domingo, octubre 30, 2005

¿En qué se parecen un cocinero y un escritor?

La metáfora culinaria es un viejo y noble tópico. Curtius la documenta en su libro clásico. Ahora que lo digo recuerdo la lista de los títulos imprescindibles que para nuestro oficio de lectores elaboramos un día en el taller de la Casa de las Letras. En ella no podía faltar el de Curtius sobre la Edad Media latina. Otros eran los de Albert Beguin, Hugo Friedrich y Mario Praz, suerte de estaciones obligatorias para un personal Curso Délfico que no ha concluido todavía. Curtius nos llevó hasta Píndaro para recordarnos que la poesía es alabada, precisamente, porque ofrece algo de comer. Nos recordó el saboreo del fruto prohibido para decirnos que la Biblia es la fuente principal de las metáforas de alimentos. Así, el día en que Rafael Arráiz Lucca me instó a que pensara en un cocinero y en un poeta y a que le dijera por qué razón esos seres eran tan semejantes, la analogía me pareció pertinente y respondí cuanto sigue:

“-Si pienso en Carême, por una parte, y en Rubén Darío, por la otra, o en uno de esos chefs esclavos del recetario de moda y en un aséptico cumplidor de preceptivas “literarias”, cuento ya con dos parejas contrapuestas para ilustrar tu pregunta aseverativa. En efecto, un auténtico poeta y un verdadero cocinero se parecen mucho. Carême poseía genio, arte y no sólo destreza artesanal. Fue capaz de transformar una tradición gastronómica apegada a los platos calientes y de introducir en ella la presencia de los guisos fríos, sin que perdieran suculencia alguna, aportándole elegancia a una mesa ahíta de tanto rococó cocido. Con imaginación, con gracia, con apertura a lo imprevisto, Carême inventó el volován (vol-au-vent) a la financiera y le dio al hojaldre un sabor distinto. Asimiló la enseñanza de muchos cocineros, empleó fórmulas coquinarias al uso, pero lo hizo con libertad, sin obsecuencia, recreando y reiventando ideas. Se me parece mucho a Rubén Darío, hasta en sus decorados, probablemente la parte de su obra menos duradera.

Como Carême, Darío se alimentó de una rica tradición y le imprimió un sello nuevo, le dio la vivacidad que había perdido. No inventó el alejandrino (recordemos a Berceo, para no hablar del Libro de Alexandre), pero en los sextetos de Sonatina, ese metro adquiere una sonoridad y una armonía impecables, una especie de mágica melodía inusitada. Rubén escribió con pasión, “amó su ritmo y rimó sus acciones”, oyó voces ocultas, convivió con el misterio y otorgó su gracia interior a las maneras del verso. Fue el fingidor de Pessoa: alguien que finge que siente, lo que en realidad siente.

Las fórmulas, como decía Huidobro del adjetivo, si no dan vida, matan. Carême y Darío las usaron, pero no fueron usados por ellas. Fórmulas que matan son las de los escrupulosos hacedores de recetas. Estos autómatas cumplen al pie de la letra la cartilla, con ingredientes y medidas exactos. A los “dómines” de la forma literaria no se les ocurre nada diferente. Jamás una especie de soneto de trece versos como el de Darío o un mole poblano con algún chile de menos de los que ordena la receta.

El cocinero incapaz de emplear la imaginación para suplir algún ingrediente, jamás podrá habérselas con la cocina “pobre” (mal llamada tal), que es una manifestación coquinaria del genio y del azar en tiempos de escasez. En cambio, el verdadero cocinero inventará y le dará nobleza a lo precario. El suele inventar platos mientras recorre el mercado; seduce y se deja seducir por los productos frescos; si está en su casa no se detendrá ante la pobreza de una nevera: algo se le va a ocurrir. No en balde, “poiesis” es creación, tanto para el cocinero como para el poeta.

Así como proliferan los cocineros de “librito”, hay poetas que no dan un paso sin el recetario de turno. Es la temporada del poema breve, “esencialista”, úsese, entonces, el recetario “Crespo” o el recetario “Pérez Só”. Que es la época del poema exteriorista, conversacional, empléese el modelo “Pacheco” o el molde “Cisneros”, o también el recetario “Valera Mora”, que es la versión callejera del modelo expresado.

En esos casos (tanto para el poeta como para el cocinero) el resultado puede ser perfecto respecto del modelo, pero, muy probablemente, será un resultado distinguido por su insipidez. Los poetas y cocineros que no se entregan con pasión a su oficio (uso el vocablo pensando en el acto de oficiar, no de desempeñar un trabajo) y que no asumen un riesgo, acumularán platos o poemas, menús o libros, cada uno con su etiqueta de estilo o de tendencia apropiada, pero alguien, tarde o temprano, terminará mal. Tanta insipidez enferma el alma.

No puedo abusar de la metáfora culinaria. Ella tiene sus límites: los que marca el carácter no utilitario de la verdadera poesía y la sagrada perennidad de su presencia en el mundo. Si bien a un poeta lo puede enaltecer la comparación con un artista de la cocina, extremar las semejanzas podría convertirse en un ejercicio de frivolidad y olvidar que sus quehaceres inciden sobre materias muy distintas. Sólo pidamos que ambos sean auténticos, que el primero se haga memorable en el segundo y que sus creaciones sigan viviendo en el reino de la imagen, después de disfrutadas.

Desde hace veinte años estoy casado con una excelente cocinera. A riesgo de incurrir en lo que los ingleses llaman “falacia patética”, déjame decirte, por último, que me enorgullece más cualquier plato elaborado por Cuchi que algún poema feliz que yo haya podido escribir. ¿Cómo compararlo con su insuperable versión de chiles en nogada? Me declaro en absoluta desventaja"

Esa fue mi respuesta a la pregunta que Rafael Arráiz Lucca me hizo hace diez años para uno de sus libros de entrevistas ("Venezuela y otras historias"). Hoy podría agregarle diversos ejemplos de creación gastronómica que he tenido la fortuna de presenciar y disfrutar, ya no sólo en la casa, sino también en el aula universitaria de Salsipuedes, donde la poesía y la cocina se hacen una sola manifestación del arte.

lunes, octubre 24, 2005

Literatura y comida barroca (y 2)

En Paradiso, la comida vuelve al centro de la escena narrativa, como sucede de manera más evidente en el capítulo I. En Lezama estos platos simbólicos no expresan sólo el azar de las confluencias o la coincidencia fortuita y las yuxtaposiciones de elementos culturales distintos, sino que, en su forma de constituirse como tales, se obedece –también Sarduy lo afirma- a un saber propio con sus propias leyes, no a un saber “refistolero”:

“Se dirigió al caldero del quimbombó y le dijo a Juan Izquierdo: -¿Cómo usted hace el disparate de echarle camarones chinos y frescos a ese plato? Izquierdo, hipando y estirando sus narices como un trombón de vara, le contestó: Señora, el camarón chino es para espesar el sabor de la salsa, mientras que el fresco es como las bolas de plátano, o los muslos de pollo que en algunas casas también le echan al quimbombó, que así le van dando cierto sabor de ajiaco exótico. Tanta refistolería, le dijo la señora Rialta, no le viene bien a algunos platos criollos”.

El mulato Izquierdo, que se siente humillado y que se presenta a sí mismo como

“habiendo aprendido mi arte con el altivo chino Leng, que al conocimiento de la comida milenaria y refinada, unía el señorío de la confiture, y refugiaba su pereza en el Embajada de Cuba en París, y después había servido en North Caroline, mucho pastel y pechuga de pavipollo, y a la tradición añado yo, decía con sílabas que deshacían bajo los abanicados del alcohol que portaban, la arrogancia de la cocina española y la voluptuosidad y las sorpresas de la cubana, que parece española pero que se rebela en 1868”.

Es retomado y reelaborado como personaje, cuyos caracteres aparecen fundidos con los del chino Leng, en Maitreya de Sarduy:

“(...) Al triunfo de la revolución y más por falta de materiales para tratar el estofado de cinco maneras que por convicción o desaliento, había emigrado, el chino y su alumno, a las fondas chinas criollas de la octava avenida, pero repugnados por el abuso demagógico de la salsa de soja, y por los almibares y pastas refistoleras con que la cocina cubana trataba de mantener su exuberancia en el exilio, habían vuelto a París, donde la destreza de ambos en el adobo de los camarones había encontrado merecidas reverencias”.

Y toda esta continuidad metafórica que recorremos en sentido inverso, como un “viaje a la semilla”, tiene en Carpentier –ya lo dijimos- su gran iniciador y pionero de esta alta cocina literaria. Para la cubana Alicia Badillo estas metáforas o estos “textos culinarios caribeños”, como prefiere llamarlos, están relacionadas con las formas del poder, lo cual es evidente en Carpentier pero no tanto ni exclusivamente como tales en Lezama y Sarduy. Sin embargo, y concediendo esta relación entre comida y poder en El reino de este mundo, la comida y el festín no dejan de ser imágenes que rebasan esta pura relación, para convertirse, como ya vimos en los otros escritores, en símbolos del barroco americano.

Lázaro Alvarez.
Profesor de la UNEY
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martes, octubre 11, 2005

Saludos

Recuerdos y saludos

desde la calle de Rimbaud.

domingo, octubre 09, 2005

Literatura y comida barroca (1)

El escritor Lázaro Alvarez me ha hecho llegar un trabajo que reproduzco de seguidas:

He querido hablar, en esta oportunidad de un homenaje a Carpentier, de dos temas que, en nuestra Universidad, pueden sernos próximos, como lo son la literatura y la comida. No es en realidad muy difícil relacionar literatura y comida entre nosotros, pues, se nos da sin esfuerzo y se nos hace copioso en la imaginación de los nuestros, como tantas otras cosas que se prodigan en estos cálidos ámbitos.

Como se ha dicho, la comida representa, más allá e incluso dentro de lo puramente fisiológico, un amplio campo y un enorme territorio de significación. La comida representa quiénes somos y cómo somos o cuáles son las formas imaginarias del deseo y la necesidad entre nosotros. Constituyéndose, sobre todo en muchas formas del arte moderno, es un signo de expresión cultural muy decisivo, tal como, por otra parte, lo entienden antropólogos como Jack Goody quien convierte al universo de la comida en eje principal para un método de investigación de las formas de identidad de los grupos humanos.

Todavía más y de un modo general, la comida y todo aquello estrechamente relacionado con ella, están constituidos como signos que son utilizados para promover ciertas formas de identidad local, sexual, y transcultural, pues la comida nos remite a una concepción del cuerpo, a una concepción de la vida y de su salud y a una concepción de la muerte que determina todas nuestras afirmaciones. La comida puede asumirse como representación simbólica del deseo y como la disponibilidad para el consumo de pasiones. La obra de Carpentier, por su parte, puede concebirse como un festín iniciático cuya comida nos mantiene y, a la vez, nos transforma. Representa ese alimento sobre el cual debemos volver siempre.

Por esta razón, dentro de la literatura contemporánea latinoamericana, esta figura se vuelve figura imprescindible, figura central y recurrida en el momento mismo de la elaboración de las imágenes más definitorias de nosotros mismos. Y uno de estos momentos más importantes y pioneros lo constituyen muchos pasajes de la obra de Alejo Carpentier, “padre fundador de la imaginación mágica en nuestra literatura”. Su obra fue calificada por Sergio Ramírez como “un aporte del caribe al acervo de nuestra cultura”.

Aporte tan imprescindible como se formula en la pregunta que recientemente se hace el mismo Ramírez en memoria del gran escritor: “¿Dónde sino en el Caribe de Carpentier habría de aparecer Henri Christophe, el personaje de El reino de este mundo, antiguo cocinero de una fonda que peleó por la libertad de los esclavos y luego inventó el trono de Haití para coronarse rey? Un rey que llegó a tener poder de vida y muerte sobre sus súbditos, los antiguos esclavos que él mismo había liberado, después de pasar a cuchillo a los colones franceses, y que bajo su férula volvían a ser lo mismo de siempre, esclavos. Una historia que no la magia, sino la realidad, sigue repitiendo incesantemente en Haití”. Y también en la misma ocasión, y como queda reflejado en la obra de Carpentier, somos “una gran olla en la lumbre, donde hierven ambiciones y delirios”.

Maestro como lo es, sin duda, y padre de la nueva imaginación literaria americana, Alejo Carpentier no podía dejar fuera de su sistema literario una imagen y un símbolo tan fundamentalmente central y nutricio como éste de la comida, metáfora que desde Píndaro no ha cesado de aparecer con el mismo prestigio.

Lázaro Alvarez
Profesor de la UNEY

domingo, octubre 02, 2005

Alberto Soria habla del merey y de Salsipuedes

El merey sirve para todo, y es amazónico aprendí semanas atrás en “Sal-si-puedes”. Cuando salgo de allí lo hago con dificultad (porque no quiero levantarme de la mesa), y siempre satisfecho. Es la sede del Centro de Investigaciones Gastronómicas de UNEY, en San Felipe, donde oficia y enseña su arte Cruz del Sur Morales. Se trabaja allí – entre otras cosas - en los sabores y alimentos con denominación de origen, que sin etiquetas comerciales viven en la memoria de las sociedades.

Pasan por “Salsipuedes” cocineros, doñitas, profesores universitarios, cocineras de entrecasa, literatos, investigadores, proveedores de alimentos, amantes de la cocina nacional, chamos que sueñan con alcanzar el cargo de chef, diplomáticos que llegan de Caracas, gente de la hotelería y posadas, productores agropecuarios y estudiantes. Allí uno comparte mesa siempre condimentada con literatura y doctas sobremesas con el rector de la universidad, Freddy Castillo Castellanos y con el vice-rector José Luis Najul, amante enterado de la cocina árabe.

En sus aulas se enseña teoría y de vez en cuando catas. En la cocina, diariamente, hay prácticas con productos nacionales. Los afanes con mayor repercusión, suelen ser los que llegan de la comida de familia. Aquellos que se transmiten de generación en generación, entre el tejido social de eso que llamamos nación. Se trata de productos, técnicas y platos, que tienen origen pero no fronteras.

Así me pasó con el merey. Formado en las cocinas del Mediterráneo y en el frío, por años el merey fue para mí lo que la aceituna para muchos norteamericanos (“una fruta en el fondo de un vaso de vodka”). El primer merey que probé era del Brasil y no se llamaba así en el bar del hotel Gloria, durante mi primera pasantía periodística en Río de Janeiro, sino “castaña de Cajú”. En el Inter-Continental de Río de Janeiro las servían en sustitución del maní. Diez años ya escribiendo crónicas gastronómicas por el mundo las encontré en otra barra, la del Hotel Le Meridien de Frankfurt, acompañando con dátiles y uvas pasas, en el servicio de los tragos espirituosos.

Resulta que en “Salsipuedes” según relata Biscuter quien dirige en la Web “Duelos y Quebrantos” (http://wwwconuqueando.blogspot.com), siempre disponen de merey en casi todas sus variantes: pasado, tostado, sin tostar y en mazapán, “esa forma gloriosa de la granjería guayanesa, a la que, por cierto, me abonaría de por vida, dada mi condición de dulcera impenitente”. Cuando en mi última visita prepararon un postre que me encantó y cuya calidad resalto, a la hora de las historias y los orígenes revelaron que la magia estaba en el merey.

El postre que me ofrecieron fue la conjunción armoniosa de una crema inglesa con mazapán de merey, es decir, una especie de natilla milagrosa. ¿Cómo la hicieron? Desmenuzaron el mazapán, se lo agregaron a la crema inglesa y batieron. Colaron para hacer la crema más fina y la sirvieron muy fría con tropezones de merey pasado.
El mazapán de merey, hecho de almendra de merey tostada y molida, con leche y azúcar, es, sin ninguna duda, una pieza fundamental del patrimonio cultural viviente de Guayana. Se come solo, en tortas, con helados, y ahora, maridado con la crema inglesa, en natilla de Salsipuedes.

ALBERTO SORIA