Banquete en Dijon
En un espléndido ensayo sobre su viaje a Borgoña,
Néstor Luján refiere algunas reglas y
episodios de la orden caballeresca del Toisón de Oro. Al recordar que uno de
los compromisos de la misma fue emprender una cruzada para la recuperación de
los Santos Lugares, menciona la cena
ritual del juramento, así como las penitencias a que se sometían los miembros
de la Orden hasta el cumplimiento del solemne voto.
De la cena sacramental destaca el hecho de que
el menú incluía como plato principal un ave ante la cual los caballeros
prestaban juramento. Casi siempre era un faisán. El noble volátil asado pasaba
en ofrenda, de mano en mano, hasta llegar a las del caballero más prominente,
para que éste hiciera gala del Arte Cisoria y trinchara con destreza el animal.
Luján, goloso también en la escritura, se divierte al mencionar que el mayor
elogio que Lancelot del Lago pudo hacerle al rey Arturo, fue decir que “había
trinchado a la perfección un pavo real” en la Mesa Redonda, “a plena
satisfacción de los cincuenta caballeros presentes”.
Sobre las penitencias es menos prolijo, pero nos
regala una maravilla que hace las delicias de todo cultor de las mesas vestidas
(y de los minicuentos). Tres severidades se les imponían a los penitentes. Las
dos primeras eran “no dormir en un lecho” y “no folgar con dama o moza”. En la
tercera está el asunto: “No comer sobre manteles”. Pero lo que me parece más
atractivo no está dicho en el párrafo principal, sino en una nota a pie de
página, en la que Luján escondió, al final de la misma, esta breve historia
atribuida a Bertrand de Gueselin, de Bretaña. La primera parte de la nota nos
ayuda a comprenderla:
El comer en manteles o dejarlo de hacer –voto
que aparece en todos nuestros libros de caballerías y en nuestro Romancero- era
signo señorial, como lo era saber trinchar. En un banquete el dueño de la casa
comía sobre manteles individuales y su esposa, ante él, gozaba del mismo
privilegio. Comer en el mismo mantel con alguien era igualarse a él. Bertrand
de Gueselin imaginó un dramático ceremonial para expulsar a un caballero de su
séquito que había mancillado su honor. Le sentó a su mesa y, en silencio,
cortaron el mantel a derecha y a izquierda. Quedó solo, de codos sobre el
rugoso roble, temblando de vergüenza.
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Pienso en el mantel de encaje de doña Augusta, referido
por Lezama en Paradiso, del que no nos gustaría nunca ser excluidos.
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(El libro de Néstor Luján es Viaje
a Francia. Rutas literarias y gastronómicas de un viajero singular.
Tusquets, colección Los 5 cinco sentidos, Barcelona, 2005).