De
nuevo, la mañana. Una mañana de los últimos días de invierno. Creo que no hay
manera de que no lo sea. Siempre lo mismo. Hoy, lo único distinto es que ya no
tengo gripe. Sentí ganas de quedarme un
rato más en la cama, reviviendo el grato sueño que tuve. Soñaba que estaba en
mi casa de Farncombe y que la señora Vanessa me visitaba sin los niños y me
llevaba flores. Después llegó Jack, diciendo que ya no estaría más en Irlanda.
Me desperté justo en el momento en que los invitaba a tomar el té.
Tal
vez me desperté porque hoy debo prepararme temprano para las visitas que tiene
esta tarde la señora. Vendrán su amiga Vita y el señor Forster y para el té
debo hacer, además de los scones,
suficientes sánduches de pepino. Por cierto, con picardía, la señora prometió
ayer no comérselos todos antes de que lleguen los invitados. Una vez le pasó y
se reía, recordando una obra de Oscar Wilde: La importancia de llamarse Ernesto.
Me
contó la escena en la que el señor de la casa, cuando su elegante tía le
preguntó por los famosos bocadillos de pepino, simuló sorprenderse frente a una
bandeja vacía y le reclamó a su criado Lane por la ausencia del prometido
manjar. El criado le respondió, imperturbable, que en el mercado no había
pepinos ni para remedio. La elegante invitada se conformó entonces con comer
pan con mantequilla. Para mi gusto, otra delicia, sin duda.
La
señora, al contarlo, seguía riéndose. Al concluir el relato me dijo: “Ya sabes,
Nelly, si me vuelve a pasar debes decir lo mismo que el criado de Oscar Wilde”.
Acá
termina la risa de Mrs. Woolf. Sabe que mi respuesta sería otra.
(Del diario de Nelly Boxall)
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