jueves, diciembre 31, 2009

¡Feliz año!


"La Poesía se adelanta y sus agujas marcan el vuelo de las aves"

(Gonzalo Rojas):


"Por eso yo declaro

que lo maravilloso, la inocencia,

esa felicidad que a veces somos,

la hermosura extendiendo su luz sobre la tierra,

todo lo que soñamos

sucederá algún día,

porque nosotros hemos sucedido"

(Juan Antonio González Iglesias)


Reciban todos un abrazo de año nuevo y los mejores deseos de


Freddy Castillo Castellanos

lunes, diciembre 28, 2009

Delante de la luz cantan los pájaros


Las voces del paisaje entran y salen, displicentes, por el balcón. He venido a ver en esta parte abierta de la casa el final del año y a contemplar cómo se pasa la vida y cómo cambia todo tan callando. Quisiera hacer memoria y balance, pero también trazar expectativas y propósitos, porque hay un camino que se abre y no sólo uno que se cierra. Podría hacer el catálogo de las lecciones que nos dejó el 2009 y también el de los proyectos o los sueños para el año que habrá de comenzar dentro de poco, pero hay otro ánimo en mi espíritu, más proclive ahora a la contemplación y al silencio, que al arte racional de los recuentos y los planes. Delante de la luz cantan los pájaros y el viento sopla con su armonía secreta. Y así, se me va imponiendo el tono que un verso de Marco Antonio Montes de Oca asoma como amable intertexto en esta página y me dejo llevar por las voces del paisaje que entran y salen, displicentes, por el balcón.

La primera voz del coro es la del cedro, una voz que casi no se oye, pero que se te mete por los ojos llena de amarillo y verde. Tengo años oyéndola brillar y sé que ahora es distinta, quizá un tanto lenta y taciturna, pero, sin duda, sigue siendo el centro majestuoso del jardín. Ella es la serenidad y el punto de equilibrio, que tanta falta hacen en este valle habitado por algunas desmesuras. Mirar el ramaje de donde procede esa voz sagrada inmuniza contra el amok o nos da fuerzas para soportar a quienes andan poseídos por ese morbo fatal en otros lares. Hoy irradia poderosos destellos contra el desamparo y aloja en su tronco escrituras apacibles con versos de Cintio Vitier, que anda preguntando en qué rama por fin está posado Juan de la Cruz y de Yepes.

La segunda voz del coro es, por supuesto, la que pronuncian unánimes los pájaros. Sin estridencia, hoy ella es capaz de revelarnos el secreto de nuestras vidas, pero una vez más sabremos que esa revelación es efímera e inmemorable. Olvidarla es su destino. También lo es quedar como morriña, como radiante ausencia, como recuerdo que no recuerda nada y que según Giorgio Agamben, “es el más fuerte” de todos los recuerdos. Porque, claro, es la presencia de Mnemosina en su diálogo infinito con Hesíodo. Ayer, por cierto, estuvo esa voz tratando de traducir al ayamán poemas de Idea Vilariño y de Mario Benedetti y hoy vuelve con los versos de Montes de Oca para despedirse diciéndonos: “La voz, la pluma, la despierta inteligencia/ vanse a callar y a dormir,/ con la conciencia del deber no cumplido/ pues el deber de cantar/ nunca termina”.

La tercera voz del coro es la del viento que está en todas partes, que puede buscar albergue en los rincones o desparramarse con fuerza por las extensas sabanas. Ella se aquieta o se desborda, pero no cesa, acaso sólo descansa. Portadora del verbo oracular, la voz del viento es hoy “la brisita nupcial de la metáfora” que Cintio nos trajo para refrescar este abandono grato o esta encantada suspensión de lo cotidiano y hacer después, en la cocina, el café más sabroso del mundo y bebérselo con galletas de Angelina, recitando versos espléndidos de los poetas grandes que se fueron este año de este mundo. Nombré a cuatro de ellos para sentir –como sentí- que ahora están más cerca de nosotros.

Cierro este post de hoy dándole las gracias a los lectores que me han acompañado durante todo el año. Les deseo un 2010 pleno de dicha y les pido me acepten esta rosa blanca que martianamente cultivo para mis amigos sinceros…Para los otros, también va una rosa blanca, porque no cultivo cardo ni ortiga para nadie. Paz y felicidad para todos.

lunes, diciembre 21, 2009

Poesía de diciembre

Luis Alberto Crespo en una clase de Biscuter

Ya es costumbre para mí, sobre todo cuando se acerca la nochebuena, leer sólo poesía. Busco páginas, navideñas o no, de los poetas que me gustan o incursiono por libros menos familiares o desconocidos, con el deseo, casi siempre satisfecho, de encontrarme alguna imagen que me haga compañía. La ceremonia comienza el mismo primero de diciembre cuando anoto en mi diario estos versos de Israel Peña que memoricé hará unos cuarenta y siete años: “Diciembre, barbas de frío/ sobre la veste del campo,/ curvo cinturón de cerros/ y zapatillas de prado”. Los recuerdo en la voz gallega y bien timbrada de mi profesor Daniel Gómez Ferreiro. Me los digo y cumplo con el íntimo ritual de transcribirlos, para sentir que, en verdad, diciembre ha comenzado. Después fatigo un soneto melodioso de Aquiles Nazoa y me imagino que soy yo quien le está hablando a Avelina Duarte de este modo: “Avelina, Avelina, amiga mía,/ hermana de mi novia y mi pañuelo… Sabrás que es navidad, que de agua fría/ nos pone el clima flores en el pelo,/ mientras envuelto en su gabán de yelo/ pasa diciembre en troika de alegría”.

Y así van entrando y saliendo los poetas. Ayer nomás, cuando leía que los restos de Lorca no aparecen y que su búsqueda ha sido, más que infructuosa, una verdadera pesadilla, pasaron por aquí Miguel Hernández y Pablo Neruda y el segundo nos dijo estos versos: “Si pudiera llorar de miedo en una casa sola,/ si pudiera sacarme los ojos y comérmelos,/ lo haría por tu voz de naranjo enlutado/ y por tu poesía que sale dando gritos”. Y sentí que los buenos poetas no se dejan exhumar tan fácilmente y que su voz no está al alcance de quien se acerca a ellos sin respeto. La poesía, como diría Gimferrer, supremamente se niega al abyecto. Ella viene de la memoria y del mito y está hecha de sustancias inasibles. Se vuelve hija del limo, hoja de muérdago, pan de los elegidos, letra de Octavio Paz o mirada vespertina de José Antonio Ramos Sucre, cuando quiere. No avisa ni tiene hora fija, pero sé que podemos atraerla con un conjuro que alguien supo hacer en Aquitania o tal vez en las sequedades de Atarigua.

Entregarse a la lectura de la poesía es acceder a un territorio que la razón jamás ha podido alinderar. Sus (im)precisiones sacan de quicio a quienes, alambre en mano, buscan cercarla con el rigor de una doctrina o con arduas explicaciones acerca de su sentido escurridizo. Ignoran que ella se nutre también del exilio, del misterio y del silencio. Ella es como la soledad del poeta Juan Luis Martínez (Chile, 1942-1993): “Muchas veces me ha sucedido pelearme con ella y echarla.. Mas, pronto está lejos la ruego, la conjuro a volver. Pero nada pasa. Ni mis súplicas un poco ridículas, ni mis amenazas un poco pasadas de moda. Y luego un día, sin que yo lo espere ella regresa más enigmática y flotante que nunca. Más envolvente, sobre todo…”.

Sigo leyendo a Juan Luis Martínez, una revelación para mí en sus Poemas del Otro, libro póstumo, que se sumó al único que publicó en vida (La nueva novela) formando un extraño díptico dictado por las voces distintas que lo habitaban y que lo convirtieron en un caso único en la abundante y prodigiosa poesía chilena. Metatextual en el primero y lírico en el segundo, este poeta de Valparaíso fomentó la poesía como pre-texto para el alma de los signos errantes.

Además de Martínez, diciembre me ha deparado la lectura gozosa de un hermosísimo libro de Luis Alberto Crespo: Tierramenta (Lumen, 2009). Lo he ido paladeando con la parsimonia a la que su lenguaje y sus paisajes me invitan. Todo ha sido nombrado de nuevo en ese libro. Los viejos parajes, los fantasmas, las alcobas y los pájaros de Luis Alberto nacieron otra vez en las páginas sin límites de Tierramenta.

Aprovecho, por cierto, para desearles feliz navidad a todos con unos versos de Crespo que marcan ahora la inevitable despedida de este artículo:

Enseguida vuelvo,
voy a envejecer en ese cuarto.

lunes, diciembre 14, 2009

Palabras para Julia (y para Julie)


Como en el de Beatriz Viterbo -alta y muy ligeramente inclinada-, en el andar de Meryl Streep también hay “una como graciosa torpeza”, que en este caso se la impone el género (el de la película, por supuesto). Si además hay en él “un principio de éxtasis”, no lo sé ni me importa, pues no pretendo hacer hoy analogías borgeanas. De lo que sí estoy seguro es que ese principio aparece cuando la célebre actriz se dispone a comer cualquier plato parisino. Deslumbrada por las maravillas de la cocina, la Julia Child que encarna Meryl Streep en esta comedia, saborea con deleite infinito los lugares comunes de la gastronomía de Francia, tanto la de restauración clásica como la de algunas tradiciones regionales. Literalmente, se babea por todos ellos. Ha sentido en esa comida la cima del gusto. Nada la iguala. Por eso resultará inexorable que, no encontrando otra cosa para cubrir sus ocios y después de algunos intentos fallidos, se entregue por entero al aprendizaje febril de la cocina francesa.

Que Meryl Streep haya sobreactuado o no, ahora me es indiferente. Tampoco me va ni me viene que al modelo especular de la directora le falte misterio o que los hombres de la película luzcan disminuidos. No pretendo hacer crítica de cine ni exégesis de género. En este momento sólo me interesa destacar el inmenso amor a la cocina que se desprende de las dos historias que nos cuenta Nora Ephron en su película Julie y Julia. Ella nos sirve de excusa para hablar de la importancia que posee el oficio de cocinero, así como para alimentar nuestro interés por el tema de la divulgación culinaria. En especial, por los recetarios. Recordemos que no se trata sólo de alguien que cocina. Julia Child es la comunicadora (a través de los libros y de la televisión) de un arte en el que te cortas y te quemas los dedos, pero en el que puedes encontrar el más sublime asidero espiritual para tu vida.

Entender la cocina como camino, no para el estrellato, sino para la satisfacción plena del alma y el cuerpo, puede ser una de los modos de abordar el tema de este filme (y ¿por qué no el filme mismo?). Algunas frases de Julie Powell, admiradora hasta el fanatismo de Julia Child y de su legendario libro sobre cocina francesa, expresan el vigoroso valor inmaterial de los fogones. Para ella el “boeuf bourgignon” es también un poema y no sólo aquel plato estupendo de Borgoña que Juan sin Miedo engullía con voracidad de Duque y con grandes cantidades del mejor vino tinto de su tierra. Hacer correctamente ese plato es como escribir bien la página que queremos leerle a alguien para agradarlo y agradarnos. ¿No decía García Márquez que él escribía para que lo quisieran más? También las cocineras y los cocineros realizan su trabajo, para mayor deleite de sus parejas, no siempre comprensivas. Muchos parasitamos morosamente en los espacios espléndidos que abonan y cultivan los buenos oficiantes de la creación culinaria. Y así, escribimos algún blog, sin cocinarlo previamente como Julie, y nos damos a la tarea de fabular en el territorio infinito de la gastronomía, que -como se sabe- también es letra minuciosa y memoria plena de sabores. Otros lo hacen todo: cocinan, sirven la mesa, enseñan, escriben la receta, la publican en la tele, en el libro o en el blog y siguen tan campantes en su labor porque ésta es su integral y fecundo modo de vida.

Más efusivo que crítico, este acercamiento a una película que pretende recrear el diálogo alrededor de la cocina, entre un blog del año 2002 (el de Julie Powell) y un libro de Julia Child (de los años cincuenta) fue sólo una treta retórica para decirles lo de siempre: la cocina es el universo. Y el resto es literatura.

lunes, diciembre 07, 2009

Viaje al amanecer

Francisco Abenante, Cuchi Morales y Sumito Estévez

No por socorrida me voy a inhibir de citar una famosa frase de Rilke, que se aviene plenamente con lo que hoy quiero comentarles: “La verdadera patria del hombre es la infancia”. Quizá por eso, cuando el ineludible “nostos” nos apremia, emprendemos el retorno a nuestros viejos territorios. Hacemos lo que nuestro más grande ensayista llamó un “viaje al amanecer”. Buscamos albergue en la memoria y recreamos un espacio que sentimos como una genuina pertenencia. El recodo de un jardín reaparece como escondite oportuno y el pregón de los dulces nos vuelve a hacer agua la boca. El gran reloj del comedor comienza a marcar sus horas lentas y una taza de humeante y espeso chocolate llega puntual a la mesa. Penetramos así en el laberinto de imágenes que nuestra infancia atesoró y constatamos en su centro que hemos regresado de un larguísimo exilio.

La experiencia es sencilla. Basta con dejarse llevar por algún olor o por el susurro del agua, simplemente. Proust sólo necesitó mojar la magdalena en el té y llevársela a la boca. Lo demás, ya lo sabemos, fue el tiempo recobrado. Sé de cocineros que recuperan sabores preteridos porque le siguieron la pista a un aroma que les llegó como vestigio en pena. Y así, van a la cocina y lo disponen todo para cocinar de nuevo como Petra o como la abuela, la madre o la tía, en los tiempos de Maricastaña, que, por cierto, ahora no suelen ser tan remotos como antes.

La semana pasada en Barquisimeto asistimos a una experiencia de ese tipo. Un cocinero profesional, ducho en diversidades culinarias, se remontó a su niñez para entregarnos los platos que su madre preparaba cotidianamente. Viajó hasta La India, la que habita en su memoria, y concibió un amplio menú que forma parte entrañable de su historia personal. Sin duda, sus enormes conocimientos y destrezas de hoy en día jugaron un rol estelar en los buenos resultados, pero más pesó la circunstancia de que cocinó con el gusto esencial que le otorgan la sangre y la cultura propias. Cuando se cocina lo que se ama desde la infancia, hay algo más que una buena comida. Hay una ofrenda.

Hasta el más despistado sabe que me estoy refiriendo a Sumito Estévez, quien volvió a los fogones barquisimetanos de Francisco Abenante, para trasladarnos esta vez al Punjab familiar de su infancia merideña. Además del basmati, varios platos regionales de La India, sin desdoro alguno de las técnicas empleadas para su elaboración, fueron preparados y servidos con la alegría ritual de quien comparte algo de sí mismo. Y ese es, por supuesto, el sello intransferible de un buen trabajo culinario. La excelente sopa de arveja amarilla, con yogur y pepino, el sabrosísimo pollo tandoori, el opulento cordero con salsa de tamarindo, los camarones con leche de coco, los estupendos garbanzos guisados en salsa de tomate, los vegetales con cúrcuma y un postre inolvidable constituido por halvá de zanahoria y bolas de sémola, fueron esa noche en El Círculo las señas de la noble tradición gastronómica que lleva en su segundo apellido el famoso cocinero Sumito Estévez Singh.

domingo, noviembre 29, 2009

Chile en el corazón

La embajadora Urbaneja entrega reconocimiento a Cruz del Sur Morales y a Damaris Loyo

Escribo estas líneas en Santiago de Chile, con la emoción aún intacta de una clausura espléndida. Hace pocas horas concluimos con una hermosísima actividad musical y gastronómica una programación en homenaje a Andrés Bello, compatriota común de venezolanos y chilenos. Fue una fiesta inolvidable. Una fiesta que se merecían todos los que participaron e hicieron posible el brillo y la calidez de las jornadas bellistas que, desde el 23 de noviembre hasta el sábado 28, se realizaron en diversos espacios académicos y culturales de la capital de Chile. Hoy Bello está de cumpleaños. Venimos de celebrarlo con los aguinaldos de Cecilia Todd y con el panorama culinario de la Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida que Cruz del Sur Morales diseñó para la imponderable comida de anoche. Cecilia estuvo como nunca, desplegando su encanto mediante una preciosa selección navideña que incluyó composiciones y poemas de los juglares Otilio Galíndez y Aquiles Nazoa. Fue el feliz inicio del ágape. Después le rendiríamos tributo al paisaje gastronómico de Andrés Bello.

Durante una semana la Embajada de Venezuela en Chile llevó a lugares emblemáticos de la academia y la educación una lectura diversa (pero integral) de Andrés Bello. Nos correspondió a nosotros, gente de la UNEY, el inmenso honor de conducirla. Así, pudimos compartir reflexiones, dudas y conocimientos con destacados intelectuales y juristas chilenos, acerca de la vigencia intelectual del gran caraqueño. Con Miguel Rojas-Mix, el lunes, en la Universidad de Chile, convocamos el carácter fundacional de la obra de Bello. Carmen Norambuena, decana de Humanidades de esa institución y su equipo, fueron nuestros anfitriones. El martes nos recibió la Biblioteca Nacional y pudimos alternar Luis Rubilar Solís y yo acerca del imaginario pedagógico de Bello, ante un público plural que tuvo una participación fecunda. Allí estaban, desde un hijo de Radomiro Tomic hasta una representación mapuche, pasando por estudiantes, académicos, periodistas, poetas y dirigentes sociales. El miércoles la sede de la Embajada venezolana sirvió de escenario para un Taller de Formación Docente que tuvo como resultado la formulación de una propuesta de Cátedra Permanente Andrés Bello. Maestros y profesores universitarios analizaron junto a nosotros diversas vías para fortalecer nuestros sistemas educativos. Allí compartí nuevamente con el profesor Rubilar Solís. Esta vez fueron cuatro horas de sesión ininterrumpida, premiada luego con un almuerzo elaborado por Cuchi y Damaris, con una deliciosa crema de caraotas, seguida por un opulento tarcarí de ovejo que dio paso al increíble y nunca bien ponderado manjar de coco (esta vez con parchita y no con guayaba) que, por cierto, Cruz del Sur Morales debería patentar algún día por su excelencia milagrosa. La Academia Diplomática, con sus directores, embajadores, profesores y estudiantes nos recibió el jueves. En esa noble casa tuve la satisfacción (y el compromiso) de dar una conferencia al alimón con mi amigo y excompañero del Comité Jurídico Interamericano, Eduardo Vio Grossi, uno de los mejores internacionalistas de América Latina. Hablamos de los aportes de Bello a esa rama del Derecho y de su vigencia en nuestras movidas diplomacias americanas. El viernes fue la Universidad de Chile, la Casa de Bello, que le dicen, el lugar donde nos dimos cita para conversar sobre varios aspectos de la obra humanística del fundador y primer rector de esa institución. No voy a reseñar lo sucedido, pero en verdad, fue memorable. Homenaje y profanación. Discursos contrapuestos. En fin, una sesión plural, como debe ser en estos casos (y en otros) en los que cualquier unanimidad resultaría patológica.

Anoche cerramos con deleite y placer esta incursión bellista de la UNEY en Chile. Digo deleite y placer para quienes comimos solamente, gracias al inmenso trabajo de las dos representantes yaracuyanas que hicieron lo más importante del convite. Para ellas el reconocimiento de nuestra eficiente y entusiasta embajadora María de Lourdes Urbaneja, no se hizo esperar. Nos interpretó a todos en sus palabras de gratitud. La ensalada de piña, la fosforera que recordó el amor de Bello por la hermana del Mariscal Sucre, la polenta, la naiboa, el cocuy con aroma de sarrapia, todo ello y la apoteosis de un postre que fue como una hallaca dulce, por lo armoniosamente multisápido del mismo: torta de chocolate y merey con crema inglesa y cambures en almíbar de Sauvignon Blanc y tabasca, todo eso, digo, sirvió para darle sabor y gusto a un encuentro chileno-venezolano que debería tener continuidad. Por eso, Cruz del Sur Morales, quien concibió totalmente el menú, y Damaris Loyo, con quien lo elaboró para 150 personas, recibieron la ovación de un público alborozado que incluía músicos, rectores, embajadores, poetas, científicos y hasta a un polémico candidato presidencial.

A Cuchi: ¡chapeau!

lunes, noviembre 23, 2009

Andrés Bello y la soberanía alimentaria

Afiche de las jornadas en homenaje a Andrés Bello organizadas por la
Embajada de Venezuela en Chile y la UNEY

Fundar nuestra América después de la independencia lograda en Ayacucho, no fue sólo una actividad política. Fue, básicamentente, un enorme esfuerzo cultural. Lo entendió así nuestro principal e indiscutible emancipador en ese ámbito: Andrés Bello. Por esa razón, evocar su nombre y situarlo en el lugar cimero que le corresponde, es algo que no podemos obviar a la hora de celebrar el Bicentenario de las gestas libertarias en estas tierras que conforman lo que José Martí llamó con sencillez y sabiduría: “Nuestra América”.

Andrés Bello fue un genio de la creación y la mediación cultural. Hizo lo que pudo -y lo que le dejaron hacer-, superando dificultades, envidias e incomprensiones. Su labor intelectual en Chile tiene las características de un heroísmo jamás cantado por la épica y que alguien llamó alguna vez con acierto, heroísmo secreto. Poner orden civil en el caos inicial de los pueblos de América no es poca cosa. Bello lo alcanzó en la naciente república chilena, donde hoy ocupa el sitial histórico que merece, a pesar de algunos tiempos de desmemoria o de incuria. Merced a su inmensa preparación, ese orden se convirtió en un sólido soporte republicano que permitió la formulación de una política exterior idónea basada en el principio de la solidaridad y en la elaboración de normas adecuadas de Derecho Civil para hacer propicia y pacífica la vida cotidiana.

Pero no fue sólo eso. El copioso bagaje humanístico de Andrés Bello, puesto al servicio de la identidad latinoamericana, lo llevó a diseñar -mediante una amplia visión de la lengua española y un talento gramatical inusitado- un uso lingüístico propio de estas tierras. Recordemos esta afirmación suya: “Chile y Venezuela tienen tanto derecho como Castilla y Andalucía para que se toleren sus accidentales divergencias”. Y así, pudo el español nuestro ser español de América y luego, español de Chile o español de Venezuela. “No tengo la pretensión de escribir para los castellanos. Mis lecciones se dirigen a mis hermanos, los habitantes de Hispano América”, dijo una vez. Y en efecto, para nosotros escribió su prodigiosa Gramática, por la cual Amado Alonso y Pedro Henríquez Ureña lo llamaron “el más genial de los gramáticos de lengua española y uno de los más perspicaces y certeros del mundo”. A partir de un orden, exaltó nuestras peculiaridades idiomáticas y le dio cauce ordenado a la diversidad, facilitando la evolución y transformación de la lengua, con aportes nacionales y regionales, hasta conformar lo que Ernesto Sábato (citado por Edgar Colmenares del Valle) llamó “una sola y magna patria”, es decir, esa fecunda patria verbal que sin Andrés Bello nos hubiese costado muchísimo tener.

Algo más hizo Bello por la emanciación cultural de América: reivindicó nuestros lugares. Lo hizo con su poesía, clásica y europea en sus formas y absolutamente americana en sus motivos y en su espíritu. Los cronistas viajaron a estas regiones equinocciales y se asombraron con sus riquezas. Nos dejaron páginas espléndidas y también el relato de una mirada europea que siempre pensó en conquistar y dominar. Algunos nos vieron con desdén. Otros sólo fueron elogiosos con la naturaleza, y unos pocos, piadosos con los pueblos autóctonos. En fin, se construyó un discurso exterior, a veces “buensalvajista” y otras muchas demonizador. Por eso, para fundar repúblicas necesitábamos otro discurso o un mensaje donde nos nombrásemos a nosotros mismos y nos sintiéramos entrañablemente expresados. Andrés Bello, desde Londres, fue el primero en hacerlo. No le bastó con la enumeración idílica de quien siente nostalgia por su paisaje. Forjó un proyecto de fundación. Recordó que la cultura es también agricultura y trabajo.

Si hoy, con tantas asignaturas pendientes aún, volvemos a leer con atención su Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida, veríamos con claridad el proyecto de Bello y nos diríamos que eso de la soberanía alimentaria no lo estamos inventando ahora, ni nosotros ni los compañeros europeos o canadienses de Vía Campesina y que en la Silva está la mejor vindicación de nuestro paisaje agrícola, una vindicación que nunca como antes necesitamos más.

lunes, noviembre 16, 2009

El paisaje gastronómico de Bello


Un joven de veinticinco años, para entonces oficial segundo de la Capitanía General de Venezuela, llamado Andrés de Jesús, María y José, hijo mayor de una familia huérfana de padre (Bartolomé Bello había fallecido en Cumaná en 1804) “arrancó hierbas, cortó ramas y esparció tierra” en Fila de Mariches. Era el 16 de diciembre de 1806. El joven dio así cumplimiento a un ritual previsto en el derecho indiano: tomar posesión de un terreno que su familia había recibido en arrendamiento perpetuo, con el propósito de fundar una pequeña plantación de café. Le debemos a la acuciosidad de Pedro Grases la recuperación de esa importante escena campestre en la vida de Andrés Bello. Y algo más: la imagen vitalmente agrícola de quien años después cantaría en Londres las maravillas de nuestros frutos campesinos. Bello llamaría la finca “El Helechal” y, según la amable hipótesis de Grases, allí estuvo ubicada su visión primigenia y personal del cultivo del “arbusto sabeo”, vestido de jazmines y perfumado por la fecunda zona, cuya ladera “adorna el cafetal”. En pos de un cafecito de Andrés Bello, intentemos un breve y parcial recorrido por el paisaje gastronómico de su Silva inagotable.

El menú se abre con una ensalada de piña y granada, recordando estos versos: “Para tus hijos la procera palma,/ su vario feudo cría,/ y el ananás sazona su ambrosía”. La fruta más hermosa de la tierra, sazón de la ambrosía y ambrosía ella misma, nos saluda en las mesas americanas, con el esplendor barroco de su forma y de sus jugos. La acompañan esta vez las legendarias granadas del Paraíso, que eran también las del patio de la casa caraqueña de los Bello López, nunca olvidadas por el maestro. “¡Aquellos granados!”, escribió, nostálgico, en una carta dirigida a su hermano Carlos. Aquellas granadas y sus granitos, están acá, haciéndole alegre compañía a la piña en esta fiesta de la entrada.

País de peces y mariscos varios, Chile le recordó muchas veces a Bello la antigua Cumaná donde vivió y murió su padre. Una fosforera oriental será entonces el siguiente plato, con el cual emprenderemos un diálogo bellista del Caribe con el Pacífico y con el “…pueblo también, cuyos hogares/ a sus orillas mira el Manzanares”. Suculenta, la fosforera, es fama que levanta muertos y no estamos acá para desperdiciar la vida. Así que habrá en esta ocasión fosforera en abundancia para todos.

El “jefe altanero de la espigada tribu” no puede faltar en nuestro paseo. Una polenta, no sé todavía si de cochino o de gallina, hará su aparición en el convite. Para Bello el maíz era algo más que un alimento. Era un dios de estas tierras. Era una seña de la sagrada identidad americana. Era (y es) una forma de resistencia. Pese al trigo sembrado por los españoles, los criollos nos hicimos grandes comedores de arepas, como nuestros padres antiguos y le dimos diversos usos al maíz, impidiendo que dejara de depararnos uno de nuestros panes de cada día. Convertido en polenta, el maíz es la ufanía central de este condumio.

Pertenezco a la golosa estirpe de los “postreros”, esos seres que suelen guardar espacio adecuado y suficiente para el disfrute final de las comidas. Por esa razón ya la boca se me está haciendo agua. Sé que está anunciada una torta de chocolate y merey que será servida con cambures en almíbar, vale decir, la apoteosis bellista de la zona tórrida. La consagración del cacao como auténtico manjar de los dioses. Andrés Bello, quien halagó la necesaria protección de su cultivo (“…ampare/ a la tierna teobroma en la ribera/ la sombra maternal de su bucare”), no habría dejado de festejar su destino en esta mesa, al lado del cambur. Símbolo de cierta pureza agrícola porque “escasa industria bástale”, el banano “desmaya el peso de su dulce carga” para prodigarse como uno de los mayores regalos que la Providencia concedió “con manos largas” a los habitantes de la felicidad ecuatorial. No conformes con rubricar de modo tan sabroso esta incursión al paisaje gastronómico de Andrés Bello, podemos agregar la presencia de la naiboa, para darle paso también al casabe (“…su blanco pan la yuca”) y al persistente papelón que viene de “la caña hermosa,/ de do la miel se acendra”.

¿Bebidas? Andrés Bello tuvo la precaución de preverlo todo en la Silva cimera. Así, nos dijo: “El vino es tuyo, que la herida agave”. Por eso, además de café, habrá cocuy de Lara, que es la mejor bebida de estas tierras sedientas.

lunes, noviembre 09, 2009

Bello en tres tiempos


1. Antes del desayuno el joven poeta tomó la pluma para escribir los versos pendientes del poema de anoche. Quiso estampar en ellos su conciencia del paisaje y su amorosa visión de la heredad auténtica. Pronto habría de leerlos en la concurrida casa de Javier. Tal vez se los dedique al visitante alemán que tanto fervor había mostrado por Caracas. Tal vez. Lo cierto es que el poeta ya ha encontrado la forma para expresarse: la oda. Sus lecturas abundantes y fecundas, le permiten ahora ser diestro en clásicas composiciones. Su Horacio y su Fray Luis están bien asimilados. También lo están sus tópicos. Pero ni Horacio ni Fray Luis lo han hecho mudar de afectos ni lo han desprovisto de sus lares.

Caraqueño para siempre, antes del desayuno, el joven poeta tomó la pluma para escribir los versos pendientes del poema de anoche: “Tú, verde y apacible/ ribera del Anauco,/ para mí más alegre/ que los bosques idalios”. Y siguió así, culto y sereno, tejiendo su pasión por las aguas cristalinas que atraviesan el hermoso valle del Avila. Mientras el café y el pan esperaban en la mesa, la poesía venezolana comenzaba con firmeza a abrirse paso.

2. Es el año 1820 y estamos en la tertulia londinense de Francisco Antonio Zea. A ella asiste hoy el guatemalteco Antonio José de Irisarri, representante, de algún modo, de toda América Latina, por su vocación continental. Esta vez habla en nombre de Chile. Le acaban de presentar a uno de los contertulios habituales, con el que inicia una reveladora charla. Mediante ella, Irisarri descubre uno de los secretos mejor guardados de Londres: la enorme sapiencia de un americano. Tal será la efusión que produce en él este personaje, que a los pocos días le enviará una carta a O’ Higgins con estas palabras entusiastas: “Hay aquí un sujeto de origen venezolano por el que he tomado particular interés y de quien me considero su amigo: le he conocido hace poco, y nuestras relaciones han sido frecuentes por haber ocupado ciertos destinos diplomáticos, en cuya materia es muy versado, como también en otras muchas. Estoy persuadido que de todos los americanos que en diferentes comisiones esos estados han enviado a estas cortes, es este individuo el más serio y comprensivo de sus deberes, a lo que une la belleza del carácter y la notable ilustración que le adorna”. Quizá Irisarri no supo que ese mismo año el caraqueño expresó en versos su infinita nostalgia por la Patria. Había llegado la ansiada primavera a Londres y todo el mundo renació de alegría, menos él, quien tomó la pluma para describir, con tanta maestría como aflicción, ese momento inolvidable: “No para mí, del arrugado invierno/ rompiendo el duro cetro, vuelve mayo/ la luz al cielo, a su verdor la tierra./ (…)/ Que a quien el patrio nido y los amores/ de su niñez dejó, todo es invierno”. Nueve años después y tras sucesivas muertes de seres entrañables, el caraqueño viajará a Chile.

3. El viejo poeta escribe lentamente. Lucha contra el sueño vespertino. El suculento charqui del almuerzo tal vez lo esté llevando a la modorra. Pero ahí va. Tiene que cumplir su cometido. Ha pedido un poco más de manjar de chirimoya para recuperar fuerzas. No sólo es un educador reconocido o el más admirable conocedor de nuestra lengua. Es también el legislador civil de sus patrias y todos esperamos por su prosa jurídica para iluminar con acierto nuestros tratos cotidianos. Siente ahora la miel en sus labios y, por fin, escribe: “Las abejas que huyen de la colmena y posan en árbol que no sea del dueño de ésta, vuelven a su libertad natural, y cualquiera puede apoderarse de ellas, y de los panales fabricados por ellas, con tal que no lo hagan sin permiso del dueño en tierras ajenas, cercadas o cultivadas, o contra la prohibición del mismo en las otras; pero al dueño de la colmena no podrá prohibirse que persiga a las abejas fugitivas en tierras que no estén cercadas ni cultivadas”.

Sonríe satisfecho. Ha redactado el artículo 620 del Código Civil chileno y se dispone ahora a entregar a la siesta su cuerpo complacido.

lunes, noviembre 02, 2009

Desayunando con Cantaclaro


Nos recordaba Rafael Arráiz Lucca en su excelente artículo del pasado domingo que este año se cumplieron tres aniversarios redondos de Rómulo Gallegos: 125 de su nacimiento, 40 de su muerte y 80 de Doña Bárbara. Para completar el cuadro habría que agregar una cuarta conmemoración galleguiana: el centenario de la revista La Alborada, que se cumplió en enero. Como se sabe, esa publicación dio nombre a un grupo literario que integraron Gallegos, Julio Planchart, Salustio González Rincones, Julio H. Rosales y Enrique Soublette. Este último, por cierto, hombre de fortuna, financió la revista. Ocho números, de enero a mayo, bastaron para que el grupo se convirtiera en referencia ineludible de la historia literaria de Venezuela. Y no era para menos, como lo evidencia la importancia indiscutible de dos de sus miembros: Gallegos y González Rincones.

Sin restarle méritos a Julio H. Rosales (autor de un cuento inolvidable) y al resto de sus compañeros, el autor de Doña Bárbara y el poeta darianamente “raro” de La yerba mala, representan hoy en día a los “alborados” de mayor estima. No siempre fue así, en virtud del tardío descubrimiento de Salustio, por parte de la crítica venezolana. Hubo que esperar hasta 1977 para que los venezolanos nos encontráramos con la sorpresa de un autor de comienzos del siglo XX adelantado a las vanguardias, a las máscaras autorales y al cruce de géneros, en pleno apogeo del modernismo y sus epígonos. Debemos a una antología preparada y prologada por Jesús Sanoja Hernández ese descubrimiento que maravilló al grupo poético Guaire que poco más tarde encabezaría, precisamente, Rafael Arráiz Lucca. Los compañeros de González Rincones jamás se imaginaron que el futuro le depararía a éste lecturas fervorosas y asombradas. Ahora sabemos nosotros que la recepción literaria tiene sus propias leyes y que como diría Guillermo Sucre los “poetas de su tiempo llegan a destiempo”.

Pero volvamos a Gallegos, a quien releo con enorme placer estos días. Vayamos con él al llano, nuevamente, porque allí nos espera un desayuno suculento que doña Nico preparó para agasajar a Rosángela. Estamos a media mañana en las páginas musicales de Cantaclaro, a punto de probar la sabrosura de unas arepas doraditas, recién levantadas del negro budare, que nos están haciendo la boca agua. Los afanes culinarios de doña Nico no tienen parangón en estas tierras y hoy exhiben mejores resultados. Con su voz ronca acaba de anunciarnos el inicio del condumio y todos nos acercamos a la mesa humeante. Ya hemos olvidado la inmancable tacita de café del amanecer y nos aprestamos para halagar copiosamente nuestro gusto. Pueblan la casa los olores de la carne macerada. El banquete incluye caraotas negras, “carne asada, gorda y sangrante, sin aliños que alteren su sabor (…), lomo de cerdo o de lapa adobado con orégano oloroso”, huevos fritos, suero picante, chireles en leche para la miga del pan, queso de mano y café “tinto y aromoso”. Cantaclaro es hoy una orgullosa fiesta llanera de olores y sabores, sustanciosos y sencillos. Lo es, porque todas las viandas fueron hechas con cariño y la mesa puesta con el don sagrado de la gratitud. Los lectores-comensales de esta obra milagrosa salimos felices de la casa.

Desde el llano adentro vengo/ tramoliando este cantar./ Galleguiano me han llamado./ ¿Quién se atreve a replicar? ¡Ah caramba, compañero!/ No lo puedo remediar,/ que acabe diciendo en versos/ lo que empecé a conversar.

lunes, octubre 26, 2009

Caminos de palma y sol

Leonardo Ruiz Tirado

"(...) parece que va soñando/ con la sabana en la sien"
Alberto Arvelo Torrealba
También los ríos son caminos. Son, precisamente, los “caminos que andan”, según el límpido decir de Alberto Arvelo Torrealba. Por éstos y por los otros, los de “palma y sol”, pasaron los héroes de nuestra independencia y un poco más tarde, los rebeldes de la Guerra Federal. Pasaron Bolívar y Zamora, quienes ahora forman parte de un imaginario llanero que se expresa bellamente en la música, en la poesía y en el relato oral de las leyendas, las de raíces mágicas y las de orígenes históricos, cuyas tramas se entrecruzan como las cantas y los rejos. Leyendo al autor de Glosas al Cancionero y oyendo la famosa canción de Eladio Tarife, llegué el sábado a Barinas, para compartir con Benito Yrady y el Centro de la Diversidad Cultural, una jornada en homenaje a los cultores del Llano. La lluvia nos acompañó casi toda la mañana y al ver las calles anegadas, recordé los versos donde el ya citado poeta dice que en Puerto Nutrias “a veces están las calles azules” y son como “una guitarra con bordones de agua dulce”.

En virtud de la lluvia, el teatro fue llenándose muy poco a poco y gracias a esa circunstancia pude conocer y hablar un buen rato con Eladio Tarife, llanero de Arismendi, hombre de palabra fácil y de buen humor, quien pocas horas después sentiría una vez más la emoción de oír a todo el público corear su ya indispensable Linda Barinas, nueva seña de identidad de sus paisanos y cálido elogio de la tierra y de sus tardes. También tuve la fortuna de ver al poeta Leonardo Ruiz Tirado, mi amigo de siempre, cuyo formidable libro Leer Llano me acompaña desde hace varios días. En sus páginas encontré el respaldo conceptual para la intervención que hice esa mañana. No se trata sólo de leer a Gallegos y a los Arvelo (a Alfredo, a Enriqueta y a Alberto) o a Humberto Febres, Jesús Enrique Guédez y Enrique Mujica, revisitados todos por Leonardo, sino, sobre todo, de leer el paisaje cultural del Llano y hacerlo, no como “folklore”, sino como materia poética, como mito o como humus de un país que hemos ido banalizando con estereotipos y que requiere con urgencia comprenderse a sí mismo de manera auténtica, abandonando las gríngolas de ciertos métodos académicos adoptados por los espacios hegemónicos del conocimiento para vedarnos buena parte de la realidad. El libro de Leonardo nos invita a ese esfuerzo. El lo dice de este modo: “…la lectura que se vino realizando de nuestro país, de nuestra literatura, de nuestras tradiciones orales, de nuestra espiritualidad, desde esos centros de dominación ideológica y desde hace ya siglos (acentuada y sistematizada con la ´modernización´ del estado venezolano a partir de los pactos políticos post-gomecistas), salvo algunas excepciones, ha sido desafortunadamente contaminada de parcialidades, ocultamientos y mistificaciones”.

La geografía de Venezuela debe ser mirada con otros ojos. Ver sus paisajes como si los estuviésemos contemplando por vez primera, no es imposible. Sé que nuestros poetas nos ayudarán en ese propósito. Uno de ellos, Eladio Tarife, me dijo ayer que si cultivamos el amor por los lugares, nos irá mucho mejor en esta vida. También pueden iluminarnos los cronistas y algunos universitarios como Pedro Cunill Grau, quien, por cierto, acaba de publicar un bello paseo por los paisajes llaneros de Rómulo Gallegos, que comentaremos pronto en este sitio. Hoy basta con Leonardo y su Leer llano, editado por El perro y la rana a finales del 2007. Sus páginas me auxiliaron hace unas horas a salir del trance de hablar de llaneridad ante llaneros. A ellas debo también una nueva y lúcida aproximación a la inmensa poesía de Enriqueta Arvelo Larriva, cuya voz de Barinitas es un regalo universal.

lunes, octubre 19, 2009

Para la historia regional de la infamia

Mario Briceño Iragorry

Esta pequeña historia puede leerse toda en el decreto de un gobernador. Allí están condensadas sin mayores alardes la imponderable calidad de una bajeza y la ignorancia de los embaucados en ella. El pseudo cronista y los funcionarios que lo secundaron parecen cortados por la misma medida ética y educados por una idéntica pedagogía del odio. La única diferencia entre ellos tal vez resida en un mayor o menor grado de inepcia para la actividad pública o en un grado mayor o menor para el ejercicio del descaro. Amotinados, con el aplomo que otorga la incultura y la engañosa seguridad de los cargos que ostentan, los autores del decreto hurgaron previamente en el pasado y revivieron rencillas personales. Pasaron a ser lo que un personaje dijo de Pedro Páramo en la gran novela homónima: “un rencor vivo”. Dicho sea en todos los sentidos de esta frase: “son ahora rencores que se arrastran”.

El objeto de la vileza que los mueve es nada menos que la egregia memoria de un venezolano ilustre. Quieren derribarla. Ilusos, creen poseer la fuerza para ello. El procedimiento empleado es elemental y de uso inveterado por parte de los abyectos: la media verdad y la calumnia. Con ellas acuden a la vulgar y socorrida patraña de armar un expediente con retazos aislados de una vida, amputándole su grandeza y dignidad. Juzgan hechos y conductas fuera de su contexto, con el previsible resultado de la desfiguración histórica. Nada los detiene. Buscan vengar a un antepasado que se inventan o resarcirse por una afrenta que se imaginaron alguna vez, en virtud de sus atávicos complejos. Por un instante alcanzan el feliz espejismo de tapar el sol con un dedo y se dan por satisfechos cuando terminan de firmar el impresentable decreto. Amparados en la fugaz inmunidad de un cargo y en alguna triste convicción leguleya, hacen públicos sus dislates, a costa del Estado, por supuesto. Y celebran, sin percatarse del clamoroso ridículo que significa la “hazaña” de pretender mancillar un patrimonio moral de nuestro pueblo.

Lastimosamente, no es ficción lo ocurrido ni pasó hace mucho tiempo. La historia es reciente y cercana. El decreto es el número 277 y para evitar cualquier verosímil desplazamiento de nombres que a esta altura podría estar generándose en algún lector, aclaro de una vez que me estoy refiriendo al decreto del gobernador del Estado Trujillo fechado el 30 de julio del presente año, mediante el cual se declaró paladinamente a Mario Briceño Iragorry traidor a la patria y se le arrebató su nombre a la Biblioteca Pública Central de su estado. Cometo la impudicia de transcribir uno de sus párrafos antológicos:

“Considerando
Que Mario Briceño Iragorry regaló el 19 de Diciembre de 1927, en un acto de lisonja al Dictador Juan Vicente Gómez, la mesa donde El Libertador firmó la Proclama de Guerra a Muerte, como lo denuncia el francés Francis Benet en su Obra Guía General de Venezuela, publicada en 1929. Hecho que puede considerarse como traición a la Patria por atentar contra el Patrimonio Histórico”.


Sin duda, los valores que encarna el nombre de Mario Briceño Iragorry no pueden ser borrados por nadie, menos aún por el infeliz decreto de alguien ignorante o mal asesorado. Pero el hecho es escandalosamente sintomático y revela la inmensa necesidad de comenzar a aplicar la novísima Ley Orgánica de Educación para la formación, no sólo de mejores ciudadanos, sino también de mejores dirigentes. En este espacio, donde hemos citado muchas veces a Don Mario, a propósito del tema de la soberanía alimentaria, no podíamos guardar silencio ante ese desafuero.

lunes, octubre 12, 2009

Majan sal de salmorejos





No menos clara que Bagdad o que el Cairo, según Borges, es esta ciudad de los omeyas en la que siempre se escucha el laborioso rumor de una fuente. Ayer sentí que esa música incesante es capaz de aliviarnos del calor de este otoño cordobés y de enviarnos, además, algunas señales enigmáticas. Caminaba por la judería y la escuché. Quise saber de dónde manaba esa agua balsámica y fui llegándole de oídas hasta ubicarla a mi izquierda, en una calle estrechísima. A pocos pasos estaba la fuente, cristalina y generosa. Me acerqué a ella y percibí por un instante la inmensa soledad de ese espacio. Miré a mi alrededor y vi paredes blancas, puertas cerradas y ventanas entreabiertas. Atisbé patios frescos y aromosos y de pronto me sentí embestido por la belleza.

“No hay otra en este mundo”, escribió alguna vez Pablo García-Baena, al referirse a la belleza de Córdoba. Lo recordé al percatarme del inusual momento que acababa de vivir. Recordé asimismo que la noche anterior había pasado cerca de su casa y que en la habitación del hotel leí esta mañana sus serenos poemas de Junio. Sitiado por la blancura, en una mínima plaza de la judería, íngrimo, supe que compartía con los habitantes invisibles de ese lugar, la salmodia eterna del agua y la sombra vespertina de todas las culturas cordobesas. También vinieron a mi memoria los radiantes versículos que Alvaro Mutis dedicó a su paso por Córdoba, para darnos la noticia de que fue allí, en una calle cualquiera, llena de turistas, donde tuvo la imposible y ebria certeza de estar, por fin, en España. Me dije, entonces, que algo misterioso tiene esta ciudad cuando uno se deja llevar por alguna de sus voces secretas. Y sentí piedad por los turistas, que en enormes cantidades pisan las calles romanas, se toman fotos con las fachadas mozárabes al fondo y se arrodillan a veces en las intromisiones cristianas de la Mezquita, para salir, banales y vacíos, a agregar galones audiovisuales a su oficio.

Volví al hotel y busqué de nuevo el libro de García-Baena, como quien busca a alguien para contarle sus dichas. Miré en el índice y de una vez me fui hasta el poema Córdoba y repetí en alta voz sus versos plenos y finísimos: “No había más belleza en este mundo./ Por las calles de cal, cuando furtiva/ ajena sombra iba enamorada,/ incansable de sol a sol,/ tejiendo el embeleso luna a luna,/ telones de murallas, celosías/ de altas clausuras,/ palmas de sombras sobre tapias blancas,/ era ya sólo amor el escenario,/ la letanía armoniosa de los nombres”. Ahí estaba todo: la ciudad y sus fantasmas, la historia y sus sobrevivientes, las calles y sus visitantes y yo mismo, sacado del despiste por el rumor del agua y favorecido por un azar concurrente que me hizo perenne morador de una plaza exclusiva. Sin duda, era para celebrarlo con otro poema del gran Rafael de San Pedro y San Pablo García-Baena. Leí entonces La cocina de los ángeles y al toparme con el octosílabo “majan sal de salmorejos”, la suerte estaba echada. Me fui hasta “El Caballo Rojo”, en la Cardenal Herrero, y cumplí con un ritual que Cuchi me había pedido que cumpliera, en honor de una amiga cordobesa: comer salmorejo en ese sitio. Lo hice y me supo a gloria. Nada que ver con uno que había probado el día anterior. El legendario plato campesino de Córdoba me permitió rubricar con alegría una jornada espléndida.
Fino y salmorejo se dieron anoche la mano para sugerirme esta euforia literaria, que dedico a Isabel de Pérez, la amiga cordobesa que cocina como los ángeles.

lunes, octubre 05, 2009

¿Qué comía El Brujeador?

Rómulo Gallegos
No hay manera de eludir su ominosa presencia. Los lectores sabemos que está ahí, aunque los otros personajes no lo estén viendo. Se esconde o se hace el dormido, pero está. Acecha siempre. Infunde terrores antiguos y emociones funestas. Intruso, viaja en el bongo para mostrar de modo oblicuo sus peligrosas credenciales. En muy pocas líneas sabremos todo sobre él. Más que torva, su imagen es indeleble. No podemos borrarla. Gravita en nosotros cuando estamos íngrimos y nos acompaña llano adentro, Cunaviche adentro, Gallegos adentro, Doña Bárbara adentro. Es uno de los grandes malos de la literatura venezolana de todos los tiempos. El autor no tuvo desperdicio alguno cuando trazó su silueta, le puso nombre y presentó su carácter. Lo llamó Melquíades Gamarra y lo introdujo en aquel legendario bongo que remontó el Arauca bordeando las barrancas de la margen derecha. Lo mentaban “El Brujeador”. No sólo asesinaba por el sueldo y otros beneficios. Lo hacía con un gusto insobornable. Con ese mismo gusto debió comer sus raciones de viajero. Por eso viene hoy a este espacio.

Melquíades Gamarra, el tenebroso, fue el primer personaje que almorzó en Doña Bárbara. Sacó el alimento de su “porsiacaso” y nos dejó un enigma más de su figura. ¿Qué comió esa tarde el demonio en persona? Gallegos no lo dice, aunque en una versión original haya suministrado algún dato que ahora no nos sirve de mucho. Lo bueno de esa ausencia de información es que podemos especular e inventarnos un menú de la malicia. Así, podríamos hablar de alguna pócima preparada por la Doña para mantenerlo alerta y hacerlo más impío. También podríamos buscar en alguno de sus ancestros lejanos una costumbre amazónica e imaginarlo ingiriendo mañoco y yucuta, pero eso sería fabular en exceso. Limitémonos a las señas del tiempo y el espacio y a la frugalidad propia de los protervos. Recordemos que no suelen ser gordos ni glotones los taimados. No olvidemos tampoco que estaba en el llano y que ya el régimen alimentario de la zona tenía unos componentes conocidos. Volvamos a la realidad y propongamos una ingesta verosímil: también “El Brujeador” era mortal y en su “porsiacaso” llevaba casabe y queso, como todo el mundo. Puesto a considerarlo mejor pagado por su jefa, de quien era un obsecuente estimadísimo, agrego que su bastimento incluía algo más: aparte de casabe y queso, contenía carne seca y papelón. Seguro que llevaba papelón. Acompañante y postre a la vez, esa delicia no podía faltar en un profesional de la llanura, aunque éste, como era el caso, tuviese sólo aviesas intenciones.

Dejemos a Melquíades Gamarra en su almuerzo de viajero fluvial y sigamos leyendo la novela. Ya tendremos ocasión de toparnos con él en otras páginas (aunque en todas parece que pudiera salirnos ese infame). Encontraremos olores y sabores del llano y más miedos, pero también alegrías. Volvamos, pues, a Doña Bárbara y a todo Rómulo Gallegos, con la mirada que tenemos hoy, sin pensar tanto en códigos literarios o en ideologías y, sobre todo, sin los prejuicios de quienes, por adeco, lo creyeron superado o anacrónico. Siento que sus libros pueden ayudarnos a comprender la patria y a dejarnos tentar por sus paisajes prodigiosos. ¿No es eso suficiente?

lunes, septiembre 28, 2009

Sin maíz no hay país


Sin maíz no hay arepas ni tortillas. Sin maíz no hay cachapas ni polentas. Sin maíz no hay chicha ni atol. Sin maíz no hay hallacas ni hallaquitas. Sin maíz no hay bollos ni bollos pelones. Sin maíz no hay manduca ni cotufas. Sin maíz no hay tamales ni pupusas. Sin maíz no hay gorditas ni pozoles. Sin maíz no hay masa ni mazamorra. Sin maíz no hay cuerpo ni alma americanos. Sin maíz no hay historia ni literatura. Sin maíz no hay silva a la agricultura de la zona tórrida ni cantos de pilón. Sin maíz no hay alegría de la tierra ni fiesta de las turas. Sin maíz no hay agua ni pájaros. Sin maíz no hay danza ni poesía. Sin maíz no hay cielo ni tierra. Sin maíz no hay raíces ni memoria. En realidad, sin país no hay pan ni vida para nosotros.

El 29 de septiembre, en la UNEY, uniremos nuestra voz a la hermosa campaña que iniciaron los campesinos de México para defender su alimento milenario, ante la agresión de un sistema económico capaz de llevarse todo por delante. Transcribo algunas de las medidas que las organizaciones campesinas mexicanas han propuesto para su país y que pueden estimular acciones similares en países como Venezuela (donde ya adelantamos algunas), para alcanzar la difícil soberanía alimentaria de estas tierras:

“1. Sacar al maíz y al frijol de los acuerdos o tratados de libre comercio (esto en Venezuela, por fortuna, no aplica). Instalar un mecanismo permanente de administración de las importaciones y exportaciones de maíz y frijol (y sus derivados y subproductos) por parte del Estado.
2. Prohibir la siembra de maíz transgénico. Protección y mejoramiento del patrimonio genético de los maíces autóctonos e incentivo a la producción de maíces nativos y orgánicos.
3. Aprobar el Derecho Constitucional a la Alimentación y la Ley de Planeación para la Soberanía y Seguridad Agroalimentaria y Nutricional.
4. Luchar contra los monopolios del sector agroalimentario: Evitar el acaparamiento y la especulación así como la publicidad engañosa de alimentos "chatarra".
5. Promover que el maíz mexicano y las expresiones culturales que involucra se inscriban tan pronto como sea posible en la Lista de Patrimonio Oral e intangible de la Humanidad, por la UNESCO.
6. Control de precios de la canasta alimentaria básica, garantizar el abasto y crear una reserva estratégica de alimentos. Promover el consumo de alimentos campesinos, y el comercio justo.
7. Reconocer los derechos de los Pueblos originarios y proteger los territorios campesinos y sus recursos naturales estratégicos.
8. Proteger y promover a los pequeños productores.
9. Impulsar la conservación de los bosques y selvas mediante el manejo sustentable de los recursos naturales a través de la organización y gestión comunitaria.
10. Garantizar el principio de equidad de género en las políticas rurales, así como el reconocimiento pleno de los derechos humanos, ciudadanos y laborales de los jornaleros agrícolas y los trabajadores migrantes”.

Todos los hombres de maíz hoy decimos esta frase:
Sin maíz no hay país.

lunes, septiembre 21, 2009

El maíz como raíz



Recuerdo la vieja pregunta ante la cerbatana y se la hago de nuevo, ahora que la veo en el balcón. Entiendo que me está respondiendo con su largo silencio. Creo saber así que los pericos volvieron a darse el gusto de siempre (1). No obstante, ahí sigue el maíz. Contra viento y marea, continúa siendo pródigo. Da para todos. Señor de la espigada tribu, hincha de nuevo su grano, en estos tiempos hostiles, donde no basta con cantarle, como famosamente hizo Andrés Bello en su silva. Hay que defenderlo porque contra él testifican los torvos inspectores del mercado y los “buenos ecologistas” del etanol. Por ese motivo (entre otros), el próximo 29 de septiembre, celebraremos en América Latina su día. Los mexicanos dirán “sin maíz, no hay país”. Y nosotros lo saludaremos de nuevo como raíz de nuestra cultura, como el alimento sagrado que une y alimenta a los americanos, provenientes todos de su vasto y variado linaje.

No voy a repetir lo que todos sabemos, aunque de tanto saberlo, algunos lo olvidan: que somos de maíz… Prefiero comentarles un bello libro de entretenimientos elaborado por las mexicanas Obdulia Ibarra y Teresa Blanco, publicado por Conaculta, con motivo de la exposición Sin maíz no hay país, que en el año 2003 fue montada en el Museo Nacional de Culturas Populares, en Coyoacán. El libro reproduce, precisamente, algunos textos de esa exposición y nos pasea por ella con un ingenio lúdico admirable. Pienso en un viejo proyecto nuestro de un Museo de la Alimentación y encuentro que en la experiencia mexicana podríamos encontrar, además de un buen estímulo, un modelo aleccionador. Pero vayamos al divertido libro que hace el milagro de contar en breves líneas las maravillas de nuestro mítico cereal. Aparte de crucigramas con recetas, sopa de lenguas, laberintos, mapas, murales y refranes, encontramos en él una información valiosísima acerca de la diversidad del maíz, obtenida por la antigua sabiduría tecnológica de los mexicas, duchos en la experimentación genética, mucho antes de que nuestras universidades y laboratorios redescubrieran el agua tibia. Sabemos por eso que hay maíz pepitilla, maíz bolita, maíz cacahuacintle, maíz cónico norteño, maíz palomero toluqueño, maíz conejo, maíz chapalote, maíz jala, maíz dulce, maíz nal-tel, maíz corniteco, maíz blando de Sonora, maíz reventador, maíz serrano de Jalisco, maíz tuxpeño, maíz zamorano, maíz elotillo. Sabemos, además, que podemos hacer numerosos platos que tienen su lugar de origen y sus precisas (y preciosas) señas de identidad. Así, podemos degustar las delicias de los tamales oaxaqueños, los papadzules, los menudos de la frontera, los menjengues, los zacahuiles, las sopas de chipilín, las gorditas de tierras negras, los chileatoles, las gallinas pintas, los pozoles colimenses, los panes de maíz, los pozoles jaliscienses, los tatishitles, los huchepos y los tlaxcales, partiendo de la Baja California y llegando a Yucatán, pasando por Colima, Chiapas, Chihuahua, Estado de México, Guanajuato, Hidalgo, Jalisco, Michoacán, Morelos, Nayarit, Nuevo León, Oaxaca y Querétaro. ¿A qué lugar corresponden los platos de la melodiosa enumeración anterior? La respuesta está en el libro, por supuesto. En él se nos invita también a incursionar gozosamente en la geografía gastronómica de un país que no podemos explicar sin la presencia poderosa del espléndido alimento. No faltan tampoco en sus páginas reflexiones acerca de las amenazas que se ciernen sobre nuestro patrimonio cultural. Olvidaba decirles el título del libro… Se llama Sin maíz no hay juego.

El corazón de Venezuela también es de maíz. Por eso, el próximo 29, nosotros, inveterados comedores de arepas, celebraremos el día con manducas, cachapas, mazamorra, hallacas, hallaquitas, empanadas y bollos pelones. Y beberemos chicha, para rematar una jornada donde a más de uno sorprenderemos con las manos en la masa.
(1): La primera referencia es a la pregunta que se le suele hacer a la cerbatana: "¿Cómo está el maíz?". La otra es al refrán: "El primer maíz es de los pericos".

lunes, septiembre 14, 2009

Celebración por Rafael Cadenas

Rafael Cadenas

Los comedores de serpientes no se sacian. Comen con la voracidad que les otorga su indómito deseo. Devoran con deleite carne de víbora en salsa agridulce y beben vino de serpiente para aliviar los dolores de espalda. Aman el estofado de cobra y tienen especial predilección por su vesícula biliar, que, según dicen, potencia la virilidad. Sus interdictos religiosos en materia de ingestas no abarcan crótalos ni a ningún bicho que se arrastre. Es tal la demanda de serpientes en esas tierras que algunas especies de apetitosas cuaimas están a punto de extinguirse. Eso leí en una nota de prensa, probablemente exagerada, que da cuenta de las prácticas gastronómicas de Vietnam y de China. Recordé el clamoroso inicio de un legendario poema de Rafael Cadenas y fui a la biblioteca por sus libros, para celebrar, leyéndolo, el importante premio que acaba de otorgársele en México. Me olvidé de la nota culinaria de Indochina y leí de nuevo en voz alta: “Yo pertenecía a un pueblo de grandes comedores de serpientes, sensuales, vehementes, silenciosos y aptos para enloquecer de amor”…

Busqué en Obra entera (F.C.E, México, 2000) varias páginas que me son entrañables, pero no me detuve en ninguna de ellas. Esta vez me atraparon las Anotaciones. En sus límpidas y sencillas líneas, Rafael Cadenas reflexiona sobre la poesía y sobre el poeta de nuestro tiempo con una profundidad que ya quisieran para sí algunos tratadistas de éticas y estéticas, duchos en “filosofar” desde sus atavíos racionales y sistémicos. Invito a los lectores a acudir a esas páginas sabias que no sólo iluminan cualquier aproximación a la obra poética del autor, sino que también pueden ayudarnos a afrontar la misteriosa realidad que habitamos. Rafael Cadenas comparte en ellas su temple, su modo de estar en el mundo y de aceptarlo como enigma. Anotaciones es una amable confluencia de poesía y pensamiento, sin pretender ser ni una cosa ni otra. Corrijo. Es una armoniosa convocatoria a deslastranos de cierta “poesía”, de cierto “pensamiento”. El hilo que conduce su escritura fragmentaria es producto de una vivencia (tal vez de unas “videncias”), no de un análisis “riguroso”. Hay lecturas, desde luego, pero lecturas que son diálogos. Uno de ellos, muy frecuente en Cadenas, con su querido Rilke. La poesía como presencia, como lento hacer, “paso a paso, desde una escasez” es una explícita enseñanza rilkeana que nuestro autor “anota” para tranquilizarse y tranquilizarnos.

Rafael Cadenas no está por encima del bien y del mal. Por eso no nos “dicta” sus convicciones ni habla desde la cátedra. Nos permite, simplemente, compartir sus preguntas y acompañar nuestras inseguridades comunes. Hoy, leyendo Anotaciones, siento que su lucidez nos ampara de algún modo, aunque jamás haya sido ese el propósito de su autor. Así, uno se anima cuando lee, por ejemplo, estas palabras: “La indigencia del mundo es tal que a cualquiera que ame las letras hay que darle la mano. Es un militante del partido más necesario que existe”.

Alejado de amiguismos, el poeta Rafael Cadenas también está curado de enemistades gratuitas. En Anotaciones escribió estas punzantes frases que presiden la página web de la UNEY desde hace varios meses y que no me voy a privar de transcribir:

Quien nos ataca generalmente sólo tiene una idea de nosotros y contra ella endereza sus acometidas. Jamás se nos acercó para saber cómo éramos porque ya un encono lo impedía. Todo ha sido previo, a pesar del racionalismo que pueda ostentar el agresor, pues el racionalismo es muy inconsciente de su racionalidad. De ahí que la realidad que somos salga siempre ilesa”.

En un país como el nuestro de hoy en día, tan lleno de diatribas, no es extraño que la envidia o la intolerancia intenten invisibilizar la importancia que tiene toda la obra de Rafael Cadenas, así como la felicidad que le produce a sus lectores de siempre el importante premio mexicano que ha obtenido. Que se autocensuren otros. Yo celebro a Rafael Cadenas a la vista de todos.

martes, septiembre 08, 2009

Me he de comer esos chiles...

El Bajío por dentro

El Bajío

Me acordé de mis bajíos/ por aquellos mundos tersos
(Alberto Arvelo Torrealba)
Una de las mejores experiencias gastronómicas que he tenido hasta ahora la tuve hace dos semanas en el restaurante El Bajío, del De Efe. Para ser más preciso, debo indicar que el afortunado hecho ocurrió en la sucursal ubicada en Reforma 222, dentro de un interesante centro comercial diseñado por el célebre arquitecto Teodoro González de León. La cocinera Carmen “Titita” Ramírez Degollado es una de las dueñas de ese y de otros “Bajíos”, distribuidos en diversos lugares de la interminable capital mexicana. A ella se deben la altísima calidad de la cocina, el esmerado servicio y el bellísimo ambiente que su restaurante nos prodiga. El Bajío es también un extraordinario ejemplo de cómo la gastronomía ancestral de un país puede ser honra y prez de la mejor cocina pública. Tengo entendido que así supo verlo y apreciarlo Ferrán Adriá cuando tuvo la ocasión de comer allí y de calificarlo como “el mejor restaurante de comida tradicional que había conocido en su vida”.

No voy a hacerle coco a los lectores indicando detalles del espléndido menú, pero tampoco puedo privarme de comentar la excelencia de los chiles en nogada que tuve la ocasión de (re)conocer en la plenitud de su momento anual. Resulta que estamos en la época de los chiles en nogada y no hay restaurante de cocina nacional que no los esté incluyendo ahora en su carta. Por estar casado con una cocinera que adora la cocina mexicana y que desde hace muchos años tuvo la feliz audacia de hacer una versión doméstica del portentoso plato de Puebla, pude vivir la experiencia con la fruición de quien descubre y recuerda a la vez o de quien prueba y comprueba al mismo tiempo… Uso el antiguo tópico de la modestia para dejar inconcluso este párrafo.

Ver los chiles en nogada es ya un disfrute enorme. Para los mexicanos es también un acto de afirmación: ven en el plato los colores de su bandera. Concebidos seguramente por algunas monjas o por los mismísimos ángeles de Murillo, los chiles en nogada son elegantes y majestuosos. Por su sabia composición, constituyen un alarde de la culinaria y por su bella presencia en la mesa, una fiesta de la estética visual. Pero, por sobre todas las cosas, son imponderablemente sabrosísimos. Representan la apoteosis de una gran cocina, que ya tiene en el mole una envidiable exhibición de barroquismo gastronómico, y en numerosos dulces, el catálogo supremo para enaltecer gulas mayores. Me refiero, por supuesto, a la gran cocina de Puebla, que la jalapeña Titita conoce desde niña por sus ancestros poblanos. “Es la misma receta de mi abuela” nos comentó cuando comenzamos a elogiar la excelencia de los chiles en nogada que había hecho traer a nuestra mesa, mesa que Cuchi y yo compartimos no sólo con Titita sino también con los cordiales e inteligentes investigadores Cristina Barros y Marco Buenrostro, sin duda, la mejor compañía posible para el goce de tan rica y noble comida, que incluyó, además, empanadas de plátano y frijol con salsa negra, garnachas orizabeñas, gorditas infladas y, por supuesto, tequila y sangrita, bebidas propiciatorias de la fraternidad en los mejores convites.

Les quedo debiendo, por razones de espacio, la larguísima receta de los chiles en nogada. Ya habrá tiempo para transcribirla. Por ahora, va sólo el recuerdo de una mesa en El Bajío, servida por la auténtica memoria mexicana de una de sus cocineras elegidas.

domingo, agosto 30, 2009

En el laberinto de la soledad hay una fiesta

Diversidad de ajos en el mercado de La Merced

Chiles en nogada

La cocina es “memoria y deseo”, por decirlo con un noble verso del venerable Eliot. Tal vez por esa razón, Manuel Vázquez Montalbán, quien adoraba tanto a Eliot como a la cocina, tituló así el volumen donde reunió su poesía. Añado: la cocina es memoria activa, recurrente, completa. No sólo nos proporciona gusto. Ella es el gusto mismo. No sólo nos depara sabores. También nos entrega el don de los recuerdos. En ella siempre arde el fuego. Es imposible apagarla. Desde que la primera persona la encendió en la noche de los tiempos no ha habido manera de que cese de irradiar sus aromas, sus saberes y sus luces. Tampoco de que deje de darnos sombra y de calentar nuestros cuerpos. En ella nos reunimos para escuchar un rumor milenario. En ella renacemos. También la cocina es poesía, trama y narración. Es una gramática infinita. Por eso Juana de Asbaje dejó dicho en su Respuesta a Sor Filotea que si Aristóteles hubiera guisado mucho más hubiera escrito. En la cocina –estoy seguro- conviven los viejos dioses del lugar. Ella y ellos nos protegen. A la cocina encomiendo mi espíritu.

Escribo al calor de la hermosa celebración que ha sido el primer Congreso de Cocinas Tradicionales, organizado por la Escuela de Gastronomía Mexicana, CONACULTA y la UNEY. Este simposio de México, a favor de las cocinas como patrimonio cultural, ha sido una demostración de optimismo. En él hemos percibido que la tradición es algo vivo y no lo que algunos señalan sólo como pasado remoto o señal de antaño. Hemos vuelto a una verdad que debería ser de Perogrullo: la tradición es el acto de transmitir una memoria en el presente y de enriquecerla a diario con nuevas emociones.

Acá hemos ratificado que si bien muchas cosas están por hacerse, las podemos realizar juntos manteniendo el fecundo diálogo intercultural que hemos reiniciado desde nuestros fogones. Dije “reiniciado” porque se trata de retomar el hilo de una antigua conversación entre los pueblos de estas tierras (y de otras), como opción legítima y efectiva para resistir el ataque a mansalva que han sufrido las culturas americanas, por parte de poderes económicos impersonales que no entienden ni quieren entender de otra cosa que no sea la ganancia capitalista. Sin negarnos a las innovaciones, a la creación y a los aportes idóneos de la ciencia y la tecnología alimentarias, seguiremos proclamando con Cristina Barros y Marco Buenrostro que “sin maíz no hay país”. Y no puede haberlo porque es nuestro pan de cada día, vale decir, nuestra conexión profunda con la tierra.

Acertaron Yuri de Gortari, Edmundo Escamilla y Cruz del Sur Morales en invitarnos para dar alimento a nuestro fervor por las viejas cocinas de América. Eso, de suyo, es un paso importante. Lo es, sobre todo, porque sitúa el tema en un espacio mucho más amplio y amable que el de la academia o el de los frecuentes encuentros donde los universitarios o doctores vamos a oír (o simular que oímos) nuestras ponencias de siempre. Hablar de cocina tradicional, desde la cocina misma, es una hermosa apuesta por la indispensable y prodigiosa práctica de la diversidad. Eso se ha hecho esta vez en el querido D.F. con las voces cálidas de Oaxaca, de Zacatecas, de Yaracuy, de Santa Cruz, de Veracruz, de Panamá, de la Toscana, de Jujuy, de Paraguay y de Castilla.

El viernes pasado en el mercado de La Merced pude aproximarme al corazón multicolor de México, el mismo que le ha dado alegría y cobijo a este Congreso inolvidable. Sus imágenes me permiten ahora comprender un poco más el mítico laberinto donde la soledad también es una fiesta.

lunes, agosto 17, 2009

Toma tu tomate

Tomate manzano, tomate canario, tomate perita, tomate cagón, tomate de gato, tomate de palo, de árbol o tomate francés (bueno para la caspa), tomate margariteño, tomate balita (bueno para la culebrilla), tomate cherry… Todos los tomates, el tomate. Pomodoro en Italia y jitomate en México, esta hortaliza es indispensable para la vida. Sin ella los andaluces no tendrían gazpacho ni los napolitanos pizza. Tampoco los valencianos celebrarían la tomatina. Oriunda de América, la tomatera ha prodigado dichas gastronómicas y felicidades alimentarias al mundo entero. Hernán Cortés, en una de sus cartas a Carlos V, mencionó sus frutos con asombro, sin saber que estaba presentándole a los europeos lo que alguien llamaría después “manzanas del paraíso”. Nadie podría concebir hoy en día la cocina de Italia sin el amplísimo uso del tomate. Ayer decía Sumito que el retorno de las carabelas le permitió a Europa la adopción de la papa, del “imprescindible” tomate, del cacao y del tabaco, pero registraba también el hecho de que en el Viejo Mundo no se hubiesen acogido otros de nuestros innumerables frutos. Abogaba, con razón, por un nuevo “retorno de las carabelas” para mostrar no solamente productos desconocidos por los europeos, sino técnicas y procesos culinarios que podrían constituir aportes importantes para su gastronomía. También señalaba Sumito algo que nos afecta: nosotros ignoramos buena parte de nuestras riquezas y tradiciones. Para poder construir un diálogo intercultural fecundo, tenemos que conocernos mejor, empezando por casa. Poseemos una cocina amazónica que tardó años en figurar como tal en las clamorosamente inútiles clasificaciones alimentarias de los sociólogos. La geografía gastronómica de Venezuela sigue pensándose por entidades federales… en fin… Pero no es de ese tema que iba a hablar hoy. Así que lo dejo hasta aquí, como boceto. Y vuelvo al tomate y a su esposa la tomatesa, como diría Fernando del Paso.

Nombré al gazpacho y a la pizza, pero también podría escribir pan con tomate, pasta de tomate, salsa de tomate, ensalada de tomate (con aguacate y cebolla), dulce de tomate, sorbete de tomate, confitura de tomate, mojito de tomate, compota de tomate, ketchup (nadie es perfecto), ensalada mexicana, pipirrana a la andaluza, camarones en salsa de tomate, pisto, marmitako, bacalao a la vizcaína, tomates rellenos, chutney de tomate, encurtido de tomate, tacos, perico, macarrones, ossobuco a la milanesa. Y para beber: jugo de tomate, sangrita y Bloody Mary.

Bien sabemos que “ni gato come tomate ni borracho come dulce” y que “cuando tenemos tomates no hay mala cocinera”. Después de escritas estas frases, reparo en que no son muchos los refranes con tomate que conozco. De modo que podría ruborizarme ante los lectores y ponerme “más rojo que un tomate” sino fuese porque en realidad lo que quería comentarles es que por una información leída en el diario madrileño El País me enteré de que ya los tomates que consumen durante casi todo el año en Europa no saben a nada. La multinacional Monsanto le ha caído a tomatazo limpio a los sagrados consumos de temporadas, sacrificando gustos y sabores y llenando sus bolsillos. Ante esa realidad, entre otras cosas, debemos exclamar:

Qué culpa tiene el tomate”.

lunes, agosto 10, 2009

Feijoada

Con Baena Soares en el centro. A la izquierda, Elizabeth Villalta y Jean-Paul Hubert a la derecha.



Las sesiones de agosto del Comité Jurídico Interamericano se realizan, como siempre, en Río de Janeiro. Desde el lunes 3 estamos en eso, con una agenda que a estas alturas luce bastante adelantada, por el intenso ritmo que nuestro presidente le ha impuesto a este período de reuniones. Estar en la llamada “ciudad maravillosa” trabajando, no deja de tener su gracia. Parece paradójico, sin duda, no sólo porque agosto es un mes que se suele dedicar a las vacaciones, sino también –y sobre todo- por hacerlo en una ciudad donde da la impresión de que nadie trabajara y en la que provoca de verdad recorrer las playas integradas armoniosamente al paisaje urbano o pasear con calma por el Aterro de Flamengo, esa obra maestra por la cual Lota de Macedo Soares se querelló con Roberto Burle Marx, en la típica disputa de los genios. Los paulistas hacen chistes a costa de la fama del ocio fluminense. Dicen, por ejemplo, que la razón por la cual el célebre Cristo Redentor del “Corcovado” permanece con los brazos abiertos, es que se encuentra a la espera de que algún carioca se ponga por fin a trabajar para aplaudirlo. Bromas aparte, lo cierto es que también en Río de Janeiro se trabaja y se lleva corbata -lo que resulta más paradójico que lo primero-, como lo demostramos los miembros del Comité Jurídico Interamericano, sesionando a diario alrededor de una mesa, al lado de la oficina que ocupó alguna vez el escritor Guimaraes Rosa, en el histórico Palacio de Itamaraty, ubicado en la antigua Rua Larga, hoy Marechal Floriano. Por cierto, nuestro compañero en el Comité, el ex Secretario General de la OEA, embajador Joao Clemente Baena Soares, recordó su experiencia en el referido Palacio, mediante un memorioso ensayo que figura en un reciente libro sobre la célebre Rua Larga de Sao Joaquim.

Si bien trabajamos, no perdemos los del Comité la ocasión de admirar la belleza de Río y de compartir su gastronomía. Lo primero: ir a diario a Itamaraty, saliendo de Leblon, donde me hospedo, es un recorrido prodigioso, que desde las playas (incluida Copacabana), hasta el centro, resulta un regalo imponderable hasta para el más distraído e insensible de los visitantes. Lo segundo: la abundancia de “botecos” impide el estricto seguimiento de las dietas, máxime si consideramos que en Leblon se congregan las mejores ofertas de “bolinhos” que imaginarse puedan. Rendirle honores al Jobi y, en especial, al Bracarense, después de una jornada de largas reflexiones jurídicas, es una buena compensación. También lo es dedicarse el sábado a degustar la feijoada de la Academia de la Cachaza, con el riesgo de que pueda resultar adictiva. El sábado pasado no lo hice, pues aceptamos una invitación para Barra de Tijuca y más allá, que concluyó en un copioso almuerzo de comida minera en El Recreo, donde descubrí las delicias del licor de jenipapo (el caruto de nuestras clases de literatura y gastronomía de la UNEY) y las excelencias del lechón de Ouro Preto.

La feijoada tuvo lugar ayer, día del padre en estas tierras. De nuevo visitamos la Academia de la Cachaza y por enésima vez sentimos que se trataba de una verdadera feijoada. Si nos pusiéramos a elogiar el gusto de las caraotas, del charque, de las orejas y rabo de cochino salado y del chorizo, nos quedaríamos seguramente cortos. Tendríamos, además, que dejar espacio para la col salteada en tocineta, la farofa, el arroz y la naranja, sabia presencia ésta, que, tanto en el caldo de las caraotas, como en las rodajas que acompañan el plato, contribuye de modo portentoso al necesario equilibrio de sabores de una comida tan completa. En la Academia la sirven, para hacer honor al nombre del lugar, con una copita de cachaza con miel y limón. Lo demás es silencio (y siesta).

lunes, agosto 03, 2009

Hay luces entre los árboles



“Los jardines deben ser universidades y los árboles libros”
Lichtenberg



He estado recordando ese espléndido aforismo de Lichtenberg desde la inolvidable tarde del miércoles pasado en que nuestra universidad yaracuyana recibió el encargo de cooperar con el desarrollo del Parque El Dorado de Guama. Así, una vieja aspiración comenzó a transitar el cauce seguro de su venidero cumplimiento. Pero no es a ella a la que me voy a referir en esta ocasión. Ya habrá tiempo y espacio para hablar de ese noble proyecto. Quiero ahora quedarme en lo que Fray Luis de León llamaba la corteza de la letra, que en este caso es la imagen que podemos palpar en la palabra “árbol”.

Desde hace mucho nos dio por distanciarnos de la presencia sagrada de los bosques. Olvidamos, de tanto saberlo quizá, que por más destrucción vegetal que se haya perpetrado en las ciudades mustias que habitamos, un árbol resistente nos espera siempre a la vuelta de cualquier esquina o nos aguarda agazapado en nuestra memoria. Porque siempre hay un árbol en la vida de uno o hasta un jardín completo, como decía Alejandra Pizarnik en El infierno musical. Recuerdo el limonero de la casa de mi abuela Ana en La Concordia, cargado y espinoso. La veo a ella exprimiendo sus frutos de un intenso verde oscuro, para ofrecerle después a sus nietos una limonada inconfundible, con un sabio toquecito de agua de azahar. Recuerdo también los pinos de la casa de al lado. El viento los hacía sonar con insolencia. Dos de ellos prestaron sus troncos para que mis vecinos (de apellido Verde, por cierto, como corresponde al tema) colocaran una barra para hacer ejercicios, de la que el flaco que yo era entonces, poco se aprovechó. No olvido tampoco los árboles del Parque Ayacucho, cómplices de nuestras “jubiladas” de clase en el colegio y oportunos escondites cuando pasaba el padre Nieto, indagando por los fugados de esa mañana, a quienes suponía jugando zorro y gallinas en algún banquito del parque o esperando puntuales la salida de las muchachas del María Auxiliadora, en la esquina de la cuarenta y uno con la quince. Hace unos meses pasé por allí, por eso de la nostalgia, y constaté con dolor que el parque ha perdido muchos de sus árboles. Tuve un miedo retroactivo y sentí que el padre Nieto podría ahora descubrirnos porque ya no existe la legendaria frondosidad que antaño nos hiciera impunes. Muchos otros árboles me siguen enviando sus mágicas señales. Menciono sólo dos: el cedro de mi casa barquisimetana que brilla todos los diciembres y el extinto árbol nim de la Casa de las Letras Antonio Arráiz, bajo cuyo ramaje habíamos previsto celebrar el matrimonio del gocho Manuel Torres, en ceremonia-homenaje a Octavio Paz, poeta del sauce de cristal, del chopo de agua y de otros árboles danzantes.

Pienso que mucho bien nos haría devolverle al mito del jardín su lugar de siempre. Las milagrosas fabulaciones de los bosques han alimentado a las culturas que buscan aliviar su paso por el mundo consagrándose a la secreta armonía vegetal. Al jardín primigenio no volveremos (el único paraíso es el paraíso perdido, dijo alguien con razón), pero sí podemos cultivar con gusto nuestras plantas caseras, ser los hortelanos de la tierra ocupada y estercolada y, respirar mejor, conversando a diario, aunque sólo sea por unos minutos, con esos viejos dioses que tantas cosas saben del inconcebible universo.

lunes, julio 27, 2009

Nostalgia de la granja

En la cercanías de Duaca

El joven llegó un día a la Escuela Granja para descubrir en ella el universo. Habría de escribir después que la escuela no era un correccional ni un cuartel, pero sí un lugar de rigurosa disciplina, capaz de encarrilar a cualquier granuja o al más pintado de los “malaconductas”. El joven había salido temprano de Barquisimeto y en el mercado de Altagracia se había desayunado con una manduca sazonada de anís y un pocillo de café con leche. Buscó un autobús para Duaca y tuvo la buena suerte de encontrar puesto. Fue anotando minuciosamente los nombres de los puntos y caseríos que le deparaba el trayecto: La Ruezga, San Jacinto, la Fábrica de Cemento de don Eugenio Mendoza, El Tamarindo, Tamaca, Licua, El Eneal. El paisaje frondoso lo asombraba. Ni el verdor más vivo de Cabudare podía ser comparado con la tupida selva que sus ojos estaban ahora contemplando. Cuando descendió del autobús para adentrarse en la feracidad de la Escuela, se sintió solo en la espesura, pero no perdió el paso y continuó. Lo esperaba “una parcela cósmica”.

En ella descubriría la suntuosidad de algunos frutos. Así, sabría de la diversidad del cambur. Los había topochos, manzanos, guineos, cuyacos y titiaros. Los majestuosos cambures yaracuyanos le parecieron plátanos. Con sus tajadas fritas rellenaría arepas de maíz pilado, para consagrarse a un deleite que hasta entonces le era totalmente desconocido. En una ocasión asó un plátano hasta dorarlo y obtuvo una ambrosía. Asistió de ese modo al conocimiento inédito de un fortificante apto para insuflarle vida al más lelo de los seres.

Poco a poco fue haciéndose agricultor, experto en la combinación de arcillas y arenillas, barro y humus de otras cosechas. Observó con detenimiento “los cultivos de piñas maduras, los jojotos embarbechados, las terrazas de cafetos con sus borlas rojas, las hortalizas, los plantíos de lechosas verdes y amarillentas, las auyamas y patillas rastreras”. También se hizo esmerado avicultor y llegó a ser perito en gallinas, en patos y pavos, así como ducho en codornices y en faisanes dorados y plateados. El pastor de cabras que había sido en Los Rastrojos había quedado atrás, en las inmensas soledades del Turbio. Ahora reconocía las razas de las gallinas y podía describir con precisión sus costumbres y sopesar con éxito la calidad de sus posturas y no sólo torcerles el pescuezo con la sagacidad bizarra cultivada en Cabudare.

Se inició, igualmente, en el cultivo de jardines y en otras tareas sagradas y contiguas. Cortejó astromelias, cayenas, rosas y amapolas. Supo que el árbol de amapola era la plenitud de la forma y que en su campo de trabajo se encontraba lo máximo: la “atapaima o flor de mayo”. De las formas fue pasando a los olores y de éstos al dibujo y a la educación artística. Estudió castellano y literatura. Leyó a Gallegos y a Rivera con fruición. Estudió biología, historia y matemática. Leyó la tierra, las quebradas, los árboles, el cielo y las aves migratorias. Asimismo leyó el alma de los seres, supo de envidias y malquerencias, pero también de afectos y lealtades. Se preparó para la vida, forjándose un carácter que lo haría sobrellevar todas las gracias y desgracias por venir.

Digamos que acabo de glosar muy parcialmente un libro conmovedor y hermoso, escrito por Rafael Cordero y titulado Na’ guará (Universidad Yacambú, Barquisimeto, 2002). Digamos que echo de menos las escuelas-granjas, así como las buenas crónicas de nuestras vidas provincianas. Digamos también que todas las escuelas y universidades deberían ser de nuevo granjas para la vida y no lóbregas comarcas para los enconos. Digamos que recomiendo altamente la lectura de ese libro.