepera”, con el cual aludimos hoy en día a unos establecimientos que expenden arepas rellenas de muy desigual calidad, donde siempre “reina” “la pepiada”, engendro gastronómico luso-caraqueño, que a pesar del exceso de mayonesa de frasco, hace las delicias de muchos consumidores. Cabrujas hizo alguna vez su apología y generó una secuela de devotos de este relleno rococó.

5. De la entrada “arepa” del Diccionario de Cocina Venezolana de Rafael Cartay podríamos extraer esta enumeración cuasi caótica: “Arepa de budare, arepa frita, arepa de chicharrón, arepa pelada, arepa tumba budare, arepa rellena, arepa tostada, arepita, arepa aliñada.”.

6. Y hablando de arepa aliñada, ofrezco una receta larense que encontré en el “Léxico popular venezolano” de Francisco Tamayo: “AREPA ALIÑADA. Es un tipo de arepa que suelen hacer en Lara para comerla sola, como merienda, acompañada con café. Ingredientes: ½ Kg. de harina de maíz; tres huevos; ¼ Kg. de queso blanco, duro, rallado; tres cucharadas de papelón raspado o molido; una cucharadita de granos de anís; una pizca de polvo Royal; una cucharada de mantequilla; ½ litro de leche o agua. Procedimiento: se hace masa con la harina y la leche (o el agua), se amasa bien, y a medida que se amasa se le agregan los demás ingredientes; la masa debe quedar aguada para que se puedan hacer las arepas, tal como se hacen las arepas corrientes, pero en el caso de las arepas aliñadas, éstas se tienden en el budare sobre hojas de cambur”.

7. Le he propuesto a los investigadores de “Salsipuedes” que declaren el próximo año “El año de la arepa y el casabe”.

P.D: Empleo el vocablo "Diferencias" en su viejo y bello sentido musical. Como si dijéramos "Variaciones sobre un mismo tema".

martes, agosto 02, 2005

Saúl Yurkievich, in memoriam

El escritor argentino Saúl Yurkievich murió trágicamente la semana pasada en el sur de Francia. Murió en una carretera, como Sebald, como Altolaguirre, como José Carlos Becerra.

Cocinaba palabras. Practicaba el barroco y el juego verbal en su fogón poético.

Copio ahora un texto suyo, tomado de Trampantojos. Me parece oírselo, como aquella vez que leyó sus versos en Caracas:

"A GUSTO

Ese glotón ama los agustinos en salsa corcheta, pero qué sobresalto conseguirlos. Primero desgañitarse para cazarlos y luego pelarlos al desgarrón. Preparó su espinal, le puso perengano reducido a papilla, machacado con pizcas de tris, y dejó la encarnada en remojo hasta el alba. Dormitó tres quilates con quebraja. Cuando clareaba se puso el pormenor, empuñó la quilla y se fue a echar su espinal a la tragantera. No es fácil atraer agustinos. Tuvo que tirarles vírgulas, pedazos de vital, tuvo que trapacear arduamente, hasta que la tanda restalló, gorgoriteó, entró en el ponedero y el agusteniente pudo de un golpe cerrar el quidam. Luego los ensartó con la pínula. Y ya les pone pimentón, almimbar, canesú y pimpinela y los capila y los asa a fuego de capacho, amorosamente, y en golosa francachela se los manda al carrillo engargantándolos. Y ríe y festeja el comiso, sin chitón y sin chivato, bailando la colmillera:

consista compadre conmigo
que lo convido a este consumo
contrafuerte mis agustinos
arremeta en la gargantúa
empuñe la draga y escabeche
no hay pechugón más peripuesto
que una platija de agustinos
a la colmillera sí
a la colmillera no
que esta tanda de agustinos
me la colmo
me la colmo
yoooooooooo".

Que en paz descanse el poeta Yurkievich, unido ya a Cortázar, de quien fue albacea literario.

En el blog Isla de Robinson están su foto y unos versos suyos:
http://www.isladerobinson.blogspot.com

domingo, julio 31, 2005

Del diario de Biscuter

31-07-05:

Son las seis de la mañana. La página en blanco.

Corrijo: la página ya no está del todo en blanco.

Primero es el viento que sopla, entra por la ventana y me refresca.

Después, el agua de la ducha, amable y cálida.

Y ahora es esta nota trazándose distraídamente sobre la página.

¿Cuándo la poesía?

¿Cuándo el silencio de la poesía?

¿Cuándo la limpidez?

lunes, julio 25, 2005

(Mi) Cocina a la manera mantuana

Hubo un tiempo en la historia de la cocina en el que quien creaba un plato, jamás podía firmarlo. El autor era socialmente inadecuado, poco. El mérito de la “denominación culinaria” le pertenecía a quien le daba trabajo. Eso comenzó a cambiar poco antes de la Revolución Francesa y mucho después, cuando nacieron como negocio los restaurantes.

En Historia de la cocina y de los cocineros los profesores Neirinck y Poulain aseguran que se pueden distinguir dos grandes categorías de personajes en materia de denominación culinaria: los grandes nombres de la cocina; y los representantes de las artes, las letras o la aristocracia.

Aquí, donde la regla no aplica, podemos observar hay en cambio dos tendencias claramente encontradas. La primera, ancla las recetas de lo nacional en los apellidos socialmente válidos del patrón, del dueño de casa, así la receta sea confesadamente de su servicio. No importa que el supuesto autor de la receta no sepa cocinar sus platos sin ayuda frente a sus comensales. Lo que importa es quién refrenda que eso es criollo, auténtico, bueno por naturaleza. La cocina nacional pasa así a tener interpretadores, codificadores, censores sociales. Sus gustos y preferencias se convierten así en los supuestos gustos de los demás. Más allá de ellos y sus amistades, no hay identidad válida. Anclada con sus apellidos en lo colonial, como en la épica, los personajes son héroes de la cocina y la sociedad telón de fondo.

La segunda tendencia es la nacional irreverencia. Sin orden ni concierto ni supervisión, nacen escuelas y academias de cocina que otorgan diplomas válidos en ninguna parte. Sin normas y códigos, los muchachos se ponen uniformes y botones que no les corresponden. Ninguno quiere ser cocinero sino “chef”, cosa que es un cargo, no una profesión. Con el mismo desenfado y osadía que el gentilicio ha convertido en simpatía y carisma, se juega con las denominaciones culinarias, se crean recetas reinventando cocinas milenarias y se sonríe para la cámara. Con el “chef” turbo y de pasarela, la cocina nacional entre sobresaltos, se divierte. La sociedad sigue como telón de fondo. Pero su núcleo ha cambiado: ya no es la familia, sino el centro comercial.

Toda cocina, como toda cultura, es el resultado de una combinación de elementos. Es una mezcla. De distinto origen, de diferentes tiempos, que confluyen en un lugar. Eso es criollo. Cocinar venezolano ignorando a españoles, italianos, franceses, chinos, árabes, ingleses, trinitarios, antillanos... que aquí viven y desde hace más de un siglo cocinan, es no cocinar criollo. La cocina nuestra hoy, de los otros recibida, es tan venezolana como la del siglo XVIII. Ese fenómeno, el de la riqueza de sabores adquirida, no parece ser entendido salvo excepciones en la cocina profesional urbana. Por eso el empeño de reducir lo criollo en cocina a la historia política, es decir, a héroes y presidencias, atraganta el gusto, vuelve repetitivo y monótono el placer.

Alberto Soria.
Asesor del Cig-Uney.

domingo, julio 24, 2005

Preguntas retóricas

Porque tenemos "rating", ¿somos estupendos?

¿Somos ahora maravillosos en la cocina?

¿Vivimos un momento de esplendor gastronómico en Venezuela?

¿Preferimos la calidad al éxito de mercado?

¿Valoramos debidamente la diversidad gastronómica de nuestro país mestizo y plural?

¿Deconstruimos con armonía después de conocer y practicar sabiamente la construcción?

¿Nuestros centros de estudios o institutos gastronómicos forman realmente cocineros?

Las anteriores son, desde luego (y lastimosamente), preguntas retóricas, según la inexorable ontología negativa que las responde.

Por fortuna, hay excepciones.

lunes, julio 18, 2005

Fragmentos de una cocina amorosa

Fragmentos de una cocina amorosa

1. Nuestras casas son los ríos secretos de la memoria. Por ellas discurrimos cuando soñamos o cuando salimos de viaje hacia el tiempo perdido. Somos sus fantasmas. Abrimos las puertas clausuradas de la vieja casa y damos pasos silentes buscando alguna remota fragancia de los días de fiesta.

2. Leo La casa por dentro de Luz Machado. Leo cuando ella entra a la cocina y mira las hornillas: “Como pequeñas hortensias azules,/ como gigantes nomeolvides,/ como cualquier flor celeste,/ nacen de pronto./ Mas, no las toquéis. Son fuego”. Luz Machado se ha detenido en este instante ante el acto ritual de la cocción del alimento y piensa en un poema sobre la cebolla.

3. Aquí está la abuela en la cocina. Su pelo blanco alumbra todo el espacio. Se pasea majestuosa de un lado a otro, mientras estira que estira hasta lograr el exacto punto del alfeñique. Azúcar blanca sobre la mesada de granito. Después irá ordenando los brillantes cristales de su oficio. Aquí está, pues, la abuela, un día dichoso del 60.

4. Sólo hay luz en el corredor. Las mujeres hablan. Toman café y mojan en la taza pan de tunja. En este momento disponen de la vida doméstica. Susurran cuentos hermosos. Se demoran saboreando la aromosa costumbre del café. No han leído a Lezama, pero todas son la mujer que el etrusco de La Habana vieja describe en un sabio y bello poema inolvidable.

(Anotación retórica e innecesaria: “toman, mojan, tunja, pan en la taza ¿con asa o sin asa?”. El juego perennemente infantil de verbalizarlo todo).

5. El reloj del comedor sigue en su vigilia. Todavía no se detiene. Algún día habría de hacerlo. Nadie más preside como él otro espacio sagrado de la casa. En ese comedor nos escondíamos. Nos escondíamos de la gente y del reloj. Una mañana, debajo de la mesa, descubrimos sabores prohibidos. La seducción del verde de la menta, el olor impetuoso del anís.

6. En el álbum está también Sacramento, la que tiende el pan. La dejo en su eternidad, velando harinas.

7. La hamaca para mecerse y volar por los aires. Sola, solita. El espacio para el juego y también para el reposo, lento, largo, inacabable. La hamaca para esperar el olor de las conservas de coco, servidas en las hojas de naranja. El irresistible momento de probarlas.

8. En el patio de atrás las mujeres y los niños cantaban y hacían jalea de guayaba. La bisabuela dirigía, serena, el oficio matinal. Eran aún los tiempos del huerto casero, de los buñuelos para la semana santa, del teatro familiar con los disfraces.

9. Limazas. A mi abuela se las traían de El Tocuyo. Nunca más las he vuelto a ver. Ya no recuerdo el sabor del dulce de limaza que hacía mi abuela. Las limazas son hoy una vaga imagen de mi infancia.

10. El domingo, hervido de gallina. Los invitados entraban sin necesidad de tocar. Los recibíamos en la sala donde la voz queda del tío Antonio recordaba algún verso de Juan Ramón Jiménez. La nostalgia es ahora un aroma de bolitas de masa de yerbabuena.

lunes, julio 11, 2005

En Santiago son de San Felipe

El pasado 5 de julio abrió sus puertas la Casa de Venezuela en una calle del histórico centro de Santiago de Cuba. El acto, presidido por nuestro embajador Adán Chávez y por Farruco Sesto y Abel Prieto, ministros de Cultura de Venezuela y Cuba, respectivamente, concluyó con una degustación de variados entremeses venezolanos, elaborada por el Centro de Investigaciones Gastronómicas de la UNEY. Así, mientras los llaneros Cristóbal Jiménez, Nelson Parra y Vidal Colmenares (el mejor Florentino del país), cantaban para una animada y alegre concurrencia santiaguera, ésta saboreaba una exquisita mantequilla de caraotas, un milagroso lau-lau ahumado, selce coriano, quesos, un tarkarí de chivo y un pisillo de chigüire inigualables, servido todo con casabe, y al final, una muestra de nuestra riquísima dulcería. Esa noche la presencia gastronómica venezolana fue disfrutada y celebrada con efusión por un público afortunado y sorprendido.

Los cocineros de la UNEY tuvieron otras actividades importantes en el Festival del Caribe. En condiciones difíciles -por el paso del huracán Dennis- tuvieron la oportunidad de prepararle una cena a la delegación venezolana, recluida en el hotel, por razones de seguridad, durante más de veinticuatro horas, veinticuatro horas largas, expectantes, fraternales. Sobre Santiago de Cuba pasaba una temible tormenta y nuestra gente del Centro de Investigaciones Gastronómicas le cocinaba en el hotel Las Américas -con lo poco que disponía en ese momento- a casi un centenar de compatriotas. La entrada fue lau-lau ahumado con una mayonesa aliñada con yerbas y servida con casabe. El plato principal consistió en chigüire, acompañado de queso blanco y de un accidental y sabrosísimo puré de arroz. Para el postre, cascos de guayaba. Un coctel de cocuy de Siquisique (elogiado por Luis Alberto Crespo, un sabio en esta materia) sirvió para rociar el improvisado condumio.

Nos llamó la atención algo que se convierte en un dato relevante a los fines de difundir la gastronomía venezolana entre nosotros mismos: ninguno de los miembros de la delegación, salvo dos personas, conocía el lau-lau ahumado, ese tesoro cuasi escondido del soberbio Orinoco. Sobre una pequeña galleta de casabe se coloca un trocito de lau-lau ahumado y se tiene ya una entrada maravillosa. Si se le añade alguna salsa apropiada, por ejemplo, la mayonesa preparada y “envenenada” por el Cig-Uney, algunos podrían llegar a convertirse en incurables viciosos del lau-lau.

La representación del Centro de Investigaciones Gastronómicas de la UNEY no se limitó a cocinar. Sus integrantes participaron en un diálogo con miembros de la Escuela Culinaria de La Habana. De ese diálogo surgieron después varias sesiones en las cuales los yaracuyanos le prestaron asesoría a los habaneros, quienes nos regalaron al final con una comida venezolana preparada por ellos en la sede de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Sin duda, fue el feliz inicio de un intercambio que promete ser muy fecundo.

No puedo concluir esta nota sin destacar los méritos indiscutibles de quienes, superando tropiezos, no sólo surgidos del ominoso ciclón antillano, pudieron llevar con éxito a Santiago de Cuba el fervor de la cultura culinaria venezolana. Así, los nombro ahora con orgullo para reconocerles su calidad profesional, su disciplina, su imaginación, su compromiso y su permanente alegría. Son ellos: Cruz del Sur Morales, Antonio Mujica, Ricardo Oropeza, Osmany Barreto, María Loyo y Alexander Manzanilla. Son de San Felipe y vivieron el son de las lomas de Santiago.

P.D: El puré de arroz no estaba previsto. Fue producto del azar. Los cocineros del hotel estaban en su casa e intervinieron sin permiso en el trabajo. Bajaron el fuego, mientras uno de los nuestros trabajaba el chigüire. Ante el "mazacote" de arroz, la jefe de cocina de la UNEY actuó de inmediato. Convirtió el desastre en una delicia. Con mantequilla (y mano para batir) obtuvo un excelente puré que sorprendió a los visitantes y a los anfitriones.

lunes, junio 27, 2005

Festival del Caribe

POR EL NORTE, EL MAR DE LAS ANTILLAS


“La mar violeta añora el nacimiento de los dioses”.
J.L.L


A pocos les ha sido otorgada la gracia de devolverle al Caribe la inconcebible belleza de sus dones. Y menos aún, de devolvérselos con la esplendidez que ostenta el magnífico verso de José Lezama Lima que sirve de epígrafe a estas líneas. Sin embargo, desde sus lomas, un pueblo llamado Santiago de Cuba, lleva siglos inventando casi toda la música del mar antillano. De Santiago es el bolero. De Santiago es la conga. De Santiago es la salsa. Y de Santiago son, sin duda alguna, los cantantes, los mismos de quienes siempre quisimos saber de dónde eran, según la vieja y pegajosa pregunta retórica de Miguel Matamoros.

A esa ciudad del poeta Heredia y de la Virgen de la Caridad, de la Lupe y del Compay Segundo, de César López y de Antón Arrufat, del Cuartel Moncada y de la Sierra Maestra, irán el próximo jueves los cocineros del Centro de Investigaciones Gastronómicas de la UNEY. Tienen el encargo de llevar una muestra de gastronomía venezolana dentro del marco del Festival del Caribe, dedicado esta vez a la República Bolivariana de Venezuela.

Durante todos los días del festival habrá degustación de platos venezolanos. Desde el lau-lau ahumado hasta el selce coriano, pasando por variadísimas elaboraciones de nuestra cocina, el Cig-Uney irá trazando algunos de los rasgos que distinguen a la mesa venezolana de otras mesas del Caribe, pero sobre todo, irá resaltando la cultura alimentaria que nos enlaza a todos los pueblos del Mar de las Antillas, cultura sin la cual las señas gastronómicas particulares no serían posibles. Somos hombres de maíz, pero también de yuca, como secularmente lo demuestra la presencia cotidiana de la arepa y del casabe en nuestras tierras.

Lo más importante de la participación de la UNEY en este XXV Festival del Caribe es la posibilidad de reivindicar la gastronomía como pieza fundamental de la cultura caribeña. Llevar cocineros y alimentos para la prestación de un servicio indispensable en un evento de esta naturaleza, no está nada mal, pero suele ser accesorio. En esta ocasión no se trata de eso. La cocina venezolana asiste como un componente esencial del mundo caribeño, que no sólo suena, sino que también sabe. Y sabe bien. El Caribe es un ejemplo de interculturalidad fecunda y viva donde un cocinero llegó a ser emperador de una isla. “El reino de este mundo” de Alejo Carpentier cuenta esa historia de la maravillosa realidad caribeña.

Con la montaña al fondo y con el mar delante, Cruz del Sur Morales, Antonio Mujica, Ricardo Oropeza, Osmany Barreto, María Loyo y Alexander Manzanilla trabajarán en la delegación gastronómica de Venezuela y serán los responsables de esta incursión de la cocina nuestra en una de las capitales emblemáticas del Caribe barroco y musical.

viernes, junio 24, 2005

Gardel, asado y alfajores (era para mí la vida entera)

¿Qué escuchar hoy a los setenta años de su ingreso a la inmortalidad?

Como estoy en la onda de Discépolo, por la mañana pondré Chorra, Qué vachaché y Yira... yira...

Y por la tarde, Le Pera: Cuesta abajo, Mi Buenos Aires querido y, por supuesto, Volver.

Ásí que habrá Gardel para toda la jornada.

¿Qué vamos a morfar?

Asado de tiras, ensalada de lechuga y tomate con una vinagreta de limón, sal, aceite y laurel.

Y para la leche, los alfajores santafecinos que Borges menciona en El aleph.






sábado, junio 18, 2005

"Boeuf en daube", Virginia Woolf y la cocina literaria en Salsipuedes

Cuando la directora del Centro de Investigaciones Gastronómicas se detuvo por unos minutos frente al número 46 de Gordon Square, en Bloomsbury, Londres, hará unos cuatro años, quien la acompañaba sabía que celebraban, de manera breve y silenciosa, un homenaje fugaz a la atormentada defensora de las “habitaciones propias” para todas las mujeres de este mundo. Sabía, además, que estaban frente a un espacio sagrado de la aristocracia intelectual inglesa del siglo XX, pero no sospechaba que Virginia Woolf (la gran novelista que habitó el referido lugar) le iba a deparar poco después un sabrosísimo recuerdo gastronómico, un recuerdo que convierte a la cocina en otra habitación propia, y a la mesa, en un universo inconcebible.

La relectura de “Al faro”, esa formidable novela sobre el tiempo, las cosas y la vida, y la estupenda película “Las Horas” (donde Nicole Kidman hizo de Virginia) situaron nuevamente a la Woolf en el centro de mi memoria gustativa. Lo demás lo hizo un reciente artículo de Alberto Manguel donde se da cuenta del fetichismo literario aplicado a la gastronomía, a propósito del “boeuf en daube” virginiano, que terminó resultando para mí (y seguramente para muchos) una vieja presencia familiar. Y es que este plato no es otra cosa que una sabrosísima carne guisada de la cual existen montones de recetas en nuestro país y en muchos otros.

Claro, no basta con la popularidad de un plato, porque ahí nunca estará el secreto de su duende. Es importante prepararlo con ganas, comerlo con gusto y evocarlo poéticamente, es decir, reinventarlo en nuestra memoria, para que alguien exclame como en la novela de Virginia Woolf: “Es un triunfo”. Y eso fue lo que obtuvo Ricardo Oropeza el viernes pasado cuando estuvo a la altura en un almuerzo que le dimos a un afamado visitante. Ricardo preparó un sencillo “boeuf en daube”. Mejor dicho, hizo el primer ensayo de su particular versión de ese plato.

Uno de los méritos de Ricardo es que no tuvo ante su vista recetario alguno. Trabajó a partir de un comentario mío, en el que me limité a referirle que recientemente en un restaurant de París había comido un “boeuf en daube” memorable, acompañado con papas. Le dije que seguramente la carne había sido lagarto sin hueso marinada con vino. Eso fue todo. El resto de mi comentario fue una interesada alusión a la presencia de ese plato en la bella novela “Al Faro”, de Virginia Woolf.Por eso, para mí fue una gratísima sorpresa encontrarme ayer con que el plato principal del almuerzo era un guiso de lagarto sin hueso, marinado en vino, con papas y cebollas, gustosamente realzado por una adecuada proporción de aromosas (y amorosas) hierbas provenzales.

Fue un verdadero homenaje a la devoción literaria y, sobre todo, una demostración de que a cocinar sólo se aprende con sentido común y no con recetas. Si le añadimos imaginación y gracia (como hace Ricardo), no sólo se aprende a cocinar. Se aprende a vivir.

Ricardo Oropeza agregó ayer, sin duda, un logro más al interesante proyecto de “cocina literaria” del Centro de Investigaciones Gastronómicas de la UNEY.

domingo, junio 12, 2005

Por el camino de Proust


Chardin

Debo a la conjunción de un leve resfriado y de una larga conversación con una amiga mi silencioso descubrimiento de Proust. El resfriado me mantuvo en cama durante un larguísimo día dentro de una quinta de la calle Motatán, en Colinas de Bello Monte. La quinta se llamaba San Eugenio y la amiga se llama Fernanda García, para ese momento mi compañera de estudios.

El hecho ocurrió hará unos veinticuatro años. Fernanda me había hablado la noche anterior de un libro que le fascinaba: una especie de Proust par lui-même, preparado amorosamente por Claude Mauriac.

La entusiasta referencia de Fernanda me llevó a curiosear las páginas de un ejemplar cuya lectura había venido postergando por falta de tiempo o por desgana, qué sé yo, a pesar de que Ludovica me lo ponderaba con frecuencia.

Abrí el libro y esa tarde leí sin parar Por el camino de Swann, en la legendaria traducción de Salinas. Al llegar a la página 91 un soplo de voracidad se apoderó de mi lectura. No sabía de dónde procedían tantos olores. Entonces Marcel Proust, con la morosa delectación de su escritura inigualable, me informó que una sacerdotisa de la gastronomía llamada Francisca había elaborado una lista de comidas al ritmo de las estaciones y de los episodios de la vida.

He aquí la lista: un mero porque la vendedora le había garantizado que estaba fresco; una pava, porque la había visto muy hermosa en el mercado de Roussainville le Pin; tuétano con cardos, porque todavía no nos los había hecho así; una pierna de carnero asada, porque el salir da ganas, y porque tenía tiempo de bajar hasta los talones de aquí hasta la hora de la cena; espinacas, para variar; albaricoques, porque eran de los primeros; grosellas, porque dentro de quince días ya no habría; frambuesas, porque las había traído expresamente el señor Swann; cerezas, porque eran el primer fruto que daba el cerezo del jardín, después de pasarse dos años sin producir; queso a la crema, porque me gustaba mucho antes; pastel de almendra porque se había encargado la víspera, y el brioche, porque nos tocaba a nosotros traerle.

La lista parecía interminable y me llevó a mundos imprevistos. Cada plato fue para mí una transfiguración de otros. Cada motivo, un capricho de mi abuela, de mi madre o mío. Se me reveló el universo entero en una mesa, en una fruta, en una cuchara, en un pan, en un salero. No podía verme nadie: en una desesperación de ternura me aproximé al libro y le di las gracias a las cosas que estaban a mi lado y bendije por un instante el poderoso olor del agua de azahar que percibí una remota mañana en la casa de mi Papabuelo.

Para el final, como debe ser, probé la crema de chocolate, inspiración y atención personal de Francisca, leve y fugitiva como una obra de circunstancia en la que hubiera puesto todo su talento. Era la apoteosis, el homenaje al padre, la delicia suprema, la medicina de los dioses.

Como escribió una vez Alejandra Pizarnik, sin pensar en Marcel Proust ni en comida alguna:

"He de morirme de cosas así".

lunes, mayo 30, 2005

El maestro Senderens se retira

Alain Senderens, famoso chef del Lucas Carton, acaba de anunciar su retiro de la alta cocina. Desde el venidero mes de septiembre su lujoso restaurant del centro de Paris sera una sencilla brasserie. Senderens ha declarado estar harto del inmenso costo que le ha significado mantener durante mucho tiempo sus 3 estrellas Michelin. Como se sabe, Robuchon al retornar al oficio, abrio un local (L'Atelier) dedicado a las tapas y a platos sin mayores pretensiones. Adria ha dicho que se retirara en el 2008. Se que las conversiones de sus establecimientos y la diversidad de tareas de los grandes cocineros una vez que se retiran es un tema importante para quienes siguen de cerca el apasionante oficio coquinario.

Seguramente estas noticias las podremos leer pronto en el excelente blog de Ines, a quien no pretendo suplir en su labor de informarnos con tanta prontitud de las cosas mas interesantes del mundo de la gastronomia. Ines: http://spaces.msn.com/members/inespm/

P.D: Pido disculpas por la ausencia de acentos.

viernes, mayo 27, 2005

Michel Onfray

27-05-05:

Azar concurrente:

Lo primero con que me topé ayer cuando abrí el último número de Le Magazine Littéraire fue con una entrevista al filósofo Michel Onfray, recientemente traído a este blog por María. Resulta que el gran hedonista, además de ocuparse del disfrute gastronómico (y de otros disfrutes, desde luego), está realizando en Caen una actividad fascinante: ha creado una Universidad Popular para compartir saberes, una especie de nuevo Jardín de Epicuro, de jardín hedonista de los conocimientos. Todos los martes imparte clases en el anfiteatro Tocqueville de la Universidad de Caen. En este momento está en curso el Seminario de Filosofía Hedonista, al cual asisten cerca de trescientas personas. Onfray reunció a la educación formal para dedicarse a la educación libre.

De Le Magazine Littéraire pasé a mirar el más reciente número de la revista filosófica cristiana Esprit (la legendaria revista de Emmanuel Mounier) y ¡oh azar concurrente!, también allí estaba Michel Onfray. Esta vez se trata de un trabajo acerca de su tratado ateológico.

De otros alimentos con que me deleitado en estos bellos y cálidos días parisinos, les hablaré después.

Un saludo hedonista de

Biscuter

domingo, mayo 22, 2005

Las magdalenas de Proust (y 2)


La pastelería del poeta Foix en Barcelona

LAS PANADERIAS SON TALLERES LITERARIOS (y viceversa)

Los alimentos se preparan y se ingieren, pero también se preparan y se ingieren los poemas. De la antiquísima metáfora que Curtius rastreó en los clásicos (a la metáfora culinaria me refiero) podemos encontrar estupendos ejemplos en todas las épocas. Ha sido, sin duda, una imagen poderosa, una tenaz analogía de la cultura, una luminosa persistencia. Quizá sea esa la razón por la cual el poeta venezolano Eugenio Montejo trazó hace algún tiempo la bella comparación de una panadería con un taller literario.
Para el gran poeta valenciano la panadería sería una especie de inmensa magdalena de Proust (recordemos que el padre de Montejo fue panadero) y los talleres literarios, unos genuinos y pequeños hornos para la cocción poética.

De esa manera, la harina blanca se nos puede aparecer de pronto como la temible página vacía del escritor que durante la vigilia de la noche anda febrilmente a la caza del poema, y éste, a su vez, en el pan que habrá de alimentarlo todas las mañanas. ¿Cómo se produjo el cambio? ¿Cómo se pasó de lo impalpable al material sustento? ¿Cómo pudo ser posible que de la nada nos llegara sin aviso la plenitud de un instante? ¿De dónde vino el pan? ¿De dónde nos llegó el poema?

No lo sabremos nunca con certeza, pero conocemos el pan que surge de la blancura y que brota de una rotunda limpidez. Es el pan que nos sorprende, precisamente, por no saber a ciencia cierta de dónde toma su insustituible y milagrosa presencia sagrada.

Y es también el pan en que se convirtió la “mamadre” de Pablo Neruda: “la santidad más sutil:/ la del agua y la harina,/ y eso fuiste: la vida te hizo pan/ y allí te consumimos”.

Es el pan como metáfora de los afectos, como alimento comparable sólo con la protección materna, porque no hay cultura sin pan o sin origen.

Y es también el pan que acompaña para siempre al vino en el emblemático poema de Hölderlin. El pan como fruto de la tierra, pero bendito por la luz.

Y es, finalmente, el pan de la panadera viuda en una de las más bellas elegías de Miguel Hernández: el pan más trabajado y fino de Orihuela. Porque eso es el pan: el sorprendente fruto de un inmenso y laborioso trabajo que su finura no alcanza a revelarnos nunca del todo. Porque hay mucho de maravilloso en el pan, en el milenario pan de las panaderas de “panes y de amores”.

El pan parece, como el poema, un regalo de la inspiración, y no un producto de la mano hacendosa que amasa enamorada o que escribe en vilo con una letra pasional.

¿De dónde viene el pan, de dónde ese asombroso don de cada día?

Saber hacer un pan sabroso, como saber escribir un buen poema, es alcanzar el grado más alto de la cultura humana, ese grado donde el sabor y el saber son fervorosamente indisolubles.

miércoles, mayo 18, 2005

Las magdalenas de Proust (1)


Luis Cernuda

Si hay alguien en quien la memoria culinaria encuentra una excelente prueba de resistencia insobornable, es en el poeta Luis Cernuda, “español sin ganas”, exiliado renuente a retornar a su patria y hostil a todo cuanto significase una mínima nostalgia de su tierra.

En una página espléndida titulada Los alimentos andaluces escribió que lo único que lo haría desear el retorno a su tierra es el recuerdo de algunos alimentos, en especial el recuerdo del pan de Alcalá de Guadaira. Exclama con infinita pena: “Pero aquel pan de Alcalá de Guadaira en Sevilla, quién lo probase otra vez...”.

Cernuda:

"El PAN. No, no creo ser glotón: uno de los alimentos que más sabrosos hallara siempre ha sido el pan, y en casi todas las latitudes. Pero aquel pan de Alcalá de Guadaira en Sevilla, quién lo probase otra vez. Lo traían hasta Sevilla a lomos de una mula, en amplios serones, los panaderos de Alcalá, que desfilaban por las calles, dejando en algunas casas de tan buen gusto como para requerir que su pan fuese de Alcalá de Guadaira. (...). ¿Cómo se llamaban aquellos bollos que llevaban? Recuerdo las formas de ellos, algunas por lo menos, pero no los nombres. Y el sabor, ¿lo recuerdas? No, es imposible reconstituir en el recuerdo un sabor. Entonces, por qué echas de menos el pan de Alcalá, si no recuerdas su sabor? Recuerdo su fragancia, su suculencia, al menos, incomparables ambas con la de otro pan."