Paseo de Gracia
Seis de la mañana. Leo noticias y viajo.
Pongamos que me voy a Tarragona en busca del romesco original y encuentro
diversas versiones que pretenden serlo. Claro, pasa con el romesco lo que
ocurre con casi todas las recetas tradicionales, para mayor vitalidad de la
gastronomía: sin modificar sus principios básicos, varían de tiempo en tiempo y
de pueblo en pueblo. Y más aún: de casa en casa. Así, habrá tantos romescos
aceptables como tradiciones existan o búsquedas particulares se presenten,
siempre en armoniosa combinación de creatividad y memoria culinarias, como debe
ser.
Para algunos, el romesco primigenio es semejante
a un sofrito con más ingredientes que el habitual. Para otros, es la salsa en
la que son imprescindibles el pimiento seco llamado nyora (ñora), el ajo y la almendra tostada. También hay quienes, si
bien lo conciben con todo eso, le añaden un poquito de vino tinto, Priorato, preferiblemente. Lo esencial
es que no deje de ser una salsa vigorosa, con picor o picardía, en cuya
composición el tomate ejerza un respetuoso dominio.
También es notable la diversidad en sus usos. Se
dice que el romesco nació como el guiso apropiado para el pescado a la cazuela,
en Tarragona, y que con los años pasó a ser la salsa ideal para acompañar la
araña (pez popular de la Costa Brava), hasta convertirse en una salsa
independiente apta para realzar platos compatibles con su fuerza y su sabor.
Ahora la memoria me lleva hasta la mesa de un
restaurante barcelonés donde una calçotada
se me impuso como la más ilustre presencia del romesco y la cebolleta, mientras
sonaba una de las canciones de Serrat que más me gusta: Aquellas pequeñas cosas.
Creo que puedo decir, serratianamente, que el verdadero amor por la gastronomía
se conforma con las pequeñas cosas de la tierra y de la vida. Y, si no, que lo
diga ese invento universal y divino, catalanamente llamado pa amb tomàquet.
En esta casa se ama a Cataluña, su cultura y su
gente; a Pla y a Serrat, para referir sólo dos nombres entrañables. Ese afecto,
gracias a Cuchi y sus saberes culinarios, siempre ha estado presente en nuestra
mesa. En pocas ocasiones (por la dificultad de encontrar uno de sus
ingredientes), el romesco, y con mucha frecuencia, uno de mis postres
predilectos: la crema catalana.
El recuerdo de ese afecto familiar ayer se hizo
presente por un tuit solidario de mi hija Luisana, con el que me identifico.
Hoy, en otra mesa, la de los libros, leo estos versos de Salvador Espriu:
He donat
la meva vida pel difícil guany
d’unes
poques paraules despullades
(He dado mi
vida por el difícil premio
de unas
cuantas palabras desnudas)
Paraules
d’amor,
dijo el joven Serrat en canción ya legendaria.