martes, septiembre 26, 2017

Romesco y palabras de amor




 Paseo de Gracia

Seis de la mañana. Leo noticias y viajo. Pongamos que me voy a Tarragona en busca del romesco original y encuentro diversas versiones que pretenden serlo. Claro, pasa con el romesco lo que ocurre con casi todas las recetas tradicionales, para mayor vitalidad de la gastronomía: sin modificar sus principios básicos, varían de tiempo en tiempo y de pueblo en pueblo. Y más aún: de casa en casa. Así, habrá tantos romescos aceptables como tradiciones existan o búsquedas particulares se presenten, siempre en armoniosa combinación de creatividad y memoria culinarias, como debe ser.

Para algunos, el romesco primigenio es semejante a un sofrito con más ingredientes que el habitual. Para otros, es la salsa en la que son imprescindibles el pimiento seco llamado nyora (ñora), el ajo y la almendra tostada. También hay quienes, si bien lo conciben con todo eso, le añaden un poquito de vino tinto, Priorato, preferiblemente. Lo esencial es que no deje de ser una salsa vigorosa, con picor o picardía, en cuya composición el tomate ejerza un respetuoso dominio.

También es notable la diversidad en sus usos. Se dice que el romesco nació como el guiso apropiado para el pescado a la cazuela, en Tarragona, y que con los años pasó a ser la salsa ideal para acompañar la araña (pez popular de la Costa Brava), hasta convertirse en una salsa independiente apta para realzar platos compatibles con su fuerza y su sabor.

Ahora la memoria me lleva hasta la mesa de un restaurante barcelonés donde una calçotada se me impuso como la más ilustre presencia del romesco y la cebolleta, mientras sonaba una de las canciones de Serrat que más me gusta: Aquellas pequeñas cosas. Creo que puedo decir, serratianamente, que el verdadero amor por la gastronomía se conforma con las pequeñas cosas de la tierra y de la vida. Y, si no, que lo diga ese invento universal y divino, catalanamente llamado pa amb tomàquet.

En esta casa se ama a Cataluña, su cultura y su gente; a Pla y a Serrat, para referir sólo dos nombres entrañables. Ese afecto, gracias a Cuchi y sus saberes culinarios, siempre ha estado presente en nuestra mesa. En pocas ocasiones (por la dificultad de encontrar uno de sus ingredientes), el romesco, y con mucha frecuencia, uno de mis postres predilectos: la crema catalana.

El recuerdo de ese afecto familiar ayer se hizo presente por un tuit solidario de mi hija Luisana, con el que me identifico. Hoy, en otra mesa, la de los libros, leo estos versos de Salvador Espriu:

He donat la meva vida pel difícil guany
d’unes poques paraules despullades

(He dado mi vida por el difícil premio
de unas cuantas palabras desnudas)

Paraules d’amor, dijo el joven Serrat en canción ya legendaria.

jueves, septiembre 21, 2017

Los caballeros de la gula






Cuatro de la mañana. Toto de Lima bebe café y añora en voz alta el olor del mastranto. En rigor, recuerda el comienzo de un poema suyo en homenaje al llano. Se levanta, abre la ventana y viaja. Cuando dirige la mirada a la taza es porque ha vuelto. “Y ahora, sigamos leyendo a Cunqueiro”, dice.

A Cunqueiro lo descubrió por Luis Beltrán Guerrero, en 1969, en uno de sus artículos de El Universal. Desde entonces lo tiene por su mago literario predilecto.

Antes de retomar la lectura, Toto cuenta de nuevo un episodio de la visita de Cunqueiro a Caracas, ese mismo año 69: tras la presentación de su libro sobre Orestes (Premio Nadal), Cunqueiro hablaba con Guerrero sobre diablos. El primero sabía mucho de brujos y demonios, y el otro, de uno en especial: el Diablo de Carora.

Cuando don Álvaro –gastrónomo al fin- inquiría a Luis Beltrán acerca de la ingesta cotidiana del demonio caroreño, un joven de unos diecisiete años, con un libro en la mano, pidió permiso y le preguntó a Cunqueiro si podía firmarle una página de ese ejemplar. Lo abrió y se lo pasó al mago. Éste leyó en voz alta lo que estaba escrito en la página marcada por el joven:

Ismael Florito. Demonio que vino de sastre a Cambray, y para quitarse unas molestias de espinazo que se le habían puesto en las alamedas de bajo tierra. Pasó en Polonia por portador de la peste bubónica. Compró el alma del coronel Coulaincourt de Bayeux en el patio de armas de Sedán, y cumplió siete años y un día de cárcel en Liverpool, por monedero falso. Quiere pasar de modisto a París, pues siempre fue muy aficionado a conversar con el mujerío”.

Rieron los tres y los escritores miraron con asombro al muchacho, a quien Cunqueiro -para estampar la dedicatoria- preguntó el nombre: “Salvador Tenreiro”, respondió el mozo. Así, en un ejemplar de la primera edición de Las crónicas del Sochantre, el autor escribió:

Para el más joven de la cofradía, este recuerdo de Merlín Cunqueiro”.
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Ahora Toto le pide al Turco Najul que le lea la brevísima semblanza del Colegial Mayor, para disfrutar una vez más el detalle del Prior de la Capilla de Pontivy que había preparado el primer capón de perdiz de que haya noticia, y que ordenó poner en latín ese triunfo en su sepultura.

Leído como ha sido el espléndido párrafo, Toto vuelve al café y moja en la taza un pedazo de acemita, mientras recuerda, con Luis Beltrán Guerrero, que los diablos no podrán nunca con los caballeros de la gula.