jueves, diciembre 22, 2016

UN BANQUETE... Y POEMAS PARA BIANCA




De nuevo me encuentro en un banquete de los Staufen. Me dejo llevar por el aroma a laurel de sus asados y casi veo a Federico II de Suabia (“el primer hombre moderno que se sentó en un trono”, Burckhardt dixit) trinchando un capón el 26 de diciembre, para celebrar su cumpleaños. Es capón de oca y proviene de Fulda, me digo. No lo cubre  salsa alguna. Sólo cebollas lo acompañan. Federico II lo va trinchando con destreza y le sirve primero a su halconero mayor. Comen, mientras dialogan sobre el buen cuidado que los poetas de su corte siciliana le han dispensado a los “raudos torbellinos de Noruega” (así llamaría Góngora a los nobles volátiles de caza). Afina el emperador detalles acerca de un extenso tratado de cetrería que está escribiendo y que habrá de titular De arti venandi cum avibus. Me parece que el halconero es el poeta Pier della Vigna. Sí. Es él. Le acabo de escuchar este verso: “Mia canzonetta porta esti compianti”. Confidente del Rey de las dos Sicilias hasta que los desunió la calumnia, le hace a su jefe una amable recomendación literaria sobre la descripción de las aves. Unos años más tarde, otro poeta se encontrará con Pier en la selva de los suicidas y recogerá de él un testimonio que incluirá en su Comedia:

Yo soy aquel que manejó ambas llaves
del corazón de Federico, y di
al abrir y cerrar vueltas tan suaves
que su secreto a todos escondí:
fui tan leal a tan glorioso oficio
que el sueño y el latido en él perdí”.

Después de intercambiar con Pier algunas conjeturas acerca de la barnacla o pato marino de Irlanda, Federico llega al postre: un paté de peras, cuyo jugo, durante la cocción, se transformó en un licor parecido al caramelo. Todos comen y beben con deleite. El excomulgado emperador, tras un sorbo de vino de Marsala, advierte que ya puede recibir a las musas y escribir en volgare hermosos poemas para Bianca, la madre de Manfredi, “por quien a menudo estaba suspirando”.

sábado, noviembre 19, 2016

Manteles de Borgoña





Banquete en Dijon

En un espléndido ensayo sobre su viaje a Borgoña, Néstor Luján  refiere algunas reglas y episodios de la orden caballeresca del Toisón de Oro. Al recordar que uno de los compromisos de la misma fue emprender una cruzada para la recuperación de los Santos Lugares,  menciona la cena ritual del juramento, así como las penitencias a que se sometían los miembros de la Orden hasta el cumplimiento del solemne voto.

De la cena sacramental destaca el hecho de que el menú incluía como plato principal un ave ante la cual los caballeros prestaban juramento. Casi siempre era un faisán. El noble volátil asado pasaba en ofrenda, de mano en mano, hasta llegar a las del caballero más prominente, para que éste hiciera gala del Arte Cisoria y trinchara con destreza el animal. Luján, goloso también en la escritura, se divierte al mencionar que el mayor elogio que Lancelot del Lago pudo hacerle al rey Arturo, fue decir que “había trinchado a la perfección un pavo real” en la Mesa Redonda, “a plena satisfacción de los cincuenta caballeros presentes”.

Sobre las penitencias es menos prolijo, pero nos regala una maravilla que hace las delicias de todo cultor de las mesas vestidas (y de los minicuentos). Tres severidades se les imponían a los penitentes. Las dos primeras eran “no dormir en un lecho” y “no folgar con dama o moza”. En la tercera está el asunto: “No comer sobre manteles”. Pero lo que me parece más atractivo no está dicho en el párrafo principal, sino en una nota a pie de página, en la que Luján escondió, al final de la misma, esta breve historia atribuida a Bertrand de Gueselin, de Bretaña. La primera parte de la nota nos ayuda a comprenderla:

El comer en manteles o dejarlo de hacer –voto que aparece en todos nuestros libros de caballerías y en nuestro Romancero- era signo señorial, como lo era saber trinchar. En un banquete el dueño de la casa comía sobre manteles individuales y su esposa, ante él, gozaba del mismo privilegio. Comer en el mismo mantel con alguien era igualarse a él. Bertrand de Gueselin imaginó un dramático ceremonial para expulsar a un caballero de su séquito que había mancillado su honor. Le sentó a su mesa y, en silencio, cortaron el mantel a derecha y a izquierda. Quedó solo, de codos sobre el rugoso roble, temblando de vergüenza.
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Pienso en el mantel de encaje de doña Augusta, referido por Lezama en Paradiso, del que no nos gustaría nunca ser excluidos. 
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(El libro de Néstor Luján es Viaje a Francia. Rutas literarias y gastronómicas de un viajero singular. Tusquets, colección Los 5 cinco sentidos, Barcelona, 2005).

viernes, noviembre 04, 2016

Cebolla y hojitas de laurel



César Vallejo

Primer poema del día. Lo trae la memoria ante la página en blanco. Es, precisamente, una poética. Con ella, el poeta armoniza, audaz, vanguardia y tradición. Se ríe en el “atasco” y sale airoso con el cuervo a fecundar la cuerva:

Quiero escribir pero me sale espuma
quiero decir muchísimo y me atollo;
no hay cifra habla que no sea suma,
no hay pirámide escrita sin cogollo.

Quiero escribir pero me siento puma;
quiero laurearme pero me encebollo.
No hay tos hablada, que no llegue a bruma,
no hay dios ni hijo de dios, sin desarrollo.

Vamos, pues, por eso, a comer yerba,
carne de llanto, fruta de gemido,
nuestra alma melancólica en conserva.

Vámonos! Vámonos! Estoy herido;
vámonos a beber lo ya bebido,                         
vámonos, cuervo, a fecundar tu cuerva.

Fue Eduardo Milán quien me hizo reparar en el lado culinario de uno de los más inolvidables versos de este magnífico poema de Vallejo. Para Milán se trata de uno de los grandes versos del idioma, en el que se “cifra todo el complejo con una gracia, que sólo Vallejo posee”:

quiero laurearme pero me encebollo

Sí, el poeta que merece el laurel se fue a la cocina para encebollarse y encontrar su alma melancólica en conserva, allí, entre las cosas más entrañables de la vida.