lunes, febrero 23, 2009

El pan nuestro de mañana, dáselo, Señor, a los pobres de hoy

El filósofo Juan David García Bacca

La indetenible máquina capitalista de producir hambre tiene un perverso y sombrío gusto por las paradojas: mientras más alimentos genera, mayor es el número de hambrientos en el mundo. Que esa cifra sea superior al diez por ciento indigna tanto como otro importante logro de la delincuencia neoliberal: mil millones de personas padecen actualmente de sobrepeso. Para corroborar aún más la tendencia paradojal del nefasto artefacto, digamos con el investigador indio Raj Patel, que los niños que se crían malnutridos en las favelas de Río de Janeiro, por ejemplo, sufren mayor riesgo de obesidad cuando llegan a adultos, que los chicos de Leblon. Los laboratorios del capitalismo jamás soñaron con un triunfo tan conspicuo. Ahora pueden estampar en su publicidad esta ufanía tétrica, pero redonda: “Si no te matamos de hambre, te hacemos reventar”. La perfección del sistema alimentario mundial descansa en ese poderoso círculo diabólico que no estamos combatiendo como se debe, entre otras razones, porque nos hemos negado a estudiarlo de una manera descarnada e integral. Trabajos como el de Raj Patel (Obesos y famélicos), ya comentado en este sitio, nos ayudan a iluminar el camino.

Dentro de un contexto como el venezolano, seguir trazando y aplicando políticas que se limiten a la distribución caritativa de alimentos no es otra cosa que “estirar la arruga” en un terreno cada vez más estrecho. Pensar aisladamente en cualquiera de las etapas del circuito alimentario y aplicarles algún correctivo, es pisar el cuero por un lado para que se levante por el otro. Sostener que el asunto es económico o comercial, eludiendo sus aspectos culturales, es confiar el problema en quienes más incapacidad han demostrado para solucionarlo. Estimar hoy a la biotecnología como la gran panacea, es dejarse llevar por la ilusión de que la tecnociencia no está manejada por la ominosa “mano invisible” del mercado. Sabemos que no es fácil, pero debemos comenzar por lo más obvio, aunque invisible para algunos: educarnos alimentariamente, sorteando obstáculos con sentido común y atacando causas de modo persistente, efectivo y también -por qué no-, afectivo. Se trata en gran parte de recuperar la cultura campesina que como país petrolero perdimos de una manera ciega y vertiginosa y de hacer la gran reforma agraria que nunca hemos querido hacer de verdad. La presencia de las prácticas culinarias, en particular, de las tradicionales, mucho hará para la solidez de ese proceso educativo que no podemos continuar aplazando, so pena de perder por completo nuestra soberanía. Cocinar bien es saber aprovechar lo que tenemos, aunque sea poco y ayuda a que algún día llegue a ser mucho.

Hace veinte años Caracas vivió el atávico furor del miedo al hambre. Sé que esa inmensa eclosión de los cerros puede ser vista desde otras perspectivas, pero ésta, la del terror ante la falta de alimentos, es insoslayable. Nadie que la haya visto puede olvidar la imagen de aquel hombre joven que después de participar en el saqueo de una carnicería cruzaba la calle con una res entera sobre sus hombros. Era una vieja historia que tiene sus ciclos. No podemos asegurar que no vaya a repetirse. Los panaderías europeas de la edad media y de la moderna, como lo recuerda Piero Camporesi en El pan salvaje, eran atacadas tumultuariamente en los tiempos de escasez. El gran historiador del miedo en Occidente, Jean Delumeau, refiere una consecuencia horrenda del temor al hambre: “En Picardía, los contemporáneos aseguran que los hombres comen la tierra y las cortezas de árbol… y se comen los brazos y las manos y mueren de desesperación”. Pero no vayamos tan lejos, ni en el tiempo ni en el espacio. Mucha perrarina con kool-aid o sopa de papel periódico con cubito de gallina, han sido los únicos alimentos diarios de algunos venezolanos que la asepsia de las estadísticas denomina “integrantes del estrato cero”.

El maestro Juan David García Bacca tuvo una vez el feliz atrevimiento de enmendarle la plana a una vieja oración católica. El texto griego que tradujeron San Jerónimo y Santo Tomás de Aquino no dice “El pan nuestro de cada día, dánosle hoy”, sino “El pan nuestro de mañana, dánosle hoy”. Lo primero es una tautología. Lo segundo es razonable y útil. Entre otras cosas, es un conjuro contra el miedo al hambre. Por eso el querido viejo García Bacca proponía que dijésemos la oración tal como está escrito en el título de esta nota. Hagámosla ahora pan cotidiano mediante una política alimentaria integral y creativa.

lunes, febrero 16, 2009

Un campeón vegetariano contra un campeón sibarita

Archie Moore a la mesa

Ramoncito Arias perdiendo con Eder Jofre

Debo a las páginas deportivas de un magazine venezolano el descubrimiento de la palabra “sibarita”. El hecho ocurrió en el año 1961. Mi afición por el boxeo y mi idolatría por Ramoncito Arias estaban entonces en un momento de esplendor. Tres años antes había llorado su derrota ante el argentino Pascual Pérez, uno de los más grandes moscas de la historia, pero ya me había recuperado de ese fatídico revés y ahora confiaba en que mi admirado maracucho podría salir airoso en su combate con el brasileño Eder Jofre, por el campeonato mundial del peso gallo. Era el mes de agosto y las vacaciones me permitían otras lecturas. En una revista que compraba mi padre (¿Elite? ¿Venezuela Gráfica?) leí un ominoso reportaje que comenzó a menoscabar mis esperanzas. Su título me intrigó. Decía así: “Un campeón vegetariano contra un campeón sibarita”. De inmediato acudí al diccionario para despejar todas las dudas. Lo cerré rogando a Dios que Ramoncito Arias pudiera sobreponerse a los oscuros vaticinios. De acuerdo con ese trabajo periodístico el resultado era totalmente previsible: una perfecta maquinaria de boxear llamada Eder Jofre daría cuenta fácil de un deportista indisciplinado y bonchón. Sólo un milagro podría salvarlo. Con la ingenuidad de mis once años, recé para que se diera ese milagro. Imposible. Guapo como pocos, nuestro campeón sibarita aguantó de manera increíble hasta el séptimo asalto. El boxeador vegetariano, entrenado y dirigido por su severo padre, lució invencible.

Archie Moore, a quien venero, demostró que sólo el cumplimiento de las reglas de oro de la preparación física y mental de un deportista, pueden depararle a éste éxitos y larga vida. Moore estuvo activo en el centro del cuadrilátero hasta los cincuenta años de edad, dejando la marca prodigiosa de 141 victorias por K.O y el reconocimiento unánime como el mejor semipesado de la historia. Pasó por varios pesos, desde el medio hasta el completo, con la facilidad que dan el talento y el trabajo riguroso, que algunos llaman “sacrificio”. Murió a los 85 años, después de haber sido entrenador del más grande (Muhammad Ali) y de uno de sus más dignos antagonistas (Foreman). Cuentan que el primero cuando le ganó al segundo en Zaire miraba y miraba a la esquina de su contendor. “¿Por qué haces eso?” le preguntó Dundee. Ali le respondió: “Porque yo no estoy peleando con Foreman, estoy peleando con Archie Moore”.

Tanto Jofre como Moore hicieron de la nutrición una presencia central en sus vidas. La incorporaron a su mundo físico-simbólico, como dice Loïc Wacquant, sociólogo francés que para comprender bien el boxeo, se hizo por un tiempo pugilista en Chicago. Nos recuerda Wacquant en su estupendo libro Entre las cuerdas que los boxeadores combaten en categorías predefinidas y deben alcanzar un “peso de lucha” que suele estar varias libras por debajo de su peso normal. Ante esa realidad la dieta se vuelve imprescindible. Nada de caer en tentaciones y menos aún de sucumbir ante la proliferante comida chatarra. Ashante, sparring del sociólogo francés, desterró de su casa todo lo que proviniera de MacDonald´s, por grasiento, por pródigo en azúcares y lípidos y se dio al cilicio de las pastillas, la vitaminas y las tisanas de gingseng. Está muy bien lo primero, pero ¿es indispensable convertirse en un jansenista del consumo alimentario?

Valdría la pena probar en los duros entrenamientos deportivos con sopas de ajos o tal vez con un caldo que preparaba una tía de Xavier Domingo y que la piadosa solterona se bebía en ayunas:

Ponía en infusión una docena de hojas de salvia aplastadas y una ramita de tomillo. Añadía sal, pimienta, dos o tres ajos y un buen chorro de aceite de oliva. Lo dejaba hervir unos diez minutos y se lo tomaba por la mañana en vez de café u otras tonterías”.

La tía se llamaba Josefa y vivió más de cien años.

lunes, febrero 09, 2009

Los huevos al vino de Xavier Domingo

Xavier Domingo

Xavier Domingo fue un hedonista cultivado y amable que “frecuentó el paladar sagrado del deseo”, para usar el estupendo verso que Luis Antonio de Villena le dedicó a Ogata Korin. Tal vez por eso lo que escribió sobre cocinas y comidas sigue dándonos un gusto inmenso. Sus escritos provocan relecturas, por más que nos moleste cierto dandysmo cuando trataba de política o de Borges, a quien se le parecía en eso de lanzar alegremente “boutades” de derechas. Nadie es perfecto. Una parte de su obra sobre gastronomía fue recogida en un libro que ya es un clásico: Cuando sólo nos queda la comida, publicado por Tusquets en 1980 y cuya primera edición (no sé si todavía única) guardamos Cuchi y yo como un tesoro prodigioso. Al igual que el artista japonés cantado por Villena, Xavier Domingo, sin duda, fue traspasado por "el dardo febril de la hiperestesia”. Lo comprueba su gula compartida en tantas páginas espléndidas.

Durante la primera mitad de la década de los ochenta leí sin falta, casi religiosamente, la columna que Domingo publicaba en la revista española Cambio16. Por sus artículos -sobre todo- conservé esos ejemplares que constituyen ahora lo único empastado, pulcro y presentable de mi desordenada hemeroteca. Desconozco si los habrán compilado en libro. Si no es así, alguna editorial debería hacerlo pronto para conocimiento de todos los interesados en los temas de la cocina y la alimentación y, desde luego, para honrar la memoria de un autor imprescindible que hizo periodismo gastronómico de una manera inteligente y clara. Lo cierto es que de vez en cuando saco un tomo de mis “Cambios” y busco a Xavier Domingo como quien consulta un libro oracular. Hoy lo he hecho y quiero compartir con ustedes esa experiencia.

Abrí el tomo que contiene los meses de abril, mayo y junio del año 1983 y me salió un artículo dedicado a los huevos. Ya había pasado la semana santa, pero los huevos no, comenzaba diciendo nuestro autor, quien celebró el fin de La Pascua, precisamente, con unos huevos de codorniz escalfados, “colocados encima de una leve navecilla de hojaldre”, recubiertos de caviar beluga. De inmediato nos dio noticias sobre unos huevos con vodka que en esta ocasión voy a pasar por alto para referirles la maravilla de una receta de “huevos al tinto de Rioja”, que Xavier Domingo dedicó a Ezequiel García, y que yo de copión dedico ahora a mi amigo Argenis Sequera, quien además de ingeniero, cocina y toma fotos. He aquí los “Huevos al vino tinto”:

Viértase en una cacerola media botella de rioja y la misma cantidad de caldo de carne y hueso de jamón, y déjese reducir a vivo hervor hasta que quede en la mitad.

Saltéense en una sartén, a fuego no muy vivo, cuatro o cinco cebollitas nuevas hasta que estén doradas y cúbranse con la reducción de vino y caldo, que vayan deshaciéndose un poco y espesando esa salsa. Añádase ahora sal y algo de pimienta blanca. Cuando esté al gusto, que ha de quedar ligero y suelto, fríanse levemente, y sin dejarlas quemar, unas rodajas de chorizo, que se añadirán a la salsa.

Avívese el fuego, y cuando se inicie el hervor, introducir un par de huevos bien frescos para que se escalfen en esa salsa, con el chorizo, y tiene que quedar la clara bien blanca y la yema viva y suelta. Sírvanse en plato hondo previamente calentado.

Si hay hambre, les va muy bien un acompañamiento de puré de patatas o de guisantes”.


Xavier Domingo, esteta como era, afirmó que los huevos representan una pureza geométrica y parecen, además, un hermoso volumen del escultor Jean Arp. No cabe duda de que son también la fuente de muchísimas maravillas culinarias.

lunes, febrero 02, 2009

Sumito

Osmany Barreto y Sumito Estévez con el delantal del Cig-Uney en Salsipuedes

Sumito en la conferencia


Con él cerramos el sábado pasado la histórica semana aniversaria de la UNEY. Apenas llegó a Salsipuedes, entró a la cocina y registró con Cuchi la nevera y la alacena. No le importaron las 7 horas de viaje ni el cansancio y malestar que los viernes por la tarde producen nuestras fatigadas carreteras. Después de seleccionar los ingredientes, salió a buscar su cuchillo inseparable y entró de nuevo a la cocina. Es un decir, porque entrar a Salsipuedes es meterse de una vez en los fogones. Y eso hizo él, con alegría. Así, en un abrir y cerrar de ojos, los afortunados de esa noche pudimos comer las preparaciones del cocinero más famoso (y rápido) de Venezuela: una sabrosa carne con hongos y nueces y un gustoso arroz con camarones. La cena la habíamos iniciado con el ajoblanco de Cuchi, para deleite especial de Alexander Manzanilla, un abonado vitalicio de esa deliciosa sopa helada. Mesa y sobremesa nos sirvieron para recordar afinidades, como debe ser, cuando de comer se trata. Y, más aún, cuando esto se hace en buena compañía.

Al día siguiente, el sábado, ocurriría en nuestra sede principal en San Felipe algo que no tiene parangón en el mundo de la gastronomía, no sé si sólo venezolana. Sí lo tiene en el ámbito del rock, del deporte o del cine. Sumito Estévez fue asediado por montones de fans que procuraban una foto con él o un autógrafo suyo. Personas de diversa edad habían plenado el auditorio y lo habían oído con fascinación durante casi dos horas. Una vez concluida su conferencia, lo sitiaron como si se tratara de una clamorosa estrella de cine o de un futbolista venerado. Su compadre Francisco Abenante, excelente cocinero, se vaciló la escena de los enjambres humanos que rodearon esa mañana a Sumito y seguramente urdió algunas bromas amables y fraternas para gozarlas más tarde con su aclamado colega. En definitiva, estábamos asistiendo a la consagración yaracuyana de un nuevo tipo de ídolo: el ídolo de la gastronomía.

Pero no todo fue candilejas. También escuchamos las ideas que este personaje indiscutiblemente mediático transmite con fervor. Sumito en su conferencia hizo un claro análisis del noble oficio de cocinero, del cocinero que trabaja para el público. Describió la rutina y los desvelos de unos profesionales (no todos reconocidos como él) que se queman las manos y batallan en una cruenta anonimia cotidiana. Dio ejemplos y defendió a quienes quieren innovar en sus cocinas. Se refirió a la responsabilidad social y cultural del cocinero. Abogó por un lenguaje propio y por superar la retórica colonialista que hasta ahora ha contribuido a invisibilizar nuestro paisaje alimentario. Propuso, además, una ruta para quienes desde la academia trabajan el tema de la cocina, en especial, para quienes investigan sobre la culinaria venezolana. Así, nos pidió que nos ocupáramos de las cocinas regionales de nuestro país. En ese instante recordé, por cierto, que Sumito venía de desayunar unas empanadas de quinchoncho verde en Salsipuedes, donde, precisamente, se transita desde hace algún tiempo el camino que él ahora nos señala con acierto. También Sumito recordó en algún momento de su charla esos quinchonchos que esperamos sean de nuevo una seña de identidad.

Concluyo afirmando que lo más relevante de la conferencia de Sumito Estévez no estuvo en las valiosas cosas que nos dijo (algunas discutibles, desde luego), sino en la manera en que las dijo. Hablar con desenfado y apasionadamente de lo que sabemos es, de suyo, una lección de libertad. Eso hizo Sumito el sábado, para asombro y disfrute de quienes estuvimos allí, convocados por Cuchi Morales, quien podría ponerle firma de autora a los hermosos actos con que la UNEY celebró dignamente sus diez primeros años.