lunes, julio 26, 2010

Un sancocho para Cela y una celada


1. El 8 de agosto de 1953 a Camilo José Cela le sirvieron un suculento sancocho en San Felipe. El convite tuvo lugar en el fundo Higuerón. Sus anfitriones, fieles al Nuevo Ideal Nacional, debieron mostrarse muy atentos y solícitos con el ilustre invitado. Lo sé por el excelente ensayo de Gustavo Guerrero acerca de la novela que Tarugo le encargó al español, con el ilusorio y pueril deseo de opacar a Gallegos.

Al dar cuenta de la gira de Cela, Guerrero apela a las notas de prensa que reseñaron su paso por buena parte de la geografía venezolana. Sabemos, de ese modo, que el día anterior al sancocho sanfelipeño, el autor de La colmena había estado en Barquisimeto, y que poco después, en compañía de Manuel Vicente Tinoco y del poeta Pedro Sotillo, tomaría rumbo hacia los Andes. Dejémosle que siga con su animado cortejo perezjimenista y volvamos nosotros a la pitanza de Higuerón.

La noticia indica solamente que se trató de una comida “soberbia”. No aporta otra cosa, pero el adjetivo empleado es más que suficiente. Así, podemos imaginar que cuando el aroma del "compuesto" impregnó la sala, los invitados supieron que la mesa estaba servida y comenzaron su gustosa faena.

No me interesa saber si allí estaba el “Cachicamo” Cordido, gobernador del Estado en ese entonces (podemos suponerlo presente, dado el carácter casi oficial de la visita), porque no me anima la crónica social, sino la culinaria. Lo que tiene relevancia para mí es conocer las características de la suntuosa vianda, seguramente servida al viejo modo castellano: primero el caldo humeante y luego las carnes y verduras. Comer en dos o tres tandas es darle el ritmo idóneo a las comidas “soberbias”. Un plato que es varios platos se aviene mal con los apuros y “tojuntos”. Demanda parsimonia y el reposo proporcionado por algún guarapo, a falta de buen vino. Se me ocurre que al organizar la “tournée”, el previsivo y "parisino" Laureano Vallenilla le dio precisas instrucciones a Tinoco. No es extraño entonces que algún borgoña haya sido descorchado en Higuerón, aunque mi imaginación se inclina por la cordura de los organizadores y apuesta más bien por un carato de guanábana o una “resbaladera” bien fría, para demostrarle a Cela que contábamos con bebidas más densas y sabrosas que la horchata. Lo que sí es probable es que el cilantro de monte haya ocupado lugar de privilegio en la composición de la “olla” yaracuyana, así como las costillas de res entre sus carnes. Tampoco hay dudas acerca de la presencia del plátano inmancable (Cela en el glosario de La catira lo llamará “cambur”, al hablar de su uso en el sancocho). Las arepas, por supuesto, fueron el pan de ese "histórico" condumio.

2. El Nuevo Ideal Nacional ejecutó una política de inmigración que trajo a nuestras tierras la más notable oleada de europeos que habíamos recibido hasta ese momento. Independientemente de la base ideológica de esa política (o de sus lunares), lo cierto es que nuestra cultura experimentó una influencia importante y positiva de los italianos, españoles y portugueses que vinieron a Venezuela a trabajar y a integrarse a su suelo y a su gente. La década del cincuenta fue la época en que comenzamos con más frecuencia a comer en la calle. La oferta se enriqueció con la aparición de restaurantes italianos y españoles. Ir a comer “espaguetis” al negocio de los Sallusti, en Barquisimeto, fue una novedad convertida después en costumbre. En todas partes pasó lo mismo. La mesa casera comenzó a ser visitada por platos que antes sólo conocía cierta élite. Doy un ejemplo incontestable: domesticamos la “lasagna” con prontitud y la convertimos en “pasticho”. También nos volvimos “paelleros” o comedores de camarones al ajillo, al gusto de los españoles. Sin abandonar el pabellón con baranda, la sopa de caraotas o de arvejas, el arroz con pollo y los asados, nos hicimos por algún tiempo multiculturales en la cocina, demostrando que poseemos un gusto versátil, apto para acoger lo chino (como hoy en día lo japonés), sin obviar desde luego la rica variedad libanesa o siria que aún puede sacarnos de apuros a la hora de comprar en la calle una buena cena o un almuerzo digno…

Sin embargo, la tentacular Venezuela petrolera nos tenía preparada otra celada. Con la pérdida de la cultura campesina, el olvido de nobles tradiciones gastronómicas y la atrofia del gusto por la invasión de la comida chatarra, el país de los hidrocarburos produjo estragos en numerosos segmentos de la población y ahora nos cobra en la mesa la onerosa factura de un “progreso” que desdeñó el amable, barato y diverso fogón de las abuelas y que no sabrá qué hacer cuando nos llegue el momento cercano de la ruina.

lunes, julio 19, 2010

Homenaje a la necrofilia

Dante Gabriel Rossetti. Lady Lilith

1. Ya no lo visitaba la imagen de la amada muerta con su hermosa cabellera leonada. Ahora era el recuerdo del manuscrito que había depositado en la urna, lo que asediaba sus interminables noches en vela. Quería rescatar de la penumbra unos sonetos. Buscó sosiego en el láudano, pero una resistente obsesión lo fue minando poco a poco. Un día no pudo más y tomó la decisión de abrir la tumba de su adorada Elizabeth. Como lo fúnebre se aviene mágicamente con la oscuro, el acto se produjo después de la medianoche. A pesar de su frecuente trato con la muerte, el poeta esa vez tuvo miedo o pudor y no asistió al cementerio de Highgate. La autorización de exhumar, obtenida después de vencer varias dificultades (entre ellas la sospecha de algún fraude y la posible oposición de su madre, propietaria de la tumba), permitió que unos agentes funerarios extrajeran de la caja mortuoria el ansiado manuscrito, encuadernado en cuero gris y con el canto de las hojas en rojo. Ya el poeta podría dormir tranquilo. Había rescatado un libro que tal vez le daría gloria literaria eterna. Después de comprobar que el cuaderno se encontraba severamente dañado por la humedad y que algunos cabellos de Lizzie se habían adherido a la tapa, se sumió en un largo mutismo. Al cabo de unos días revisó mejor y pudo salvar varios poemas. Los entregó a la imprenta bajo el título La casa de la vida. La crítica y el público le fueron adversos. Dante Gabriel Rossetti había buscado la celebridad en un sarcófago y de algún modo la obtuvo, pero bajo la forma de un unánime repudio. Exhumar resultó en su caso la exhibición de unas manías. Algo más le deparó su incursión en lo macabro: adquirió para siempre el hedor de una lúgubre humedad. Quedan, por fortuna, los diversos rostros de Lizzie, pintados por él. La veo en este instante mirarse en el espejo, haciendo de Lilith, es decir, simulando que el espejo la refleja. Los vampirólogos saben que no es así.

2. Era médico, pintor y poeta. Porque amaba la vida, le dio a la muerte amplia presencia en su obra. Sacudió a las buenas conciencias caraqueñas en el año 62 con una exposición en un garaje de Sabana Grande. El, y el grupo literario al que pertenecía, se adelantaron en muchos años a los autores de “instalaciones” o de “performances” que todavía espantan a ciertas sensibilidades. No tuvieron piedad con la pudibundez de entonces y montaron aquel legendario Homenaje a la Necrofilia, con vísceras y huesos de animales recién sacrificados. El escándalo sobrevino de inmediato y, por supuesto, también el cierre de la exposición, por razones no sólo sanitarias, sino también políticas. Carlos Contramaestre y sus compañeros del Techo de la Ballena habían descorrido el velo de la hipocresía. Otras muertes cotidianas, en el asfalto-infierno de Caracas, eran invisibilizadas por la “gran prensa”. Pasaron décadas y hoy podemos celebrar la osadía de los “balleneros” en las mismas paginas que hace casi cincuenta años sirvieron para recusarlos. Lo cierto es que la muerte como tema continuó siendo fundamental para Contramaestre, autor en los noventas de un estupendo poemario titulado Tanatorio y de este texto no incluido en ese libro y que me auxilia en estos días en que tanto se habla de cadáveres exhumados e irredentos:

Antropofagia de la muerte

Los muertos se comen a los muertos
y su ceniza se vuelve estiércol para los dioses
que sobreviven con el hueso de los recuerdos.
El alma atraganta con su liviandad
alada a esos cuerpos deshabitados
próximos al vacío del limbo.
Sin embargo sobremueren".

3. Andrés Eloy Blanco en el año 47, a propósito de los restos de Simón Bolívar, habló de glorificar su tumba y afirmó que quien glorifica no profana. En esa oportunidad abogó también por un jubileo del culto bolivariano. Hay quienes, separándose de la letra –no sé si del espíritu- del gran poeta cumanés, insistimos en que para glorificar no es necesario rendir cultos.

lunes, julio 12, 2010

Ese gol es manchego

Andrés Iniesta

Ayer todos supimos, por fin, el olvidado nombre de ese pequeño lugar de la Mancha. Se llama Fuentealbilla y apenas pasa de dos mil habitantes, según las últimas estadísticas. Está muy cerca de la ciudad de Albacete y forma parte de su provincia. Desde hace siglos se alimenta de migas, salpicones, gazpachos, andrajos y, por supuesto, de duelos y quebrantos. Es un punto más de la llanura manchega. A los nativos de Albacete se les tiene por apacibles y por ser un tanto socarrones. Emplean pocas palabras para hacerse sentir y defender un secreto linaje de hidalguía. Uno de los suyos, el escritor Antonio Martínez Sarrión, recuerda una voz del idiolecto local para condensar en ella los rasgos de los albacetenses: samuguez. El vocablo alude a “una suerte de reticencia (…) verbal y gestual, que en ocasiones roza lo cartujo, con sus hilachas adicionales de terquedad y numantinismo mental”, nada que no comparta con multitud de lugares españoles, como termina afirmando el poeta que alguna vez fue “novísimo” de Castellet.

Típicos o no, estos españoles de Fuentealbilla disfrutan mucho más que otros de la fiesta que ayer empezó en todo lo ancho y largo de la piel del toro. Yo sabía que de Albacete eran el ya citado Martínez Sarrión y Antonio Beneyto, narrador y dibujante, a quien conocí en mis años barceloneses, pero no estaba enterado de que Andrés Iniesta también había nacido en unos de esos lugares de la Mancha de cuyos nombres pocos terminan acordándose. Ahora todos lo sabemos. Como si se hubiera adelantado el premio gordo de la navidad, Fuentealbilla celebra el ya legendario gol de Iniesta, que dejó bien atrás la nostalgia por el de Zarra contra Inglaterra en el 50. Toda España salta de alegría, pero en Albacete cantan hasta las piedras. Ese gol nació inscrito en la historia de las bellas artes españolas. Es de Iniesta y de todos los que juegan en España el mejor fútbol del mundo. Ese gol es manchego, y por serlo, nos permite ahora celebrar su epifanía con un condumio digno del amable Sancho Panza.

Apenas supe que Andrés Iniesta era de un pueblo de Albacete, vinieron a mi memoria las migas, los gazpachos y un vigoroso ajiaceite de alubias blancas. Recordé a Beneyto en una taberna del Barrio Gótico llamada Casa Cleo, bebiendo vino blanco y comiendo andrajos, mientras su novia le arreglaba el pelo y él me hablaba de Alejandra Pizarnik. Imaginé que en Barcelona hoy todos deben ser de Fuentealbilla y corean a Iniesta y a sus compañeros del equipo culé, pero también a los otros héroes de la noche. Busqué entonces unos versos de Dionisia García, poetisa de Fuente Alamo (la de Albacete) y encontré estas palabras precisas que ilustran el momento supremo en que San Iker Casillas besó la copa: “¿Quién podrá comprender la permanente dicha, / el beso singular de la cosmogonía?”.

España venció las sombras, porque hoy en día su fútbol es, sin duda, el más luminoso del universo. Vayamos a la cocina y hagámosle honores con un ajo mortero. En una olla con poca agua pongamos a cocer papas y unos trozos de bacalao ya desalado. En un mortero grande machaquemos unos dientes de ajo. Una vez cocidos el bacalao y las papas, escurramos y desmenucemos el bacalao. Pongamos todo junto en el mortero y poco a poco vayamos agregando aceite de oliva, sin dejar de remover para que se mezcle bien, hasta que resulte un puré denso. Sirvamos con cuartos de huevos sancochados.
Buen provecho y gracias a Dios, porque España está en nuestro corazón y en nuestra mesa.

lunes, julio 05, 2010

Ollas podridas


No dispone el lenguaje coloquial de palabra alguna para designar a quienes tienen atrofiado el sentido del olfato. A diferencia de sordos, mudos y ciegos, los anósmicos deambulan innominados por el mundo, sufriendo una terrible carencia que, hasta donde sé, no ha dado lugar a organizaciones que los agrupen y defiendan. Asociaciones de ciegos y de sordomudos realizan un noble trabajo desde mucho antes de que la “corrección política” nos obligara al uso del eufemismo de la “discapacidad”. No ocurre lo mismo con quienes no pueden oler ni lo divino ni lo humano. ¿Tendrá que ver con eso la falta de un término corriente que los precise? Lo cierto es que una sensación de impotencia nos invade cuando intentamos aludirlos sin rodeos. Bien sé que la ciencia médica emplea el vocablo “anosmia” para referirse a la ausencia de olfato, pero no conozco una expresión que podamos usar en “román paladino” para nombrar a quienes sufren de ese mal. Los fastidiosos adalides de la hipocresía verbal tienen resuelto el asunto. Ellos hablarán de “discapacitados olfativos”, mientras nosotros seguiremos lamentando que el español no haya acuñado una locución idónea para señalar con nitidez a quienes teniendo exagerada o poca nariz nada les huele ni les hiede. Mucho ingenio dedicaron los escritores del Siglo de Oro hispánico a zaherirse entre ellos por sus defectos físicos, pero en materia de narices, no pasaron de ridiculizar quevedianamente a aquel célebre hombre pegado a la suya, que no era más que “un elefante boca arriba” o un Ovidio Nasón más narizado”. Que Góngora y Quevedo tuvieron buen olfato lo podemos inferir de esa ausencia de acrimonias nasales. Algo se les hubiera ocurrido para la crueldad de sus afrentas mutuas y no estaría el idioma todavía penando por una palabra exacta.

Todos estos días los medios de comunicación nos han hablado de comida descompuesta. Sin restarle al tema ni una pizca de su importancia (la tiene, y mucha, independientemente de la alharaca o disimulo de los opinantes), confieso que al oír a un inteligente político opositor enumerar las características “sensitivas” del gobierno, noté cómo debió modificar el ritmo enumerativo que traía cuando llegó al sentido del olfato. En ese momento el orador vivió la impotencia verbal a la que me referí antes. Impotencia no suya, sino del idioma, me dije. Pensé entonces en este asunto del que vengo hablando y, sobre todo, en la imprescindible beligerancia de los olores en la cocina y en la mesa. Si no olemos bien es muy difícil que cocinemos y es imposible que tengamos gusto. La comida no llega a tener sabor, si antes no es percibida por el olfato. No sé el tiempo que va de lo segundo a lo primero, pero sé que forma parte de un mismo proceso, cuyos elementos deben combinarse en armonía. Sobre esa materia mucho se ha escrito y no voy ahora a repetir cosas bien sabidas por los lectores, salvo una: la indivisibilidad de los sentidos del gusto y del olfato es lo que permite que ciertos “malos olores” vayan seguidos de sabores gratos. Que lo digan los degustadores de ciertos quesos, como Cuchi, a quien un hermano menor le dijo una vez: “¡Na´guará, te j…….., te vendieron un queso podrío!”. Ella había comprado un roquefort de verdad y su “pestilencia” había impregnado la cocina. Robertico, que después sería también un buen cocinero, comenzaba así a descubrir las paradojas culinarias.

Es fama que Napoleón le pidió a Josefina en una carta que no se bañara porque llegaría dentro de tres días y no quería perderse sus aromas naturales. También lo es que para algunas culturas el llamado “faisandé” es el mejor estado para disfrutar de algunas carnes. Al encontrarse en los umbrales de la pudrición es cuando éstas deben ser preparadas, según ciertas creencias gastronómicas. No pasa lo mismo con la legendaria “olla podrida”, tan del gusto de Sancho Panza, que no lo es por pasada o descompuesta, sino por “poderosa” o “poderida”, como se decía en tierras burgalesas cuando nuestro idioma aún andaba dando trompicones.