domingo, diciembre 10, 2017

Pasta al pomodoro



Pasta al pomodoro. Foto tomada del blog de la Juani de Ana Sevilla

En la cronología que Ana María Del Re preparó para su magnífica traducción de El Cancionero (Monte Ávila, Caracas, 1990), leo que Umberto Saba conoció a Gabriele d' Annunzio en los primeros años del siglo XX, cuando el joven poeta de Trieste tenía unos 22 años y el de Pescara, 42. La mención me recordó el hermoso texto que Saba dedicó a ese encuentro inolvidable. Lo busco y leo de nuevo el momento en que Saba entra a la villa de D'Annunzio en la Versilia y ve que lo recibe un blanco e inmaculado señor. Quiso decir, por supuesto, que lo recibió un señor impecablemente vestido de blanco, joven aún, que tenía, “y sabía que tenía”, una sonrisa fascinante.

La visita la había preparado Gabriellino, a quien Saba conoció en Florencia, donde ambos vivían por esa época. Pedirle al hijo que lo llevara a conocer a su padre, que no estaba muy lejos de allí, fue inevitable para Saba. La tentación de ver y estrechar la mano de D'Annunzio, una especie de “rock-star” literario, debió serle irresistible. Así, por vía telegráfica se concertó el encuentro con “il poeta-divo”.

Una semana pasó Saba en la Versilia, en una villa que había alojado muchas veces a Eleonora Duse y que estaba llena de imágenes radiantes, pero de esos días dannunzianos, dice el poeta en su crónica, lo que más recuerda es un “piatto di pasta al pomodoro”. Su descripción del momento en que el camarero Rocco Pesce aparece en el comedor con el “tagliatelle” o los “spaghetti”, cubiertos de abundante salsa, es sublime, para exagerar un poco, a lo D'Annunzio. A Saba le pareció que “il piatto sembrava una rossa bandiera trionfale”. Ese estandarte rojo (pasta al pomodoro) quedó para siempre en su memoria. Tanto, que llegó a decir que sólo tres versos (“no entre los más brillantes de la Autobiografía”) y el modo de preparar la pasta con tomate, fueron los únicos bienes reales que logró sacar de su visita a la Capponcina.

Para un triestino que en verano comía una salsa de tomate que apenas teñia la pasta “del suo bel colore”, fue un acontecimiento toparse con esa generosa maravilla de la cocina meridional que encantaba a D'Annunzio. Por un momento el joven Saba pensó que “la pasta al pomodoro” era una invención “dell'Immaginifico”. Poco después supo que el cocinero del poeta era un hombre del sur.

Dejo la lectura, pues debo ir a votar por Macario, mi candidato a Alcalde de Barquisimeto y sus alrededores. Al retornar, la otra elección, la del almuerzo, ya ha sido tomada. De más está decir que hoy habrá pasta al pomodoro. Al pomodoro dannunziano.

lunes, diciembre 04, 2017

La receta como texto literario



Silvana Mangano en Arroz amargo

El novelista, que sabía cocinar muy bien, escribió con deleite una famosa receta. Sin dejar de ser preciso con los ingredientes y el procedimiento, abundó en detalles que suelen omitirse en tales textos. Se ocupó de materias primas, aditamentos, marcas y recipientes. Indicó, por ejemplo, que la cacerola debía mantenerse al fuego con la mano izquierda, sujetándola por el mango con un paño. El resultado fue una receta estupenda. Y algo más: literatura de la buena. Tanto, que un lector tan exigente como Italo Calvino llegó a decir que esa receta es “una obra maestra de prosa italiana y de sabiduría práctica”. Su autor es Carlo Emilio Gadda. ¿Y la receta? Nada menos que la del risotto a la milanese, que está en su libro Las maravillas de Italia.

A Calvino lo impresionó la descripción de los granos de arroz, un arroz que “los entendidos piamonteses y lombardos, así como los mismos cultivadores”, prefieren no totalmente privado del pericarpio, vale decir, no descascarado por entero.

Eso, y el placer con que Gadda presenta cada momento de la preparación y la particularidad de algunos ingredientes, nos preparan para un final memorable. Tras haber dicho que los amantes del buen arroz apenas permiten algo de parmesano, como una “dulcificación de la sobriedad y elegancia milanesas”, el autor de El zafarrancho aquel de Via Merulana, conviene en que, con las lluvias de septiembre, se podrán echar en la cacerola setas recién recogidas y, pasado el día de San Martín (11 de noviembre), “finas rebanadas de trufas secas”. Pero -y he aquí al gran Gadda-, “ni las setas ni la trufa llegan a pervertir el profundo, vital, noble significado del arroz a la milanesa”. Así termina esta receta prodigiosa.

Que algunos ortodoxos no estén de acuerdo con la cebolla en el sofrito o que sostengan que el antiguo arroz a la milanesa no llevaba azafrán, porque fueron los españoles quienes lo introdujeron en la Lombardía cuando se apoderaron del Milanesado en el XVI, no disminuye la unánime aceptación de esta magnífica receta (y espléndido texto literario) de Carlo Emilio Gadda, de la que copio estas líneas:

Dos o tres cucharadas de vino, tinto y de mucho cuerpo (Piamonte), no son obligatorias, pero, a quien plazca, sepa que darán al arroz ese sabor aromático que acelera y facilita la digestión”.
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Hace varios días estuvo por aquí Silvana Mangano, por el recuerdo de su célebre rol en Arroz amargo. Hoy vuelve. Se me ocurre, que antes que la foto de Gadda o del plato, ella ilustre, como “mondina”, esta breve nota milanesa.

martes, noviembre 14, 2017

Cottage Pie



 Virginia Woolf posó para la revista Vogue. Lo foto apareció en 1926 


Cuando la noche del 7 de noviembre de 1930 Virginia Woolf se despidió del poeta Yeats en casa de Lady Ottoline, sintió que estrechaba una mano famosa. Al día siguiente anotó en su diario: “Nació en 1865, así que ahora tiene 65 años… y yo 48: por lo tanto tiene derecho a ser mucho más vital, dúctil, apasionado y en general, maduro y generoso”.

Virginia pensó en la conversación sobre sueños que Yeats tuvo con Walter De la Mare, y cuando se disponía a referirla, se le acercó Nelly a preguntar por la comida que debía preparar para el almuerzo.

-Tienes mucho tiempo que no haces cottage pie, así que, por favor, hazlo para hoy. L. se va a alegrar.

Nelly asintió, pero salió refunfuñando porque no quería picar carne ese día.

Al retomar el cuaderno, Virginia trazó estas líneas:

Yeats ha engordado mucho. La última vez que lo vi fue en 1907, o quizás 8, en una cena en el Nro. 46. Debo anotar que nunca había oído hablar de mí y yo me sentí ligeramente azorada por los penosos esfuerzos de O. para que él comprendiera quién era yo.

Viriginia iba a precisar que el Nro. 46 corresponde a Gordon Square, pero no lo consideró necesario. Todos debían saber que ese ese lugar era el centro literario de Bloombsbury, es decir, de Londres.

Tras hacer una descripción del Yeat (“una frente enjuta, bajo una maraña de pelo gris y castaño, ojos luminosos, pero oscurecidos por las gafas; vistos de cerca tienen la mirada vigilante y al tiempo sorprendida de sus primeros retratos”), Virginia recuerda que cuando ella entró a la reunión interrumpió a De Mare, “que estaba contando una larga historia sobre un sueño con Napoleón” y que Yeats entonces aprovechó la ocasión para iniciar una apasionada intervención sobre los sueños. Dijo que Tagore le había contado que de joven tuvo un sueño, un sueño que debio ser mágico, porque -añadía Tagore-, de encontarlo de nuevo, se haría inmortal.

“Hablan demasiado de sueños”, escribió Virginia al final de la entrada, sin dejar de confesar su buena impresión de Yeats y de su poesía. “Por dondequiera que se le cortara, con una pequeña pregunta, manaba fuentes de ideas”, apuntó.

Esa noche hablaron de Tom y concordaron que Eliot “utiliza muy hábilmente las mitologías”. Por ejemplo, la del Rey Pescador en The Waste Land. También lo hicieron de Pound, otro poeta que, según Yeats, cuando emplea las mitologías “escribe de forma muy bella”.

Para ambos, fue una noche inolvidable.

En una carta a John Masefield, el poeta de Sligo dijo: “Ayer conocí a Walter de la Mare y a Virginia Woolf en casa de lady Ottoline” y éste es el resultado de mis conversaciones y una metáfora de la casa de lady Ottoline:

Nosotros que tanto hemos pensado/ y tales obras realizado, / tenemos que extendernos, perdidos./ como leche sobre piedra derramada.
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Virginia cerró el cuaderno, se levantó y fue a la cocina. Quería saber cómo iba el cottage pie que Nelly hace tan rico.