Enrique Santos Discépolo
Desde siempre supimos que el mundo fue (y será) una porquería, en el quinientos seis y en el dos mil también, pero fue en 1934 cuando esa verdad comenzó a decirse de manera magistral en un tango destinado a no perder vigencia. Ayer salí en un taxi desde Villa Urquiza hasta Retiro. Durante todo el trayecto (Congreso, Cabildo, Sante Fe, Maipú y Paraguay) tuve la fortuna de escuchar a Enrique Santos Discépolo. Fue una emisora radial la encargada de darnos ese regalo de cumpleaños, con el auxilio de un taxista conocedor, que identificaba al rompe intérpretes y orquestas, al par de hacerles un excelente dúo a los primeros. No sólo sonaban los tangos. También hablaban de la vida de Discépolo, con referencias precisas a Armando y al llamado "grotesco teatral" argentino, del cual este influyente hermano de Discepolín fue el creador indiscutido. Disfruté Cambalache cantado por Julio Sosa, según la correcta identificación del chofer tanguero y me dije, como muchas veces: "esto parece escrito ayer".
Ningún texto de la filosofía se le iguala en claridad, densidad y certeza, a la hora de hablar de temas axiológicos. Además de filosófico, Cambalache es filoso y posee la crueldad de una imponencia verbal irrebatible. La posibilidad de intercambiar nombres propios en cualquier tiempo y espacio, o de usar como arquetipos a Stavisky, a Don Bosco, a "La Mignon", a Carnera y a San Martín, es uno de los rasgos de su pertinaz beligerancia. Haga usted, lector, el ejercicio de aplicar la letra de ese tango a nuestro presente, en San Felipe, en Barquisimeto, en las universidades, en el mundo de la cultura, o en cualquier otro ámbito que conozca bien, y comprobará, con menos asombro que congoja, que "todo es igual" y que "nada es mejor: ¡lo mismo un burro que un gran profesor!". Discépolo le irá descorriendo el velo de un desastre moral que parece infinito en su falta de respeto y su atropello a la razón. Le ilustrará escenas de la infamia y del caos, no el del azar de la concurrencia lezamiana, sino el del "azar de la insolencia", como dijo alguien alguna vez, a propósito de este trueque desaforado, problemático y febril del siglo XX y ahora del XXI.
Durante el recorrido hasta Florida escuché también Qué vachaché (1926) y conseguí la frase que preanuncia a Cambalache, el gran tango de la filosofía contemporánea, que Discépolo, como ya dijimos, escribiría en el 34: "El verdadero amor se ahogó en la sopa/ la panza es reina y el dinero es dios". Las imágenes de la política y de la economía de nuestros pueblos y, en general, de la cultura ahora reinante, gravitaron sobre mí. Recordé las escenas de nuestro propio grotesco nacional (o regional, si ustedes quieren) y sentí una avalancha de vergüenza ajena. Discépolo volvía a aguarnos la fiesta de su propia fiesta tanguera del domingo.
Esta sociedad de la decadencia ética que ha visto cómo las conciencias se tarifan en un sórdido mercado, incrementa día a día su dominio, ahogando afanes de cambio, cualesquiera sean sus intenciones. Ha visto, igualmente, cómo "es lo mismo el que labura/ noche y día como un buey,/ que el vive de los otros,/ que el que mata, que el que cura/ o está fuera de la ley..." y nos ha obligado a comprobar que el autor de Cambalache sigue denunciando sus lacras con denuedo y transparencia.
Cuando llegué a mi destino estaba sonando Uno. Ya no era solamente el taxista el que le hacía dúo a Héctor Maure, sino también Cuchi, sabedora de muchos tangos que su memoria atesoró desde la infancia. No lo dijeron en ningún momento en el programa radial, mientras duró nuestro trayecto -por lo menos-, pero al bajar del taxi reparé en uno de mis orgullos desde hace varios lustros: estaba cumpliendo años, como yo, el gran, el grande Enrique Santos Discépolo. La mañana lucía radiante, tanto, que semejaba "un día peronista", como antes proclamaban algunos barrios de esta ciudad querida.