Beuys y el coyote
Se veía venir y es que el mercado y la publicidad no conocen ni pudor ni límite algunos. Tanto la cocina como el arte se han unido para dar el paso que, visto bien, no es nada nuevo ni original. Y esto que digo no es una recusación ni un rechazo. Sólo dejo constancia de un hecho: uno de los artistas invitados para la décima segunda edición del célebre salón Documenta, en Kassel (Alemania), es un cocinero. Se le convocó por artista a secas, no por profesional de los fogones. Claro, hace cocina, pero en realidad lo que hace es arte, un arte que emplea materiales culinarios, la cocina como taller y el restaurante como sala de exposición permanente. Se trata,
of course, del artista catálán Ferrán Adriá, quien ha brillado en las páginas gastronómicas del mundo, cuando desde siempre debió aparecer también en las de arte, donde ahora ocupará un sitial de honor, como en justicia lo merece su delicado y exquisito oficio que sólo algunos envidiosos se atreven a seguir calificando de artesanal.
Nada nuevo bajo el declinante sol del arte contemporáneo. Grimod de la Reyniére a finales del siglo XVIII ya había hecho de la gastronomía un proceso estético, adelantándose con sus insólitas puestas en escena y sus banquetes dramáticos, a cuanta instalación o performance se le ha ocurrido a la prolongadísima, repetitiva y tediosa vanguardia artística de estos tiempos. Por su parte, los futuristas, con Marinetti a la cabeza y con Fillia como chef, hicieron en Turín su primer espectáculo gastronómico en marzo de 1931 y se convirtieron en los auténticos cultores del arte que se come. Teorizaron y escribieron manifiestos para defender su propuesta de revolución culinaria. Como no había televisión todavía, emplearon la radio para difundir la cocina futurista. Fueron mediáticos, audaces, divos, entusiastas, atrabiliarios y engreídos (cualquier parecido actual es pura coincidencia). Mezclaron lo dulce con lo salado, los pescados con las carnes, las entradas con los postres e iniciaron la retórica de los menús con una imaginación que ya quisieran para sí los escribidores de cartas del “mundo gourmet”. Como todo hay que decirlo, también fueron notable y orgullosamente fascistas.
Cuando Marcel Duchamp introdujo un urinario en un museo inició y agotó al mismo tiempo el discurso del arte conceptual. Primero, la sorpresa y el escándalo. Después, el mimetismo y el fastidio. La montaña de platos sobre un asiento de paja en una galería o en un gran salón de arte servirá desde entonces para que Félix de Azúa, por ejemplo, escriba una letal y sabrosa burla en su famoso Diccionario, pero no para que el público se impacte por lo “subversivo” de las socorridas instalaciones de arte efímero, todas intercambiables, todas anodinas. Beuys, quien estuvo alguna vez en Documenta, pareció arriesgar un poco más con su coyote, y mucho antes que él, Picabia con la plancha caliente sobre el pecho.
El grado cero de la gastronomía es el plato invisible que nos imaginamos comer. También es un modo de percibir la sublime efectividad del arte conceptual. Por eso no es extraño que las espumas de Adriá, o cualquier otra prueba de su ingenio, sean consagradas en Documenta como arte. Todo vale, como diría el filósofo Enrique Santos Discépolo acerca de esta feria del “nonsense” contemporáneo.
Bajada la espuma de Adriá, respirado el aroma de su minimalismo, finalmente terminaremos despertándonos y descubriendo que el hambre, como el terco dinosaurio de Monterroso, sigue ahí.