jueves, octubre 23, 2014

Sazón y poesía


 
Una dijo palabras al rescoldo, y la otra, domésticas plegarias. Así compusieron Mujeres, artes y oficios, el hermoso libro de la casa por dentro que hace poco publicó Comunicarte, en Córdoba, Argentina, y que ahora leo, no solo con enorme gusto, sino también con apetito. Una se llama María Teresa Andruetto. La otra, Silvia Barei. A la primera la conocía por una novela estupenda, “Lengua madre” (Mondadori, 2010). A la segunda, gratamente la descubro ahora.  

Son dos libros que dialogan en uno. Mejor dicho, dos casas que se acercan para oírse. En una, todo se hace en la cocina. En la otra, se preparan milanesas y se lee. En ambas, cercanas al fuego, las palabras se mantienen vivas, recuerdan la receta o la reiventan y acompañan el antiguo rito de aproximarse a Dios en las hornillas.  

María Teresa (“la Tere”, como oí que la llamaba Silvia) expresa en estos versos su liturgia: 

Extiende
un manto inmaculado
sobre la tabla.
Eres
una vestal que coloca
en el retablo
los elementos sagrados.
Un corazón de miga.
Unos platos de terracota.
Un vino grana.
Una vestal que elabora
hostias profanas
y en la mitad de los días
da comunión a la casa 

(Celebración) 

Silvia, dice las cosas como son. Además, las pierde y las consigue y las vuelve a perder y las consigue. Y así:
 

Dicen que el mundo está lleno de cosas
independientes de nosotros.
Ellas están allá afuera
y se encargan de aparecer y desaparecer
de nuestras vidas
con toda premeditación
como duendes menores que se creen acaso
imprescindibles. 

La tapa de la azucarera,
las llaves, los anteojos,
el salero, el peine y la billetera. 

La pinza, el martillo,
el hilo azul del costurero,
el libro de Emile Cioran,
los crucigramas, el anillo que más quiero. 

La invitación al festejo, la lapicera,
la pintura de uñas, el pañuelo bordado,
el abrelatas, las tijeras, el paraguas,
el diario y hasta el poema empezado. 

Y es inútil batallar con ellas:
las cosas se van con trucos formales
que nos desconciertan. 

Y vuelven el día en que nadie las espera
como el instante de la lluvia antes de caer
como la fotografía
que trae el ausente
/lucha interior con el habitante que no sé dominar/
cosas
que creíamos ya
perdidas para siempre 

(Las cosas como son)
-- 

El libro que es dos libros, también es para mí un tercero. Como quedó semiescondido en una de las líneas iniciales de esta nota, leyéndolo, recordé La casa por dentro, de nuestra Luz Machado. Para invitarlo al diálogo, ahora lo busco y no lo encuentro. Razón tiene Silvia Barei: las cosas –libros, sobre todo- son duendes que se esconden y vuelven un dia de repente.
-- 

Para el postre de hoy, María Teresa Andruetto escribió su arte poética: 

Batir un manojo de claras
hasta que se vuelvan nieve.
Esparcirle el azúcar
como una lluvia tenue.
Después
disolver el chocolate
en manteca
y echar esa lava
caliente
a la espuma que crece.
Perfumar con oporto
o con otra bebida fuerte
y sentarse a esperar
que el amor,
ese Dios implacable,
te castigue
o te premie. 

(Espuma de chocolate)
-- 

El libro, además, está bellamente ilustrado por seis artistas, todas mujeres. Lo contemplo, mientras percibo, como decía Lezama en su famoso poema de la casa, “las aromosas costumbres del café”.  

Hoy habrá tallarines al pesto.

lunes, octubre 20, 2014

Sobre algunos modos de servir

 

Gerald Brenan retratado por Dora Carrington
 
En Londres, específicamente en Charlottte Street, tuvo lugar un episodio de comercio gastronómico que Gerald Brenan refirió en su deliciosa Memoria personal. Me refiero a la competencia entre dos restaurantes ubicados frente a frente: el Bertorelli y el Vaiani. Brenan, que vivía por esa época (1925) en el estudio de Roger Fry, era casi vecino de los rivales y todas las noches cenaba en alguno de ellos. El Bertorelli era espartano en todo, incluso en su carta, mientras que el Vaiani se esmeraba en ciertos lucimientos. Pero dejemos que sea el propio Brenan quien eche el cuento y describa los dos criterios comerciales: 

El del lado oeste se llamaba Bertorelli. Uno se sentaba en una mesa de mármol sin mantel y le servían un buen plato de comida apetitosa, seguido de una naranja. No había extras y la servilleta era de papel. En el otro (…) prevalecía una teoría diferente. Mr. Vaiani, un italiano pequeño con aspecto de pájaro, creía que el estilo con que se servían las comidas era más importante que los ingredientes utilizados y se preocupaba de que en todas las mesas hubiera un mantel blanco perfectamente limpio, adornado con un jarrón de cristal y flores de papel, y que cada cubierto tuviera al lado una servilleta de lino primorosamente doblada y un panecillo tierno. Creía también que sus clientes deseaban alimentos raros y exóticos, con el resultado de que manjares como faisán, guaco y urogallo no faltaban en sus menús. Pero como sus precios tenían que competir con los de Bertorelli, se veía obligado a cortar en algo, de manera que compraba las aves de caza muy baratas cuando ya estaban medio podridas (con el faisán este ejemplo se hace discutible, comentario mío, FCC); en cuanto a la salsa de los espaguetis, o bien presentaba el mismo problema o consistía únicamente en puré de tomate de lata. Esta vena de superación hacía de Mr. Vaiani una figura conmovedora. Todo el instinto creador del gran cocinero estaba allí, luchando por afirmarse contra las limitaciones económicas, y de cuando en cuando estallaba en alguna invención sorprendente, como por ejemplo un postre al que dio, muy orgullos, el nombre de Pèche Vaiani. Consistía en melocotones de lata con chocolate por encima. 

Sin duda se comía mejor en el restaurante de Bertorelli, pero descubrí que sus largas mesas sin mantel donde uno se sentaba codo con codo amontonado con otros comensales, cortaban los vuelos del espíritu. Todo confirmaba la falta de personalidad; se trataba de una gasolinera para llenar estómagos vacíos, y por esta razón me sentía con más frecuencia atraído a su rival en la acera de enfrente. La manera como Mr. Vaiani vigilaba discretamente, como un cuervo blanco y negro, las limpísimas mesas mientras sus clientes se inclinaban sobre los platos, era un placer para la vista (…). Yo me sentaba a veces junto a la mesa de un crítico ruso, el príncipe Mirsky, un hombre silencioso y de barba negra que comía con un libro apuntalado frente a él, y me preguntaba si frecuentaría el restaurante de Mr. Vaiani por las mismas razones que yo. Pero no cabe duda de que la calidad de la comida y no su atractivo cuenta más a la larga en la imaginación popular, porque un día el restaurante de Mr. Vaiani se cerró mientras que en el de Bertorelli florecían los manteles blancos y las servilletas, con unos precios ligeramente más altos al verse libre de la competencia de su rival”. 

Nada que añadir, salvo que historias como esa siguen repitiéndose. Con más frecuencia de la que uno desearía, a los servicios de comida pública se les hace inalcanzable el justo medio.  

P. D: El restaurante Bertorelli, aggiornato, tuvo mucho éxito y llegó a ser una importante cadena londinense.