lunes, junio 29, 2015

Poética del pan


Marguerite Yourcenar
 
Domingo de nubes y de leves lluvias. Yourcenar acaba de decirle a Matthieu Galey, que el escritor, como el buen cocinero, no anda consultando la receta a cada rato. La lee una vez y punto. Como ama la cocina, la autora de “Opus Nigrum” se detiene en el ejemplo y en una frase estampa su poética del pan, que es la misma de una cocinera que conozco bien porque vivo con ella desde hace muchos años: “Se debe variar, según los ingredientes que se tengan a mano”. De inmediato Yourcenar recuerda que nunca el pan será igual a otro y pasa a referirse a los tiempos. Así, nos dice, que durante el  invierno “es más difícil hacer que el pan levante, a menos que se caliente la cocina como un horno”. Ya no es la escritura la que se parece a la cocina. Es la cocina la que recuerda a la primera:  

Primero una cosa informe, que se te pega en las manos: una papilla. Luego la papilla se hace más y más consistente. Después hay un momento en que se vuelve elástica, hata que por fin llega el instante en el que se que la levadura comienza su trabajo y se siente que la masa está viva. Ya solo se la debe dejar que repose. Si fuese un libro, el trabajo podría durar diez años”.
 
Sabemos que mucho más duraron las Memorias de Adriano, trabajadas con paciencia y pulitura, como lo demandaba la era luminosa del emperador.  
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Sandra Petrignani describió la cocina de Marguerite Yourcenar como una típica y cómoda cocina de campo, “con muchas tazas, cacerolas, tapaderas y cestas, todas colgadas de su gancho… un número desbordante de frascos de cristal… con etiquetas en francés: ‘galletas’, ‘pasta’, ‘fideos’, ‘azúcar’, ‘albaricoques’, escritas de puño y letra por  Marguerite”, de quien, por cierto, ya se han publicado en libro buena parte de sus recetas: La mano de Marguerite Yourcenar (Editorial Catalonia, 2014).
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Hablando de sus Archivos del Norte ella le dijo a Galey que tenía la impresión de haber amasado una masa muy espesa, pero que ese espesor no era un defecto. Era la realidad del ambiente. Y concluyó, orgullosa, con esta frase de escritora y panadera: 

Sé lo que es la masa. Recuerde que yo hago mi pan. 

Miró en el estante las Obras Completas de Borges y dijo: “A ese sí lo volveré a leer”.

martes, junio 23, 2015

La papa y su resistencia


Danilo Kiš
 
Danilo Kiš escribió un breve y curioso “tratado” sobre la papa, esa especie de duende que viajó desde Los Andes y se repartió por todo el mundo para ser pan de los pobres, primero, y alojarse después en la opulencia, sin abandonar jamás su noble servicio humanitario. Eso, en el resto del mundo, porque como lo apunta Adán Felipe Mejía, el gran cronista peruano de la papa, ésta siempre fue apreciada, tanto por el pueblo como por el Hijo del Sol. “Hasta el brillante y suntuoso Huayna Cápac y sus hijos pleitistas –Atahualpa y Huáscar- se nutrieron con el tubérculo inmortal”, afirmó famosamente El Corregidor, que así llamaban a Mejía.  

El “tratado” de Kiš está incluido en El reloj de arena, esa estupenda novela de su trilogía autobiográfica. Lo recordé por un delicioso “aligot” que hace pocos días hizo Cuchi. Después del disfrute de esa maravillosa invención de los franceses del sur, en la que se armonizan el puré de papas con el queso, el ajo y la crema, fui por el libro del gran borgeano de Yugoslavia y leí nuevamente este párrafo: 

“¿Recuerdas, hermana, cuando, de niños, nos disputábamos en la despensa las papas germinadas? Las encontrábamos parecidas a hombrecillos, con sus cabecitas y sus miembros atrofiados y deformes. ¿Recuerdas estos homúnculos con los que jugábamos como si fueran muñecas, hasta que se les caía la cabeza o se encogían y se marchitaban como ancianos? Y ya ves, hoy, mientras mendigo esta misma papa, no puedo evitar acordarme de este asombroso parecido entre la papa y el hombre, y por otro lado, si me permiten, entre la papa y el judío. Procedemos, como ya dije, de las mismas tinieblas de la historia. Pero, señores, ¿por qué nos sobrevive la papa? (…). Sobrevivirá al gran cataclismo. Y cuando vuelva la paloma con un ramo de olivo en el pico, cuando el arca toque de nuevo la tierra firme, su quilla desenterrará del suelo desfondado, agotado, inundado, maltratado, en un nuevo Ararat, un racimo de tubérculos…”  

Para el personaje de Kiš, el que la papa hubiera llegado a Europa por España no es nada casual. Es parte del destino que la enlaza con el pueblo sefardí, quien marchó con ella por el mundo, para llegar “un día, a finales del siglo dieciocho (la papa, por supuesto) a la mesa de los soberanos franceses, hasta extenderse por todas partes y alcanzar, tras diversos cruces y bajo el influjo de distintos climas y suelos, toda clase de formas y denominaciones: harinosa, roja, amarilla, holandesa, dulce y finalmente, máximo de calidad, magnum bonum, la papa blanca.”
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Antes de dejar la papa –por ahora- y de seguir con El reloj de arena, un recuerdo desde acá para el conde Rumford, quien en el siglo XVIII alimentaba a los pobres de los asilos con el magnífico tubérculo. Lo trituraba bien y preparaba una sopa, sin revelar cuál era su principal ingrediente. No olvidemos que para entonces todavía la papa no gozaba de aceptación unánime en las mesas.  

 Y, last but not least, un recuerdo también para la ciencia alimentaria de Tiahunaco, que, cuando los españoles llegaron a sus predios, había desarrollado mucho más de un centenar de variedades de papas y resuelto el problema del hambre con sabias técnicas de almacenamiento y conservación, en una demostración cabal de calma y resistencia.

sábado, junio 20, 2015

Catering en el lejano oeste


 
Capaz de proezas que le permitían entrar en los campamentos de los sioux como Pedro por su casa, sin percance alguno, salvo que la llamaran loca o le temieran. Capaz también de cabalgar de pie sobre Satán, arrojar al aire su viejo sombrero Stetson, asestarle dos tiros exactos antes de que retornara a su cabeza y seguir al trote, como si nada. Jineteó toros en Rapid City y por un tiempo fue feliz al lado de Wild Bill, con quien se casó en Laramie, Wyoming.  

A esta vaquera arisca y dura, que intimidaba al más pintado en Dodge City, se le daban los quehaceres domésticos. En las cartas llenas de amor y de culpa que le enviaba a su hija revela saberes culinarios. Un día le informa que no sólo cocinaba para la casa, sino también para unos hombres que habitaban en una barraca, no muy lejos de su cabaña. No le importaba si eran cuatreros o no, sino lo que le pagaban. Orgullosa del oficio, le detalla a su hija algunos resultados de su singular empresa de “catering”. Así, le informa que esa semana ha sacado del horno dos docenas de panes, ocho tortas y 15 pasteles de fruta y carne. Los panes le reportaron 20 centavos por unidad, los pasteles 50 cada uno, mientras las tortas le sumaron ocho dólares. Contenta, le promete a Janey (su hija) darle las recetas. Y se las da. Comienza con una formidable torta de grosellas, que no voy a comentar, por los momentos, porque me detendré en otra que, creo, ilustra las destrezas culinarias de la insigne exploradora. Es de una salsa de rábanos. En pocas y precisas líneas la gran pistolera de Deadwood, compinche de Buffalo Bill, demuestra que, aparte de  cocinar, sabía algo menos frecuente: escribir bien y sin adornos sus recetas. En la que señalo, no se conforma con suministrar la salsa. También refiere su base. He ahí el detalle. La copio: 

Salsa de rábano silvestre: 

Una taza de rábano rallado./ 2 cucharadas de azúcar blanco./ ½ cucharadita de té de sal y 1 ½ de pinta de vinagre frío. Embotella y sella. Para hacer la salsa coge 2 cucharadas. Añade una cucharadita de aceite de oliva o mantequilla fundida y una cucharada de mostaza preparada. Esta salsa es deliciosa”.
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Todas las recetas revelan el talento gastronómico que tuvo esta mujer de tabernas, de pistolas y de circos, a quien una vez el presidente Grover Cleveland le tributó elogios merecidos.  

En la pantalla grande, donde casi todos conocimos su leyenda, fue encarnada por Jane Russell, Yvonne de Carlo, Frances Farmer y Doris Day, entre otras luminarias.  

Calamity Jane la llamaban.

miércoles, junio 17, 2015

Manjar blanco en las estrellas


Rodolfo Hinostroza y Julio Ramón Ribeyro, en la cocina del primero, en París
 
Un jurado compuesto por Octavio Paz, Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, Félix de Azúa y José María Castellet le otorgó en 1970 el premio Maldoror al libro Contra natura. Creo que desde entonces el nombre de Rodolfo Hinostroza es referencia imprescindible en la poesía latinoamericana de nuestro tiempo. Así, recuerdo las certeras páginas que Guillermo Sucre le dedicó en La máscara, la transparencia, señalando cierto poder alquímico en la palabra del peruano. “Rompe con la unidad de estilo” y pasa con verdadero dominio “de lo lírico a lo coloquial”, decía el guayanés al hablar de Imitación de Propercio, uno de los poemas centrales del libro de Hinostroza. Por su parte, los antologistas de Medusario (otra referencia ineludible), además de suscribir la valoración crítica hecha por Sucre, destacaron la importancia del humor en Contra natura. Echavarren, Kozer y Sefamí, dijeron: “El efecto se logra gracias a la disparidad, a la hibridez. Sus juegos tienden hacia una ironía lacerante que puede incluir la autoparodia”.
 

Un poco más tarde, en otra antología (Prístina y última piedra), Eduardo Milán y Ernesto Lumbreras, tras ratificar los juicios anteriores, afirmaron que la poesía de Rodolfo Hinostroza, “lejos del desencanto, permanece en un plano inmune al paradigma”. Habían pasado ya casi cuarenta años del referido premio y el autor guardaba lo que algunos llaman “silencio poético”. Tal vez está bien decirlo así, porque no se trataba de silencio literario y, menos aún, de sequía gastronómica. Aparte de una columna de prensa, Hinostroza se dedicó por muchos años a la investigación profunda del tema y pudo escribir Primicias de cocina peruana, un libro fundamental para la historia y evolución de la gastronomía de su país, en el que incluyó magníficas recetas de su hermana Gloria, una de las grandes cocineras del Perú.
 

Precisamente, por el tema gastronómico lo he recordado hoy. Esta mañana disfruté de nuevo un poema incluido en Memorial de Casa Grande, el libro que en el 2005 marcó su retorno a la poesía, tras estar dedicado a la ensayística, la crónica culinaria y el teatro. En el poema habla de su tía Luchita, maestra de cocina de Gloria y de Rodolfo. El final del texto es un precioso homenaje al oficio doméstico de los fogones. La sola enumeración de los postres, con la que termina, nos hace agua la boca:
 

El alma inmensa de mi tía Luchita
Se encarnó en la comida que nos alimentó
Porque amor fue su ingrediente secreto, amor
Su mejor sazonador, amor el toque mágico
Que ponía en todos sus potajes
Durante desayuno, almuerzo y comida. 

Y así fue que nos formó el paladar a mi hermana y a mí,
En los cinco sabores que distingue
Un paladar peruano:
Salado, dulce, ácido, amargo, y picante
(y además el umami, que redondea el gusto
Y no se había aún identificado). 

Y al filo de los años mi hermana Gloria terminó por ser chef
Pues heredó la mano santa de la tía Luchita
Y es hoy una de las grandes cocineras del Perú
Y yo salí gourmet, y escribí un libro de Cocina Peruana
Que la hizo conocer en todo el mundo (así lo espero)
Dedicado a mi tía. 

Dicen que tia Luchita murió en olor de santidad
Pasados los 80
Y nadie duda que se haya ido directamente al Cielo
En donde debe estar ahora preparando
Merengue en las nubes, Maná con las estrellas,
Caspiroleta con las Constelaciones,
Manjarblanco con las Galaxias Espirales.
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El poema se titula Las bodas de Tia Luchita. Es un canto a la noble educación sentimental de la cocina. Y sabe a Gloria.
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P.D: En Pastelería peruana (Universidad San Martín de Porres, Lima, 2oo2) Gloria Hinostroza incluye varias recetas de manjarblanco: solo, de chirimoya, de lúcuma, de mango, de guanábana, de zapallo y de quinua. Recuerdo haber comido el de zapote (lúcuma), preparado por la misma Gloria y su ayudante Marleny, en San Felipe, en octubre de 2006. A la leche con el azúcar, ya espesada, le agregó las lúcumas hechas puré. Puso de nuevo la olla al fuego hasta que se retomara el punto. Una verdadera delicia.