sábado, febrero 24, 2007

Geografía del hambre


Abro el libro clásico de Josué de Castro a sabiendas de que tengo en mis manos un tesoro. Cuando fue publicado en Francia hace ya 58 años nadie dudó de que se trataba de un libro pionero en el tema de la alimentación, no sólo en América Latina sino también en los ámbitos académicos de Europa. Actualmente, para muchos continúa siendo una novedad. Me refiero, desde luego, a Geografía del hambre, título imprescindible para todo estudioso de las culturas alimentarias. El insigne brasileño tuvo el atrevimiento de llamarnos la atención acerca de una insólita negligencia: mientras nos dedicamos a la guerra o la analizamos de manera minuciosa, el hambre nos tiene sin cuidado intelectual alguno, pese a que ha producido más muertes que la primera. Y por allí se fue, método geográfico en ristre, con páginas espléndidas, documentadas y sentidas acerca del gran tabú universal del hombre: el hambre.

Es una lástima que con el descubrimiento clamoroso de Josué de Castro haya pasado lo que siempre ocurre con quienes encuentran la carta robada de Poe (la teníamos en nuestras narices y no la habíamos visto): son considerados aguafiestas o denunciadores inoportunos de lo que deseamos hacer pasar por debajo de la mesa. Celebrados al comienzo, terminan preteridos por sus incordiantes (im)pertinencias, sobre todo si éstas recusan poderes económicos o políticos, como en el clarísimo caso de Josué de Castro, quien no tuvo inconveniente alguno en señalarlos como fabricantes de hambre, y en buscar, además, la comprensión del fenómeno, no con investigaciones parciales, limitadas a la producción de estadísticas, de gráficos o de números, sino con una visión de conjunto en la que no faltaba la literatura (Hamsum, Istrati, Steinbeck), siempre ausente en la insoportable prosa de los especialistas de toga negra o de bata blanca.

Josué de Castro le hizo a la ciencia social el notable y significativo aporte de afrontar el tema del hambre con integralidad y valentía, enfrentando prejuicios y viejos resabios. Memorables son las páginas de Geografía del Hambre en las que le enmienda la plana nada menos que a Gilberto Freyre. Recordemos. En Casa Grande y Senzala, el lustre antropólogo afirmó que el plantador y el esclavo fueron siempre los mejor alimentados, pues el primero nutría bien al segundo para que produjese más. Error. Y grave, según Josué de Castro, para quien comer más cantidades de alimentos no era necesariamente nutrirse mejor. Esto dijo de Castro: “Cuando un sociólogo ignora que proteínas y albúminas son una sola y misma cosa y comete la torpeza de escribir que la alimentación de las familias de colonos brasileños es de mala calidad, `a causa de su evidente pobreza en proteínas y de su pobreza probable en albúminas’, su obra científica no puede ya ser tomada en serio. En efecto, semejante ignorancia bastaría para eliminar a cualquier estudiante secundario que diera su examen de historia natural, de química o tan sólo de economía doméstica”. Fuerte don Josué, pero necesario y certero para establecer el respeto que el tema de la alimentación exige.

Volver a la obra de Josué de Castro es retomar el hilo de un pensamiento fundamental para los pueblos que fuimos condenados a la incultura alimentaria y devolverle a los estudios acerca del hambre integralidad y buena literatura. Basta leer las páginas sobre el ciclo del cangrejo que el autor escribió cuando tenía 20 años para saber que estamos leyendo a un científico que es también un poeta, como debe ser.

lunes, febrero 19, 2007

Lunes de carnaval bahiano


Hace poco una profesora brasileña, veterana en congresos académicos y horra en conocimientos culinarios (pero conocedora pretendida de los mismos), desdeñosamente contradijo a su interlocutora porque ésta había afirmado, con cierta cortesía y timidez, que la mejor cocina de Brasil era la bahiana. La profesora alegó –sólo por contradecir- que era otra, vaya usted a saber.
Por fortuna, su paisano Josué de Castro tuvo la precaución de refutarla contundentemente en 1949 con una cita precisa (y preciosa) de Manoel Querino que copio de seguidas en este lunes de carnaval "baiano":

Es notorio que Bahía detenta la superioridad, la excelencia y la primacía en el arte culinario del país, pues el elemento africano, con sus refinados condimentos y sus platos exóticos, modificó profundamente la cocina portuguesa, para finalizar en algo absolutamente nacional, sabroso y agradable hasta para el paladar más exigente, lo cual refuerza la justa reputación de que goza la cocina de Bahía”.

domingo, febrero 18, 2007

La alimentación y el Programa de Febrero


Enrique Bernardo Núñez en dos breves artículos del año 36 toca el tema de la alimentación con una claridad y una perspicacia todavía en vigor. Su pluma de periodista, que jamás dejó de ser la misma del hombre de letras que escribió La galera de Tiberio, consideró de urgente aplicación la parte del programa presidencial referida a los alimentos. Eran tiempos de cambios. O se inventaba o se erraba. En esos artículos Núñez destacó el rol de las políticas alimentarias por encima de otras que debían considerarse subsidiarias. Abogó por una urgente reforma de lo que él llamaba “sistema alimenticio”, un sistema productor de tantas o más víctimas que “el paludismo y la sífilis”. Apuntó con sabia visión hacia la arista educativa como el instrumento clave para adelantar las soluciones. Poco le faltó para proponer un "Acude" o una “Misión Robinson” dedicada sólo a la alfabetización alimentaria.

Sus artículos se refirieron al tema, a propósito del Programa de Febrero de Eleazar López Contreras, en el que se anunciaba la creación de una instancia para el estudio de la nutrición nacional y un plan práctico de alimentación adecuada. Fueron un llamado de atención, un timbrazo a las audiencias o a los funcionarios que descuidaban los asuntos de la ingesta diaria en favor de otras cosas menos pertinentes. Por desgracia, ese llamado aún no ha sido atendido por nosotros. Basta escuchar a quienes hablan de “soberanía alimentaria” para percibir la insuficiencia y percatarse de que el mensaje de Enrique Bernardo Núñez sigue aguardando oídos que lo entiendan.

Uno no se explica cómo todavía una obviedad pudo continuar en la boca de muchos, pero nunca en los hechos de nadie, por lo menos, de nadie con responsabilidades directas de gobierno. Algunos discursos actuales acerca del tema se han alejado incluso de esa obviedad. Si bien se ocupan de aspectos relevantes, aún no tocan la raíz del problema. Y lo sorprendente es que para hacerlo sólo se requiere referirse a un lugar común o a verdades tan evidentes que resultaría innecesario repetirlas, si no existiese una inveterada contumacia para su efectiva concreción, y antes que eso, para la verdadera conciencia sobre la misma.

La soberanía alimentaria no la garantiza el petróleo. Si no se posee una visión clara e integral de lo que significa soberanía, el petróleo termina garantizando sólo la posibilidad de importar alimentos y de reforzar la dependencia. El petróleo, como ya lo hemos sufrido, no nos otorga por sí mismo soberanía verdadera.

Es necesario el rescate de nuestro paisaje agroalimentario, mediante una formación continua y amplia, que incluya producción y cocina, y no sólo mercado. Sólo así tendremos soberanía en esa área. Se trata, en rigor, de emplear los recursos que nos proporciona el petróleo para fomentar y robustecer una cultura alimentaria propia. Lo otro es seguir postergando la solución radical del problema y, lo que es peor, colonizando cada vez más nuestra vida cotidiana.

¿Soberanía alimentaria con caraotas chinas? Necesitamos técnicos e ingenieros especialistas en pozos petroleros, pero también hombres capaces de orientar los recursos que provienen de esa riqueza hacia la liberación alimentaria del país. Y cuando decimos liberación no nos referimos exclusivamente a lo material. Pensamos sobre todo en la cultura, en la dimensión espiritual de la comida, en su armonía con el entorno, con nuestros ríos, nuestro mar, nuestra tierra, nuestra historia.

lunes, febrero 12, 2007

Las mesas altas

Javier Marías

Los lectores de Javier Marías recordarán una (es)cena de Todas las almas en la que el narrador conoce a la que va a ser su amante en la novela. El hecho le ocurrió a los cuatro meses de haber llegado a Oxford. Fue invitado a una “high table”, ese ritual oxoniense consistente en una larguísima comida que se realiza en los refectorios de los colleges y que posee su propio ceremonial, su estricta etiqueta para expresar las debidas jearquías académicas. Así, sólo los integrantes de la congregación deben asistir togados. Serán unos diez en total, que junto a sus diez invitados de otros colleges, ocuparán una mesa puesta sobre una tarima (de allí el nombre de la cena), presidiendo un salón donde comen también estudiantes, que, ubicados en las “mesas bajas”, representan no sólo al pueblo llano, sino también al público que esta escena gastronómica requiere, por lo menos para su inicio, dado que los estudiantes terminan devorando la comida y huyendo del refectorio para no presenciar del todo la liturgia.

Efectivamente, se trata de una función teatral semejante a las que diseñó Grimod de la Reynière en la Francia pre-revolucionaria, pero también con evidentes diferencias. Una “high table” es prolongada, pero no llega nunca a las cinco horas que la cofradía hedonista de Grimod le dedicaba a sus comidas, unos verdaderos maratones gastronómicos, en los que también era importante la calidad de la ingesta, cosa que no parece preocupar mucho a los cofrades de las “mesas altas” en la distinguida comunidad universitaria de Oxford, más ocupados en mantener la “altura” de la mesa que la “haut cuisine”, que, en rigor, ni les va ni les viene.

Refiere Marías que las “high tables” comienzan con un gran rigor, dando cumplimiento a lo previsto en un código que regula el más mínimo detalle. Sin embargo, poco a poco, la cena se va relajando tanto en compostura como en dicción, modales, sobriedad y atuendo (me imagino que algunos, ya cansados, se quitarán las togas). Pero eso sí: no se quebranta la norma de que cada comensal hable sólo con las personas que tiene a su lado. Siete minutos con quien fue su primera pareja al entrar y cinco con la otra, y así, alternando su conversación de derecha a izquierda y de izquierda a derecha durante las dos horas del convite. Esta norma obliga a emplear el lenguaje de la mirada para dirigirse a quienes se tiene enfrente o en algún otro sitio de la mesa. Cuenta Javier Marías:

Clara Bayes, en aquella mi segunda `high table`, me observaba de reojo desde el otro lado de la mesa, casi enfrente de mí, entre divertida y compadecida de mis gestos de desaliento cuando veía desaparecer de mi vista abundantes platos que no había tenido tiempo ni de considerar, pese a mi embriaguez y mi hambre que iban siempre en aumento”. No sólo no se puede hablar con todo el mundo. Tampoco se puede uno descuidar mucho con los platos, porque el momento de su retiro por parte de los camareros está regladamente medido y es inexorable.

Si bien las “mesas altas” de Oxford lucen como una ridiculez de marca mayor, son, sin duda, una delicia para cualquier estudioso de la semiótica gastronómica (y académica). Sus signos del espacio y la etiqueta, del lenguaje y la mirada, del tiempo y el atuendo, configuran un completo cuadro oxoniense que podemos leer, como dije al comienzo, en la excelente novela de Javier Marías que a todos recomiendo.

lunes, febrero 05, 2007

El derecho de autor y la cocina

Tía Anica, la Piriñaca

Vayamos al grano de una vez: el concepto de derecho de autor está en crisis, por fortuna. Me refiero, desde luego, a la noción patrimonialista del mismo.

Empeñada en convertir la obra intelectual en un objeto exclusivamente lucrativo, la llamada industria de la cultura quiso reservarse de manera casi total el beneficio económico que corresponde originalmente a los autores. Llegó a extremos descarados de apropiación, para los cuales obtuvo incluso consagración legislativa y apoyo doctrinal. Uno de ellos fue (y es, por lo menos en algunos países) el de considerar autor a quien produce la obra, en desmedro del verdadero titular de la autoría. Excesos como ese son ahora burlados. Noles volens, la tecnología ha venido socavando ciertas ortodoxias del mercado.

Si bien la piratería incluye un número muchísimo mayor de usuarios, tampoco toma en cuenta a los genuinos autores. Su objetivo es, igualmente, el beneficio exclusivo, y lo que es peor, a costa de los demás. Podríamos afirmar que un extremo produjo otro. Sin embargo, algo bueno ha traído esta ola pirática: el derecho de autor entendido como propiedad privada está haciendo aguas y está volviendo a ser considerado, si es que alguna vez lo fue, como un derecho de la cultura, un derecho no sólo individual, sino también colectivo. No podíamos seguir ignorando la presencia de un pueblo que se expresa a través de sus creaciones, pero que necesita conocer y disfrutar las de otras comunidades, de una manera activa, respetuosa y libre.

Sabemos que es posible un derecho intelectual que no responda a las leyes del mercado, sino a las necesidades e imperativos de la cultura. La UNESCO dio un paso importante para reforzar esa posibilidad cuando aprobó la convención sobre la diversidad cultural en octubre del 2005. Corresponde ahora hacer las modificaciones -entre otras- a las leyes de derechos de autor, redactadas en su momento a la medida de los intereses de la industria transnacional del entretenimiento. Restaurar la dimensión inmaterial de la creación es una ruta que nos ha trazado la normativa de la UNESCO con fundamento en el nuevo paradigma de la diversidad.

Una de las expresiones colectivas de la cultura más antiguas que pasa a estar protegida y promovida por la referida Convención es la gastronómica. La transmisión oral de los saberes culinarios nunca se ha detenido, pero es en la actualidad cuando esos saberes tienen entre nosotros un explícito, intenso y verdadero reconocimiento, como lo recordaba hace unas semanas Sumito Estévez en su columna dominical.

¿Qué pasará con el derecho de autor en el área gastronómica, a la luz de esta nueva concepción? Nada, salvo que quienes pretendan seguir presentándose como creadores de recetas deberán cuidarse más cuando copian a la tía o a su servicio doméstico, que son a su vez portadoras de una tradición. Los autores de recetarios deberán aprender de Jane Grigson, quien, como recordaba Julian Barnes en El perfeccionista de la cocina, no sólo cita, sino que elogia las fuentes originales y las recetas ajenas. La cocina secundaria (la que deconstruye lo elaborado por otros) difundirá sus hallazgos con menos arrogancia, y tal vez los protagonistas de la restauración pública empleen con más frecuencia esa bella expresión de la humildad intelectual y del reconocimiento al maestro que usaba la cantaora Tía Anica, la Piriñaca, cuando su voz ya estaba “puesta”: Este cantecito que voy a cantá, lo sé por Parrilla de Jeré, lo sé por é.