sábado, diciembre 26, 2015

Canelones de San Esteban para Carpentier


 
Seis de la mañana. Cielo despejado y San Esteban. Con lo que sobró de Navidad, los catalanes harán canelones. A esa costumbre alude Toto de Lima en una nota dedicada a Alejo Carpentier, quien hoy está de cumpleaños.  

Refiere el inventor de la Delmara (pomada De Lima Lara), que, en lugar de canelones, Carpentier celebraba su cumpleaños, bien temprano, con un plato sopero de avena hervida, mientras miraba minuciosamente el envase del Cuáquero, por si acaso necesitaba decribirlo en una próxima novela. Con una cuchara de postre en la mano, como un personaje suyo de El acoso, Carpentier no perdía detalles de la vieja imagen.  

En realidad, creo que era a Toto a quien le gustaba desayunarse con avena y referir aquel pasaje de El arpa y la sombra, en el que Cristóbal Colón comprueba, un 26 de diciembre, día de San Esteban, que en la relación enviada a Sus Altezas sólo ha mencionado catorce veces al Todopoderoso y más de doscientas al oro, su botín inalcanzado. Y que ese día, además, en lugar de pensar en la muerte de San Esteban, “primer mártir de la religión cuya cruz se ostenta en nuestras velas”, ha escrito en doce ocasiones la palabra “oro”.  ¡Hábrase visto! 

Decía Toto que a Carpentier debió ocurrísele su novela El arpa y la sombra, por una imagen que nunca olvidó: la del monumento a Colón, visto un día de San Esteban desde un balcón “picassiano” de las Ramblas. Lo decía, mientras le rogaba a Amable (su esposa y excelsa cocinera), que le preparara canelones para el almuerzo, su verdadero reino de este mundo.

jueves, diciembre 24, 2015

Desayuno en Berlín


Andrea Manga Bell
 
Seis de la mañana. Joseph Roth está en Berlín y ha dejado de beber. Dice que la señora Manga B., con razón, quiere más al gato que a él. Se siente enfermo, pobre y viejo, pero acaba de abrir una carta que le envió Benno Reifenberg. La carta está fechada el 29 de diciembre de 1932 y tiene una cita de su amigo el crítico de arte Wilhelm Hausenstein, quien opina así de “La marcha de Radetzky”: 

“El libro es tan hermoso que, como Picard, hay que llorar al leerlo; tan hermoso que no se me ocurre nada, de los últimos tiempos, que pueda ponerse a su lado”.
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“Eran de reciente abolengo”. Así lo informa la frase que da inicio a “La marcha…”, en cuyas páginas soplan las últimas ráfagas de un antiguo esplendor austro-húngaro, y se cuenta la saga de los Trotta, desde el día en que el primero, un teniente al servicio del imperio, le salvó la vida al monarca Francisco José, en Solferino.  

Roth sonríe. Confía en que la novela comenzará a dar sus frutos para la primavera. Pone la carta a un lado y se apresta al desayuno. Pan, mantequilla, miel y café. La mantequilla está sobre una hoja verde y el café echa humo. Roth agradece a la señora Andrea Manga Bell, hija de cubano y de alemana, y siente ahora menos celos por el gato.

El arroz en el antiguo Reino de Valencia


Josep Pla
 
Ayudo a Cuchi a ordenar su biblioteca y me entretengo. Veo libros que no recordaba o que no había abierto nunca, como este de Josep Piera: Los arroces de casa y otras maravillas, publicado por Península en el 2000. La dedicatoria me atrapa y me siento aludido por ella: “A la inmensa minoría de los planianos”, y es que después de haber leído El cuaderno gris o cualquiera de sus libros auobiográficos, no es fácil sustraerse a la confraternidad de devotos de San Josep Pla, que, como pensó su tocayo Piera, bien merece el giro “juanramoniano” de la dedicatoria. Me hago la ilusión de estar ahí. Todo sea por las paellas.  

El “prólogo de “Los arroces…” lo hace Valentí Puig (insigne “planiano”), quien al presentar al autor, dice esto que me gusta: “Aunque el escritor y el cocinero son el mismo hombre, al escritor lo conozco como Josep Piera y el cocinero es ‘Pepito’ Piera. Son figuras de sensualidad, ya sea por el griterío de las calles de la vieja Italia o por la cocina del sofrito. La supervivencia de escritores como Josep Piera es una garantía de que la cultura entendida como una forma privilegiada de vida no puede ser reducida a las homogeneidades de las tiendas del todo a cien. Fijemos una premisa: Piera no ‘ejerce’ de escritor. ‘Es’ escritor. Es decir, escribe”.  

Creo entender que la última frase nos permite distinguir a los verdaderos ecritores, de los muchos que -sin mayores méritos literarios- se dedican, menos a la escritura que a la vanidosa promoción de su “ejercicio” social. Pero vuelvo al arroz y a Pla, por esta cita del último que acabo de encontrarme: 

De lo que se dice una paella, no hay más que una, que es la valenciana. Una paella en Valencia o en la ciudad de Alicante, en el paisaje de Castellón, en una casa de tradición del país, saturada de amor al país, -sin estos sentimientos no hay cocina posible-, es realmente algo importante. Su falsificación en los ámbitos forasteros y en los internacionales, ¿qué resultado puede dar si no es nefasto?”. 

Josep Piera asiente, pero insiste en una afirmación que ya había asomado: no hay una única paella valenciana, de manera canónica, sino “una sólida y sabia tradición de preparar los arroces, en paella o en cazuela, de mil maneras, personales, familiares, locales, comarcales, de temporada, de mar, de huerta, de secano… y que, sólo de arroces en paella, hay una gran variedad. Los valencianos, por tanto, no hacemos una sola paella, sino muchas y sin ningún gentilicio. Pero sí que es cierto que somos, sin ninguna duda, los que mejor preparamos y comemos el arroz, ni los chinos, que son millones –repito- le han sacado tanto provecho”.  

En la página del libro que precede a las recetas, Piera da unos breves consejos que cierra con un elocuente recuerdo de su abuela Pepa, inolvidable cocinera: 

Todo lo que se guise bien guisado con aceite y sal es bueno”.  

El autor sólo añade este detalle: su abuela subrayaba con un énfasis especial la expresión ‘bien guisado’. Porque, “de eso se trata”, concluye sabiamente Pepito Piera.

sábado, noviembre 28, 2015

Canta en la cocina


Virginia Woolf fotografiada por Man Ray en 1937
 
El episodio de la ida a Londres para comprar té chino y jengibre azucarado, se lo inventó Cunningham, pero tiene todos los rasgos de una indiscutible certeza “virginiana”. Bien podría decirse que de los diarios de la escritora fue surgiendo la novela. En la película de Daldry la orden del mandado es una magnífica escena, como en el libro de Cunningham lo es la llegada de la díscola Nellie Boxall con la encomienda. 

Recordemos: 

 “-Buenas tardes, señora Bell, dice con la estudiada calma de un verdugo. 

He aquí a Nelly con el té y el jengibre y he aquí, para siempre, a Virginia, indeciblemente feliz, más que feliz, viva, sentada con Vanessa en la cocina en un día ordinario de primavera mientras Nelly, la subyugada reina amazona, muestra lo que la han obligado a traer. 

Nelly se da vuelta y aunque no es su costumbre, Virginia se inclina hacia adelante y le da un beso a Vanessa en los labios. Es un beso inocente, pero justo en este instante, en esta cocina, a espaldas de Nelly, se siente como el más delicioso y prohibido de los placeres. Vanessa devuelve el beso”.
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Un capítulo más adelante Michael Cunningham mostrará a Nelly, ufana, preparando la cena. La describirá “misteriosamente jovial” y canturreando. Se preguntará: “¿Será posible que disfrute el que la hayan mandado a un encargo sin sentido, que saboree tanto la injusticia del gesto y se sienta impelida a cantar en la cocina?”.

Después sabremos que Nelly solía esperar, “con impaciencia, casi con alegría, la oportunidad de acumular nuevos motivos de queja”. Yo sospecho (es un decir, porque parece obvio) que cocinar la hacía feliz, como a toda cocinera que en realidad lo sea. 

Mientras tanto, Leonard escribe en su estudio y Virginia, frente a una ventana del salón, contempla la súbita llegada del atardecer.
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(La glosa anterior deriva toda de Las horas, la estupenda novela de Michael Cunningham sobre el mundo íntimo de Virginia Woolf. A partir de ese libro, Stephen Daldry hizo la conocida película del mismo nombre).

jueves, noviembre 12, 2015

La comida brasileña no se acaba nunca


El 3 de agosto de 1949 el escritor anotó en su diario que había cenado con Oswald de Andrade, a quien llamó “personaje notable”. Como la frase le resultó insuficiente, se trazó una tarea: desarrollarla. Más adelante comienza a hacerlo. Así, refirió que el brasileño le había hablado de la antropofagia cultural. Al tratar de resumir la lúcida teoría de Andrade, dijo: 

Ante el fracaso de Descartes y de la ciencia, volver a la fecundación primitiva: el matriarcado y la antropofagia. Al haber sido devorado allí el primer obispo que desembarcó en Bahía, Andrade databa su revista en el año 317 a partir de la deglución del obispo Sardina (porque se llamaba Sardina)".
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São Paulo en el diario del escritor francés será también esta conmovedora emisión de radio:  

Unas pobres gentes acudían al micrófono para exponer la necesidad en que se encontraban. Aquella noche, un negro alto, pobremente vestido, con una niña de cinco meses en brazos y el biberón en el bolsillo, acudió a explicar allí con sencillez que, al haberle abandonado su mujer, buscaba a alquien que pudiera ocuparse de la niña sin quitársela. Un ex piloto de guerra sin trabajo buscaba un puesto de mecánico, etc. A continuación, en las oficinas, esperamos las llamadas telefónicas de los oyentes. Cinco minutos después de acabar la audición, el teléfono suena sin interrupción. Todos se ofrecen u ofrecen alguna cosa. Mientras el negro está al aparato, el ex piloto le cuida la niña y la mece. Y el colofón: un negro alto, más viejo, entra en el despacho a medio vestir. Estaba durmiendo y su mujer, que escuchaba la emisión, lo despertó y le dijo: ‘Vete a buscar a la niña”.
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Y no por última, menos importante para el diarista, esta mínima referencia gastronómica. Abundante, bien combinado y multiétnico, hay un plato que atraviesa todas las culturas brasileñas. Lo comían tanto en la “casa grande” como en la “senzala”, donde seguramente se compuso “in illo tempore” por vez primera. Bien. El diarista, que es Albert Camus, después de comer en casa de Oswald de Andrade dijo algo que muchos compartimos: “La comida brasileña no se acaba nunca”. Hablaba de la “feijoada”.
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Albert Camus comiendo feijoada en casa de Oswald de Andrade. A su lado, Lina Bo Bardi. São Paulo. Agosto de 1949

martes, noviembre 03, 2015

Lecciones de cocina y cocineros

Rosario Castellanos, autora de Lección de cocina (1925-1974). Santi Santamaria (1957-2011):

Había leído y estudiado libros. Probablemente, también había intentado escribirlos. Era una joven profesional recién casada, que se enfrentaba ahora a la límpida soledad de la cocina. El miedo a manchar esa blancura atravesó con frío metafísico su cuerpo. Se sintió inerme, vacía y sin discurso. No sabía qué hacer en ese lugar de su nueva vida.

La escena es vieja. Ocurrió y sigue ocurriendo. Recuerdo un estupendo relato de Rosario Castellanos titulado Lección de cocina. En él la gran escritora mexicana narra sabiamente ese trance. Creo que se trata de una historia de desencuentros. Desde luego, también de viejas imposiciones culturales, lastimosamente perdurables.

Convertir un símbolo amable de la cultura en un espacio para practicar (e ilustrar) discriminaciones, es, desde luego, una perversión que no debió nunca producirse. Sor Juana Inés de la Cruz, quien jamás tuvo a menos a la cocina, lo dijo con redondez (no en redondillas, como pudo igualmente decirlo):

“Si Aristóteles hubiera cocinado, mucho más hubiera escrito”. Ahí está todo.
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En esta época de liberaciones, nos ha tocado también liberar, no a las cocineras, sino a las cocinas mismas. Hacer oficio en ellas es hacer algo más que una tarea doméstica. Lo podemos decir con una aparente tautología: es, en verdad, oficiar, porque alrededor de los fogones se renueva diariamente la vida. Si la cocina ha sido metáfora de algo, lo ha sido de la comunión, no de la esclavitud. La cocina es albergue, no prisión. Es un espacio para crear y componer. Su gramática velada está hecha de fibras para el goce, no de cilicios.
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El disfrute del cocinero no es menor que el del comensal, por más goloso que éste sea. Por eso es extraño que algunos “chefs” (o pretendidos tales), cocinen a regañadientes en sus casas o deleguen siempre en otros lo que en realidad es intransferible: el regodeo de preparar la íntima comida propia o la de los entrañables invitados. Hace poco, para celebrar el ocio compartido, don supremo del cocinero, recordé aquel hermoso testimonio de Santiago Santamaria i Puig (mejor conocido como Santi Santamaria), en el que el gran cocinero catalán refirió la fruición que le producía cocinar en casa. Hacerlo –afirmó- es ejercer el ocio creador, no un válido negocio productivo, aunque los fogones hogareños –todo hay que decirlo- sirvan, noblemente, para las dos funciones.

A la recién casada del cuento de Rosario Castellanos podríamos pedirle que no se aflija y que intente descubrir el inmenso placer de la cocina. Que algunas se lo hayan perdido, es otra cosa. Claro, debe ir aprendiendo poco a poco, con la parsimonia que requiere el arte. Tal vez no sea su vocación (porque también se requiere vocación), pero puede llegar a comprenderla y a sospechar su grandeza, por encima de prejuicios y mitos mal curados. Eso ya es bastante.

Vaya a la biblioteca, por lo pronto y busque algún libro en el que la cocina esté presente. Baje del estante a Proust, por nombrarle uno que seguramente tiene en sus estantes. Lea cualquier página, no importa que no sea la de los platos de Francisca, con su deliciosa crema de chocolate. Como todo libro es mágico, allí encontrará una señal luminosa.

Ya provista de algún encantamiento, salga de la casa y diríjase al mercado. Contemple los puestos de verdura. Respire los aromas. Oiga los pregones. No hay apuro. Puede emporrarse todo lo que quiera. Ya atisbará con asombrosa precisión, alguna maravilla. Habrá logrado lo importante: buscar por sí misma. Así se empieza.
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Concluyo con el siguiente intento de glosa al testimonio de Santi Santamaria (Palabra de cocinero, Salsa Books, Barcelona, 2005):


Santi Santamaria llega a su casa de Sant Celoni, después de una agotadora jornada en el Racó de Can Fabes. Tiene invitados esa noche. Es domingo, pero no importa. De una vez se pone a cortar cebollas. Hasta sus más allegados se extrañan del porqué de ese vigor casero, al que parecen no haber hecho mella las muchas horas de labor profesional. Prepara la ensalada, la vinagreta, el gratén de patatas y el conejo con caracoles. Para el postre dispone en esta ocasión de buena miel y fresco mató. Cuando llegan los invitados tiene todo casi a punto. Apenas la pizca de un aliño y ya. El ambiente de la cocina, a la que se asoman algunos de los visitantes, es el abrebocas perfecto: se ha cocinado de verdad. Los olores, en silva de varia lección, y la vista de las bandejas, sugieren el festival que se avecina. ¿Cómo ha sido posible este milagro? ¿Se debe nada más a la experiencia de un chef y a sus conocidas habilidades? Sin duda, la destreza culinaria ha influido, pero hay algo más que no se vende en botica ni se adquiere en el trabajo, menos aún en Salamanca, si las hubiere en el tema (ahora las hay). Es algo que escapa a los manuales y a las técnicas y que explica este aparente prodigio: resulta que ante el placer del “ocio compartido”, el anfitrión “nunca siente pereza” y disfruta oliendo las ollas, “viviendo paso a paso la evolución de un guiso o un asado”, porque lo que le encanta en esta vida es cocinar. Y punto.

lunes, noviembre 02, 2015

Un postre de Nelly para Keynes


Lydia Lopokova y John Maynard Keynes
 
Nelly oyó que llegaban los periódicos, pero también que la misma señora había salido a recogerlos. Se alegró. Mientras la señora Woolf lee la prensa, con su vaso de leche al lado, y su cigarro, ella podrá seguir por un rato más haciendo anotaciones en su diario. Sabe que después de la lectura, la señora no irá a la cocina, pues en estos días un nuevo libro la tiene acaparada.  Ahora escribe más rápido y tira menos páginas al cesto. Casi no para. Parece que ese “faro” fluye más que “la señora Dalloway”. 

Como no quiere olvidar ningún detalle, Nelly apunta en su cuaderno: 

“1925. Septiembre, hoy. Anoche vinieron a cenar los recién casados Keynes. Aunque la señora no lo dispuso así, de postre preparé un fool de frambuesas. ¡Cómo le gusta el fool al señor Maynard! Creo que todos quedaron satisfechos, pero él me pidió un poco más, aprovechando que su esposa contaba algo de sus padres en Rusia y los comensales estaban muy atentos. Aparte de que me hizo feliz que el señor Maynard repitiera el postre, aproveché para escucharle a su esposa que ahora en Rusia los campesinos son propietarios de la tierra y que muchos pobres comen con la vajilla de los zares. También oí que hay espías por todas partes, pero que respetan el ballet. Eso le gusta a la señora Lydia Lopokova (creo que ese es el apellido de soltera de la señora Keynes), porque ella es bailarina. Hablaron de un tal Zinoviev y el señor Woolf dijo que era judío y cosmopolita.

Debo dejar hasta aquí mis apuntes. Quería decir por qué me cae bien el señor Maynard, pero no me acordaba de que hoy tengo que aconsejar a Lottie sobre su matrimonio. Lily, la chica que viene a ayudar en nuestras labores, hará las camas, pero no puede hacer nada en la cocina. La señora Woolf dice que ella no está preparada para la vida, pues no sabe batir un huevo ni asar una patata. Y tiene razón”.  

Nelly cerró el cuaderno, salió de su habitación y oyó que un estornino se aplicaba sobre el manzano. Se dijo: “Hoy sí me dignaré a hacer mermelada de naranja. Si cumplí con un antojo del señor Keynes, ¿por qué no hacerlo con el de mi señora?”.
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Tres años después, en el prólogo de Orlando, entre los personas “demasiado ilustres” que Virginia Woolf mencionó para agradecerles la ayuda en la escritura de la novela, los nombres de Nellie Boxall y de John Maynard Keynes aparecieron juntos, y en ese orden.

martes, octubre 20, 2015

Notas para la cocina Woolf


The Kitchen. Vanessa Bell, hermana de Virginia Woolf
 
Lo primero: la via para el (dis)curso será la de los fragmentos que tal vez se hilvanarán sobre su marcha. ¿Barthesiano? No. Pretendido tal. Paródico, si acaso.

Un diálogo gastronómico con Virginia Woolf supone pan de pasas, pollo con papas, boeuf en daube, lenguado a la crema, bacalao, salchichas, helados y trifle de frutos rojos, entre otros signos de la mesa Woolf. También, algunos actos culinarios, válidos para el oficio escritural: amasar, clarificar, combinar, sazonar, rectificar. Tras un rastreo por sus libros, es posible anotar e ir degustando esas presencias: los “pequeños milagros cotidianos” que vio Blanchot en ella y que nada dicen “fuera de sí mismos”.  

Asomar un inicio con el bacalao y las salchichas. Recordar que provienen de la última anotación de su diario, enlazan con una dedicación personal a los fogones, pero también con un momento cercano al río Ouse y a las piedras. ¿Costumbre? ¿Parte de un ejercicio? ¿Símbolos de qué? Inquirir en las cocinas inglesas.
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Proponer una aproximación al “haddock”. Pensarlo como metáfora. Verlo en la página y tratar de ponerlo en el plato.  

“Ahora, no sin placer descubro que son las siete, y que debo hacer la cena. Bacalao y salchichas. Al parecer, si se describen el bacalao y las salchichas se adquiere cierto dominio sobre ellos” (V.W. Diario, 24-03-41)
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Retomar una vieja entrada del diario: salida al restaurante Etoile, por invitación de E. M. Forster, teniendo en casa “una rica empanada de ternera y jamón”. Seguir el hilo del comentario: Virginia escribió la frase y pensó que la misma era de un clásico corte periodístico. No entretenerse mucho con el tema en boga de periodismo y gastronomía, pero tampoco desdeñarlo.
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Anotar los alimentos. Nunca dejarlos por fuera en la novela, como demandaban las convenciones de su tiempo. Jamás decir solo que “la cena fue espléndida”. Informar por qué y qué se comió. Después, cocinarla. Hacer lo mismo para la lectura de la novela. Detenerse en la mesa.
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Proceso de escritura= proceso culinario: “Dejar que Al Faro se haga a fuego lento, añadiéndole algo entre la merienda y la cena hasta que esté lista para escribirla entera” (Diario, 14-05-1925).
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“Durante la guerra le gustaba considerarse una muy buena cocinera”, afirmó Alix Strachey en la declaración que le dio a Vivianne Forrester (El vicio absurdo, Emecé editores)  

“¿Lo era en realidad?”, repreguntó Forrester. “Se las arreglaba con las salchichas”, dijo Strachey.
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Revisar los cabos y tratar de no dejarlos tan sueltos en las próximas sesiones.

lunes, octubre 19, 2015

Un menú de Bloomsbury


Para elegir la comida -la ocasión lo merecía- pensaron en Francia y le pidieron a Virginia que propusiera algo. “Si fuese por Roger, el postre sería manzanas a la Cézanne”, dijo Vanessa, quien hizo el diseño del menú que esa noche circularía entre los invitados. ¿O lo hizo Duncan Grant? Habrá que averiguarlo. 

Era junio de 1913. Se iniciaba la fascinante experiencia de diseño integral que fue Talleres Omega, y esto cenó Bloomsbury con sus allegados:
 
 

 

sábado, octubre 10, 2015

No me dignaría


Virginia Woolf por Roger Fry
 
Antes de leerme la entrada del diario de Nellie Boxall (la gran cocinera de Virginia Woolf), Cuchi me dice que disfrute primero de la fecha. Sabe que la respuesta de Nelly, al final, será para mí una delicia:  

Richmond. Hoy. 
El disgusto de la señora conmigo se debe a que cuando se acercó a la cocina, mientras yo preparaba  el plato principal de la cena (esta noche vienen los Eliot), me anunció que tendrían la visita de unas amigas y necesitaba servirles té, scons y sandwiches de berros y pepino. Consciente de que eso perturba mi trabajo, no me ordenó, sino que me preguntó modosamente ‘si yo me dignaría’ preparar la mesa de té. Mi respuesta fue tajante: “No me dignaría” y seguí en lo mío”.
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Tenía razón Cuchi. Ya he repetido varias veces la áspera fulminación de Nelly, la insumisa. 

Por cierto, no estaría mal un fool de ruibarbo para estos días. Lo digo porque en una entrada anterior Nelly dijo haberle hecho uno a lady Ottoline.

Pan de pasas de Virginia Woolf



Virginia Woolf. Foto de Lady Ottoline Morrell

Si hoy habrá cena con el señor Tom y su esposa, lo que de por sí me da mucho trabajo, cómo es posible que ahora la señora me diga que unas amigas suyas vendrán a tomar el té. ¡Y son cinco, válgame Dios!”.
 
Es del "diario" de Nellie Boxall. Prepararle la cena a los esposos Eliot no le disgustaba, pero lo otro...

Cuchi continúa la lectura y me lee otra entrada:

 
Voy a la alacena y cojo las húmedas bolsas que contienen las pasas. Pongo la pesada masa de harina en la limpia, recién fregada, mesa de la cocina. Amaso. Aplano. Tiro, metiendo las manos en el cálido interior de la masa. Dejo que el agua fría pase por entre mis dedos y caiga después formando abanico. Estoy segura de que Mrs. Woolf entrará cuando el pan haya levantado y yo la haya puesto en un paño limpio, formando una pequeña y blanda cúpula, entre los tarros de mermelada”.  
 
Me intriga el párrafo. Sospecho de Las olas. Busco la novela y lo confirmo: salvo ciertos añadidos, esas líneas espléndidas son parte de uno de los monólogos de Susan. Y no es para menos. En ellas está el gran orgullo culinario de Virginia Woolf, que si algo sabía hacer bien -además de escribir- era panes excelentes.  

El recetario de Nelly


Linda Bassett como Nellie Boxall (Nelly), la cocinera de los Woolf, en Las Horas, de Stephen Daldry


Cuando Virginia Woolf, imaginándose futura lectora de sí misma, escribió que el “retrato de Nelly” era lo más llamativo de sus diarios, abrió el camino para muchos y diversos proyectos literarios.  No se trataba solo de leer esas páginas como si fuesen una novela. Se trataba –y se trata todavía- de escribir, entre otras cosas, la novela de Nelly, la biografía de Nelly y hasta los diarios de Nelly, como fuente principal de todo lo demás. Claro, Virginia Woolf invitó a sus lectores a inventar y su llamado, a fe que no ha caído en el vacío. 

En el año 1997, la española Alicia Giménez Bartlett publicó “Una habitación ajena”, novela escrita a partir de las rutas asomadas por la autora de “Las olas”. Además de los diarios de Virginia Woolf, a Giménez Bartlett le sirvieron como fuente principal los “cuadernos íntimos” de la propia Nellie Boxall, que “halló” en Londres en una de sus pesquisas bibliográficas. “Una habitación ajena”, cuyo título paródico es una evidente seña de identidad, ganó el premio Femenino Lumen de ese año. Su escena de la habitación es, sin duda, una proclama. 

Por su parte, el Turco Najul me informa que no hace mucho comenzó a escribir una novela que tiene como personaje principal a Charles Laughton y que uno de los capítulos más interesantes será el dedicado a Nellie Boxall y sus constantes amenazas de irse o de quedarse. Por el Turco supe que Else Lanchester, actriz y mujer de Charles Laughton, consideraba que Nellie era una “mucama comunista”.  Al parecer, la entrada del diario en la que Virginia se horroriza porque, tanto ella como Nelly han votado por los laboristas, es el inicio de su investigación para esa parte de su libro en ciernes, en el que las discusiones políticas con Nelly serán importantes. 

Le refiero todo eso a Cuchi, mientras damos dos vueltas al parque. Ella escucha con interés, menciona semejanzas cercanas y al final me advierte que no está dispuesta a hacer los platos de Nellie Boxall. No entiendo, pero enseguida aclara: “Aunque no lo has dicho, sé que estás pensando en el recetario de Nelly y en algunas comidas para el grupo de Bloomsbury, ¿verdad?” 

Su pregunta, por supuesto, es retórica. Me ha adivinado una vez más.

lunes, octubre 05, 2015

Una cocinera en los diarios de Virginia Woolf


Nellie Boxall a la izquierda. En el centro, la "nurse" Lotte Hope. A la derecha, Nellie Brittain. La niña es Angelica Bell, sobrina de Virginia Woolf
 
Durante dieciocho años marcó la vida doméstica de los Woolf, como se aprecia en los diarios de Virginia. Quienes vieron Las Horas, tal vez recuerden una escena en la que ella participa. Nelly (Linda Bassett) sube a hablar con Virginia Woolf (Nicole Kidman), para pedirle instrucciones acerca del almuerzo, pero la novelista, concentrada en la escritura de La señora Dalloway, no permite la interrupción. Le dice a Nelly que bajará después a la cocina y, un tanto perturbada, trata de retomar el hilo. Todo había ido bien esa mañana, por haber estampado la estupenda frase del inicio: “La señora Dalloway dijo que ella misma se encargaría de comprar las flores”, como leemos para siempre en esa novela extraordinaria que le costó lo suyo a la escritora. 

Poco más tarde Virginia fue a la cocina y vio que Nelly cortaba un trozo de carne. Antes de que le preguntara qué iba a preparar con eso, Nelly le informó: “Usted estaba muy ocupada y nadie me dio instrucciones, así que decidí hacer un pastel de cordero”. Sin contrariarse, la escritora le añadió una tarea inesperada. Esa tarde vendría Vanessa con sus hijos, y Virginia quería servirles té chino y galletas de jengibre, pero no tenía en casa ni lo uno ni lo otro. Asi que le pidió a Nelly que fuese a Londres a buscarlos (no olvidemos que por esos años los Woolf vivían en Richmond). Nelly dejó la carne a medio cortar, se quitó el delantal, lo tiró al piso y se fue de mala gana para Londres a cumplir con su mandado.
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Si vamos a los diarios que Virginia Woolf llevó desde 1925 a 1930, el primer nombre propio que encontraremos será el de Nellie Boxall o simplemente “Nelly”, como escribe con frecuencia la diarista. La frase que esa vez (6-01-25) le dedicó es de una elocuencia fulminante, que podría haber servido para el inicio de la gran novela inglesa sobre el servicio doméstico que ella no llegó a escribir, pero a la que se aproximó bastante en sus cuadernos personales:  

“Hoy Nelly ha presentado su dimisión número 165”.  
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A lo largo de los diarios son tantas las ocasiones en que la escritora da cuenta de sus conflictos con Nelly, que llega un momento en que se imagina ser la futura lectora de sus diarios y anota esta inesperada maravilla: 

Si yo estuviera leyendo este diario, si fuera un libro que cayera en mis manos, creo que me fijaría con especial interés en el retrato de Nelly e inventaría una historia, quizás haría que toda la historia girase en torno a ella; eso me divertiría”. Y añade: “Su carácter, nuestros esfuerzos por librarnos de ella, nuestras reconciliaciones”. 

Cuando llegué a esa entrada del 15 de diciembre de 1929, yo, que venía subrayando todas las referencias a Nelly, tuve -como a muchos otros lectores les puede haber ocurrido- la sensación de que había sido sorprendido por la autora. En un diario en el que son muchas las referencias a la vida literaria y abundantes las menciones a Keynes, Roger Fry, Vanessa Bell, Lytton Strachey y Eliot, entre otros grandes, estar pendientes de Nellie Boxall era como abusar de la confianza y meterse, cual Pedro por su casa, en la cocina. Claro, de eso se trata también en diarios como los de Virginia Woolf, pero a uno no dejan de asombrarlo ciertos azares concurrentes o algunas líneas autorreferenciales…
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Que se soportaran tanto tiempo los Woolf y Nellie Boxall, tuvo su razón, precisamente, en la cocina. Aparte del valioso testimonio que aportan los diarios de la autora de La señora Dalloway a los estudios sobre la vida londinenese en esos tiempos (en particular, a la vida en Bloomsbury), su mirada privilegia la gastronomía casera. A sentirse bien la ayudaba un pollo asado por su cocinera excelsa. Y cómo la entristecia que, por su carácter indócil, Nelly se negara a veces a hacerle mermelada de naranja. Un día, tras dimitir por enésima vez, Nelly se fue refunfuñando. Al rato regresó directo a su oficio, como si nada. Sólo informó: "Fui a buscar una crema para hacer la cena. No podía dejarlos sin comida".  

“Nelly cocina admirablemente”, escribió Virginia. Lo dijo todo.
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Cuando terminé la lectura de los diarios, busqué más datos sobre Nellie Boxall y supe, como era de suponer, que el tema de la servidumbre doméstica de Virginia Woolf ha dado para varios estudios. Así, en el 2008 se publicó uno titulado Mrs. Woolf and the servants. An Intimate History of Domestic Life in Bloomsbury. Lo escribió Alison Light y fue publicado por Bloomsbury Press. Por una reseña de ese libro me enteré de que Nellie Boxall, después de haberle trabajado por mucho tiempo a los Woolf, sirvió en la casa del gran actor Charles Laughton y tuvo desde entonces “una vida más glamorosa”.  

Pienso ahora que la amable y rubicunda imagen del admirado Laughton mucho le debe a la estupenda cocina de Nellie Boxall.

viernes, octubre 02, 2015

Cine y cocina en la memoria


En "Martha's Café, Martha (Ruth Donnelly), Morgan (Gene Tierney) y Mark (Dana Andrews)
 
Arroz con pollo (y Gene Tierney) 

Al borde del peligro” (Where the Sidewalk Ends, 1950) del gran Otto Preminger, con Gene Tierney. La bella protagonista come con Mark Dixon (Dana Andrews), en un pequeño y modesto restaurante (“Martha’s Café”) de Nueva York, que atiende Martha (Ruth Donnelly), su dueña.

“El mejor arroz con pollo de la ciudad”, le dice Dixon a Morgan Taylor, mientras se pone su gabardina para salir. Y es que lo acaban de llamar por teléfono al restaurante, para notificarle de un nuevo asesinato. Ojalá no vuelva más y nos deje solos con Gene Tierney por el resto de la película.
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El filete de la discordia en Peter’s Place

El hombre que mató a Liberty Valance (1962), una de las obras maestras de John Ford, con John Wayne, James Stewart y Lee Marvin.  

Lejano oeste. Estamos en Peter’s Place, el restaurante de John Qualen (Peter Ericson), en Shinbone. Hallie (Vera Miles) le sirve a Peabody (Edmund O’Brien), el borracho editor del periódico Shinbone Star, filetes con frijoles y papas. En realidad, es ese el único plato que sirven en el concurrido mesón de pueblo, aparte del postre: tarta de manzana.  

Son inmensos los filetes de carne. No caben en el plato. Por una zancadilla que Liberty Valance (Lee Marvin), le mete a James Stewart, el filete que le llevaban a John Wayne, cae al piso y se produce un altercado memorable.
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Passata 

La salsa de la vida” (The Thrill of It All, 1963)  la divertida comedia de Norman Jewison, con Doris Day y James Garner. También con Elliot Reid, el detective privado de “Los caballeros las prefieren rubias”, que terminó en el altar con Jane Russell.

En este momento Beverly Boyer (Doris Day) hace una prueba para un comercial del jabón Happy y aparece la nueva empleada doméstica, la rubicunda señora Goethe, cuyo inglés siguie siendo alemán y nadie la entiende. Pronto, la espumosa escena de la piscina. 

Recordemos. Beverly Boyer, ama de casa, casada con un ginecólogo y madre de dos niños, comienza a hacer comerciales de jabón en la TV y se convierte en una celebridad. A partir de allí, todos los equívocos, todos los conflictos. El guión es de Carl Reiner. 

Antes de dedicarse a hacer el comercial del jabón, Beverly se ocupaba de hacer passata. El momento de los tomates en su casa, es magnífico, inolvidable. Toda Italia, en el oficio.
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La cocina rememora 

Un viaje de diez metros (The hundred-foot Journey, 2014), de Lasse Hallström, con una Helen Mirren formidable. 

“La cocina rememora”, dice con frecuencia el joven chef indio, dotado de una enorme capacidad para integrar sabores. Combina los suyos con los que rápidamente irá conociendo en Francia.  

La trama de la competencia feroz entre dos restaurantes en un pueblo del Midi muestra las señas de identidad de dos cocinas en disputa. También, noblezas (también pequeñas trampas, todo hay que decirlo) de una y otra parte. Por encima de todo y de todos, Hassan, el joven cocinero.  

“Empecé con las cinco básicas”, le informa Marguerite a Hassan. Las cinco básicas son las cinco salsas básicas de la cocina francesa: bechamel, velouté, holandesa, de tomate y española. En pocos días Hassan se le presenta a Marguerite con una degustación de las cinco salsas que, como buen autodidacta, aprendió a hacer maravillosamente.

Hassan gana estrellas Michelin, en el pueblo y también en París, pero nunca pierde el gusto por los erizos de mar que su madre preparaba en Bombay.  

Ciertamente, “la cocina rememora”. Es su ley.

miércoles, septiembre 30, 2015

La cocina de los "pranes"


Del afiche de "Estómago"

Estómago (2008), de Marcos Jorge, es una divertida película brasileña sobre la cocina y el poder. Entre sus mejores momentos debe estar la gran comida de los reclusos, organizada por uno de los “pranes” para homenajear al gran jefe: el “pran mayor”. Fue la ocasión en la que el chef mostró, no sólo su destreza en los fogones (ya conocida), sino también sus habilidades para el ascenso en su carrera penitenciaria. Con una suerte de golpe de estado culinario, Raimundo Nonato (el héroe de la película) se abrió paso.  

En la memoria, dos imágenes. Una: el postre “Romeo y Julieta” (dulce de guayaba con gorgonzola), obra de arte o especie de “Picasso” gastronómico, según Giovanni, maestro de Raimundo. La otra: una botella de Sasicaia, noble vino de la Toscana, cuyo consumo “di nascosto” precede al crimen demencial.  
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Otrosí: el mercado como escuela de cocina, y el primer aprendizaje: la masa para las empanadillas; el amargo de angostura (guiño involuntario para Venezuela), el negroni y el banquete de bachacos.
También una frase que es un viejo lugar común siempre vigente:
“En lo más sencillo, es donde el cocinero puede cometer los peores errores”.  

Dejemos hasta aquí la ficha para una reseña al voleo y vean la película.

lunes, agosto 24, 2015

Un viejo principio gastrosófico


Gigante (1956). Dir. George Stevens. En la mesa, entre otros, Liz Taylor, los niños y Pedro
 
Los niños tenían tiempo jugando con Pedro, su más fiel compañero. Los niños eran tres y lo adoraban. Pedro, al parecer, estaba encantado con ellos, sobre todo por el trigo. Les permitía diversas travesuras, todas amables. Pedro era dócil y elegante. Los cuatro se divertían sanamente. Llegó el día de la celebración anual. Los chicos, sus padres y abuelos están en la mesa, esperando que haga su entrada la consabida bandeja de la cena. Cuando llega, a los adultos se les hace agua la boca. Los niños miran con curiosidad y uno de ellos lo reconoce y empieza a llorar: “Ese es Pedro”. Los otros niños lo secundan. Las lágrimas cunden y no cesan. Es un duelo enorme por el volátil. También es la escena originaria del “principio gastrosófico” de Cuchi.  

Está en Gigante, una gloriosa película de los 50.
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Venían de Tucacas un día. Habían comprado una langosta y ya se la imaginaban en la mesa. De acuerdo al “principio” que sostiene Cuchi, no debe comerse un animal al que hemos llamado con un nombre y tratado de modo familiar, como suele ocurrir con los domésticos. Dice que el sólo hecho de bautizarlos es una forma de incorporarlos a nuestras vidas y transformarlos en seres de la casa. De allí, el interdicto. María, su asistente, mujer de buen humor, conocedora de esa vieja “doctrina”, comenzó a buscarle nombres a la langosta, y a verla como un ser más de Salsipuedes. Su fingida treta de golosa (preparar la langosta, y que Cuchi, para no faltar a su creencia, no participara del yantar), además, de un evidente chiste de grupo, fue una manera de recordar –velándola- la terrible práctica de sacrificar langostas para la comida. Y acá pienso en David Foster Wallace y en su magnífico reportaje sobre los crustáceos. Pero esa es otra historia...
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Por último, la inolvidable disculpa del gentilhombre español cuando en tierras americanas oyó un loro por vez primera. Se inclinó reverente y le dijo: “Perdone, Vuecencia, creí que era pájaro”.

sábado, agosto 15, 2015

Una langosta en la ventana indiscreta


Edward Hopper

No mires, beso tus ojos para que no veas/ para que no veas lo que veo/ enfrente de nuestra ventana 
(José Hierro, La ventana indiscreta, poema incluido en Cuaderno de Nueva York).


Decía un gran degustador de crustáceos, que la langosta, si está fresca, viva y enérgica, debe comerse a la brasa. Puesto a decidir entre el bogavante y la langosta, ese ilustre gastrónomo de Palafrugell eligió el primero, no sólo por su bello nombre (que ya es decir), sino por “su maravillosa sustancia interna”. A ambos les atribuía las mismas cualidades: monstruos con carne ligeramente dulce, que admite el subrayado de algún tímido aderezo y que es mejor cocinar a la brasa y no someter nunca a una “cocción socialista y cuartelera”. Así llamaba Josep Pla (de él se trata) esos modos de pervertir sabores con salsas truculentas. Si es fresco el crustáceo mayor, a lo sumo, unas gotas de aceite puro de oliva y “una ligera presencia, muy leve, de vinagre”. Nada de limón, costumbre que rechazaba, acérrimo, el voraz y fabuloso sabio ampurdanés.
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Recordé las suculentas páginas que Pla dedicó a esos “bichos”, al ver de nuevo, con afán de “voyeurista culinario”, la gran película de Hitchcock sobre los mirones: La ventana indiscreta, una cinta que crece con los años, como la legendaria belleza de Grace Kelly y la fascinación de muchos por cualquier ventana de Hopper en el Greenwich Village.  

La evocación me resultó inevitable. Si bien Jeff (James Stewart) parecía preferir los sandwiches o los huevos con tocineta que le preparaba la incisiva enfermera, la aparición en un primer plano de una langosta con “papas paja”, no pudo pasarme inadvertida.  

La escena es fascinante. Liza (Kelly) llega al apartamento y le pregunta a Jeff qué le parece si van a cenar a Twenty One. Desde su silla, el fotógrafo, con la pierna izquierda enyesada, se extraña y le responde con otra pregunta: “¿Es que tienes una ambulancia afuera?”. Y aquí viene lo bueno. Liza sí tenía a alguien afuera. Tenía al propio Twenty One. Abre la puerta y entra un mesonero del famoso restaurante Club 21 de Nueva York, con su frac rojo, vino y unas viandas. El amable mozo lleva todo a la cocina y poco después la pantalla se llena con un plato en el que brillan el mencionado artrópodo, sus acompañantes, el vino blanco, y muy cerca, algo de mantequilla. Que la ortodoxia de Pla se haya visto afectada (la langosta no era a la brasa, seguramente, era grillé), no es óbice para el magnífico disfrute propuesto por una elegante y futura princesa de la vida real.
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El fotógrafo (¿qué otra profesión podría haber tenido?), instalado en su silla de ruedas, de tanto mirar a los vecinos, llegó a conocer todas sus historias cotidianas y a inferir las de sus vidas pasadas. En un apartamento de Greenwich Village, una ventana, con discreto encanto, a diario le brindó indiscreciones aledañas. Como recordarán, una de ellas es un crimen, pero otra también tuvo que ver con la mesa y la comida. No olvidemos que una de las vecinas espiadas era una solitaria. Jeff la ve cuando, no estando más nadie en su casa, pone mesa para dos y sirve dos copas de vino. Stewart con la suya, de vino blanco, es quien la acompaña a distancia y en secreto. Levanta la copa de su vino y brinda. Ella ni se entera, por supuesto. Está en su teatro de solitaria, y él, en su cómodo oficio de fisgón, como nosotros, espectadores de cuanto MacGuffin ande suelto por ahí y se nos ponga en la mira.  

P.D: En las páginas de Pla (Lo que hemos comido, Destino, 1997) hay una referencia a un plato que él califica de modesto y excelente: langosta a la catalana. En pocas líneas nos dice qué lleva: “Sobre nuestro clásico sofrito de cebolla, ajo y tomate -¡poco tomate!- se añade una picada de almendras y se espolvorea una pizca de chocolate”. Prou. Tal vez todo lo demás (la langosta) no era más que un arbitrario MacGuffin personal para esta postdata. Ya veremos qué más nos deparan las ventanas. 

martes, agosto 04, 2015

La comida, señor Flask


Moby Dick. Pequod, Por Jack Sullivan. 1954
 
 
Mediodía. El de la cabina del capitán es el primer servicio. Lo anuncia el cocinero sacando su cabeza por la escotilla y continúa con los llamados a los comensales, en un estricto orden de jerarquías. El capítulo en que Melville lo describe es un magnífico cuadro de costumbres marinas y sus implacables códigos de mesa.  

Tres oficiales acompañan a Achab en la ceremonia cotidiana. Reina la paz, aunque haya habido cruentas peleas en la cubierta. El jefe ya ha dejado a un lado sus facultades de dominio y comparte con equidad el almuerzo. Así lo dice Melville: 

Su realeza sobrepasa la del propio rey Baltasar, puesto que, en tal caso, Baltasar no es el más grande. Quien sabe tratar a sus amigos en la mesa, aunque sólo haya sido una vez, sabe lo que es ser César…”. 

Sin arrogancia alguna, como quien va a dispensar la comunión, cuchillo y tenedor en manos, Achab divide el plato fuerte. Es un acto sagrado y los oficiales esperan en silencio. Ninguno –dice Melville- se atrevería a decir nada. Sería mancillar el instante supremo.  

Todas las reglas funcionan de modo impecable y armonioso. No están escritas ni Achab tiene necesidad de recordarlas. Así, el oficial de menor rango sabe que no podrá servirse mantequilla y que a él le corresponde menos pulpa que hueso. 

Flask, que así se llama el tercer oficial, no tiene tampoco el privilegio de demorarse en la mesa. Es el último que llega y el primero que se levanta.  

Hoy siente nostalgia por su anterior condición, la que tenía antes del ascenso, cuando compartía en el castillo de proa el ruido que al masticar hacían los arponeros. A él no le estaba vedado pinchar un buen pedazo de carne y comérselo con ganas.  

Ahora está en la selecta mesa monacal del jefe. Añora bullas y chacotas. No se atreve a decirlo, pero en nada lo estimula esta frase que escucha todos los días: 

“La comida, señor Flask”.