De nuevo me encuentro en un banquete de los
Staufen. Me dejo llevar por el aroma a laurel de sus asados y casi veo a
Federico II de Suabia (“el primer hombre moderno que se sentó en un trono”,
Burckhardt dixit) trinchando un capón el 26 de diciembre, para celebrar su
cumpleaños. Es capón de oca y proviene de Fulda, me digo. No lo cubre salsa alguna. Sólo cebollas lo acompañan.
Federico II lo va trinchando con destreza y le sirve primero a su halconero
mayor. Comen, mientras dialogan sobre el buen cuidado que los poetas de su
corte siciliana le han dispensado a los “raudos torbellinos de Noruega” (así
llamaría Góngora a los nobles volátiles de caza). Afina el emperador detalles acerca
de un extenso tratado de cetrería que está escribiendo y que habrá de titular De arti venandi cum avibus. Me parece
que el halconero es el poeta Pier della Vigna. Sí. Es él. Le acabo de escuchar
este verso: “Mia canzonetta porta esti compianti”. Confidente del Rey de las
dos Sicilias hasta que los desunió la calumnia, le hace a su jefe una amable recomendación
literaria sobre la descripción de las aves. Unos años más tarde, otro poeta se
encontrará con Pier en la selva de los suicidas y recogerá de él un testimonio
que incluirá en su Comedia:
“Yo soy
aquel que manejó ambas llaves
del
corazón de Federico, y di
al abrir y
cerrar vueltas tan suaves
que su
secreto a todos escondí:
fui tan
leal a tan glorioso oficio
que el
sueño y el latido en él perdí”.
Después de intercambiar con Pier algunas
conjeturas acerca de la barnacla o pato marino de Irlanda, Federico llega al postre:
un paté de peras, cuyo jugo, durante la cocción, se transformó en un licor
parecido al caramelo. Todos comen y beben con deleite. El excomulgado emperador,
tras un sorbo de vino de Marsala, advierte que ya puede recibir a las musas y
escribir en volgare
hermosos poemas para Bianca, la madre de Manfredi, “por quien a menudo estaba
suspirando”.