domingo, agosto 30, 2009

En el laberinto de la soledad hay una fiesta

Diversidad de ajos en el mercado de La Merced

Chiles en nogada

La cocina es “memoria y deseo”, por decirlo con un noble verso del venerable Eliot. Tal vez por esa razón, Manuel Vázquez Montalbán, quien adoraba tanto a Eliot como a la cocina, tituló así el volumen donde reunió su poesía. Añado: la cocina es memoria activa, recurrente, completa. No sólo nos proporciona gusto. Ella es el gusto mismo. No sólo nos depara sabores. También nos entrega el don de los recuerdos. En ella siempre arde el fuego. Es imposible apagarla. Desde que la primera persona la encendió en la noche de los tiempos no ha habido manera de que cese de irradiar sus aromas, sus saberes y sus luces. Tampoco de que deje de darnos sombra y de calentar nuestros cuerpos. En ella nos reunimos para escuchar un rumor milenario. En ella renacemos. También la cocina es poesía, trama y narración. Es una gramática infinita. Por eso Juana de Asbaje dejó dicho en su Respuesta a Sor Filotea que si Aristóteles hubiera guisado mucho más hubiera escrito. En la cocina –estoy seguro- conviven los viejos dioses del lugar. Ella y ellos nos protegen. A la cocina encomiendo mi espíritu.

Escribo al calor de la hermosa celebración que ha sido el primer Congreso de Cocinas Tradicionales, organizado por la Escuela de Gastronomía Mexicana, CONACULTA y la UNEY. Este simposio de México, a favor de las cocinas como patrimonio cultural, ha sido una demostración de optimismo. En él hemos percibido que la tradición es algo vivo y no lo que algunos señalan sólo como pasado remoto o señal de antaño. Hemos vuelto a una verdad que debería ser de Perogrullo: la tradición es el acto de transmitir una memoria en el presente y de enriquecerla a diario con nuevas emociones.

Acá hemos ratificado que si bien muchas cosas están por hacerse, las podemos realizar juntos manteniendo el fecundo diálogo intercultural que hemos reiniciado desde nuestros fogones. Dije “reiniciado” porque se trata de retomar el hilo de una antigua conversación entre los pueblos de estas tierras (y de otras), como opción legítima y efectiva para resistir el ataque a mansalva que han sufrido las culturas americanas, por parte de poderes económicos impersonales que no entienden ni quieren entender de otra cosa que no sea la ganancia capitalista. Sin negarnos a las innovaciones, a la creación y a los aportes idóneos de la ciencia y la tecnología alimentarias, seguiremos proclamando con Cristina Barros y Marco Buenrostro que “sin maíz no hay país”. Y no puede haberlo porque es nuestro pan de cada día, vale decir, nuestra conexión profunda con la tierra.

Acertaron Yuri de Gortari, Edmundo Escamilla y Cruz del Sur Morales en invitarnos para dar alimento a nuestro fervor por las viejas cocinas de América. Eso, de suyo, es un paso importante. Lo es, sobre todo, porque sitúa el tema en un espacio mucho más amplio y amable que el de la academia o el de los frecuentes encuentros donde los universitarios o doctores vamos a oír (o simular que oímos) nuestras ponencias de siempre. Hablar de cocina tradicional, desde la cocina misma, es una hermosa apuesta por la indispensable y prodigiosa práctica de la diversidad. Eso se ha hecho esta vez en el querido D.F. con las voces cálidas de Oaxaca, de Zacatecas, de Yaracuy, de Santa Cruz, de Veracruz, de Panamá, de la Toscana, de Jujuy, de Paraguay y de Castilla.

El viernes pasado en el mercado de La Merced pude aproximarme al corazón multicolor de México, el mismo que le ha dado alegría y cobijo a este Congreso inolvidable. Sus imágenes me permiten ahora comprender un poco más el mítico laberinto donde la soledad también es una fiesta.

lunes, agosto 17, 2009

Toma tu tomate

Tomate manzano, tomate canario, tomate perita, tomate cagón, tomate de gato, tomate de palo, de árbol o tomate francés (bueno para la caspa), tomate margariteño, tomate balita (bueno para la culebrilla), tomate cherry… Todos los tomates, el tomate. Pomodoro en Italia y jitomate en México, esta hortaliza es indispensable para la vida. Sin ella los andaluces no tendrían gazpacho ni los napolitanos pizza. Tampoco los valencianos celebrarían la tomatina. Oriunda de América, la tomatera ha prodigado dichas gastronómicas y felicidades alimentarias al mundo entero. Hernán Cortés, en una de sus cartas a Carlos V, mencionó sus frutos con asombro, sin saber que estaba presentándole a los europeos lo que alguien llamaría después “manzanas del paraíso”. Nadie podría concebir hoy en día la cocina de Italia sin el amplísimo uso del tomate. Ayer decía Sumito que el retorno de las carabelas le permitió a Europa la adopción de la papa, del “imprescindible” tomate, del cacao y del tabaco, pero registraba también el hecho de que en el Viejo Mundo no se hubiesen acogido otros de nuestros innumerables frutos. Abogaba, con razón, por un nuevo “retorno de las carabelas” para mostrar no solamente productos desconocidos por los europeos, sino técnicas y procesos culinarios que podrían constituir aportes importantes para su gastronomía. También señalaba Sumito algo que nos afecta: nosotros ignoramos buena parte de nuestras riquezas y tradiciones. Para poder construir un diálogo intercultural fecundo, tenemos que conocernos mejor, empezando por casa. Poseemos una cocina amazónica que tardó años en figurar como tal en las clamorosamente inútiles clasificaciones alimentarias de los sociólogos. La geografía gastronómica de Venezuela sigue pensándose por entidades federales… en fin… Pero no es de ese tema que iba a hablar hoy. Así que lo dejo hasta aquí, como boceto. Y vuelvo al tomate y a su esposa la tomatesa, como diría Fernando del Paso.

Nombré al gazpacho y a la pizza, pero también podría escribir pan con tomate, pasta de tomate, salsa de tomate, ensalada de tomate (con aguacate y cebolla), dulce de tomate, sorbete de tomate, confitura de tomate, mojito de tomate, compota de tomate, ketchup (nadie es perfecto), ensalada mexicana, pipirrana a la andaluza, camarones en salsa de tomate, pisto, marmitako, bacalao a la vizcaína, tomates rellenos, chutney de tomate, encurtido de tomate, tacos, perico, macarrones, ossobuco a la milanesa. Y para beber: jugo de tomate, sangrita y Bloody Mary.

Bien sabemos que “ni gato come tomate ni borracho come dulce” y que “cuando tenemos tomates no hay mala cocinera”. Después de escritas estas frases, reparo en que no son muchos los refranes con tomate que conozco. De modo que podría ruborizarme ante los lectores y ponerme “más rojo que un tomate” sino fuese porque en realidad lo que quería comentarles es que por una información leída en el diario madrileño El País me enteré de que ya los tomates que consumen durante casi todo el año en Europa no saben a nada. La multinacional Monsanto le ha caído a tomatazo limpio a los sagrados consumos de temporadas, sacrificando gustos y sabores y llenando sus bolsillos. Ante esa realidad, entre otras cosas, debemos exclamar:

Qué culpa tiene el tomate”.

lunes, agosto 10, 2009

Feijoada

Con Baena Soares en el centro. A la izquierda, Elizabeth Villalta y Jean-Paul Hubert a la derecha.



Las sesiones de agosto del Comité Jurídico Interamericano se realizan, como siempre, en Río de Janeiro. Desde el lunes 3 estamos en eso, con una agenda que a estas alturas luce bastante adelantada, por el intenso ritmo que nuestro presidente le ha impuesto a este período de reuniones. Estar en la llamada “ciudad maravillosa” trabajando, no deja de tener su gracia. Parece paradójico, sin duda, no sólo porque agosto es un mes que se suele dedicar a las vacaciones, sino también –y sobre todo- por hacerlo en una ciudad donde da la impresión de que nadie trabajara y en la que provoca de verdad recorrer las playas integradas armoniosamente al paisaje urbano o pasear con calma por el Aterro de Flamengo, esa obra maestra por la cual Lota de Macedo Soares se querelló con Roberto Burle Marx, en la típica disputa de los genios. Los paulistas hacen chistes a costa de la fama del ocio fluminense. Dicen, por ejemplo, que la razón por la cual el célebre Cristo Redentor del “Corcovado” permanece con los brazos abiertos, es que se encuentra a la espera de que algún carioca se ponga por fin a trabajar para aplaudirlo. Bromas aparte, lo cierto es que también en Río de Janeiro se trabaja y se lleva corbata -lo que resulta más paradójico que lo primero-, como lo demostramos los miembros del Comité Jurídico Interamericano, sesionando a diario alrededor de una mesa, al lado de la oficina que ocupó alguna vez el escritor Guimaraes Rosa, en el histórico Palacio de Itamaraty, ubicado en la antigua Rua Larga, hoy Marechal Floriano. Por cierto, nuestro compañero en el Comité, el ex Secretario General de la OEA, embajador Joao Clemente Baena Soares, recordó su experiencia en el referido Palacio, mediante un memorioso ensayo que figura en un reciente libro sobre la célebre Rua Larga de Sao Joaquim.

Si bien trabajamos, no perdemos los del Comité la ocasión de admirar la belleza de Río y de compartir su gastronomía. Lo primero: ir a diario a Itamaraty, saliendo de Leblon, donde me hospedo, es un recorrido prodigioso, que desde las playas (incluida Copacabana), hasta el centro, resulta un regalo imponderable hasta para el más distraído e insensible de los visitantes. Lo segundo: la abundancia de “botecos” impide el estricto seguimiento de las dietas, máxime si consideramos que en Leblon se congregan las mejores ofertas de “bolinhos” que imaginarse puedan. Rendirle honores al Jobi y, en especial, al Bracarense, después de una jornada de largas reflexiones jurídicas, es una buena compensación. También lo es dedicarse el sábado a degustar la feijoada de la Academia de la Cachaza, con el riesgo de que pueda resultar adictiva. El sábado pasado no lo hice, pues aceptamos una invitación para Barra de Tijuca y más allá, que concluyó en un copioso almuerzo de comida minera en El Recreo, donde descubrí las delicias del licor de jenipapo (el caruto de nuestras clases de literatura y gastronomía de la UNEY) y las excelencias del lechón de Ouro Preto.

La feijoada tuvo lugar ayer, día del padre en estas tierras. De nuevo visitamos la Academia de la Cachaza y por enésima vez sentimos que se trataba de una verdadera feijoada. Si nos pusiéramos a elogiar el gusto de las caraotas, del charque, de las orejas y rabo de cochino salado y del chorizo, nos quedaríamos seguramente cortos. Tendríamos, además, que dejar espacio para la col salteada en tocineta, la farofa, el arroz y la naranja, sabia presencia ésta, que, tanto en el caldo de las caraotas, como en las rodajas que acompañan el plato, contribuye de modo portentoso al necesario equilibrio de sabores de una comida tan completa. En la Academia la sirven, para hacer honor al nombre del lugar, con una copita de cachaza con miel y limón. Lo demás es silencio (y siesta).

lunes, agosto 03, 2009

Hay luces entre los árboles



“Los jardines deben ser universidades y los árboles libros”
Lichtenberg



He estado recordando ese espléndido aforismo de Lichtenberg desde la inolvidable tarde del miércoles pasado en que nuestra universidad yaracuyana recibió el encargo de cooperar con el desarrollo del Parque El Dorado de Guama. Así, una vieja aspiración comenzó a transitar el cauce seguro de su venidero cumplimiento. Pero no es a ella a la que me voy a referir en esta ocasión. Ya habrá tiempo y espacio para hablar de ese noble proyecto. Quiero ahora quedarme en lo que Fray Luis de León llamaba la corteza de la letra, que en este caso es la imagen que podemos palpar en la palabra “árbol”.

Desde hace mucho nos dio por distanciarnos de la presencia sagrada de los bosques. Olvidamos, de tanto saberlo quizá, que por más destrucción vegetal que se haya perpetrado en las ciudades mustias que habitamos, un árbol resistente nos espera siempre a la vuelta de cualquier esquina o nos aguarda agazapado en nuestra memoria. Porque siempre hay un árbol en la vida de uno o hasta un jardín completo, como decía Alejandra Pizarnik en El infierno musical. Recuerdo el limonero de la casa de mi abuela Ana en La Concordia, cargado y espinoso. La veo a ella exprimiendo sus frutos de un intenso verde oscuro, para ofrecerle después a sus nietos una limonada inconfundible, con un sabio toquecito de agua de azahar. Recuerdo también los pinos de la casa de al lado. El viento los hacía sonar con insolencia. Dos de ellos prestaron sus troncos para que mis vecinos (de apellido Verde, por cierto, como corresponde al tema) colocaran una barra para hacer ejercicios, de la que el flaco que yo era entonces, poco se aprovechó. No olvido tampoco los árboles del Parque Ayacucho, cómplices de nuestras “jubiladas” de clase en el colegio y oportunos escondites cuando pasaba el padre Nieto, indagando por los fugados de esa mañana, a quienes suponía jugando zorro y gallinas en algún banquito del parque o esperando puntuales la salida de las muchachas del María Auxiliadora, en la esquina de la cuarenta y uno con la quince. Hace unos meses pasé por allí, por eso de la nostalgia, y constaté con dolor que el parque ha perdido muchos de sus árboles. Tuve un miedo retroactivo y sentí que el padre Nieto podría ahora descubrirnos porque ya no existe la legendaria frondosidad que antaño nos hiciera impunes. Muchos otros árboles me siguen enviando sus mágicas señales. Menciono sólo dos: el cedro de mi casa barquisimetana que brilla todos los diciembres y el extinto árbol nim de la Casa de las Letras Antonio Arráiz, bajo cuyo ramaje habíamos previsto celebrar el matrimonio del gocho Manuel Torres, en ceremonia-homenaje a Octavio Paz, poeta del sauce de cristal, del chopo de agua y de otros árboles danzantes.

Pienso que mucho bien nos haría devolverle al mito del jardín su lugar de siempre. Las milagrosas fabulaciones de los bosques han alimentado a las culturas que buscan aliviar su paso por el mundo consagrándose a la secreta armonía vegetal. Al jardín primigenio no volveremos (el único paraíso es el paraíso perdido, dijo alguien con razón), pero sí podemos cultivar con gusto nuestras plantas caseras, ser los hortelanos de la tierra ocupada y estercolada y, respirar mejor, conversando a diario, aunque sólo sea por unos minutos, con esos viejos dioses que tantas cosas saben del inconcebible universo.