lunes, junio 26, 2006

El vino y la cultura


In vino veritas

¡Nunca serenos! ¡Siempre con vino encima!
(Claudio Rodríguez)


En la vida sigo creyendo
Que no hay nada más sencillo
Ni más bello
Que una botella de vino
Cuando llueve
Y no nos queda sino el fuego
Por amigo.
(Jorge Eduardo Eielson)

Gonzalo de Berceo no sólo nos legó los primeros versos castellanos, sino también el modo ritual de celebrarlos. Después de leer su página escrita en “román paladino” y de apreciar en ella la corrección buscada, hizo lo que corresponde a un buen cristiano: dio gracias al Padre, a Jesús y a la gloriosa Virgen y se bebió con deleite “un vaso de bon vino”. Y no podía ser de otra manera. Berceo pertenecía a una cultura y a una religión que le otorgan al vino un lugar destacado en las liturgias. Para esa tradición, sin duda, el don del vino es una gracia que nos ha concedido la divinidad.

De origen pagano, el rito cristianizado del vino puede también buscar su dios tutelar en Dionisos. Así lo recuerda Martín Bruera en su formidable libro Meditaciones sobre del gusto. Leamos:

“En tan fuerte la impronta dionisíaca que, según la exégesis de numerosos estudiosos evangélicos (...) la coincidencia de la fecha del festejo de la epifanía eclesiástica de la adoración de los reyes magos se desplazó al día de las manifestación de Dionisos, celebrada hasta ese entonces todos los 6 de enero”.

Bruera encuentra una analogía adicional a propósito del milagro de las bodas de Caná y nos recuerda que en ciertos relatos del quehacer del dios griego, éste, en el día de su fiesta, realizaba el acto mágico de llenar de vino tinajas vacías y de hacer fluir de una fuente vino en vez de agua. Ningún cristiano olvida que Jesús –según el Evangelio de San Juan- realizó la conversión de 500 a 700 litros de agua en vino (“como ofrenda de dudoso valor altruista, pues los agraciados ya estaban ebrios”) en la citada boda.

Lo cierto es que la mitología del vino cuenta en casi todas las culturas con una prosapia sagrada, literaria y popular que muy pocas bebidas (salvo el agua) pueden exhibir. Según la enóloga austríaca Johanna Kern-Flois el vino no es más que agua enriquecida con vitaminas y minerales. Para Pasteur era entre todas las bebidas “la más sana e higiénica”. Y ¡cómo olvidar a Antonio Machado! que cuando llegaba a un sitio donde había vino, bebía vino, por supuesto, y si no había vino, bebía con placer agua fresca. Toda una lección de buen viajero. La cultura del vino también es la cultura del placer y del disfrute, pero también es un elemento básico para la enseñanza de la moderación y el rechazo a los excesos, aunque a veces la embriaguez haya sido benéfica como lo demuestra la bíblica historia de Noé.

Nuestro mercado presenta ahora una mayor oferta de vinos. Ya no disponemos solamente de los buenos caldos chilenos, italianos y españoles, sino que nos están llegando ¡por fin! los argentinos. Yo los añoraba. Un día desaparecieron y ahora han retornado, pródigos y alegres. Algunos –todo hay que decirlo- un tanto desmejorados como el Don Valentín, pero otros, insuperablemente buenos, como el Trapiche Roble o el Navarro Correas.

Que nadie deje, por favor, de compartir la dicha de un malbec. Si alguien celebró en la Edad Media unos versos con vino peleón, yo creo ahora que los enólogos argentinos pueden celebrar sus excelentes productos con un buen poema de Borges. Por ejemplo, aquel donde el genio del sur le pide al vino el arte de conocer su propia historia.

domingo, junio 18, 2006

Diferencias sobre fútbol y gastronomía


Saviola


1. Si me dejara llevar por gustos gastronómicos la final sería entre Francia y México y, sin duda, apostaría dichoso por este último. Hace una semana tuve la fortuna de disfrutar una cena donde los chiles en nogada de Cuchi se llevaron nuevamente los honores de exigentes comensales. Así, marcado como estoy por la renovada grandeza mexicana de la mesa doméstica -por más Zidane o Henri que valgan-, no habrá tarte tatin de postre que me haga cambiar de adhesión futbolera y culinaria. Recuerdo ahora con deleite a Platini y también un inmejorable chateaubriand con salsa bearnesa disfrutado en Saint-Michel hace dos años. Pero eso no es suficiente para desplazar de mis preferencias al mole poblano y menos aún a Sor Juana Inés de la Cruz, la escritora que metió los mejores goles literarios contra la férrea defensa de la hegemonía colonial. Además, por Juan Villoro, mexicano y fanático del balón (ahijado casi de mi maestro Juan Nuño), apuesto siempre. Por eso digo: ¡Viva México!

2. Alejo Carpentier disfrutaba de la cocina francesa y también de la italiana, pero para comer completo no había –según él- nada como la española. Varias décadas de experiencia me permiten afirmar ahora que comparto plenamente su golosa confesión: España es, ¡qué duda cabe!, un paraíso gastronómico. Veo en este momento su juego perfecto contra Ucrania y abrigo la ilusión de que su fútbol adquiera, por fin, la segura excelencia de sus platos campesinos. Una tortilla de patatas, por favor, para gozar el triunfo sobre Túnez y adelantarme a los que siguen.

3. No debemos olvidar que Inglaterra también tiene algunos platos entrañables. Y si no los tuviera, se los inventaría o se los robaría a Francia o a La India. Lo cierto es que en materia de fútbol lucen bien los ingleses, pero no los apoyo. Me gustaría que perdieran. Ligo a Ecuador como primero de su grupo, para que Alemania se encargue de los ingleses y los deje fuera, como se debe. Ceviche y salchichas a la gloria.

4.Me gusta el bacalao y me gusta Pessoa. Pero no sé si Portugal es Figo o Pessoa...

5. Escribir sobre el mundial de fútbol es hacerlo también sobre la diversidad cultural. Hoy vi a japoneses contra croatas y a brasileños contra australianos. ¿Diálogo intercultural? No lo creo. No puede haber diálogo en medio de un espectáculo dónde sólo Ronaldinho es la noble excepción. Cuando hablo de “espectáculo” incluyo a los lamentables fanáticos de mi país, vestidos de verde-amarelo e ignorantes por completo de la poesía de Ledo Ivo.

6. Acabo de entender a los fanáticos venezolanos. Un vecino está emocionadísimo por el gol de Corea contra Francia. Es lógico. Tiene razón Bourdieu. La diferencia es cultural.

7. Espero el asado del miércoles 21. Respetaré el ritual gastronómico y le pediré a Cuchi que rememore a Juan Carlos Cadeira. Que todos huelan el asado. Que todos sepan que el romero le da un toque especial a la vinagreta de los gauchos y que el chimichurri que hace María Loyo es insuperable. Que como Bourdieu tiene razón, no hagamos mucha bulla aunque estemos ganando el mundial.

8. Bife de chorizo y malbec para rociarlo. Y aquí entre nos: ¡Viva Messi!

lunes, junio 12, 2006

Bloomsday

La primera vez que salieron juntos James Joyce y Nora Barnacle fue el 16 de junio de 1904. Ese día se inicia entre ellos una intensa relación amorosa, de la que hemos llegado a conocer -por abuso de los editores- hasta las cartas de mayor y fervorosa intimidad sexual. La indiscutible importancia de la fecha en la historia personal del escritor quedará expresada para siempre en su novela Ulises, una apoteosis del lenguaje, un homenaje perdurable a Dublín y una prodigiosa indagación poética de la vida cotidiana. Como recordarán los lectores, el 16 de junio es el día en que transcurre la gran obra de Joyce. “Bloomsday” lo llaman desde hace mucho tiempo los joyceanos aludiendo al señor Leopold Bloom, personaje fundamental del libro. Y el “Bloomsday”, como se sabe, es actualmente una conmemoración literaria o banal, turística o litúrgica (pongan el adjetivo que ustedes quieran) que todos los años reúne en Dublín a numerosos admiradores de Joyce en una celebración que ya forma parte del calendario de fiestas del pueblo irlandés.

El centro del “Bloomsday” es gastronómico. Y se trata de un desayuno. Al té y a las tostadas normales se los acompaña con riñón de cerdo. Eso es todo. Seguramente ya contamos con una versión deconstruida del “Bloomsday” elaborada por algún chef del espectáculo que jamás leerá a Joyce. Ya comprobaremos ambos asertos. Lo cierto es que si vamos a las páginas de Ulises, como debe ser, podríamos ser fieles a la versión original y ampliar a partir de ella las ofertas, según el apetito de los comensales joyceanos. Tal vez no nos limitaríamos al desayuno, sino que incluiríamos media mañana, almuerzo y mucha tertulia literaria en las pausas de la ingesta. Leamos algunas líneas:

“El señor Leopold Bloom comía con deleite los órganos interiores de bestias y aves. Le gustaba la sopa espesa de menudillos, las mollejas de sabor a nuez, el corazón relleno asado, las tajadas de hígado rebozadas con migas de corteza, las huevas de bacalao fritas. Sobre todo, le gustaban los riñones de cordero a la parrilla (...) En riñones pensaba mientras andaba por la cocina suavemente, preparándole a ella las cosas del desayuno en la bandeja abollada (...). Otra rebanada de pan con mantequilla: tres, cuatro: está bien (...). Huevos con jamón no. No hay huevos buenos con esta sequía. Necesitan agua dulce pura. Jueves: tampoco buen día para un riñón de cordero en Buckley. Frito en mantequilla, un poquito de pimienta. Mejor un riñón de cerdo...”

No seamos literales ante la cita anterior y como prefiero cambiar por completo antes que deconstruir, para el próximo viernes 16 yo propondría un “Bloomsday” sanfelipeño ad libitum. Lo dejaría al arbitrio de los cocineros de “Salsipuedes”. Eso sí, sugiriéndoles que no haya riñones de cerdo ni de ningún otro animal. Podrían también cambiar desayuno por almuerzo y buscar un menú que no se aleje tanto del gusto culinario del señor Bloom, pero que admita vino blanco para serle fiel al autor de la novela, poco amigo del tinto. Nadie es perfecto, ni Joyce.

Volvamos a la novela y recordemos su importancia en la literatura. Ulises es una fiesta del lenguaje y el verdadero “Bloomsday” está en su lectura. No importa que siga siendo difícil para muchos. Recordemos que Jung se durmió en la página 50 y que ese acto fallido lo descompuso por un tiempo. Insistamos nosotros sin preocupaciones psicoanalíticas y leamos a Joyce como quien juega.

lunes, junio 05, 2006

Quito, ciudad del sol y de la fanesca


Quito. Centro histórico.

“Quito es mucho más de lo que uno se imagina”. Esto me ha dicho Cuchi, quien acaba de llegar de la Ciudad del Sol de Campanella, emocionada aún por la belleza de la capital ecuatoriana. Me describe su fascinante centro histórico como demostración de que es posible una recuperación de nuestras viejas ciudades que vaya más allá de la simple escenografía tipo Coro y que nos depare, como en Quito, un lugar digno y viviente. Modelo a seguir como patrimonio cultural de la humanidad, la ciudad de Manuela posee el más grande y mejor recuperado centro histórico de toda América. Nada en él está muerto. Sus calles son una invitación a la vida y no sólo a un paseo contemplativo del pasado.

La ciudad del sol vertical, como le dicen, me es entrañable por algunos de sus poetas. Uno de ellos vivió y murió en Venezuela. Me refiero a César Dávila Andrade, sufridor, enigmático y culto, cuya obra se ha encargado de leer con atención amorosa mi amigo José Gregorio Vásquez, quien conoció Ecuador sólo por seguir las huellas quiteñas del poeta suicida. José Gregorio debe a ese país la iluminación de su lectura. También Quito me es querida (y lejana) por el nombre de otro de sus poetas ausentes. Hablo de Alfredo Gangotena, aún desconocido. Autoexiliado no sólo de su país, sino también de su lengua, Gangotena escribió casi toda su obra en francés. A pesar de que retornó a Quito, siguió siendo en ella un desterrado. Poeta reconocido en su tiempo por la crítica francesa, sus páginas (algunas en castellano) guardan secretos sobre el cuerpo enfermo, el suyo de hemofílico que alcanzó cuarenta años y se despidió para siempre cuando parecía reconciliarse con su tierra y con su idioma, como lo sugiere el poema que le dedicó a nuestro querido Juan David García Bacca, quiteño por amor conyugal, es decir, por amor supremo.

Cuchi me entrega ahora un libro sobre sopas ecuatorianas (Sopas del Ecuador de Ruby Larrea, Editorial El Conejo, Quito, 2003). Abro sus páginas y me encuentro con la fanesca, sopa emblemática de la cocina de esas tierras. Un texto de Abdón Ubidia se encarga de abrirme todos los apetitos. Lo cito para contagiarlos a ustedes sin consideración alguna:

“Si hay un plato que simbolice la gula, es la cuaresmal fanesca. Abundante, espesa, nutritiva por definición, su misma apariencia es una fiesta. En el contundente caldo, humeante y cálido, dorado como el oro maldito, hecho de los doce granos vernáculos (doce como los apóstoles, pero también como los meses del año), unos disueltos y otros íntegros, triunfan sus aderezos y ornamentos especiales: masitas fritas de sal y de dulce, rodajas de huevo cocido y plátano también frito, hojas de perejil, encurtidos de cebolla y clavo de olor; los cortes del inevitable ají, rojo y pungente, como enviado por el propio demonio y, para colmo, los trozos de bacalao seco que traen el aroma lejano y exótico de lo que está al otro lado del mundo, en los desconocidos mares del tiempo con sus sirenas y vikingos bárbaros.// Seamos honestos, ¿quién, ante un plato de fanesca, piensa en cosas santas? Ocurre lo contrario. Los entendidos afirman que, además de la gula, ese potaje nacional promueve la pereza y la lujuria, con claros resultados, por cierto”.

Muy pronto el Centro de Investigaciones Gastronómicas de la UNEY estará de nuevo en esa joya urbana que es Quito preparando para la Embajada de Venezuela en Ecuador el banquete de la independencia. Ya les he pedido que se roben los secretos de la fanesca para que intenten una versión en Salsipuedes.