lunes, diciembre 27, 2010

Capones y rellenos imperiales

Pollo capón

Alvaro Cunqueiro

Un gallego universal llamado Alvaro Cunqueiro recorrió las mesas imperiales europeas con el apasionado dominio de un sochantre. Lo hizo en un libro espléndido (La cocina cristiana de occidente), a cuyas páginas he vuelto estos días de descanso y gula, para asociar testas coronadas y topónimos remotos con la eterna fantasía del hecho gastronómico. De nuevo me encuentro con la comida de los Stauffen y su vino de Marsala. Me dejo llevar por el aroma a laurel de sus asados y casi veo a Federico II de Suabia (“el primer hombre moderno que se sentó en un trono”, Burckhardt dixit) trinchando un capón el 26 de diciembre, para celebrar su cumpleaños. Este capón puede ser de oca y provenir de Fulda, me digo. No lleva salsa alguna. Sólo cebollas lo acompañan. Federico II lo va cortando con un gran trinchante y le sirve primero a su halconero mayor. Comen mientras dialogan sobre el buen cuidado que los poetas de su corte siciliana le han dispensado a los “raudos torbellinos de Noruega” (así llamaría Góngora a los nobles volátiles de caza). Afina el emperador detalles acerca de un tratado de cetrería que está escribiendo y que habría de titular De arti venandi cum avibus. Seguramente este año 2010 algunas personas lo recordaron en Nairobi cuando la UNESCO declaró la cetrería como patrimonio cultural de la humanidad. Pero dejémonos de digresiones y volvamos al siglo trece, porque ya Federico está llegando al postre: un paté de peras, cuyo jugo, durante la cocción, se transforma en un licor parecido al caramelo. Todos comen y liban con deleite supremo y el excomulgado emperador advierte que ya puede recibir a las musas y escribirle en volgare hermosos poemas a Constanza. Aclaro que no estoy citando a Cunqueiro, sino fingiéndome contagiado por el vuelo de su imaginación inalcanzable y tersa. Abuso de la recreación ad libitum y comparo el capón que se acaba de comer Federico II de Suabia con uno que mencionó Xavier Domingo para su mesa navideña de 1983, al que, una vez cocido, untó a pincel con yema de huevo para que recibiera una horneada fuerte y rápida y se dorara con brillantez. Pónganle ustedes la salsa al sabroso eunuco, que yo voy de una vez a un postre que encontré en una página de Eça de Queiroz: una charlota rusa calificada de “exquisita” por el escritor de Coimbra en su relato El mandarín. Hasta aquí.

Ya debo haber traicionado varias veces a Alvaro Cunqueiro en su encantador recorrido por las cocinas imperiales de occidente, por dármelas, aturdido, de cunqueiriano. Serlo de verdad exige cultura y humor del bueno. Compenso mi brejetería informándoles que su libro lo publicó Tusquets y lo pueden buscar en la biblioteca “Elisio Jiménez Sierra” de la UNEY. Verán cómo se puede combinar graciosamente erudición y fantasía para convertir al lector más avisado y frío en un adorador de los capones de Fulda o de las perdices bizantinas rellenas de queso de Bitinia. Comprobarán por qué Cunqueiro es un monstruo de la literatura y de la gastronomía.

El prodigioso gallego de Mondoñedo al comenzar su libro hace una referencia al “relleno imperial aovado”. Dice que lo comían los Sacros Emperadores la víspera de su coronación, para tomar fuerzas, pero no da más detalles. Como adehala de fin de año, les copio una de las versiones del mentado plato:

Rellene una aceituna con una anchoa. Rellene con esa aceituna un pajarito. Rellene con el pajarito una codorniz. Con la codorniz, una perdiz. Con la perdiz, una pintada. Con la pintada, un gallito. Con el gallito, una liebre. Con la liebre, un pavo. Con el pavo, una avutarda. Con la avutarda, un cerdo. Ponga el cerdo relleno al horno y déjelo a fuego lento seis o siete horas, hasta que todos los rellenos hayan soltado sus jugos”.

Un feliz 2011 para todos.

lunes, diciembre 20, 2010

Las hallacas de 1957

Marcos Pérez Jiménez

Ese año en la casa de la 17 el niño Jesús llegó de otro modo. El 25 de diciembre mi hermana Elsy se levantó muy temprano, abrió el escaparate del cuarto de mis padres y sacó los paquetes que allí estaban escondidos. Después de hecho el correspondiente reparto, el disfrute de los juguetes apagó cualquier estupor causado por la inusitada revelación del misterio. Resulta que el 24 mis padres se habían ido a la clínica Acosta Ortiz porque estaba naciendo mi hermano José Manuel y se olvidaron de encargar a alguien del acto furtivo de colocar en nuestras camas, mientras dormíamos, los regalos del niño Dios. Pero bueno, Elsy lo sabía todo (quién sabe desde cuándo) y para mí ya era tiempo de enterarme. Lo cierto es que ese diciembre fue inolvidable por esos motivos. Yo había pasado los siete años y nueve meses de mi vida con una sola hermana y ahora, mientras el niño Jesús se iba para siempre, un hermanito se incorporaba a la familia.

La elaboración de los platos navideños fue también un acontecimiento especial. Mi abuela Ana, dada la avanzada gravidez de mi mamá, se trasladó desde La Concordia para ayudarla en sus menesteres culinarios. La recuerdo el 23 haciendo hallacas y chicha, amenizando la jornada doméstica con divertidas anécdotas tocuyanas y con el tintineo inagotable de su risa. De vez en cuando vienen a mí mente las imágenes de ese día y se quedan un rato acompañándome. No preciso colores, pero sí sabores. Así, las hallacas de mi abuela, en cuyo guiso la única carne que participaba era la del cochino, están de nuevo acá, en mi memoria. Y espléndidas, recreadas por Cuchi, también están en mi mesa del año 2010. La fortuna quiso que mi tío Oscar le confiara a Cuchi hace más de treinta años los secretos que Doña Ana tenía para componer el sagrado plato navideño.

Pero volvamos al 57. En las casas vecinas, la vigilia no se limitaba a las fiestas. Cierta inquietud, transmitida a la chita callando, gravitaba en el ambiente. Hasta en las conversaciones de algunos niños, surgía el tema. Mi amigo Amparo Segundo me preguntó una mañana si yo quería que Pérez Jiménez se fuera. Ante mi respuesta afirmativa, él optó por recomendarme la aplicación del viejo refrán: “Más vale malo conocido que bueno por conocer”. Con seguridad, los dos hablamos por boca de ganso, expresando lo que habíamos oído en nuestros respectivos hogares, pero, sin duda, el hecho de que un niño de 7 y otro de 9 dedicaran unos minutos a hacer comentarios semejantes, era un elocuente indicador de que en Venezuela se estaba cocinando algo más que hallacas, aunque fuese en las trastiendas. El abusivo plebiscito que el dictador realizó para perpetuarse y burlar de ese modo una norma de su propia constitución, fue la gota que rebasó el vaso. El remedio le resultó peor que la enfermedad. No siempre la radicalización beneficia al radical. Muchas veces lo enceguece. El decreto convocando al plebiscito fue la sentencia de muerte del régimen. Laureano Vallenilla, en su libro Escrito de memoria, relata con indisimulado cinismo, los pormenores de esa decisión torpe y fatal, redactada por él y por Rafael Pinzón, en cuya casa de Los Palos Grandes, por cierto, seguramente se comieron las mejores hallacas tachirenses en la Caracas de 1957.

P.S: Deseo a todos los lectores de este espacio una feliz navidad y una vez más mi gratitud por su adhesión.

lunes, diciembre 13, 2010

Manuel Caballero, inteligencia y pasión

Manuel Caballero

Sus desocupados lectores fueron sorprendidos ayer. Manuel Caballero se fue sin bulla y sin preaviso. Salvo para algunos amigos y familiares cercanos, su muerte llegó callada, como suele venir en la saeta. Quienes le seguían todos los domingos en su nunca interrumpida columna, no podían imaginarse que su último artículo hubo de ser escrito en una sala de terapia intensiva. Su altísimo sentido de la responsabilidad quedó rubricado para siempre en ese gesto de escritor infatigable.

En estas ocasiones no resulta fácil ponerle valla al peligroso acoso de los lugares comunes. Sólo él sabía eludirlos o retocarlos con gracia, en virtud de su prodigioso ingenio literario. Llegan a borbotones (ya va el primero), para hacernos decir, por ejemplo, que con Manuel Caballero se va uno de los intelectuales más completos del país. Esta vez no me voy a empeñar en desprenderme de lo que parece una frase hecha ante el fallecimiento de una destacada figura de nuestras letras. La repetiré con alguna variante: con Manuel Caballero muere una inteligencia soberbia, capaz de depararnos desde un letal y sangrante libelo hasta un riguroso ensayo histórico, pasando por entrañables y hermosas páginas acerca de sus libros o autores más queridos. En la ocasión en que me tocó presentar en Barquisimeto Las crisis de la Venezuela contemporánea, dije algo que me gusta reiterar cuando puedo: Manuel Caballero es un gran historiador por su disciplina, por su cultura, por su talento investigativo y por sus impecables y convincentes interpretaciones, pero su excelencia viene dada por la calidad de su prosa, única en el ensayo historiográfico de Venezuela y merecedora de reconocimientos que ahora habrán de multiplicarse en merecido acto de justicia literaria.

No recuerdo cuál fue el primer artículo o ensayo que leí de Manuel. Debió ser a finales de los sesenta y con seguridad, en una revista política. Tal vez en Deslinde o en Cambio. Lo cierto es que su escritura me enganchó. Quería, iluso, escribir como él y con la fruición de sus líneas, intercalar una cita imprescindible, enumerar unos episodios radiantes, hacer una digresión precisa o lanzar algún dardo inclemente, sin que se perdiera el hilo conceptual y, menos aún, el ritmo armonioso de los párrafos. Busqué sus libros, pero no los había entonces. Por fortuna, en el año 70 apareció su primer conjunto de ensayos. Recuerdo que se lo compré a mi amiga Ligia Pérez, dirigente estudiantil de la juventud comunista. Ligia me abordó en un pasillo de la Facultad de Derecho de la UCV, cuando yo salía eufórico de una conversación con Miguel Otero Silva, a propósito de Cuando quiero llorar no lloro y me mostró la mercancía. No dudé ni una fracción de segundos y le pagué el modesto importe, con la ayuda de mi madre que estaba en ese momento conmigo. Así, pude acceder a algunos ensayos que ya conocía por las publicaciones que he mencionado, y alguno, creo, por la revista Papeles. Ese libro de Manuel se titula El desarrollo desigual del socialismo y otros ensayos polémicos. Nada mejor que sus textos para apreciar la transición intelectual y política de una generación desencantada del mal llamado “socialismo real”, hacia un espacio de tolerancia y amplitud. Guardo como un tesoro esa edición, a la que vuelvo de vez en cuando para releer el insuperable artículo sobre la izquierda en los Estados Unidos o algunas partes jugosas y chispeantes del valiente ensayo acerca de Stalin.

Dije “valiente” y ahora que lo pienso, nadie puede poner en duda que ese adjetivo le calza a Manuel Caballero, como a pocos periodistas de opinión en Venezuela. Reclamó para sí, con justicia indiscutible, la pasión de comprender la historia. También puede atribuírsele, la de opinar libre y demoledoramente. Apasionado en todo, lo era, con especial denuedo, en comunicar sus simpatías, sus devociones y sus malquerencias.

Conservo en mi memoria el recuerdo de su afecto y las muchas imágenes que lo encarnan. Ya habrá momentos para compartirlas, “en este mundo en que morimos”, como decía Bataille, mostrando la cara sustraída de nuestro pensamiento.

Por tu amistad generosa, Manuel, mi gratitud infinita.

lunes, diciembre 06, 2010

Soberanía y amor en la olla

Matías Bruera

Escribo estas líneas poco después de la clausura del estupendo encuentro sobre cocinas bicentenarias realizado en Buenos Aires desde el pasado viernes. La conmovedora resonancia del Canto Popular de las Comidas de Armando Tejada Gómez me hace repetir los redondos versos anónimos con los cuales se inicia esa cantata: "Mi abuela, que era criolla,/ le echaba amor a la olla". Los acabo de escuchar en las bellas voces argentinas que poblaron con poesía de Tejada y música del Cuchi Leguizamón la Sala A del Centro Cultural Konex. Mejor final no podía haber para estas jornadas que, bajo la batalladora y eficaz coordinación del brillante intelectual Matías Bruera, concluyeron exitosamente esta noche del primer domingo de diciembre. Fueron tres días de charlas, talleres de cocina, foros, cine, teatro, mercados y mesas, compartidos con cálida efusión y con el gusto que brota del sentirse menos solitario en esta difícil búsqueda de soberanía. Mexicanos, brasileños y venezolanos acompañamos esta vez a los argentinos en el noble esfuerzo por darle a la cocina el alto lugar que le corresponde en las políticas de emancipación y justicia alimentaria. Así lo ha comprendido la Secretaría de Cultura del gobierno de Cristina Kirchner, asumiendo, en el marco de la celebración del bicentenario, un encuentro tan integrador, necesario y pertinente. Cuando uno escucha a académicos de diversas disciplinas y a cocineros de fogones distantes y distintos, decir casi a coro que las tradiciones culinarias son fundamentales para la vida, la confianza en que todos -y no solamente una minoría- comamos algún día, se nos refuerza con vigor.
Recuperar una alimentación nutricionalmente idónea y también, variada y sabrosa, no es un mero asunto de economía. Es un asunto de cultura y, dentro de ésta, lo es, en primer lugar, de la cocina, pero de una cocina basada en la memoria de los pueblos. Sin desconocer otras aristas del tema, la culinaria ostenta un carácter primordial como lo viene reiterando la antropología más amplia y rigurosa. Si nuestros presidentes o políticos no logran entender esto, seguiremos presenciando la pérdida acelerada de mesas y de platos valiosísimos, para no mencionar la cruel devastación de tierras a que nos ha sometido un sistema alimentario inicuo, mas no inocuo, que globaliza el hambre o la obesidad de muchos. Los jefes in partibus de la alimentación que con el nombre de ministros se limitan a ejecutar programas de distribución de comida importada, ilustran con penosa languidez una terrible inepcia expresada en el siglo antepasado por el gran maestro venezolano Simón Rodríguez: "El que no aprende política en la cocina, no la sabe en el gabinete". Por fortuna, este encuentro de Buenos Aires nos ha dejado el buen sabor de que cada vez son más los defensores de un derecho compuesto de cantidades y, sobre todo, de nutrientes, recuerdos, saberes y sabores. De un derecho, en fin, que no podemos dejar ni en las manos de la industria del hambre ni en las de una burocracia inculta que sustituye cualidades por estadísticas de toneladas repartidas.
Siguen resonando en mí las voces de Enrique Llopis, Chany Suárez, Magdalena León, Viviana Prado y Lucrecia Longarini, quienes bajo la dirección de Pablo Fraguela, nos recordaron hace apenas unas horas, que el genuino lenguaje de la alimentación es el lenguaje de la poesía.

lunes, noviembre 29, 2010

Crónica, patillas y revolución mexicana

Nellie Campobello

Rufino Tamayo: Sandías

El centenario de la Revolución mexicana que se celebra durante estos días, debería ser ocasión propicia para acercarse a Nellie Campobello, autora de una de las más espléndidas crónicas acerca de esa larga conmoción histórica. Agrupadas bajo el título de Cartucho, sus páginas recias y concisas pueden permitirnos una mejor comprensión de quienes lucharon en el estado de Chihuahua. Su deslumbrante captación de los detalles, su certeza para dar con la imagen cabal o con la presencia del mito en un diálogo callejero o doméstico, hacen de este libro un acervo de instantes cotidianos que después se colmarían de historia. La niña o joven que era Nellie Campobello en los años que van de 1916 a 1920 no juzga los acontecimientos. Sólo deja el testimonio de su mirada desaprensiva, no contaminada de códigos o de prejuicios. Testigo de lo que ve, pero también de lo que le cuentan, la autora escribía la Revolución mexicana y no se lo andaba diciendo a nadie. Escribía desde la percepción legítima de una tragedia en cuyo centro habitaba y no desde una interpretación de la misma. Escribía sin distancias retóricas, pero sí con la maestría de quien sabe narrar y describir lo que conoce y siente. Por algo Jorge Aguilar Mora vio en Cartucho un anticipo de Pedro Páramo, lo que es decir bastante en materia de estricta valoración literaria. El prólogo de Aguilar a la edición de Era (México, 2000) es un luminoso ensayo sobre la importancia de Nellie Campobello en la narrativa de la Revolución mexicana, así como una justa reivindicación de su singularidad, menospreciada durante mucho tiempo por la crítica.

Las mexicanas de la primera mitad del siglo XX, marcadas por la Revolución y sus secuelas, nos legaron numerosas lecciones, tanto de índole moral como de carácter estético. Los nombres de Graciela Olmos (autora de La enramada, una famosa canción que Javier Solís incluyó en su repertorio, pero, sobre todo, de memorables corridos de la Revolución como El Siete leguas), de Antonieta Rivas Mercado, de Nahui Ollín y de Pita Amor, para mencionar sólo a quienes desafiaron la carcundia machista del D.F, son suficientes para conformar un primer cuadrivio de grandeza femenina. Pero hoy, por el centenario del 20 de noviembre, día en que los rebeldes marcharon con su carabina “treinta treinta”, para dar inicio a la Revolución mexicana, me quedo con Nellie Campobello y su descripción del asalto a un tren por los “villistas” que, sedientos, buscaban con desespero ponerle la mano a un cargamento de patillas. Los dejo con ella:

Una columna de jinetes avanzaba por aquellos llanos. Entre Chihuahua y Juárez no había agua; ellos tenían sed, se fueron acercando a la vía. El tren que viene de México a Juárez carga sandías en Santa Rosalía; el general Villa lo supo y se lo dijo a sus hombres; iban a detenerlo, tenían sed, necesitaban las sandías. Así como llegaron hasta la vía y, al grito de ¡Viva Villa!, detuvieron los convoyes. Villa les gritó a sus muchachos: ´Bajen hasta la ultima sandía, y que se vaya el tren´. Todo el pasaje se quedó sorprendido al saber que aquellos hombres no querían otra cosa.// La marcha siguió, yo creo que la cola del tren, con sus pequeños balanceos, se hizo un punto en el desierto. Los villistas se quedarían muy contentos. Cada uno abrazaba su sandía”.

Las patillas de Rufino Tamayo configuran la imagen en la que ahora pienso, pero ya las veo de otra manera. Están intervenidas por Pancho Villa y por Nellie Campobello, para siempre.

lunes, noviembre 22, 2010

La cocina como patrimonio cultural

Chiles en nogada

Hace poco más de trece años, cuando poníamos el nombre a una de las carreras incluidas en la propuesta de creación de la Universidad del Yaracuy, Cruz del Sur Morales indicó, acérrima, que el vocablo “cultura” era imprescindible. Se necesitaba expresar con nitidez el sentido humanístico de un pregrado que abordaría el tema de la alimentación de manera desusadamente integradora. No podíamos dejar por fuera la clave diferencial del proyecto: la incorporación en su plan de estudios de la cocina, como una portentosa manifestación de la cultura y como el más antiguo laboratorio de la civilización. Disipamos toda duda y escribimos entonces el nombre completo del espacio académico: Ciencia y Cultura de la Alimentación. Sabíamos que, a contracorriente de la tendencia “especializadora” en boga, nuestra apuesta concitaría algunas aprensiones y desataría en ciertos espíritus aldeanos la ocasión para sus habituales rifirrafes. Pero mal podía detenernos una eventual reacción académica, tan débil y reductiva. Nos planteamos el desafío y llenamos de cocina algunas ramas esenciales del diseño curricular, desoyendo cualquier grito puesto en el cielo. Recuerdo que a un amigo muy culto, experto en el tema y simpatizante cabal de nuestro proyecto, le parecía un tanto atrevida la dosis coquinaria del pregrado. Consideramos sus febles vacilaciones, pero las dejamos como insumo para una evaluación posterior de resultados. Venturosamente, el tiempo ha venido corroborando la pertinencia de nuestra calculada audacia. Primero fue la aparición de una universidad gastronómica en Italia y luego la articulación de un discurso cada vez menos titubeante a la hora de ponderar la presencia de los estudios culinarios en la formación de profesionales del área de alimentos. Hace apenas una semana la UNESCO agregó desde Nairobi un eslabón más a esa cadena ratificatoria, al declarar patrimonio cultural de la humanidad tres cumbres de la comida: la gastronomía francesa, la cocina tradicional mexicana y la dieta mediterránea.

No es inoportuno repetir algo que hemos venido afirmando desde que la UNEY abrió sus puertas: la inclusión de la cocina en la universidad, no exclusivamente como “arte de la buena mesa”, sino también como objeto de estudio y herramienta básica de la ciencia alimentaria, es como haber dicho que el rey está desnudo. Lo sorprendente es que una obviedad haya tardado tanto tiempo en ser reconocida por los hombres de toga y birrete. Si algún mérito podemos reclamar desde esta casa de estudios, es haber llamado la atención sobre el insondable escándalo que significaba tamaña omisión académica. Y también, desde luego, el haber activado un programa para comprender la resonancia de las tradiciones culinarias, tanto en su entrañable dimensión cultural como en su utilísima y fecunda construcción de soberanía. Por esa razón, es una lástima que algunos sigan llegando con atraso a las evidencias. Bien sea por despiste o por efecto del ninguneo deliberado de pequeños seres, la ignorancia gubernamental acerca de los avances que desde una universidad pública hemos hecho en el tema, luce algo más que patética, a esta altura y temperatura del juego. Pero, lentitudes o mezquindades aparte, lo cierto es que la recuperación y el enriquecimiento de la memoria gastronómica del país es una ruta insoslayable para los planes de emancipación alimentaria de Venezuela.

Celebremos con los mexicanos la oportuna declaración de la UNESCO y digamos de nuevo con ellos esa frase que proclama el carácter genésico y tentacular de la comida americana: “Sin maíz no hay país”.

lunes, noviembre 15, 2010

Paciencia para decantar

Mariano Picón Salas

Nuestro mayor ensayista, en su afán de comprender a Venezuela, nos legó también algunas páginas enjundiosas y radiantes sobre la arepa. Era imposible que a Mariano Picón Salas se le escapara la comprensión de un componente cultural tan importante como el gastronómico. Además de leer con pasión las líneas y entrelíneas de la patria, gustó de sus mesas y averiguó en los fogones los viejos conjuros de la tierra. Su prosa, que conocía lo que Guillermo Sucre llamó “el don de la mesura”, es uno de los aportes más amables que Venezuela le ha dado a la literatura escrita en español.

Picón Salas recorrió nuestra geografía espiritual y tomó de ella el aliento indispensable para llamarnos a la concordia en épocas en que la crispación parecía derrotarnos. Tanto el olor de la sarrapia en Caicara del Orinoco, como el sabor de las arepas con queso paramero de la negra Josefa en Motatán, podían ser punto del cordial encuentro. También podía serlo un viejo recetario del siglo XIX. Y es éste, por cierto, el motivo que hoy nos ha llevado a convocar al ilustre merideño. Picón Salas lo reseñó en 1954 y como se limitó a decir que lo había recibido de una anónima “viejecilla nonagenaria”, no sabemos si el manuscrito fue editado alguna vez o si se encuentra en el valioso archivo del Centro de Estudios Gastronómicos (CEGA), reunido y cuidado con esmero ejemplar por José Rafael Lovera. Lo cierto es que ese cuaderno de recetas le permitió a don Mariano un goloso paseo por la repostería decimonónica de Caracas. Comentó de entrada la curiosa inclusión de una coquetería: un menjurje para refrescar el rostro de las caraqueñas (“Se hierve un litro de agua con medio de ácido bórico. Después que está frío, se le vierte medio real de óxido de cinc, una cucharadita –no muy llena- de tintura de benjuí y un poquito de glicerina. Se decanta y se usa”). A Picón Salas le fascinó “el parsimonioso empleo” del verbo “decantar”. Casi confesó que hizo la cita por el agrado inmenso que le produjo la referencia a la desusada decantación. El sagaz ensayista no perdió tiempo y con sabia perspicacia extrajo del vocablo una enseñanza que tiene hoy tanta o más beligerancia que entonces. La copio: “…si algo falta en estos días, extremadamente derrochadores, comprometidos y nerviosos, es la paciencia para ´decantar´. Nadie decanta nada: ni las soluciones para refrescar el rostro ni las ideas para esclarecer la cabeza”. La dejó ahí. Que se decante.

Antes de pasar a la cocina, la autora del recetario quiso detenerse en otras artes caseras de su tiempo. Además de la cosmética, como ya vimos, dedicó unas notas a la técnica para fabricar y colorear flores de pasta. No lo dice, pero uno puede imaginarlo. Esta vez a Picón Salas le agradó la palabra final de la fórmula para hacer flores: “…Se forman las flores, pétalo a pétalo, pegándolos con agua de cola gruesa. Después de pegados, se pintan a gusto, se dejan secar y se les da ´charol´”. La época del brillo oratorio, de la charada y del soneto, sin duda, se avenía con el barniz.

Los nombres de algunas tortas y manjares le recordaron a Picón Salas los aires románticos de la época (su artículo se titula, precisamente, Cocina romántica). Elementos seráficos y diabólicos abundan en el manuscrito coquinario. Así, nos toparemos en él con “melindres”, “pastillas de señorita”, “ponqué violeta”, “rosa piña”, “rosquete de olor”, “bizcocho de espuma”, pero también con una “manzana infernal” y con un “ponque negro”, que el ensayista asocia enseguida con un poema del levita Carlos Borges. Dionisos no faltará a la cita y una “crema báquica” embriagará la fiesta.

Barroca como la hallaca, califica Picón Salas a la especiada “torta caraqueña”, cuya receta no cita, pero nos hace coco con la enumeración de sus ingredientes: almendras, malvasía, huevos, leche, mantequilla, plátanos, azúcar, clavo y canela. El deleite por los olores, por las palabras, por la belleza oculta de los utensilios, por el fulgor de la cocina, por los tiempos literariamente recobrados, tiene su lugar consagratorio en la escritura serena y lúcida de Mariano Picón Salas, quien también supo comprender a la Venezuela gastronómica.

lunes, noviembre 08, 2010

Conucos bicentenarios


No dejemos que el bicentenario de la “Venezuela heroica” nos oculte el otro bicentenario: el de la Venezuela diezmada por la guerra y las hambrunas, cuyas secuelas se prolongaron largamente hasta enlazarse con los letales efectos de la tormenta federal. Ejercer con sobriedad la admiración que, por encima de justas y necesarias revisiones críticas, merecen holgadamente algunos de los libertadores, no excluye el deber de conmemorar el drama que el pueblo, “en armas” o no, vivió durante los terribles años de la emancipación. La cruenta guerra nacional de independencia fue también un proceso cuyos platos rotos los pagó el “pueblo inerme”, cuya invisible presencia no ha sido registrada en las epopeyas de la historia patria, ni es convocada, por supuesto, a ritual alguno de celebración bicentenaria, a pesar del aporte que esos hombres anónimos le hicieron a la gesta liberadora desde sus milagrosos conucos. Y voy al grano con una cita luminosa que me dispensa de especulaciones y rodeos. La tomo de la inagotable Geografía del poblamiento venezolano en el siglo XIX, del maestro Pedro Cunill Grau: “…son abundantes los cultivos de subsistencia del maíz, arroz, frijoles y tubérculos emplazados en pequeños conucos de esclavos o gente libre pobre. Estos policultivos menores, en algunos casos comerciales en sus excedentes en tráficos hacia comarcas y poblados cercanos, pueden resistir mucho mejor que los cultivos comerciales los rigores de la Guerra de la Emancipación”. Citando a O´Leary y a algún documento de la Gazeta de Caracas, Cunill nos informa del asombro que le causaba a los testigos de las destructivas irrupciones de Rosete, la salvación de los conucos. Mientras haciendas enteras, abandonadas por sus dueños, fueron arrasadas por la perversidad de los realistas, fue mucho el conuco, con “el pobre en su choza”, que se mantuvo intacto. “Yo no sé de donde sale tanto maíz, arroz, frijoles, puercos, gallinas, etc. Yo creía esto absolutamente desolado, y sin recurso alguno”, dirá alguien al ver cómo llegaba a la hambrienta Caracas una inmensa cantidad de productos conuqueriles, después de los saqueos inclementes a que habían sido sometidos los latifundios del centro del país. Podríamos decir, entonces, que el conuco, de algún modo, también hizo la guerra de independencia.

La hizo, igualmente, la carne del llanero, como lo testimonió el gran José Antonio Páez (por cierto, el único presidente venezolano que nos ha legado una autobiografía). Hablando de sus “centauros” dijo: “...ellos no necesitan de tantas comodidades en campaña y se alimentan tan sólo de carne, sin pan, ni sal, ni otro condimento… Así es que cuando consiguen cualquiera de dichos artículos se dan completamente por satisfechos”. Otros soldados, menos curtidos que los llaneros de Páez en las penurias cotidianas, desesperados por el hambre, ingerían cuanta yerba encontrasen en su camino. Aparte de las malas condiciones de almacenamiento, la ingesta equivocada fue uno de los motivos de las frecuentes intoxicaciones alimentarias del ejército patriota. También lo fue el consumo de yuca amarga, que terminó sirviendo para que los reclutas lo emplearan como treta: al comerla se enfermaban y eran enviados al hospital. Por esa razón, Santiago Mariño emitió la orden de que a la persona a la que le encontraren yuca en su avío se le debían propinar veinticinco palos y que si llegaba a enfermarse, se le aplicara la pena de muerte luego de su curación. Como se sabe, la disciplina de la guerra se aviene bien con la crueldad.

No olvidemos a la Venezuela que hizo y sufrió la gesta emancipadora. Ella produjo esta copla para aguantar sus ayunos:

Mi mama se llama arepa
y mi taita maíz tostado;
miren las horas que son
y no me he desayunado.

lunes, noviembre 01, 2010

Una escritora con zapatos de diseñador

Margo Glantz

Debo a la conjunción de un ajoblanco y de un préstamo de libros el descubrimiento de Margo Glantz. El hecho ocurrió en Mérida, hará unos catorce años. Julio Miranda me había invitado a su casa para hablar de literatura y soñar con una revista que haríamos a cuatro manos. Julio se demoraba en la preparación del ajoblanco, mientras hacía divertidos comentarios sobre los muchos libros que yo le había prestado. Fue entonces cuando se le ocurrió que debía llevarme de su biblioteca (no en préstamo, sino de regalo) varios volúmenes. De ese modo, él ganaría espacio para sus libros y yo daría alivio a los males de bibliópata que el mismo Julio comenzaba por ese tiempo a atribuirme con evidente “injusticia”. Bajó varios títulos y uno de ellos cayó al suelo. Lo recogí. Eran las Apariciones, de Margo Glantz, a quien desconocía por completo. "Llévate ese también", me dijo Julio. Y eso hice, junto con unos quince libros más. El ajoblanco resultó deliciosamente memorable y del proyecto de revista nada quedó en claro, salvo que llamaríamos también a Silda Cordoliani. Ya en el apartamento de mi hija revisé los volúmenes que Julio me había dado. Empecé por el de Margo Glantz y me percaté de que tenía una dedicatoria de la autora: "Para Julito, después de un gran silencio, pero con el mismo cariño. Margo. 10-3-96". Con voracidad, con un enorme gusto leí esa historia de amor. Desde esa ocasión busco todo lo que Margo Glantz escribe. Me agrada su modo de alternar la memoria perdida de las cosas con la avasallante presencia de la actualidad más nimia. Me atrapa Nora García, su alter ego en novelas y cuentos, una chelista, para más señas, que anda oronda por la vida con zapatos de Ferragamo o que en el majestuoso Teatro Colón de Buenos Aires se conmueve escuchando a Barenboim en la sonata número 13 de Beethoven, mientras piensa en Jacqueline du Pré y en su esclerosis múltiple. Me gustan también sus aficiones culinarias y el enorme afecto que le ha profesado a la vieja cocina judía de sus mayores. Precisamente, a esa Margo Glantz es a quien estoy convocando esta mañana, para celebrar el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances que le entregarán en Guadalajara a finales de noviembre.

Hija de judíos rusos, esta mexicanísima escritora es una profunda conocedora de Sor Juana Inés de la Cruz. Por ella sabe que las mujeres son capaces de forjarse una certera filosofía de la cocina que envidiaría hasta Aristóteles. En uno de sus libros más hermosos y queridos, Las genealogías, Margo Glantz conversa largamente con sus padres y recrea la mesa de la casa, pero también la del restaurante que tenían en la Zona Rosa, el Carmel, un sitio privilegiado para el encuentro de intelectuales y artistas y para el goce de diversos strudels y de bolitas de matzhe mel. Con palabras amables y recuerdos que fulguran la autora escribe cuanto sigue: “Sin cocina no hay pueblo. Sin pan nuestro de cada día tampoco. Por eso dice Bernal Díaz refiriéndose a la tortilla ´el pan de maíz que ellos hacían´. Me lo sé de memoria y casi puedo decir que por mis venas corre harina, pero eso pertenece a otro costal, al del Carmel, donde había unos bocaditos de chocolate, por dentro y por fuera como los ataúdes, amenizados con nueces y con un licor que los empapaba y que bien podía ser coñac o ron. Yo les llamaba orgasmos. No lloro, nomás me acuerdo”.

Margo le preguntó un día a su madre cómo se hacían los gribelaj. Esta fue la respuesta:

Los gribelaj son de grasa de pollo, se corta en pedazos, se pone en lumbre con un poco de sal y cuando se empieza a dorar se pone la cebolla, se fríe tantito, se sacan los gribelaj tostaditos y se comen y ya.

Al Carmel llegaba Pita Amor con joyas y vestidos rasgados a comprar cuernitos de nuez. A Las genealogías de Margo Glantz llegamos escoteros los lectores a comer literatura de la buena.

lunes, octubre 25, 2010

Líneas y entrelíneas

Biblioteca "Elisio Jiménez Sierra" en Guama

Los lectores sabrán disculparme que el espacio de hoy lo dedique directamente al tema de nuestra universidad yaracuyana. Creo que nos hemos ganado ese derecho. Como se sabe, en momentos en los cuales cualquier lugar o resquicio era bueno para defenderse de contumelias, difamaciones y zafias embestidas, acá supimos guardar silencio (también una forma de respuesta, en verdad), dejándole a las entrelíneas el oficio elegante y sutil de enfrentar barbaridades. Ahora se trata de ir al grano, sin rodeos, abordando el tema desde una emoción positiva y grata, nacida de la clamorosa ovación que el pueblo de Yaracuy le tributó a su universidad el viernes pasado en el acto inaugural de los JUVINES.

Cuando el educador posee una conciencia clara acerca del rol que le corresponde socialmente, éste no se abandona jamás. Así, en lugar de enfrascarse en debates estériles con quienes intentan provocar reacciones destempladas, apelando a la infamia y la calumnia, el educador opta por la lección de la resistente y callada gallardía, por la invariable continuidad de su trabajo y por esa feliz enseñanza que algunos aprendimos a decir con unos versos de la Epístola Moral a Fabio: “Esta invasión terrible e importuna/ de contrarios sucesos nos espera/ (…) dejémosla pasar, como a la fiera/ corriente del gran Betis, cuando airado/ dilata hasta los montes la ribera”. Dejar pasar lo que no amerita enfrentamiento directo (porque puede arrastrar también a quien pretenda rebajarse a su nivel) es una práctica antigua y eficaz, que suele olvidar la avilantez de algunos, pero nunca la prudencia de quienes saben más por viejos que por diablos. Aunque estemos lejos de proclamar que eso somos, no puede la falsa modestia interponerse para negarnos a una evidencia: en la UNEY hemos dejado pasar con dignidad, hasta donde ha sido posible, la artera campaña que una jauría desató en su contra, a la vista de todos y con el ensañamiento de que hacen gala los funcionarios que se creen autorizados, pobrecitos, para el atropello y la sevicia. Y seguiremos dejando pasar “la fiera corriente”, pero ahora con la firmeza que nos da el respaldo explícito de un pueblo que aplaude larga y generosamente a su universidad, porque la quiere y sabe suya. Con ese pueblo sabremos jugar cerrado cuando la estrategia lo demande.

Casi doce años de acción civilizada no se viven y comparten en vano. Algunos “revolucionarios”, de la boca para afuera, pregonan un supuesto compromiso con el pueblo. ¿Atienden al sentimiento y opinión de ese pueblo cuando intentan tomar decisiones acerca de una universidad que viene contribuyendo cabalmente con la transformación que el país se trazó en su Constitución? ¿La visión parcial y tendenciosa del burócrata envenenado (y envenenador) no es más bien la excrecencia de una envidia, de un encono o de una ambición personal? ¿Conocen realmente esos seres a la institución sobre la cual se han atrevido, no sólo a emitir juicios, sino a contrariar en su rumbo académico y en su apego a principios y valores humanísticos? ¿Saben, acaso, los estólidos, que tanto en el deporte, la cultura, la crónica, la alimentación y el diseño, la casa de estudios yaracuyana ha hecho importantes avances conceptuales y prácticos? ¿Han visitado, al menos por curiosidad, una prodigiosa biblioteca que se llama “Elisio Jiménez Sierra?... Pueden ustedes añadir otras “interrogantes”. Estoy seguro de que muchas se nos quedarán en el tintero. Retoquemos un viejo dicho y afirmemos que “a buen respondedor, pocas preguntas” y hasta aquí, por ahora. Creo que ya hemos expresado con claridad lo suficiente como para que no haya dudas. Invito sí a buscar algunas entrelíneas, que por mi tendencia a cierto estilo, me es difícil evitar. Qué le vamos a hacer.

Unida internamente y compenetrada cada vez más con su pueblo yaracuyano, la UNEY está en los JUVINES, acompañando con entusiasmo a la UNEFA y a otras universidades, en unos juegos de los que debemos extraer lecciones y autocríticas.

Gracias al pueblo de Yaracuy por su noble apoyo, a prueba de malentendidos.

lunes, octubre 18, 2010

El banquete barroco, segun Lezama


En un ejemplar de Paradiso que ya no está en mi biblioteca, Cuchi marcó casi todas las referencias gastronómicas de ese denso libro oracular. La idea era –y es aún- regalarnos algún día con un banquete lezamiano, estrictamente “paradisíaco”. Sería un homenaje a doña Augusta, pero también al mulato José Izquierdo, “perfecto cocinero” y, seguramente, a Licario y a su madre, por el picadillo del último capítulo. Lo cierto es que el proyecto daría para varios almuerzos y largas sobremesas, adehalas caribeñas de todo convite copioso y placentero. No tendríamos por qué esperar el retorno del ejemplar marcado (mención que hago a los fines de interrumpir la prescripción y recordarle a quien lo tiene que debe devolverlo) para acometer la vieja aspiración celebratoria. Son tantas las ocasiones en que hemos vuelto a las páginas donde se cocina o se come en Paradiso, que ya nos es familiar el momento en que se derrama la remolacha en el mantel o cuando la señora Rialta acusa a Izquierdo, discípulo del chef Luis Leng, de “refistolero”, por echarle camarones chinos y frescos a la olla del quimbombó. Es probable que el próximo diciembre, cuando se cumplan los cien años del nacimiento de Lezama Lima, el festejo nuestro incluya la muy conversada jornada gastronómica. Veremos. Por ahora, sigamos verbalizando la comida lezamiana, un modo seguro de serle fiel al Etrusco de Trocadero y, también, de renovar el deseo por el esperado convite, cuya propuesta incluye, como música de fondo, el maravilloso danzón Isora de Cachao.

Los banquetes literarios, lo dijo Lezama mismo, son de origen barroco. Se refiere a la gozosa descripción de frutas y mariscos, tan frecuente en algunos poetas de nuestra lengua. Un afán dionísiaco de incorporar el mundo o de hacerlo nuestro, mediante “el horno transmutativo de la asimilación”, moviliza esas expresiones y metáforas gastronómicas. Lezama las rastrea en autores como Medrano, Lope de Vega, Góngora, Sor Juana Inés de la Cruz, Fray Plácido de Aguilar, Leopoldo Lugones, Alfonso Reyes, el Anónimo Aragonés y Cintio Vitier (este último, por el tabaco, final de los buenos banquetes barrocos). Así, en La expresión americana, encontraremos una suculenta repostería de aves tan perfectas “que se suelen volar las servilletas” y berenjenas y coles y aceitunas, muchas aceitunas y, sobre todo, el aceite del árbol de Minerva en un verso majestuoso de Sor Juana (“de prensas agravado,/ congojoso sudó y rindió forzado”). También nos toparemos con las toronjas frías que tanto le gustaban a Lezama en el desayuno, al punto de decir que su consumo lo autorizaba a comer en abundancia el resto del día, incluyendo media mañana, almuerzo, merienda y cena. No faltarán las peras en nuestra lectura de las famosas conferencias lezamianas. No las limoneras, pero sí las perillas de pulpa “plateresca”, que por ser tan niñas “parecen las meninas de las peras”, según el verso del Anónimo Aragonés.

Podríamos continuar refiriendo versos y frutas de ese banquete literario, pero los ejemplos no serán, según mi gusto, tan atractivos ni curiosos, como los que podemos hallar en Paradiso, súmula nunca infusa de frases gastronómicas, reino de la imagen y de asociaciones infinitas que permiten la conversión de un picadillo de res en un faisán rendido en Praga. Vayamos, entonces, a sus páginas a paladear la cuenca del Meditarráneo en el primer plato y las cremas de Matanzas en los postres. Vayamos al interminable barroco culinario de Lezama, aceptando la ambigüedad que indica ese enunciado (páginas y mesas), pero también con la certeza de que el banquete es un “potlatch” y nunca un valor de uso ni de cambio. Lo dice así, para gloria de sus lectores, el Evangelio Barroco, según Lezama.

martes, octubre 12, 2010

Se llama barro, aunque Miguel se llame


Era una soleada tarde de diciembre del año 66. Ramón Guillermo y yo tomamos el autobús en la carrera 19 y nos dirigimos hacia el Colegio San Vicente de Paúl, que apenas dos años antes había estrenado su moderna sede de la Avenida Lara. Durante el trayecto comentamos la noticia del día: allanamiento en la Universidad Central de Venezuela y cierre de las residencias estudiantiles. Apartando tempranas inquietudes políticas, el tema era de un enorme interés para nosotros, pues al año siguiente seríamos universitarios, y la “casa que vence las sombras” en la antigua hacienda Ibarra, era, precisamente, nuestro próximo destino. Sin embargo, una curiosidad distinta nos acuciaba en ese momento y para satisfacerla nos dirigíamos al que había sido mi Colegio hasta el año 65, como La Salle lo había sido para Ramón hasta la misma época. Eramos entonces dos lisandristas que iban a escuchar la conferencia de un sacerdote de quien nos habían ponderado ampliamente su verbo y su cultura. Se trataba del padre Javier Mauleón, nuevo director del colegio de los paúles y admirado profesor de castellano, según el “informe” que me había suministrado por esos días mi amigo Alexander Torrellas. Queríamos conocerlo y, además, saber quién era ese señor mencionado en el título de la conferencia: “Miguel Hernández y un compromiso con las circunstancias”.

No para mitigar una eventual vergüenza por ese notable bache, debo recordar que faltaban como mínimo seis años para que Joan Manuel Serrat editara su hermosísimo disco hernandiano y que la enseñanza o difusión de la poesía española en nuestro bachillerato llegaba, cuando mucho, hasta García Lorca. Lo cierto es que no sabíamos quién era ese poeta cuyo nombre nos parecía tan común y corriente, que lo asociábamos más a un pulpero del Manteco que a un escritor de aliento universal (más tarde sabríamos que, en realidad, se llamaba “barro”). Llegamos justo a tiempo y nos ubicamos casi a la mitad del auditorio, más cerca de la última fila que de la primera. Sentado, el conferencista comenzó a leer unas cuartillas. Su tono, con un énfasis no exento de calidez, nos sedujo de inmediato y contribuyó, seguramente, a lo que nos ocurrió a lo largo de la conferencia: el deslumbramiento total ante los versos citados esa tarde. Cualquier previo y torpe desdén dictado por el desconocimiento y algún prejuicio superficial, había quedado sepultado por el fervor que ahora nacía en nosotros por esa poesía fulgurante y por un hombre del campo, capaz de estar, en cuerpo y alma, a la altura de sus circunstancias, así en la paz como en la guerra. Salimos del Colegio San Vicente de Paúl, más que con una lección aprendida (que la tuvimos, desde luego), con la íntima convicción de que habíamos recibido un regalo prodigioso. A los pocos meses en una librería de la Avenida Urdaneta de Caracas conseguí dos libros de Miguel Hernández publicados por la editorial Losada. Así, con la famosa elegía a Ramón Sijé, pude llorar en el 67 la temprana muerte del padre de un amigo… Seguí -y sigo- buscando compañía en la palabra lírica y en las composiciones más profundas y sencillas de este increíble poeta de Orihuela, su pueblo y el mío y el de todos sus lectores conquistados de por vida por la humana (demasiado humana) intensidad de sus cantos.

Continuarán pasando los años y siempre recordaré al padre Mauleón diciendo, con la majestad de su acento, las estrofas enjoyadas de la elegía primera que Hernández le dedicó a Lorca: “Cegado el manantial de tu saliva,/ hijo de la paloma,/ nieto del ruiseñor y de la oliva:/ serás, mientras la tierra vaya y vuelva,/ esposo siempre de la siempreviva,/ estiércol padre de la madreselva”.

Cuarenta y cuatro años después de ese descubrimiento he cometido la impudicia de recordarlo, sólo para expresarle mi gratitud, bajo el signo de Hernández centenario, al padre Javier Mauléon, dondequiera que se encuentre.

lunes, octubre 04, 2010

Memorias del alimento infinito

Michel Leiris


Varios escritores del siglo XX cuando hablan de su infancia coinciden en recordar el momento en que se les apareció por vez primera, hecho cuerpo, el infinito. La coincidencia no se queda ahí. El soporte concreto de ese momento primordial muchas veces es el mismo: una lata o una caja, observadas en la despensa de la cocina. Así, entre nosotros, el envase de aceite Vatel ha sido uno de los objetos más socorridos para ilustrar el viejo asombro. Otros, probablemente borgeanos avant la lettre, se toparon con la infinitud en los modestos espejos de una barbería. Tiempo después habrían de descubrir el Aleph, la Biblioteca de Babel y a un heresiarca de Uqbar que consideraba abominables los espejos “porque multiplican el número de los hombres”. Incursionarían en las diversas paradojas filosóficas que Borges exploró con imágenes espléndidas y en sus diversos y alucinantes temas metafísicos. Pero volvamos a quienes asocian el infinito a los recuerdos de cocina. Mejor dicho, a uno de ellos. Me refiero a Michel Leiris, autor de una autobiografía estupenda titulada Edad del Hombre. En ella nos dejó dicho que su primer contacto con el infinito se lo debe a una caja de cacao de marca holandesa. Era el cacao con que le servían todos los días el desayuno. Tendría diez años cuando lo cotidiano se le hizo conmoción mental. Así lo describe: “Uno de los lados de esa caja estaba adornado con una imagen que representaba a una campesina con una toca de encajes, que sujetaba con su mano izquierda una caja idéntica, adornada con la misma imagen y la mostraba sonriendo, sonrosada y fresca. Permanecí sobrecogido por una especie de vértigo, figurándome esa infinita serie de una imagen idéntica que reproducía un número ilimitado de veces la misma joven holandesa…”.

Que no ceda el lector matemático a la inmensa tentación de explicarle a Leiris teorías que permiten convivir lo finito con lo ilimitado, o algunas ideas de Bolzano o de Cantor que refutan con creces lo que los legos pensamos acerca de la infinitud. Sigamos con el escritor y veamos cómo la idea encarnada en la caja de cacao en polvo fue adquiriendo una forma vigorosa. No olvidemos que la joven holandesa mira a quien observa la caja y lo mira tantas veces como cajas se multiplican. El niño sentía ante esto que ella se estaba burlando, haciéndole ver su efigie, repetida ad nauseam. Ese momento estelar de la infinitud incluye también una sensación de deseo y de impotencia. La campesina se nos va y se nos va, pero no termina de irse (ya sé -no era mi intención- que están, como yo, recordando una canción de José Alfredo). Pues bien, Michel Leiris no se quedará con esa turbación y habrá de añadirle a su encuentro con el infinito en la mesa infantil del desayuno, una dimensión mundana que explicará en estos términos, que seguramente no agradarían al heresiarca de Uqbar: “No estoy lejos de creer que a esta primera noción de infinito, se mezclara un elemento de orden bastante turbio: el carácter inaprehensible de la joven holandesa, repetida al infinito, al igual que por medio de los espejos de un tocador hábilmente dispuesto, se multiplican las imágenes libertinas”.

Lo cierto es que los alimentos fueron para Leiris un vehículo afectivo (y efectivo) de aprendizaje. En un párrafo inolvidable de su libro registra cómo un bizcocho para pájaros, una especie de pincho de pan colocado entre los barrotes de una jaula, le permitió identificar el alma. Ahora lamento no haber leído a Leiris cuando tenía 16 años para haberle respondido con esa imagen sustancial, a mi amigo Manuel Carrero, quien a la salida del liceo me preguntó una vez, repentina y misteriosamente: Freddy, ¿qué es el alma? Tampoco ahora sabría con certeza que decirle, pero ya he leído a Leiris. Y para mí es bastante.

lunes, septiembre 27, 2010

Lezama está comiendo

Casa de Lezama. Trocadero 162. La Habana

Es el 5 de Octubre de 1957. José Lezama Lima se encuentra en un café de La Habana. Desde la mesa más cercana a la suya, ocupada por afamados jugadores, surge de pronto una voz: “Todo el que tiene una novia china, tiene buena suerte”. El poeta se conmueve. Algo maravilloso ha ocurrido, algo que sólo a él le es dado percibir por una rareza vivencial, insólita, oblicua, acaso inevitable. Y es que acaba de producirse una fulguración repentina que abrió el cauce para la infinita posibilidad de la poesía. De inmediato nace un verso de raíz asombrosamente lezamiana: “Novia china, buena suerte”. Al poeta le parece deslumbrante y comienza a saborearlo con el mismo moroso e íntimo deleite que experimentó hace apenas un momento ante su copa de deliciosa crema helada. Al cabo de un rato Lezama anotará en su diario: “Fue la voz que oí, pero cuando me fijé en el grupo, observé que me era imposible precisar de quién era esa voz, la voz de ese verso. Poética la voz, anónimo el rostro. Buena señal”.
El episodio anterior, luego recogido por Lezama en su ensayo Preludio a las eras imaginarias, no revelaría gran cosa si su protagonista no fuese quien es: el autor de una teoría poética que exalta la imagen como centro y motor del hombre y uno de los pocos seres a quien la poesía se le impuso siempre como una segunda naturaleza. Escribir poesía será, de acuerdo a esa teoría, una búsqueda sagrada, la continua errancia de una voz misteriosa que procura aclararse. Búsqueda que es, a la vez, la marcha y contramarcha donde se querellan, tenaces, la causalidad y el azar. Por eso es tan expresiva la inopinada aparición de la “novia china” y de la “suerte” en aquel instante de 1957. Habían estado detenidas en alguna región de las emigraciones imaginarias, justamente hasta ese día, en que la voz de un jugador, en acto de azar (que le es propio) y de hipertelia (que ignora), las trasladó hasta el abierto universo del potens, el reino de lo posible, donde el etrusco Lezama apuraba con voracidad una anisada crema de coco y piña, que si bien merecía el don de su gula, no alcanzaba las excelencias de aquella que antaño elaboró doña Augusta para el consumo exclusivo de Cemí.

Un discurrir como el descrito ilustra lo que podemos llamar el “lezámico” modo de vivir la poesía, sin dejar de leerla y de escribirla nunca. Es el hechizo permanente, abierto, que no descansa ni en el más nimio momento de la molicie cotidiana, entre otras cosas, porque para el hechizado no hay nimiedades y él mismo se ha encargado de poetizar hasta las muelles instancias de lo cotidiano. Así, en Oppiano Licario encontraremos la exaltación de una ventura criolla, tal vez hoy olvidada: el respeto sagrado por el momento rutinario de la comida y del baño. Recordemos: “Está comiendo o se está bañando, son de las pocas fórmulas de civilidad y de cortesía, que entre nosotros mantienen una perenne vigencia. Tienen un universal aspecto, nadie osa quebrantarlas. Me sacó de la mesa, me vino a interrumpir el baño, son formas de execración, de maldición bíblica casi, que el cubano no tolera como descortesía”.

Al comer podemos estar convocando dioses para departir con ellos. No lo sabemos con certeza, pero sí podemos, como Lezama, saborear un cangrejo y posar la mano en una fuente de agua dulce. Tal vez un pájaro nos traiga de postre la fruta que más nos gusta y nos dejemos llevar por su sabor hacia territorios imprevistos. Que no nos interrumpan.

lunes, septiembre 20, 2010

Fuera del juego con Lezama al fondo

José Lezama Lima

Heberto Padilla

A aquel hombre le pidieron su tiempo para que lo juntara al tiempo de la Historia. Le pidieron las manos, los ojos, los labios, las piernas, el bosque que lo nutrió de niño, el pecho, el corazón, los hombros. Le dijeron que todo eso resultaría inútil sin entregar la lengua, porque en tiempos difíciles nada es tan útil para atajar el odio o la mentira. Finalmente le rogaron que, por favor, echase a andar, porque en tiempos difíciles ésta es, sin duda, la prueba decisiva. Como primeros pasos le impusieron la confesión, la palinodia y el vergonzoso acto de delatar amigos. A aquel hombre lo siguieron día y noche para obtener los chismes que serían usados en su contra. Lo habían escogido como blanco de una labor higiénica y admonitoria para erradicar las desviaciones del mundo cultural, lleno de almas pequeño-burguesas y de escritores quisquillosos, cultos y creativos. Un libro de poemas encendió las alarmas del sectarismo y activó la deleznable cacería. Adujeron que en sus páginas flameaba la contrarrevolución y que su autor mantenía amistades con dudosos extranjeros a quienes susurraba quejas y revelaba iniquidades. Trataron de impedir el premio que un jurado digno, presidido por Lezama, terminó otorgándole. Al poeta le tendieron celadas para acorralarlo. Débil como era, lo llenaron de miedo. Ya han pasado casi cuarenta años de esos hechos lastimosos. La autocrítica tardía hablaría más tarde de “quinquenio gris”. Quedó la poesía, entonces condenada y hoy más viva que sus verdugos. Quedó la lección moral para quien quiera entenderla.

Aquel hombre se llamaba Heberto Padilla y escribió el gran poema que he intentado recordar en las primeras líneas de este artículo, copiando algunos de sus versos incisivos. El próximo viernes 24 se cumplirán diez años de su muerte, triste y solitaria, en Alabama. Pienso que su famoso “caso” merece de nuevo una lectura, aquí y ahora. Son muchas las enseñanzas que podríamos extraer de sus grandezas y miserias. ¿Por qué no leerlo esta vez desde la poesía misma? La crítica, la disidencia verdadera, los avisos profundos y certeros, se aclimatan más en el arte que en los discursos políticos al uso. Leer a Padilla y al centenario Lezama, desde la soledad solidaria del creador, puede ayudarnos a iluminar el tiempo que vertiginosamente corre delante de nosotros y evitar que éste nos ciegue del todo. Walter Benjamin habló una vez de poner freno al tren de los cambios, antes de que la falta de crítica nos conduzca al abismo. Que ningún triunfo o derrota de circunstancias nos vede la urgencia del freno benjaminiano y reflexivo. Esto puede parecer una contrariedad o un inmenso fastidio en medio de euforias radicales, pero no se trata de aguarle la fiesta a nadie. Se trata de evaluar descarnadamente, no sólo lo que estamos haciendo, sino las bases conceptuales que creemos sustentan nuestra acción. Debemos verle la cara al pasado, en procesos semejantes o parecidos y confrontar las tragedias, las pesadillas, los errores, las intransigencias y los crímenes. Encararse con el caso Padilla, por ejemplo, puede ser un ejercicio de introspección contestataria, útil para superar dicotomías de manual y afirmar una visión integradora, apta para convivir y compartir con la diversidad. Algo de esto dejó escrito, a propósito del citado caso, el gran pensador argentino Nicolás Casullo.

Que nos acompañe, por ahora, la imagen gozosa de un Lezama recreado en el libro emblemático del “caso Padilla”: Persona non grata, de Jorge Edwards. En la casa del poeta César López, los escritores cómplices del “contrarrevolucionario” Heberto disfrutaban de un pavo que Raúl Roa le había regalado al novelista chileno, a la sazón “Encargado de Negocios” de su país en Cuba. Allí estaba Lezama “comiendo con los pies cruzados y la cabeza algo inclinada sobre el plato, que sostenía con una mano regordeta encima del vientre… Comía y hablaba sin parar, con esa voz de entonación monótona, o más bien ritual, que permanecía en suspenso al final de cada frase, lista para recuperar el aliento, amenazado por el asma, y engranar con otra, en un proceso de asociación de ideas y de imágenes que podía prolongarse, salpicado de alusiones históricas y citas librescas, hasta el infinito”.

Dan ganas de exclamar: “¡Más Lezama y menos héroes para las revoluciones, cualquiera sea su ritmo!”.

lunes, septiembre 13, 2010

Diversidad de los timbales



Visconti

1. El príncipe narrador describió el plato con más efusión que acribia. Ya había comentado la reacción de los comensales ante la entrada de la enorme bandeja de plata e indicado la alegre sorpresa manifestada por casi todos. Sólo cuatro de los veinte se mantuvieron impasibles. Dos de ellos, por razones obvias: eran los anfitriones. Angélica, por sifrina, y Concetta, por inapetente. Los demás temían la presencia de un bodrio extraño a la tradición gastronómica regional, como lo dictaba la afrancesada moda culinaria del momento. Por eso celebraron a tambor batiente la opulenta aparición del timbal de macarrones, ese portentoso pastel de la Campania y de la Magna Grecia, capaz de hacernos sentir que al consumirlo un día podemos vivir un mes completo. Así lo expresó el organista, entornando los ojos y extasiado ante la suculencia del plato. El arcipreste no dijo nada, pero se santiguó y se lanzó de cabeza sobre el alimento. No comía. Devoraba. Angélica dejó a un lado la afectación y las maneras aprendidas en la Toscana, para dedicarse al hábil y rápido manejo del tenedor. Tancredi fantaseó con besos de Angélica que supieran a ese timbal y como bien lo dijo el príncipe, intentó “unir la galantería con la gula”. No era para menos el festín. Es famosa la escena que lo presidió y memorables las palabras que el autor le dedicó al plato. Dejemos que ellas nos hagan revivir esos momentos febriles de la hiperestesia: “El oro bruñido de la costra tostada, la fragancia de azúcar y canela que trascendía, no eran más que el preludio de la sensación de deleite que se liberaba del interior cuando el cuchillo rompía la tostadita capa: surgía primero un vapor cargado de aromas y asomaban luego los menudillos de pollo, los huevecillos duros, las hilachas de jamón, de pollo y el picadillo de trufa en la masa untuosa, muy caliente, de los macarrones cortados, cuyo extracto de carne daba un precioso color de gamuza”.

Nada podemos agregar a esas espléndidas palabras. En ellas todos los sentidos son el sentido: el del gusto, infinito y tentacular. Desde entonces, el timbal de macarrones exhibió también prosapia literaria. Visconti se encargó de recrear las imágenes para que los lectores de El Gatopardo, la deliciosa novela de Giuseppe Tomasi, príncipe de Lampedusa, disfrutaran aún más la lenta poesía de la comida.

2. Es domingo en Maracaibo y hoy en la casa se almorzará sabroso. Lo anuncia el aroma que está llegando desde la cocina. El hijo mayor vino de Caracas y pidió su plato predilecto. Exigió que no se olvidaran de añadirle diablitos, a pesar de que un hermano habló de “badulaque” y dijo que bastaba con el jamón y la carne. El plato será maracucho a todo dar, con queso de año y con pasitas. Salado y dulce, como el paladar de estas tierras lo exige. Lo llaman “macarronada” y lo proclaman zuliano en todas sus versiones. Cada quien tiene la suya. Hay tantas como barrios de la ciudad o como casas con memoria. Nada le importa a los marabinos si su “macarronada” hubiera agradado a Lampedusa o, sin ir más lejos, si don Tulio Febres Cordero la hubiera admitido en su mesa merideña, también visitada por los poderosos timbales de pasta que Italia nos legó para su reinvención interminable.

lunes, septiembre 06, 2010

El sabio demoledor

Bolo de fubá


José Guilherme Merquior

Debo a la conjunción de un excelente suplemento literario y la generosidad de mi cuñado Roberto Morales, el descubrimiento de Merquior. El hecho ocurrió hará unos veinticinco años. Robertico me había traído de Brasil, como siempre, todos los ejemplares del Folhetim acumulados durante los últimos meses. Sus vacaciones anuales en Venezuela representaban para mí una suculenta jornada de actualización “brasileña”. Sobre todo, de lo que ocurría parcialmente en el ámbito de la literatura y del pensamiento. Así, me fui enterando de los trabajos académicos de Marilena Chauí, José Arthur Gianotti y Leandro Konder, de los artículos corrosivos y provocadores de Paulo Francis y de la estupenda poesía de José Paulo Paes, Augusto Massi y Duda Machado, entre otros autores de aparición más o menos frecuente en el glorioso suplemento literario de Folha de S.Paulo, cuyo cierre casi coincidió con el definitivo retorno de mi cuñado a Venezuela. Bien. Ese día comencé mi lectura por una polémica entrevista que me había comentado Robertico. Sin darme cuenta del todo, en ese momento conocí a uno de los intelectuales latinoamericanos más brillantes y sólidos de la segunda mitad del siglo XX. Desde ese entonces, traté de seguirlo en sus artículos y libros. Me atrajeron de inmediato sus letales desplantes porque se notaba que no eran propiamente tales, y que si lo eran, estaban respaldados por una inmensa cultura. Cuando encuentro a un autor así, que sabe combinar la mejor ironía con conocimientos firmes y profundos, procuro no soltarlo, aunque me pelee con él por ciertas ideas que no comparta. Eso me sucedió con José Guilherme Merquior, quien supo cometer con elegancia las expresiones públicas más chocantes del momento, como esa de negarse a discutir con un famoso y admirable cantautor, “por estar en desacuerdo con la visión patética que pretende convertir en intelectuales a algunos astros de la música brasileña”. Mucho después supe que Caetano Veloso había dicho que Merquior estaba en lo cierto.

Algunos buenos escritores llamados reaccionarios no sólo han añadido líneas espléndidas a la literatura, sino también luces al pensamiento. Sus libros han servido para el rescate de la duda cuando el vértigo argumental de las ideologías convierte en estereotipos o consignas lo que inicialmente fue subversión filosófica. Pienso en Ortega y en Aron, maestro este último del brasileño. Sin la discusión con autores de ese talante y calidad, no es posible el avance de las corrientes transformadoras. La superficialidad de nuestro tiempo nos ha llevado a despreciar la erudición viva y el estudio integral de las culturas, exaltando los discursos vacuos del neoliberalismo, algunas necedades postmodernas o los esquemas trasnochados del persistente marxismo oficial. Detenernos en el laborioso discurrir de autores que escapan a las dicotomías políticas y exigen rigor intelectual en sus lectores, puede ser una vía para ir curándonos de la frivolidad circundante. El liberal Merquior leyó así a Walter Benjamin y pudo dedicar su libro sobre marxismo al marxista Leandro Konder. ¿Por qué no leer a Merquior desde el socialismo? O mejor dicho: ¿por qué no leerlo desde la amplitud, desde la duda? Otro camino auspicioso es la poesía. Pocos como Merquior leyeron con tanta pasión y acribia la obra poética de sus compatriotas. Sus ensayos literarios incluidos en El comportamiento de las musas así lo atestiguan. Siguiendo al demócrata cristiano Tristán de Athayde, Merquior acudió a las páginas de Drummond de Andrade y encontró en ellas al clásico moderno del Brasil, cuya obra despierta la emoción del hombre en cualquier lugar y en cualquier tiempo. Quien ha incursionado en la gran poesía, mucho tiene que decirnos cuando toma la pluma, aunque la tome para hablar de teorías sociales o de esas cosas que antes llamábamos mundanas.

Merquior murió antes de cumplir cincuenta años. De él dijo Raymond Aron lo que en su tiempo se decía del Doctor Johnson: “No leyó libros, sino bibliotecas”. Celebro su memoria comiéndome ahora un trozo del delicioso bolo de fubá que hizo ayer Cuchi, mientras releo las sangrantes palabras con que Merquior lapidó a Lacan en su demoledor libro sobre los semióticos franceses.

lunes, agosto 30, 2010

Mataderos


Pasamos por Caballito, rumbo a Flores. Como en un verso de Juana Bignozzi, recorrimos la ciudad en busca de paisajes visibles o invisibles. Era domingo y el tiempo favorecía nuestro paseo con los Bruera, amables amigos que complacieron mi capricho de ir a Mataderos. Saludé al Cid Campeador y entramos en los predios de Roberto Arlt, a quien recordé en silencio, mientras Matías decidió tomar por Alberdi, como vía segura hacia nuestro destino. No sabíamos qué nos esperaba allí una mañana de sol que le agradecimos al amable invierno porteño. Era, sin duda, lo que antes llamaban acá “un día peronista”. En todo caso, era una gracia difícil de empañar. Seguimos el camino en busca de Directorio, atendiendo la precisa indicación de unas señoras “grandes” a quienes Matías consultó oportunamente a cierta altura de la Alberdi.

Mataderos tenía ayer, como todos los domingos, su feria artesanal. No vimos en ella nada que especialmente nos interesara. Sin embargo, había una atmósfera de la feria y del barrio, en general, que nos atrajo. Una atmósfera de entusiasmo atravesaba el aire limpio de esos parajes que anunciaban pampa y vida campera. Había música y baile callejeros, venta de facas para los compadritos de los cuentos de Borges. Y comida. Y era eso lo que nos aguardaba en Mataderos.

Hicimos cola para comprar salteñas, entrerrianas y tamales que golosamente comimos en una de las mesas dispuestas a la entrada del caótico Museo Criollo. Mientras esperábamos en fila nuestro turno, el joven que estaba delante de nosotros me oyó hablar y se volteó para preguntarme de dónde era yo. Le respondí y festejó de inmediato la respuesta que corroboraba lo que ya por su experiencia reciente suponía. Minutos después sabríamos que él vivió en Venezuela unos meses, trabajando en Caracas y en Barquisimeto. Por eso, cuando me oyó una exclamación (algún “¡coño!¨ dije a lo barquisimetano), no tuvo dudas de mi nacionalidad. Conversamos gratamente. Nos informó que él es de Mataderos y que todos los domingos come con su familia en la alegre plaza de la vieja Recova. Pidió locro y vino. El locro se veía apetitoso, pero nosotros nos limitamos a las empanadas y los tamales, pensando en que después iríamos a comer en serio. Error. Repetimos la ración y ese fue nuestro almuerzo, por el que debimos dar gracias a Dios, por lo sabroso, por lo deliciosamente sorpresivo.

Mataderos fue un hermoso descubrimiento. En el supuesto de que haya habido turistas típicos de Buenos Aires, vale decir, brasileños, seguro que eran miembros del “turismo secreto”. No nos topamos con ninguno de los que recorren Florida y atestan los restaurantes de Puerto Madero. Había sí muchos vecinos del barrio, como Diego Quintero, el joven admirador del proceso venezolano y militante del movimiento 17 de Octubre, quien aplaude las medidas del gobierno de Cristina y come locro con su familia, bajo el cielo espléndido de la gran plaza de los antiguos y nuevos reseros de Buenos Aires.

Al final del recorrido compré unas alpargatas y miré las pintas políticas de los muros. También las deportivas, que celebran la afición por el Nueva Chicago, seña de identidad de esos pagos donde se recuerda todavía a Lisandro de la Torre y se sacrifican los animales de donde sale el plato más emblemático de “la ciudad junto al río inmóvil”: el portentoso bife de chorizo, como el que hoy lunes me voy a comer en algún restaurante al que llegaré por el Bajo.


Olvidaba decir que al retornar de Mataderos pasamos nuevamente por Flores y Caballito y que una ráfaga de poesía urbana refrescaba la tarde.

domingo, agosto 22, 2010

Divagaciones sobre la pastela


Comienzo a escribir este artículo sin estar muy seguro del tema que abordaré. Había pensado referirme a la sabrosísima pastela que comí el jueves pasado y cuya excelencia no tiene parangón entre los buenos platos que he disfrutado verdadera y plenamente en mucho tiempo. Hablo de “disfrute pleno” porque incluyo momento idóneo, comensales propicios, música y chercha de postín. Si me decidiese a hacerlo mencionaría la riqueza cultural de la cocina marroquí y le rendiría honores a esa maravilla andaluza que se llevaron los moros al norte de Africa, para convertirla en el buque insignia de sus mesas más fastuosas. Tendría, además, la perfecta ocasión de arrimar la brasa para mi sardina literaria y mencionar a Angel Vázquez, autor de una formidable novela llamada La vida perra de Juanita Narboni (1976), que fue llevada al cine no hace tanto y elogiada en su momento por Eduardo Haro Tecglen, a quien debo, por cierto, el conocimiento de este interesante escritor español de Tánger. Me dejaría llevar por la atmósfera legendaria de la ciudad y convocaría la presencia de otros referentes no menos atractivos, para acompañar la imagen “maldita” de Vázquez, quien se llamó a sí mismo “homosexual, alcohólico, drogado y cleptómano”.


Ubicado en el Magreb, no perdería la oportunidad de hacerle algún guiño a Casablanca o de buscar la manera de traer a colación una cita de Juan Goytisolo o de comentar que Angel Vázquez se echaba palos con William Burroughs y con los esposos Bowles en un bar parecido al que Bogart tenía en el adorable filme de Michael Curtiz. En fin, la pastela me serviría de excusa para uno de esos viajes retóricos que tanto me agradan, pero la tentación lúdica tendría sus límites. Retornaría entonces a explicar que tanto la pastela como Juanita Narboni son expresiones de la enorme diversidad marroquí y representan el esplendor de un territorio donde el árabe, el yaquetía y el castellano dialogan y se enriquecen entre sí. Diría que la pastela es un compendio perfecto de olores, sabores y texturas o la más sublime combinación de las especias. Puesto a recordar la que comí, declararía mi inepcia para describirla, ahorrándole al lector tropos forzados o lugares comunes de la jerga gastronómica. Informaría sumariamente que se trataba de una versión elaborada por Cuchi, quien a falta de pichones usó pollo y desplegó –como siempre- su portentoso talento culinario, digno de platos con tanto linaje como éste. Agregaría que las hojas de masa filo puestas en un molde las rellenó con un pollo guisado con muchas cebollas y especias (canela, jengibre, cúrcuma, azafrán), cubriendo todo con almendras tostadas y nevazúcar. Desde luego, recordaría que no faltaron las imprescindibles gotas de agua de azahar, como la tradición indica.


Podría añadir, para no omitir precisiones terminológicas, que la pastela también se llama “bastela” y que algunos recetarios masculinizan el género y escriben “el bastela”, para horror seguramente de los “lectores y lectoras” acostumbrados a la ridícula manía de atribuirle sexo a las palabras.


Y hasta aquí el ejercicio de pensar en voz alta el tema de este artículo que no doy por escrito, debido al enorme respeto que le profeso a la cocina de Marruecos, sobre la cual apenas me atrevo a divagar o a hacerle, como hoy, coco a los amigos con la delicia suprema de la pastela.

lunes, agosto 16, 2010

Democracia morbosa


Tomo un libro de la biblioteca y busco unas páginas leídas hace mucho tiempo. Son unos párrafos sobre la democracia que he estado recordando estos días y que probablemente mi memoria haya erosionado un tanto. Los leo ahora con igual admiración, pero con menos aprensiones que la primera vez. Recuerdo que en esa oportunidad me querellé con el autor, no por sus reflexiones discutibles y espléndidas, sino por cierto retintín aristocrático que emanaba de sus giros más punzantes. Pero el tiempo pasa y la relectura me permite el deleite pleno al que antes me negué. Hoy puedo apreciar la faena completa sin que me incordien algunas frases deliberadamente encarnizadas contra el “plebeyismo”. Disfruto de las verónicas y de las banderillas a media vuelta, de los engaños, quiebros y pases de muleta, así como de la infalible estocada a toro recibido que pone fin a una página radiante. Sin duda, me gusta la tauromaquia literaria que este autor ejercía con estilo inigualable. Con ella podría dar por satisfecha mi sana exhumación bibliográfica, pero hay algo más. Hay una meditación política y social que me atrae por su intemporal beligerancia. Podría citar in extenso para compartirla con los lectores, pero tal vez sea más apropiado tratar de resumirla. Lo hago.

El autor escribe en 1916 y lamenta el descenso de la cortesía que Europa ha venido padeciendo. Se siente acosado por la indecencia, las discordias y los linchamientos. Valora y defiende la democracia, pero recusa la generalización brutal y automática de las barbaridades. Considera que tener iguales derechos no comporta haber alcanzado idénticas cualidades personales. Se adelanta en varios años a Enrique Santos Discépolo y escribe su propio Cambalache, porque está convencido de que no es lo mismo “ser derecho que traidor” y que nada mejor para la justicia que discurrir en el desafiante terreno de la diversidad. No pierde de vista la degeneración en que se puede incurrir cuando la democracia no está acompañada de un esfuerzo educativo que vaya más allá de las proclamas de que todos somos “educados”, “licenciados” o “doctores”. Sabe que la cultura no la otorgan los títulos y que las virtudes no se adquieren en las filas del sectarismo político. Percibe la crisis que adviene cuando la gente se percata de que los decretos de “felicidad” son ilusorios. Advierte, además, que el desengaño reforzará a los resentidos que no pueden adquirir ni talento ni sensibilidad ni delicadeza, por fuerza de resolución alguna. Los ve como periodistas, profesores y políticos, sin moral y sin luces, integrando con sus reconcomios funestos el Estado Mayor de la Envidia. La secreción de los enconos pasa a ser, según nuestro autor, lo que en su tiempo llamaban “opinión pública” o lo que algunos estimaban como “democracia”.

Ortega, porque de él se trata, amonestó temprano a los fanáticos de todo pelaje. Sabía que de la intolerancia a los desmanes no había más que un paso y que la falta de discusión malogra los proyectos de cambio. Quince años después del referido artículo fue un entusiasta del proceso republicano, pero también una de las primeras voces críticas cuando la voluntad de no convivir encendió la refriega entre los suyos. Un día llegó a afirmar: “¡No es esto! ¡No es esto!”. Y lo dijo a tiempo. Lastimosamente nadie lo escuchó.

Puedo seguir estando en desacuerdo con Ortega en muchas cosas, pero declaro que cualquier similitud que alguien encuentre en las líneas anteriores con alguna realidad de nuestro entorno, no es pura coincidencia.
 

lunes, agosto 09, 2010

Apareció Clarice Lispector

Clarice Lispector

Ocurrió inexorablemente lo que mi amigo Félix Valderrama me anunció la semana pasada: apareció Clarice Lispector en mi habitación de Leblón. Apareció anoche, mientras leía los periódicos comprados en la mañana y bebía batido de pitanga. Una noticia de la fiesta literaria de Paraty refería la presencia de su nuevo biógrafo, el joven escritor norteamericano Benjamin Moser, quien al cambiarse un día de curso de idioma (de mandarín a portugués) accedió atónito al descubrimiento de esta singular brasileña nacida en Ucrania, cuya intrigante y rigurosa obra posee desde hace tiempo un merecido reconocimiento universal.

Clarice Lispector, judía y heterodoxa, como su biógrafo reciente, vino anoche a hablarme de comida. Antes, salí y caminé las dos cuadras que me separan de la librería Argumento, para traerme Revelación de un mundo, un libro de crónicas que lo es también de memorias, de reflexiones y de confidencias. Instalado de nuevo en la habitación leí un texto del año 1969 en el que la escritora de Recife narra cómo un día se moría de aburrimiento en una casa a la que su familia había sido invitada a almorzar por la dueña. Clarice y sus hermanas se lamentaban de estar perdiendo de esa manera tan triste un día sábado. Ni siquiera tenían hambre y el tedio era largo y hostigante. Pero se dio el milagro culinario o la magia de la poesía gastronómica que transforma la rutina en maravillas. Fueron llamados todos a la mesa y he aquí lo que pasó:

No podía ser para nosotros... Era una mesa para hombres de buena voluntad. ¿Quién sería el invitado realmente esperado y que no había venido? Pero éramos nosotros mismos. ¿Entonces aquella mujer daba lo mejor, no importaba a quién? (…). Cohibidos, mirábamos”.

A partir de tan fulminante epifanía, no hubo más nada en el mundo que esa mesa portentosa. Clarice Lispector asistió a una escena de La fiesta de Babette, como yo y… como ustedes, porque ahora compartirán con ella ese prodigio:

Era un vivir que no había pagado de antemano con el sufrimiento de la espera, hambre que nace cuando la boca ya está cerca de la comida. Porque ahora teníamos hambre, hambre entera que abrigaba el todo y las migajas. Quien bebía vino, con los ojos tomaba cuenta de la leche. Quien, lento, bebió leche, sintió el vino que el otro bebía. Allá afuera Dios en las acacias. Que existían. Comíamos. Como quien da agua al caballo. La carne trinchada fue distribuida. La cordialidad era ruda y rural. Nadie habló mal de nadie porque nadie habló bien de nadie. Era una reunión de cosecha, se dio una tregua incluso a las nostalgias. Comíamos… Comí con la honestidad de quien no engaña lo que come: comí aquella comida, no su nombre. Nunca Dios fue tomado por lo que Él es. La comida, decía, ruda, feliz, austera: come, come y reparte. Todo aquello me pertenecía, aquélla era la mesa de mi padre. Comí sin ternura, comí sin la pasión de la piedad. Y sin ofrecerme a la esperanza. Comí sin ninguna nostalgia. Y yo bien valía aquella comida. Porque no siempre puedo ser la guarda de mi hermano, y no puedo ser mi guarda, ah no me quiero más: no quiero formar la vida porque la existencia ya existe. Existe como un suelo donde todos nosotros avanzamos. Sin una palabra de amor. Sin una palabra. Pero tu placer entiende el mío. Somos fuertes y comemos. Pan es amor entre extraños.”

Después de eso, ¿quién puede atreverse a una maldad?