viernes, junio 29, 2007

Caldo de feijao y un punto de cultura


Caldo de feijao



Cocineras de Taguatinga




(Es tiempo de comida, más tarde será de amor. Carlos Drummond de Andrade)




En Taguatinga, caldo de feijao.

Taguatinga es una ciudad satelite. Fue uno de los lugares que habitaron los obreros mientras construían Brasilia. Algunos se quedaron en el lugar y lo convirtieron en un pueblo de verdad. A pocos minutos de Brasilia (unos 15 o 20), Taguatinga representa un alivio para quienes tienen nostalgia por la asimetría urbana y se cansan de ese trasnocho de la modernidad que es la capital del Brasil.

Anoche en una calle de Taguatinga, un "Punto de cultura" (organización comunal y mucho más que eso) reunió a representantes de otros "Puntos..." y con ellos pudo mostrarle a quienes participaron en el Seminario Internacional sobre Diversidad Cultural una experiencia de trabajo popular, en la que la literatura, la música, el teatro, las artes visuales, la memoria y la comida permiten cotidianamente la convivencia y el disfrute.

Todos comimos caldo de feijao. Sabía a gloria.

lunes, junio 18, 2007

¡Ay, Cumaná, quién te viera!

Río Caribe

Iglesia de Santa Inés. Cumaná

1. Es otro mar y es otro cielo. También es otra luz, la luz primordial de Venezuela, por decirlo con una ligera variante del hermoso lugar común que hace de la península de Paria la tierra de nuestros amaneceres. Esa Tierra de Gracia, como la llamó Colón posee también otros colores y sabores. En este momento no sé cómo verbalizar la diferencia, pero sé que son otros. Estoy en Río Caribe y la tentación del imaginario edénico se ha hecho inevitable. Por fortuna, el viento está trayendo olores de pescado fresco, afinco mis pies en la tierra y pienso en la curvinata al curry que comeré este mediodía y me olvido de la retórica.

2. Tamara Rodríguez es una cocinera y periodista que se enamoró de Paria y en ella se quedó con su marido y sus hijos, primero en San Juan de las Galdonas y ahora en Río Caribe. Tamara nos prodiga relatos parianos y noticias de sus investigaciones gastronómicas. Nos recomienda el restaurante de Cosmelina, llamado Casablanca, frente al mar, en la entrada de Río Caribe. Cosmelina, que es “cósmica y amable” (Tamara dixit) nos sirve un almuerzo estupendo en el que disfrutamos de la presencia predominante del curry y de un postre de mango con chocolate que colma de diversidad y delicia ese prodigio gastronómico.

3. El paisaje del estado Sucre me resulta entrañablemente hermoso. Incluyo en esta impresión a su paisaje humano que se concentra y vive su esplendor total en los mercados. Hacemos dos visitas memorables: al mercado de Carúpano y al mercado de Cumaná. Su música y su laberinto de olores nos seducen. El de Cumaná es una marea de fragancias. El de Carúpano una fiesta.

4. Al pasar y leer las señalizaciones siento de pronto unas inmensas ganas de habitar en estos topónimos de Sucre: Marigüitar, Pericantar y Tunantal. Deseo de albergue en las palabras que nombran el país.

5. En Cumaná el restaurante semiescondido de Caigüire se lleva los honores por su ensalada de catalana, merecedora de un Premio Nobel. Caigüire es vieja zona de pescadores. Todo allí huele a pescado fresco. Por cierto, los vientos huracanados de esa tarde arrasaron con varios árboles de Cumaná y con muchos ranchos del estado Sucre. Comenzaron cuando estábamos en Caigüire. Oímos un ruido espantoso y Cuchi dijo: “Se cayó un techo”. De inmediato se fue la luz. Cuchi salió a fumar y sintió el viento, el fuerte viento que pasó esa tarde por Cumaná como alma que lleva el diablo. Pero adentro vivíamos otro tiempo, el tiempo de una delicia nunca saboreada: la ensalada de catalana, incomparable.

6. Parada ritual de Cuchi en el viaje de ida para almorzar lebranche asado frente a la laguna de Unare. Apacibles en las ramas de un árbol las pardas cotúas de Boca de Uchire.

7. De regreso: entrada a Clarines para ver la iglesia, recordar a Armas Alfonzo y nombrar a Manuel Espinoza, quien allí vive. Para mí que Armas Alfonzo fundó todas estas tierras. Su obra narrativa es un poema interminable, a partir del cual estos espacios comenzaron a mirarse y vivirse de una manera mítica. Vimos un mato en la plaza y parecía lo que es: prehistórico y sagrado. Con gusto nos hubiéramos quedado ayer en Clarines procurándonos alguno de los bienes terrenales de Mamachía. Por ejemplo: una polverita hecha con una lata de mantequilla Brun.

lunes, junio 11, 2007

Para (no) comerte mejor

Beuys y el coyote



Se veía venir y es que el mercado y la publicidad no conocen ni pudor ni límite algunos. Tanto la cocina como el arte se han unido para dar el paso que, visto bien, no es nada nuevo ni original. Y esto que digo no es una recusación ni un rechazo. Sólo dejo constancia de un hecho: uno de los artistas invitados para la décima segunda edición del célebre salón Documenta, en Kassel (Alemania), es un cocinero. Se le convocó por artista a secas, no por profesional de los fogones. Claro, hace cocina, pero en realidad lo que hace es arte, un arte que emplea materiales culinarios, la cocina como taller y el restaurante como sala de exposición permanente. Se trata, of course, del artista catálán Ferrán Adriá, quien ha brillado en las páginas gastronómicas del mundo, cuando desde siempre debió aparecer también en las de arte, donde ahora ocupará un sitial de honor, como en justicia lo merece su delicado y exquisito oficio que sólo algunos envidiosos se atreven a seguir calificando de artesanal.

Nada nuevo bajo el declinante sol del arte contemporáneo. Grimod de la Reyniére a finales del siglo XVIII ya había hecho de la gastronomía un proceso estético, adelantándose con sus insólitas puestas en escena y sus banquetes dramáticos, a cuanta instalación o performance se le ha ocurrido a la prolongadísima, repetitiva y tediosa vanguardia artística de estos tiempos. Por su parte, los futuristas, con Marinetti a la cabeza y con Fillia como chef, hicieron en Turín su primer espectáculo gastronómico en marzo de 1931 y se convirtieron en los auténticos cultores del arte que se come. Teorizaron y escribieron manifiestos para defender su propuesta de revolución culinaria. Como no había televisión todavía, emplearon la radio para difundir la cocina futurista. Fueron mediáticos, audaces, divos, entusiastas, atrabiliarios y engreídos (cualquier parecido actual es pura coincidencia). Mezclaron lo dulce con lo salado, los pescados con las carnes, las entradas con los postres e iniciaron la retórica de los menús con una imaginación que ya quisieran para sí los escribidores de cartas del “mundo gourmet”. Como todo hay que decirlo, también fueron notable y orgullosamente fascistas.

Cuando Marcel Duchamp introdujo un urinario en un museo inició y agotó al mismo tiempo el discurso del arte conceptual. Primero, la sorpresa y el escándalo. Después, el mimetismo y el fastidio. La montaña de platos sobre un asiento de paja en una galería o en un gran salón de arte servirá desde entonces para que Félix de Azúa, por ejemplo, escriba una letal y sabrosa burla en su famoso Diccionario, pero no para que el público se impacte por lo “subversivo” de las socorridas instalaciones de arte efímero, todas intercambiables, todas anodinas. Beuys, quien estuvo alguna vez en Documenta, pareció arriesgar un poco más con su coyote, y mucho antes que él, Picabia con la plancha caliente sobre el pecho.

El grado cero de la gastronomía es el plato invisible que nos imaginamos comer. También es un modo de percibir la sublime efectividad del arte conceptual. Por eso no es extraño que las espumas de Adriá, o cualquier otra prueba de su ingenio, sean consagradas en Documenta como arte. Todo vale, como diría el filósofo Enrique Santos Discépolo acerca de esta feria del “nonsense” contemporáneo.

Bajada la espuma de Adriá, respirado el aroma de su minimalismo, finalmente terminaremos despertándonos y descubriendo que el hambre, como el terco dinosaurio de Monterroso, sigue ahí.

lunes, junio 04, 2007

La estrategia barroca en la cocina

La gente de La Bombilla en el restaurante de Refugio en Zacatecas: Pablo, Paola, Edmundo, Yuri y Refugio.

Escribe Bolívar Echeverría en su formidable libro Vuelta de Siglo que el barroco ha sido para los mexicanos, más que una forma artística, una estrategia de supervivencia cultural. Leyendo la afirmación de Echeverría lo primero que se me vino a la mente fue la portentosa cocina de México, esa fiesta inenarrable de olores, sabores, colores y texturas que, además de exhibir sabiduría alimentaria, revela una singular visión del mundo.

El más profundo y extenso resultado de la estrategia barroca mexicana lo representa su admirable cocina, como corresponde a un pueblo que se sabe ancestralmente hecho de maíz. La reivindicación de los sentidos y el disfrute de la mesa son modos importantes de un proceso histórico que alcanza niveles elevados con los múltiples usos del gran alimento americano (tortillas, tamales, tostadas, gorditas, chalupas, son algunas de las muchas formas ilustres de esa familia interminable) y que llega a cumbres insospechadas cuando le da por combinar chiles con chocolate, o manzanas y peras con poderosas salsas rojas y picantes. Cuchi, que acaba de estar en México, me cuenta que Yuri de Gortari y Edmundo Escamilla avanzan cada vez más en la investigación que han emprendido desde hace algún tiempo acerca del carácter barroco de la gastronomía de su tierra. Desde su escuela de cocina, La Bombilla, contribuyen a comprender y explicar mejor la compleja cultura mexicana.

No faltará quien persista en considerar al barroco como sinónimo de manierismo, pero como debe saberse, no todo manierismo es barroco y viceversa. En la actualidad los cocineros manieristas son más bien quienes hacen minimalismo gastronómico o cumplen con la ya fastidiosa rutina de la presentación ornamental globalizada en los manteles de cierta cocina pública. El gusto por el gusto mismo, la afición por los contrastes, la abundancia, el deseo de ofrendar a los viejos dioses, la comunión y el regalo, son manifestaciones del barroco, a contracorriente de una cultura que busca de manera tediosa el ahorro y la simpleza (o la simplura), la asepsia y la pastilla. El maestro del barroco, el cubano Severo Sarduy, nos recordó que “ser barroco hoy significa amenazar, juzgar y parodiar la economía burguesa, basada en la administración tacaña de los bienes: el espacio de los signos, el lenguaje, soporte simbólico de la sociedad, garantía de su funcionamiento, de su comunicación”.

Estudiar cómo un pueblo hizo del barroco una propuesta de vida cotidiana para sobrevivir y no sepultar sus viejas tradiciones en un parque temático, es una fascinante propuesta de investigación. Creo que la cocina mexicana nos ofrece una fuente incomparable para emprender ese trabajo, que  también podemos rastrear en el Caribe y en pueblos del sur de este continente donde los choques de cultura han sido profusos y perennes. Es más, podemos procurar que en aquellos lugares donde la estrategia barroca parece perdida para siempre, reaparezca, o aún, que vaya brotando en los espacios que nunca la albergaron. Todo es posible, porque el barroco no es una tendencia del arte, sino una forma de vida.

Merendemos, mientras tanto, chocolate de Soconusco y leamos a Octavio Paz y a Alfonso Reyes.