lunes, mayo 26, 2008

La arepa y la soberanía del pan


1. Algunas veces me levantaba temprano para incorporarme también a la faena que ya se había iniciado en la cocina. Me correspondía moler el maíz o ayudar a Maura a molerlo. Asistía, sin saberlo, a una ceremonia arcaica y lo hacía con gusto. Eran los últimos momentos del molinillo casero. Muy pronto la harina precocida se encargaría de arrumarlo en el lugar de los peroles viejos. Yo contemplaba con deleite y asombro la maravillosa elaboración del pan antes de irme feliz para el colegio.

2. La ceremonia o el ritual de hacer arepas nos mantiene enlazados a una cultura propia, vencida y relegada. Creo que se trata de un milagro. En un país que no ha hecho resistencia a las imposiciones, que se ha dejado colonizar mentalmente y que ha visto con desidia impune la desaparición de muchos de sus rasgos primordiales, resulta extraño que uno de los panes milenarios de nuestros aborígenes siga siendo nuestro pan de cada día. Pienso que se trata de la mejor forma de resistencia cultural que podemos exhibir. Sobreviviente a todos los rechazos y recusaciones, la arepa persiste. Ni la basura de las franquicias multinacionales, con todo el poder que las avala, logró desplazarla como opción de comida rápida. Es cierto que durante los primeros años de lo que algunos llamaron neoliberalismo  algunas areperas bajaron su santamaría, pero poco a poco fueron apareciendo otras. Creo que es el ejercicio de una resistencia cultural no deliberada, pero firme. Se trata, quizá, de una fuerza colectiva que nació y se desarrolló en un lugar preciso: la cocina indígena.

3. Briceño Iragorry en su inagotable y bellísimo libro Alegría de la Tierra emplea una frase que podría ayudarnos mucho a la hora de sustentar nuestro desarrollo alimentario. Habla don Mario de “la soberanía del pan”. Pensamos que esa soberanía es la base de todas las demás. Nos fue, sin duda, legada por el maíz y por la yuca. Por cierto, a la hora de hablar de culturas alimentarias, no podemos olvidarnos del otro pan nuestro, el casabe, una increíble creación gastronómica americana que tuvo en el Caribe y Venezuela su centro de irradiación. Arriesgo una hipótesis: porque poseíamos diversidad de panes, pudimos convivir con el pan foráneo (el de trigo, que hicimos nuestro), sin complejos, pese a los intentos racistas de fomentar la subestimación de la arepa y del casabe. José Rafael Lovera ha rastreado en sus excelentes estudios la ojeriza que algunos conquistadores y colonizadores le tuvieron a la arepa (y no se diga al casabe). Pero no estamos hoy para lamentar ingratitudes sino para celebrar la lección moral de nuestra cocina.

4. Urbaneja Achelpohl en su cuento Flor de mayo nos hace pasar a la cocina de una casa ruinosa y vemos a una “negra moza de fustán y camisa (que) muele en la piedra el maíz para las arepas. La rojez de la llama es tan viva, que todo resplandece. La inmensa campana cobija el fogón con un aplomo solemne. En el fondo del horno relumbran los tizones. Una mulata entrada en años, se humedece las manos en un lebrillo, cada vez que toma de una batea la masa que ha de tender en el budare. ¡Qué raro aspecto el suyo! Nunca me había fijado en eso, en ese acto que es ceremonioso. Cual si fuera a celebrar un rito, levantaba a la altura de la cabeza las manos, al educar entre ellas con acompasada caricia, la pelota de masa hasta imprimirle la forma de un disco, que suavemente abandonaba en la abrasada torta de barro. Oigo el raspar de las arepas, cual aleluya, pura alegría”.

Oír el raspar de las arepas. Un gusto que precede a otro. Alegrías de la tierra.

domingo, mayo 18, 2008

Paisaje petrolero y sarrapia

Caicara del Orinoco

1. La familia se mudaba de nuevo. Parecían gitanos que iban de un campo a otro, alejándose cada vez más de su lugar de origen. De Caripito a San Juan, allí en el Delta, tierra del aluvión de la malaria, donde el padre encuellador temblaba como un pájaro en lo alto de la torre. Vadeaban el Tonoro, el Guarapiche, el Tigre y noche tras noche buscaban la tierra prometida. El viaje se les hacía interminable. Unos venían de ser conuqueros del Turimiquire o peones de los bajos llanos orientales. Otros venían de las haciendas de cacao de Soro o de Cariaco, atraídos por el espejismo y empujados a la misma trashumancia. Todos formaban la fatigada cuadrilla de un sueño en estampida. A lo largo de la calle Bolívar vieron un día cómo se quemaba impunemente Quiriquire. En otra ocasión contemplaron una meseta llena de taladros y una tarde ya remota, al recordar los densos apamates cubiertos de petróleo, terminaron muriéndose con una inconsolable tristeza de país en ruinas.

El paisaje petrolero, pródigo en mechuzos, fue cubriendo vertiginosamente a algunas regiones del país. De pronto nos volvimos ricos. En rigor, nos volvimos nuevos ricos y dejamos de ser buenos pobres. La superstición del progreso nos urbanizó de manera indetenible y agresiva. Y lo peor: nos fue colonizando mentalmente y vaciándonos de tradiciones, de sabias parsimonias, de viejas lentitudes. La cultura campesina pasó a ser mal vista. Se le llamó “capocho” al hombre del campo y se le ordenó que se avergonzara de serlo. Fue imponiéndose con inclemencia atroz un modo de producción salvaje, tecnológicamente de avanzada, pero inexorable depredador de la cultura. El consumo alimentario se hizo cínica ideología del dominio monopólico: que coma quien pueda, y si puede, que coma esta chatarra.

La cartografía de los desplazamientos que produjo el oro negro entre nosotros no sólo quedaría estampada en los fríos mapas trazados por la Standard Oil, sino también en la imborrable memoria de los sobrevivientes. Uno de ellos tuvo un hijo que se encargaría de narrarla en un poema prodigioso. Me estoy refiriendo a “De un pueblo y sus visiones”, de J. M. Villarroel París, a quien –como ya leyeron- he convocado de nuevo a este espacio intertextual.

2. El escritor conoció esa vez el Orinoco. Se dice fácil, pero fue algo más que la impresión de un paisaje desconocido. El escritor conoció ese día la eternidad en su cauce más antiguo. Llegó a él, pausadamente, por los llanos guariqueños, en un viaje labrado por baqueanos históricos y sabios. Llegó nada menos que con Juan Iturbe, Teodorito Velázquez y el legendario Emilio Arévalo Cedeño. Poco después, las imágenes vistas asaltarían las espléndidas páginas de su prosa, llenándolas de asombro. Hoy se las leo con emoción literaria a mis alumnos y “aquel meloso y penetrante olor a sarrapia que emana de todas sus tiendas y negocios” es una ráfaga de amor que nos envía desde la literatura el hermoso país que hemos olvidado. Llegan también la suculencia de una sopa de tortuga y la larga siesta canicular en el liviano chinchorro de moriche donde descansan tentadores bellos cuerpos de mujeres. El escritor que digo –que estoy diciendo- ha sido reconocido como el gran ensayista venezolano. Famosa y merideñamente ese escritor se llama para siempre Mariano Picón Salas.

(No se imaginó don Mariano que la sarrapia iba a ser una seña de identidad “elitesca”, exhibida hoy con arrogancia por ciertos representantes del mundo gourmet, más interesados en mostrarse que en cocinar. El nuevo rico se hizo chef).

lunes, mayo 05, 2008

Paisaje agrícola y soberanía alimentaria

Amartya Sen

Matías Bruera


Ella se acerca al patio y respira otro aire. Nuevamente comprueba que gracias a ese amable espacio de la casa, cultivado por ella misma con esmero, ha podido sobrevivir a la languidez indetenible de su pueblo. Contempla “la silueta altanera del tamarindo” difuminada por las lágrimas que han retornado a sus ojos. Ella se llama Carmen Rosa y es la entrañable heroína de la novela “Casas muertas”, de Miguel Otero Silva. Acaba de retornar del cementerio y en su “pequeño cosmos vegetal” busca refugio para su alma desolada y silencio amoroso para hacer el duelo. Ese patio es la representación de una vieja alegría perdida: la “alegría de la tierra”, que diría otro notable escritor venezolano. Pienso hoy en ese patio porque voy a decir algo acerca de la llamada soberanía alimentaria. Y es que no concibo soberanía alguna sin cultura de la tierra, el sagrado lugar de las vituallas.

Trazar la meta de la soberanía alimentaria comporta algo más que capacidad de producción y de justa gestión distributiva. Comporta un desafío que a muchos les parece anacrónico: la recuperación de la cultura campesina, destruida por esa implacable máquina de producir hambre que se llama, salvo mejor nombre, capitalismo. No se trata de proclamar nostalgias bucólicas que, por lo demás, nadie se las tomaría en serio, sobre todo viniendo de quien escribe: un incurable citadino. Me refiero a la recuperación de los saberes obtenidos mediante la conexión afectiva con la tierra y la convivencia con el agua y las semillas. No es un propósito ilusorio, por más que algunos especialistas en economía alimentaria se empecinen en recusarlo, con más afán de sorna que buenos argumentos. Recobrar nuestro paisaje agrícola puede ser la solución a muchos de los problemas que hoy confrontamos y a los cuales no se les vislumbra una salida feliz dentro de la ruta fatídica del libre comercio y las tecnoutopías.

Desde hace algunos años el movimiento “Vía Campesina” en Francia ha venido desarrollando bajo esa orientación el concepto de soberanía alimentaria. Así, plantean la necesidad de una producción agrícola local destinada a alimentar a la población, así como el derecho de los pequeños productores a ser los protagonistas de ese proceso. Entienden por soberanía la libertad de decidir la cultura alimentaria de los pueblos, sustrayéndola del aberrante mecanismo del capital transnacional que obliga a muchos países al monocultivo para la exportación, mientras la mayoría de sus habitantes se muere de hambre. Amartya Sen demostró desde hace años que el problema alimentario no es un problema de producción, sino de acceso equitativo. Estudió las hambrunas de Bangla Desh y comprobó que mientras los alimentos estaban disponibles a la espera de su exportación, la hambruna se extendía entre los pobres. Mejor dicho, éstos eran asesinados por ese flagelo que todavía hace estragos en el mundo y que conocemos con el ya desacreditado nombre de “neoliberalismo”.

Matías Bruera en Argentina nos recordó en sus libros luminosos que el mundo gourmet no es sólo la expresión de una moda sifrina o sofisticada. Es también la puesta en escena de una ideología que tiene como objetivo preciso escamotear la realidad y hacer invisible el país de los cartoneros y de la miseria. El granero del mundo es ahora un granero transgénico y su capital es la capital latinoamericana de la “sociedad gourmet del mutuo bombo”. Los “piqueteros” que le provocaron hace poco tanto repeluz a Vargas Llosa no surgieron por generación espontánea, sino por los efectos trágicos de una política criminal que sometió a la Argentina, picana eléctrica en mano, corralito en mano, privatización en mano, macroeconomía en mano, amnistía en mano, a un genocidio del que no le será fácil reponerse.

En Venezuela estamos recuperando una visión integral del tema, pero cuesta. Sabemos que cuesta, sobre todo por la inmensa hojarasca académica que lo cubre. Hemos escuchado mucho a los economistas, a los ingenieros agrónomos, a los estadísticos y sus sucedáneos, a la FAO, a la POLAR, etc., pero a cada uno por su lado, con apreciaciones incompletas y casi siempre erróneas. Poco hemos avanzado y así seguiremos si no nos atrevemos a asumir el gran desafío de integrar plenamente el tema de la alimentación a la cultura.