lunes, abril 25, 2011

Caminos que andan

La chalana Marisela bajando hacia el Arauca por el Manglar, brazo del río Apure

Uno tiene sus ríos particulares, esos con los cuales se ha soñado, aún sin conocerlos. Así, yo tuve como lugares míticos el Támesis, el Orinoco y el Apure. Con los tres soñé sin haberme nunca acercado a ellos. Alguna vez, en mi sueño, los dos últimos se salieron de su cauce. El Orinoco llegó hasta mi cama y la hizo flotante. El Apure se acercó mucho, pero se quedó en la calle. No olvido esos impresionantes sueños fluviales, incluido el londinense, corriendo dulce en unos versos de T. S. Eliot. Hace pocos días completé la aproximación no onírica a esa trilogía personal. Conocí el Apure desde el puente María Nieves, en llegando a San Fernando, y lo vi casi a diario durante mi semana santa apureña, ora en Biruaca o en Arichuna, yendo hacia diversos parajes de su parte baja. Pese a la inmensa pérdida de cauce, el legendario río me impuso su antigua majestad y su gallarda resistencia al tiempo hostil que socava y ensucia sus aguas, sus riberas. Algún día volverá por sus fueros, dice Cuchi, como todo río que se cansa del irrespeto de quienes le roban espacio y lo contaminan sin clemencia. En el palacio de los Barbarito pude ver los bolardos donde amarraban los barcos que atracaban en el muelle de San Fernando y en la Calle del Comercio me detuve a contemplar la casa donde estaba el hotel que hospedó  a Gallegos la semana santa de 1927 y donde Doña Bárbara se alojó durante su última visita a la capital del estado. A pocos metros del novelista y de su personaje más famoso, discurría el prodigioso río, ahora lejano. Lastimosamente, ya no andan tanto los “caminos que andan”, según la elocuente metáfora del barinés Alberto Arvelo Torrealba. Por lo menos, no discurren por donde antes pasaban a diario y no en ocasionales embestidas.
Frente al Apure, en los puestos de pescado, el miércoles santo contemplé la frescura de los bagres rayaos, de los pavones, de los caribes, de las cachamas, de las corvinas, de los curitos y de los coporos. Poco más tarde, en el almuerzo, no tuve cómo valorar la calidad de los primeros sobre los segundos, o viceversa, y opté por emplear un recurso retórico de nuestro guía y amigo Edgar Colmenares del Valle: “el bagre rayao es el primero y el pavón el número uno”. Degusté carnes melosas y agradables que desmienten a quienes atrofian su gusto con remilgos de monifato y despachan a los pescados de río con la mendaz afirmación de que “no saben a nada”. El señor Pavón y don Bagre Rayao declaran el esplendor de una cultura alimentaria que va más allá del tópico del “sabor a tierra”, sin apelar a salsas encubridoras de la geosmina… El día anterior disfrutamos de otra especie llanera muy preciada: el galápago. En una laguna cercana al Paso Arauca habíamos visto un puño de galápagos. Apenas nos detuvimos a fotografiarlo, con simultánea y eficaz precisión, los integrantes del conjunto se lanzaron al agua. La carne suave y sabrosa del galápago la apreciamos en un guiso que Teresa Colmenares nos ofreció de desayuno. En otra ocasión haré el elogio correspondiente a ese plato inolvidable. Ahora vuelvo a los ríos.
Desde que escuché una canción de Eneas Perdomo en la que se le rinde homenaje y supe que mis amigos el poeta Barrios y Florencio Sánchez lo habían navegado, el Matiyure se convirtió en una de mis fijaciones. No había soñado con él, pero era para mí tan mítico como el Arauca, otro río no soñado, pero sí beligerante en mi imaginación. Bien. Al llegar a Achaguas me condujeron de inmediato a ver el río. Ahí estaba. Es apenas una sombra de lo que me habían ponderado. Alguien nos oyó el lamento y comentó que “lo tienen taponeao en el Cedral”. Uno confía, sin embargo, en que el Matiyure volverá a ser el río cuyas aguas  se arrodillan ante el Cristo/ y se ve lo nunca visto:/ semana santa en Achaguas". Valgan esos versos que cantaba Eneas Perdomo para rematar este artículo en tono de esperanza y de fe en el milagroso nazareno de Achaguas.

viernes, abril 22, 2011

Notas apureñas y apuradas

Escena prodigiosa cerca del Paso Arauca. Edgar comentó que tenía, por lo menos, 50 años que no veía esa belleza

En el Paso Arauca el Diablo no pudo con Florentino. Así lo afirmó sin más Germán Fleitas Beroes y yo le creo, como le creo también a Arvelo Torrealba cuando ubica la famosa gesta del contrapunteo en Santa Inés. El mito tiene tantos lugares llaneros, como poetas que lo canten. Y no podía ser de otra manera, tratándose de copleros errabundos y de leyendas compartidas en la inmensidad de estos parajes que visito desde ayer. De la mano de Edgar Colmenares del Valle, un pequeño equipo del Centro de Investigaciones Gastronómicas de la UNEY constata imágenes leídas en Gallegos, oídas a juglares o simplemente soñadas después de mirar alguna estampa del gran río.
Como dice el tango: en caravana los recuerdos pasan. Así, llegaron Toto de Lima con su amanecer oloroso a mastranto y el poeta Castellanos en una foto de cuando estuvo confinado en San Fernando de Apure en los años 30. Llegó también un poema de Luis Barrios Cruz al entrar a Calabozo y toda la Silva Criolla cuando contemplábamos ayer la ola que ha caído (el llano) y la ola que no cae (el cielo). Poco antes, en Ortiz, el domingo de ramos advino completo, con procesión y todo. El paisaje literario en su apogeo. Hasta el cura y el sacristán que “decía amén pensando en otra cosa”, llegaron. De inmediato, una casa muerta, como testigo intacto de una erosión novelada, nos impuso su presencia.
Ganada la indulgencia plenaria en la iglesia de Ortiz, reiniciamos el camino hacia Camaguán. Nos esperaba Arnaldo Acosta Bello y algunos versos de su Canto elemental de los cincuenta. Nos detuvimos para ver el Portuguesa, cuyas aguas vieron nacer a Manuel Bermúdez, tan llanero y académico como nuestro guía. También aguardaban por nosotros los pandehornos, en roscas y en empanadas (una delicia rellena de algún dulce que esta vez era de plátano) y, por supuesto, pájaros... En fin, lejanías y préstamos. Garzas y agua. En eso estamos desde la mañana del domingo.
Nos aguarda otro paisaje: el gastronómico. La semana santa apureña es pródiga en babos, chigüire y galápagos. Hoy iremos a Cunaviche, donde Gallegos no estuvo nunca. Al retornar nos desviaremos hacia San Rafael de Atacaima, para conocer uno de los mejores mercados fluviales del país. Resuena todavía en nosotros la bandolina del maestro cunavichero Carmelo Aracas, mientras vemos una garza paleta, oronda en la laguna. Buena señal, sin duda, para esta primera incursión en la sabana.   

(Estas notas fueron hechas en la libreta del teléfono la mañana del lunes 18 de abril del 2011. Las transcribí tal cual)

lunes, abril 11, 2011

"La saL": una frase redonda

Salinas de Araya

Cuchi rectificó de sal en Salsipuedes. Apreció que le faltaba apenas un puntico. Entonces Damaris agregó lo justo y la sopa de pescado estuvo lista. La sal, “poquita porque es bendita”, cumplía una vez más su función cotidiana y milenaria: nada menos que dar gusto.

No hubo condimento más preciado en la historia de nuestros pueblos que la sal. Desde su nombre se designa la remuneración que reciben los hombres por su trabajo: salario. Antes de la acuñación de la moneda, y aún después de ese hecho ocurrido en Lidia 600 años antes de Cristo, la sal sirvió como forma de pago. Sacralizada por diversas culturas, la sal, sea del mar o de la tierra, ha sido ícono de poder y no solamente alimento básico de los seres humanos o materia conservadora de otros alimentos. Con seguridad lo segundo explica lo primero, pero como a veces los símbolos se bastan a sí mismos, no está de más la distinción. Poseer la sal es poseer la llave del sustento o la pieza maestra del comercio, como pretendieron, entre otros, ingleses y holandeses. También es la fortaleza para la liberación. Así lo demostró Mahatma Ghandi con su antimonopólico puñado de sal y su marcha por la independencia de La India.  

Para salar arenques y preparar mantequillas y quesos, los europeos apetecían la sal de todas partes, especialmente la del Caribe, por considerar que ésta era la más apropiada para la salazón de sus peces y para elaborar el gravlax, ese salmón curado que hace las delicias de los suecos. Los españoles controlaron con denuedo las salinas del Caribe y al producirse la ruptura de la paz con Holanda, tuvieron que habérselas con los invasores. En enero de 1622 una flota de casi cuarenta barcos holandeses irrumpió en Araya con el propósito de apoderarse por completo de las envidiadas salinas venezolanas. Los españoles resistieron y ganaron finalmente con holgura. Escarmentados, erigieron poco después el inexpugnable Castillo de Araya, que fue por mucho tiempo la más importante fortaleza de estas tierras. Dijo alguna vez el historiador Germán Carrera Damas que si la guerra nacional de independencia y el terremoto de 1812 hubiesen sido más cruentos de lo que fueron (y conste que lo fueron), en Venezuela sólo habría quedado en pie el soberbio Castillo de Araya.

Caminos de recuas sirvieron para traer la sal a tierra adentro, pero si la ruta para allegar el preciado condimento o agente primordial de la salazón, se hacía difícil, echábase mano a las viejas habilidades aborígenes. A falta de sal marina o lacustre, la terrestre de Quíbor no era mal sustituto. Tenía prosapia: había sido sal principal en los primeros años de la conquista, como lo atestigua el comerciante florentino Galeotto Cey, cuya obra Viaje y descripción de las Indias ha sido ampliamente estudiada por José Rafael Lovera, nuestro máximo historiador de la alimentación. De unos “panecitos de sal” hablaría un integrante de la expedición de Federman, cuya posesión causó el castigo de cien azotes. Esos panes de sal eran el resultado de un procedimiento que los indios quiboreños realizaban sobre tierra salitrosa, cociéndola y colándola con agua de lluvia. Un cronista llegó a afirmar que con ella se hacía mejor cocina que con la sal de mar (“¡Ah, mundo cuando era mundo/ y cuando en Quíbor llovía!”).  

La sal (palíndromo que sirve de título a este artículo) siempre ha sido objeto de trabajo de la imaginación gastronómica. Así, no podemos dejar de advertir que las “sales saborizadas” no son esa creación reciente y “gourmet” que algunos presentan como “hallazgo”. Son sí un ostensible pleonasmo…  La combinación del sabor de la sal con distintos aromas es una sana práctica que los árabes realizaban con limón, como siempre se ha sabido. Seguro que podemos seguir experimentando y dando con buenas fórmulas, pero tengamos el cuidado de reconocer las precedentes. Antes que menoscabar la innovación verdadera, ese cuidado la enfatiza y favorece.  

También “Ilsebill rectificó de sal” y generó, según los alemanes, la mejor frase primera de novela alguna. Esta fue escrita por Günter Grass y famosamente se llama El Rodaballo.  

lunes, abril 04, 2011

La patria bicentenaria y gastronómica

Francisco de Miranda (detalle de Miranda en La Carraca, de Arturo Michelena)

No sé en qué momento supe de la Patria. Tal vez fue cuando la maestra de preparatorio nos enseñó e hizo cantar  el Himno Nacional a todos los alumnos en un salón de actos del Colegio o cuando le escuché a mi tío, el poeta Castellanos, recitar su poema sobre el hijo que Bolívar no tuvo y debió tener, "no en María Teresa, su esposa divina, ni en Manuela Sáenz, su hembra soberbia, sino en una negra indoamericana, para que tuviese siempre rebeldía". No recuerdo qué edad tenía cuando contemplé por vez primera “la bandera que trajo Miranda”, como decía la canción que mi madre nos cantaba en la casa y de cuyo letra me he olvidado.  No puedo precisarlo. Menos aún si incluyo en ese imaginario primordial los años en que la infancia no es más que una memoria oblicua o un discurso elaborado por los padres. Es probable que el mapa de Venezuela me haya maravillado antes de lo que ahora recuerdo, pero sólo tengo claro el instante en que torpemente lo dibujé en un cuaderno.  
Apartando símbolos y la presencia inevitable de Bolívar, el encuentro con la Patria podría haber sido también cuando vi paisajes distintos a los de mi ciudad durante un viaje inolvidable hacia Caracas, en el que, entre otras cosas, descubrí las mandarinas de San Felipe, el lago de Valencia y la televisión (todo hay que decirlo) en la casa de Efraín De Lima. En verdad, la Patria se me fue conformando paso a paso y no de golpe. La sentí con mayor nitidez una madrugada en que nuestro atildado vecino Martín Alfonso tocó en una ventana de la casa para avisarnos que Pérez Jiménez había caído. Ese día la Patria me mostró numerosos destellos. Pronto vendrían las Lecturas Venezolanas de Mario Briceño Iragorry, libro que nos llegaría de regalo a Elsy y a mí, de la librería Santos Luzardo, propiedad del tío ya mencionado.  Todavía puedo revivir el olor de sus páginas y evocar con deleite varios de sus textos más hermosos. Después vinieron otras experiencias y la Patria siguió armándose en mí de modo más directo. Conocí lugares que en nuestra familia tenían rango estelar y de leyenda, como los Andes. Así, el estado Trujillo me mostró sus carreteras y desde ellas un sitio que no se terminaba nunca: La Beticó. Más tarde me enteré de que esa hacienda que mi padre me indicaba era un importante “latifundio", palabra que asociaría poco después a la expresión “reforma agraria” y a todo lo que significó esa etapa del país que viví en mis años de bachillerato. 
Al visitar los pueblos de Trujillo comencé a percibir la diversidad de la Patria y sus emblemas. Supe que no sólo el Parque Ayacucho de Barquisimeto representaba nuestra historia. Pero, sobre todo, me enteré de la existencia de otros venezolanos que habitaban la misma Patria. Además de larenses, caraqueños y andinos, había zulianos. Sigue resonando en mis oídos la voz de un policía de Cabimas, cuya fonética y entonación me impactaron hasta la hilaridad en el primer viaje que hice al estado Zulia, acompañando en su trabajo al agente viajero que era mi padre. Más tarde serían otros los paisajes y otros los sueños que la Patria me iría revelando y despertando. La lectura de Comprensión de Venezuela, de Mariano Picón Salas, se convirtió para mí en una suerte de bitácora intelectual para aproximarme a las entrañas del país. Vuelvo a sus lúcidas páginas con frecuencia y aprendo siempre de ellas algo nuevo. Podría añadir otros libros imprescindibles en  mi trato personal con el país, como varias novelas de Rómulo Gallegos, de Díaz Sánchez, de Meneses, de Otero Silva, de Uslar Pietri y de Enrique Bernardo Núñez, pero la lista se me haría muy extensa y no estoy haciendo recuento de lecturas.  Dejo sí constancia de lo mucho que aprendí de Venezuela leyendo a Orlando Araujo, así como poemas y ensayos de Juan Liscano.     
Puedo decir que a la Patria la oí, la vi, la olí, la toqué,  pero que también me la fui comiendo. "Se te mete por los ojos", dijo Briceño Iragorry. Y es cierto. Pero en algunos casos, te entra principalmente por la boca. Y te sabe a arepa, a carne mechada, a papelón, a mango.  La Patria es algo más que una historia. Es un catálogo de emociones. El poeta José Emilio Pacheco, hablando de la suya (la mexicana) dijo no amarla, pero confesó que daría su vida por diez de sus lugares, cierta gente, puertos, bosques, una ciudad deshecha, varias figuras de su historia, montañas y tres o cuatro ríos. Hablando de la mía, yo podría decir lo mismo, pero habría de añadir a la lista cuatro o cinco platos, la hallaca incluida, por supuesto. Diga el lector los suyos, porque sé que no es fácil la escogencia.