jueves, mayo 29, 2014

Esa cosa de cangrejos


Laura Brown (Julianne Moore) con su hijo, en Las Horas
Virginia Woolf (Nicole Kidman) escribe La señora Dalloway. Para pedirle instrucciones acerca del almuerzo de ese día, ha subido Nelly, la cocinera, pero Virginia no quiere ser interrumpida.  

Al rato, cuando la escritora baje a la cocina, verá a Nelly haciéndole cortes a una carne, y Nelly le dirá: “Usted estaba muy ocupada y nadie me dio instrucciones, así que decidí hacer un pastel de cordero”.
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Laura Brown (Julianne Moore), que por esos días está leyendo La señora Dalloway, tiene abierto ahora un recetario. Quiere hacerle una torta a su marido, que está de cumpleaños. En la página, vemos varias recetas y una llamativa ilustración con un pastel que tiene escrito “Happy Birthday”. Sobre la mesa, un paquete de harina y otro de azúcar.  

Su pequeño hijo le ofrece ayuda y Laura la acepta. Se produce entonces una bellísima escena: el niño tamiza la harina sobre el bol, mientras la madre contempla la caída y dice: “Es hermoso, parece nieve”.
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Laura quiso hacer la torta exactamente igual a la de la foto que vio en el recetario y, en efecto, imitó muy bien su decorado, pero no logró que la torta levantara. Parecía conforme con el producto de su inepcia, pero después de la visita de una vecina, tiró el pasmado pastel a la basura y decidió hacer otro. Esta vez consiguió su cometido.  

Laura me hizo recordar un cuento estupendo de Rosario Castellanos, acerca de una joven esposa que monologa sobre su ignorancia culinaria, mientras hace el intento de prepararle una carne a su marido.
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Clarissa Vaughan (Meryl Streep), por su parte, le anuncia a Richard que dará la fiesta para celebrarle el reciente premio literario que ha ganado. Entre los argumentos que emplea para animar a su renuente amigo, incluye información sobre el menú. Le dice que va a preparar “esa cosa de cangrejos” que tanto le gusta. Richard le responde que sí, que adora esa “cosa”.
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En Las Horas algunos se anticipan. Vanessa (Miranda Richardson) se presenta en casa de su hermana Virginia cuando todavía le falta muchísimo al pastel de cordero, y ni siquiera es la hora del té. Igual ocurre con Louis Waters (Jeff Daniels), quien toca la puerta de Clarissa antes de tiempo y la encuentra en plena preparación de la comida. En el apartamento están sonando las “Cuatro últimas canciones” de Richard Strauss en la voz de Jessye Norman y Clarissa sigue afanada con las yemas de los huevos.  

Son las deshoras de Las Horas (2002), esa formidable película de Stephen Daldry que sufro y quiero.
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¿Y qué cosa era “la cosa esa de cangrejos”? A ciencia cierta no se supo. Recuérdese que finalmente no hubo fiesta. La comida quedó para ser consumida después, menos ese manjar que sólo vemos cuando Clarissa lo echa a la basura. ¿Sería una especie de fideuá de cangrejos? ¿Era algún plato de Nueva Orleans? 

Ni en la película, ni en la novela de Michael Cunningham que le sirvió de base, hay pistas para precisiones. Sólo un campo abonado para suculentas conjeturas.

jueves, mayo 22, 2014

La comida "terrible" o al diablo no se la da la buena mesa


Maurice Evans en Rosemary's Baby. Roman Polanski, 1968
 
Desde que la vi en el Obelisco hará unos 44 años, nunca ha dejado de aterrarme. Confieso que en la última década la tuve un poco olvidada, pero esta tarde, sin aviso alguno, irrumpió en mi memoria un detalle que me hizo buscarla nuevamente.  

Hace un año hablé de ella, a propósito de la atanasia, pero esa vez recordé sólo la “temible” raíz, pensando más en la palabra que en su uso. Suelo mencionarla, además, con relativa frecuencia, al punto de que en casa está incluida entre los “temas” con los que supuestamente fatigo a las personas más cercanas. Pues bien, no fue el “tanaceto” el detalle de El bebé de Rosemary que hoy me visitó. Fue un momento realmente gastronómico que había olvidado por completo: la primera comida de la película. En rigor, la única apetecible y suculenta comida de todo el filme.  

Después de disfrutar el extraordinario comienzo que urdió Polanski para meternos en el Dakota, con Mia Farrow tarareando una nana compuesta por Komeda, y de ser guiado por el querido Elisha Cook jr., en rol de Caronte neoyorquino, la decisión de verla completa ya estaba tomada, aunque estuviese a escasos minutos de la ansiada escena. Al terminar, confirmé mi afecto por esta magnífica obra del polaco y sentí que ella y el amplísimo entorno simbólico que la rodea, siguen creciendo.
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La escena buscada y su contraste con otra -igualmente gastronómica-, me depararon la sospecha de una hipótesis: al diablo no se le da la buena mesa. Esta versión del Bajísimo, hábil para el uso utilitario de los menjurjes, muestra una enorme inepcia para la cocción alimentaria y cierta preferencia por lo crudo. Pero como todo hay que decirlo, no puedo omitir los innegables méritos del Maligno como barman. Cuando los esposos Castevet reciben en su apartamento a los Woodhouse para la cena con la que dan inicio a su “amistad” vecinal, Mr. Castevet (Sidney Blackmer) se luce en la preparación de una bebida desconocida por los invitados. Será lo único rescatable en el consumo de esa noche, por parte de Rosemary (Mia Farrow) y Guy (John Cassavetes), quienes al llegar a su apartamento, no sólo se burlan de la dispar vajilla, sino que lamentan lo incomible de la carne (Rosemary apenas la prueba) y lo espantoso del postre. Guy, por “educación”, se comería dos trozos de la torta, para no hacerle un desaire a Minnie Castevet, quien insistió en allegarle el segundo pedazo del engrudo.  

En verdad, el coctel que el Siniestro les dio a beber (y conocer) mereció el indulto de la acerba crítica. Era un Vodka Blush. Mr. Castevet les informó, además, que esa combinación de vodka, jugo de lima y granadina, era una bebida muy popular en Australia, dicho todo con su sapiencia, tanto de diablo como de viejo. Sin duda, ese tanto etílico, fue muy bien ganado por Belcebú.
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Apenas dos minutos (o menos) dura la escena que hoy me llevó a ver de nuevo la película. Hutch (Maurice Evans), buen amigo de Rosemary los recibe en su casa. No los vemos llegar. El momento se inicia en la cocina, cuando Hutch, hombre bueno y culto, está sacando del horno lo que van a comer esa noche: una prodigiosa pierna de cordero que Hutch lleva hasta la mesa. Se ve tan provocativa, que puedo jurarles que sentí su olor. El anfitrión se encarga de trincharla y de servirla en cada plato, bajo la voraz mirada de los comensales . Hasta el espectador menos goloso no deja de sentir la tentación de hincarle el diente. Todavía nadie sabe que esa es la única oportunidad de comer sabroso en la película.

El diálogo en la mesa discurre acerca del edificio al que han decidido mudarse Rosemary y Guy. Hutch les explica que allí han pasado cosas terribles y que en una ocasión vivió en uno de sus apartamentos un célebre brujo llamado Adrian Marcato, quien proclamaba haber suscrito un pacto con el diablo. Mientras les va contando algunos horrores del Dakota (Bramford en el filme), Hutch termina de servir.  

 Tras la mención de una las historias más pavorosas, Rosemary exclama: “Fantástico” (“terrific”) y su marido le pregunta: “¿La casa”.  

La respuesta, concentrada como estaba ella en lo suyo, fue el sello definitivo de la (es)cena:  

“El cordero”. 
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P. D: Una noche Mrs. Castevet les lleva a los esposos Woodhouse una mousse de chocolate. La ocasión propicia un chiste verbal de Guy: no es mousse de chocolate, sino “chocolate mouse”, porque a ella (Mrs. Castevet) la llaman Minnie. De más está añadir que la mousse tenía un sabor rarísimo, como de inmediato lo apreció Rosemary, de cuyos sentidos parte el hilo narrativo de la formidable película de Roman Polanski.

martes, mayo 13, 2014

La escritora con zapatos de Ferragamo también cocina


 
Hará unos cinco años Cristina Barros me habló de ella con admiración y afecto. Yo le había preguntado por sus libros y por su interés en temas gastronómicos, una devoción que ambas cultivan con placer. Desde luego, también le inquirí su opinión acerca de otras vetas fabulosas de la novelista, como las de la música y el diseño de modas.  

Me refirió que entre Margo Glantz –de ella se trata- y Rosario Castellanos, se repartían los liderazgos docentes en la carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas, cuando a Cristina le tocó ser alumna de la segunda. Por eso, su acercamiento a la autora de El rastro (novela en la que aparece, por cierto, Glenn Gould) fue menos por vía académica que familiar.  

En un bello texto incluido en el libro Margo Glantz, 45 años de docencia, encontré poco más tarde que esos recuerdos de Cristina Barros estaban plasmados en un texto titulado “Filosofías de cocina”. Además de resaltar los orígenes del amor de Glantz por los fogones, nos reveló allí que sus conversaciones con la escritora, nunca dejan por fuera el tema de la cocina. Y si leemos el siguiente párrafo del hermoso testimonio de Cristina, entenderemos que no podía ser de otro modo: 

Quien ha estado en casa de Margo sabe que no sólo es generosa y magnífica anfitriona, sino que disfruta creando y recreando platillos, jugando a la alquimia con las especias, los olores y los sabores, y compartiendo saberes con la mayora Mary”.
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En uno de sus libros más queridos, Las genealogías, Margo Glantz conversa largamente con sus padres y recrea la mesa de la casa, pero también la del restaurante que tuvieron en la Zona Rosa: el “Carmel”, un sitio privilegiado para el encuentro de intelectuales y artistas, y para el goce de diversos “strudels”, de bolitas de “matzhe mel” y de otras delicias de la tradición gastronómica de unos judíos provenientes de Ucrania.  

Con palabras amables y recuerdos que fulguran, la autora escribió en esas páginas:  

Sin cocina no hay pueblo. Sin pan nuestro de cada día tampoco. Por eso dice Bernal Díaz refiriéndose a la tortilla ´el pan de maíz que ellos hacían´. Me lo sé de memoria y casi puedo decir que por mis venas corre harina, pero eso pertenece a otro costal, al del Carmel, donde había unos bocaditos de chocolate, por dentro y por fuera como los ataúdes, amenizados con nueces y con un licor que los empapaba y que bien podía ser coñac o ron. Yo les llamaba orgasmos. No lloro, nomás me acuerdo”.
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Margo le preguntó un día a su madre cómo se hacían los “gribelaj” y la  respuesta fue: 

Los gribelaj son de grasa de pollo, se corta en pedazos, se pone en lumbre con un poco de sal y cuando se empieza a dorar se pone la cebolla, se fríe tantito, se sacan los gribelaj tostaditos y se comen y ya”. 

Al “Carmel” llegaba Pita Amor con joyas y vestidos rasgados, a comprar cuernitos de nuez. A Las genealogías de Margo Glantz, su preciosa autobiografía doméstica, llegamos escoteros los lectores, a comer literatura de la buena.
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P.D: Según Cristina Barros, uno de los platos que mejor se le da a Margo Glantz, es el lomo de cerdo en guayaba. En alguna ocasión, en la columna “Itacate”, que Cristina y su esposo Marco Buenrostro tienen en el diario La Jornada, pusieron la receta.

viernes, mayo 09, 2014

Gula, novela y cine



Joyce Redman en Tom Jones de Tony Richardson


La famosa escena de la comida que Tony Richardson (director) y John Osborne (guionista) incluyeron en su Tom Jones, y que desde entonces (1963) pasó a ser un ilustre ejemplo cinematográfico de “erotismo en la mesa”, no discurre de igual modo en Fielding.

Para el autor del gran libro de la picaresca británica, el placer de la comida se basta a sí mismo. Puede estar antes que otro, pero es mucho más que su antesala. Si bien los comensales van a irse a la cama –como acá ocurre-, eso no es asunto que, en rigor, le vaya o le venga a la concentración total que demanda el supremo disfrute de la gula, que por algo es tan “pecado capital” como el otro.

Mrs. Waters seduce más que come, pero Tom está sumido en su yantar: sopa, langosta, pollo, ostras y vino. A ese deleite le dispensa la exclusividad de su entusiasmo, tanto, que Fielding siente la necesidad de explicar el aparente desdén por Mrs. Waters, atribuyéndole a su héroe una dignidad absoluta en el cumplimiento de un quehacer vital, nada incompatible con los otros. Se recordará que en el film de Richardson, ese momento, mediante un elocuente juego de bocados y miradas, es más bien el notable prólogo que protagonizan Albert Finney y Joyce Redman, antes de atenderse mutuamente en otro sitio.

En su libro Gula (Paidós, 2005), Francine Prose nos ha llamado la atención acerca de esta diferencia entre la novela y la película. Sobra decir que ambas escenas me agradan.

martes, mayo 06, 2014

De pavos y de vinos


Carrie Snodgress y el vino
 
Escribo esta anotación a las cinco y media de la tarde. Hoy me levanté a eso de las cuatro de la mañana. Prendí el televisor con la esperanza de encontrarme a Chaplin, pero nada. Me conformé con mirar de nuevo algunas escenas de Diario de una esposa desesperada (1970), una vieja película de Frank Perry.
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Pobrecita la mujer que encarna Carrie Snodgress. Tiene que cargar con dos seres insoportables: el marido y el amante. La agarró el chingo, y buscando un escape, cayó en manos del sin nariz. Pero no fue para verla sufrir que me quedé enganchado a la película. Fue para disfrutar de la fiesta que da el marido, ese “parvenu” indetenible que protagoniza los momentos en los que el director ejerce a placer la burla social más despiadada.  

El insufrible marido de Carrie Snodgress se había empeñado en dar un convite para lucirse entre los integrantes del “selecto” círculo en el que aspiraba insertarse del todo. Por esa razón, contrata a la agencia de festejos más cara de la ciudad, que él cree sigue estando de moda entre los “suyos”.  

La primera decepción la tiene cuando se entera de que el prestigioso francés que está al frente de la agencia no va a asistir, “porque no se habían realizado los arreglos especiales” para que eso ocurriera. Vale decir: no se había contratado y pagado ese privilegio adicional. Así se lo informa el puntilloso jefe del servicio cuando llega a la casa con su diligente y despótica brigada. Desde ese momento hasta el final, todo es un fracaso.   

Los invitados, cansados de comer en todas las fiestas del grupo la misma tortilla servida por la casa Beaumont, comienzan su retirada, cuando,  apremiado por un compromiso más importante, el “simpático” gruñón de la agencia decide cerrar el bar. Así que para el momento de la previsible tortilla, no llegaban a diez los asistentes al sarao convertido ya en monótono velorio.  

Por andar de brejetero, el anfitrión terminó herido en su atorrante orgullo, pero no dio su brazo a torcer. “Todo salió bien”, le dijo a Tina, su paciente “esposa desesperada”. Segundos después de haber proferido ese débil autoengaño, se enteró de que uno de los invitados, nada menos que el último ganador del Premio Pulitzer, le había robado su adorada pieza de artesanía esquimal, bajo la mirada impávida de Tina, quien temerosa de una reacción de su marido, nada hizo contra el “distinguido” choro. Más crueldad para el lastimado “nuevo rico”, imposible.
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Por último, tres detalles de mesa y la bebida:  

1. Al comienzo, la pareja va a cenar a un restaurante italiano, y él pide cordero “al estilo francés”. El mesonero lo corrige de inmediato: “No, aquí lo hacemos al estilo italiano”. 

2. Él pide la carta de vinos y el mesonero le informa que no tienen carta y le ofrece un Barolo. Fiel al aplomo de su ignorancia, Jonathan dice que no, que mejor un Lambrusco. “No tenemos Lambrusco. Sólo Barolo”, le riposta el mozo. Para lucirse, el cliente, resignado, demanda una botella “del 65”. La respuesta que el mesonero le propina a esa dudosa echonería no tiene precio: 

“No. La del 65 fue una mala cosecha. Mejor le traigo del 64”.   

3. Al probar el relleno del pavo en la cena familiar de Acción de Gracias, una de las niñas lo rechaza con asco, dice que está horrible y devuelve su bocado al plato. ¿Por qué ese relleno tan poco tradicional? Resulta que su padre le había pedido a Tina que hiciera un pavo “gourmet”, para romper con la costumbre y ponerse en la onda culinaria del momento. Él mismo buscó la receta en una revista de cocina francesa: Dinde rôtie, farce aux huîtres et herbes.   

A la niña le resultó horrible la combinación, aunque, separados, le gustaran las ostras y el pavo. Por sólo expresar su repulsión, fue severamente regañada y echada de la cena, pero ella, en sus trece, se levantó gallarda y se fue, agradeciendo la alejaran de ese “engendro” incomestible.   

De la referida (es)cena de Acción de Gracias, no puedo omitir un detalle adicional: el vino era un Romanée Saint Vivant, cuyo nombre el padre le exige a las niñas que se aprendan, “para que comiencen desde chicas a saber de buenos vinos.”

Conste que sólo se trata de una modesta película de Frank Perry y no de uno de los excelentes diarios del admirado poeta Alejandro Oliveros, verdadero conocedor de borgoñas. Y de barolos, por supuesto.
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lunes, mayo 05, 2014

A la mesa, con Vargas Llosa


Tacu tacu

Cuando en una novela se come varias veces, anotar su lectura puede resultarnos un grato paseo gastronómico. Eso me acaba de ocurrir con El héroe discreto de Vargas Llosa, un libro poblado por viejos personajes del autor, pero también por varios platos de la tentadora cocina peruana, especialmente de la región de Piura.  
 
Ahora, sólo un adelanto utilitario (todo hay que decirlo) de ese registro goloso, a ver si obtengo más datos de los que hasta ahora poseo. Estoy seguro de que quienes tienen memoria de algún “seco” o del “tacu-tacu”, se animarán a comentarlo. Conste que no estoy enviándole ninguna cordial indirecta a nuestra amiga Mirtha Durand. De todos modos, muchos sabremos agradecerle que se dé por aludida.
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Primero el desayuno de Felícito: café con leche de cabra, tostadas con mantequilla y unas gotitas de miel de chancaca.  
 
Mi “google” doméstico en materia de cocina (Cuchi, le decimos), me acaba de informar que esa miel no es otra cosa que “melao de papelón”. 
 
Y ahora sí, la enumeración de algunos platos: 
Bistec apanado con tacu-tacu.
Corvina a la parrilla.
Conchitas a la parmesana.
Seco de chabelo.
Ceviche de conchas negras.
Olluquitos con charqui y arroz.
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En el libro del poeta Hinostroza acabo de ver una receta de Tacu-tacu, cuyo nombre, según su hermana Gloria, procede de un vocablo quechua (tacui tacui) que significa “todo revuelto”.
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En la calle y a cualquier hora: chifles y algún helado de lúcuma.
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No estaría mal terminar este breve paseo con una espesa cremolada de frutas, no sin antes agradecerle a Mario Vargas Llosa la diversión adicional de su novela.

sábado, mayo 03, 2014

Un "mandado" de amor


Adam Zagajewski
 
En una tarde de mayo, Zagajewski lee a Milosz junto a la ventana abierta y oye de pronto el silbido de las golondrinas.  

Son dos imágenes de su poema Antenas en la lluvia, esa prolija enumeración no ordenada de destellos, recuerdos, puntos de agenda doméstica, lecturas, aforismos, preguntas, palabras, observaciones y deseos. 

Me detengo en una: 

Zanahoria, cebolla, ciruelas pasas, almendras, azúcar en polvo, cuatro manzanas grandes, preferiblemente verdes (notas de amor que me dejas)”.
 
Se la leo a Cuchi, quien sin pensarlo, me dice: 

“Lomo de cochino con manzanas. Todo al horno, menos las almendras que se les pone después”. 

Con su “mandado” de amor, hoy Zagajewski, de vuelta a este blog, nos ha regalado una receta.