lunes, diciembre 31, 2012

¡Feliz año!

Edouard Manet. Monet et sa femme sur le Bateau-Atelier
 
Ultimo día del año. Poca brisa y nubes quietas. Leo un poema en el que Octavio Paz ve unas ramas y habla de su “vaivén inmóvil”. Se refiere a la escritura, pero también a cuatro chopos, que, aspirados por el cielo, son ahora uno solo.

El ojo del poeta pinta, traza el centelleo que somos. Busca atrapar la línea que sale disparada de la página, pero se topa con caligrafías diversas. Todas siguen en ascenso.

Un pájaro ha llegado al balcón. Trae la luz y su armonía.

Pienso en otro pintor que oficia en el poema:

Latir de claridades últimas:/quince minutos sitiados/que ve Claude Monet desde una barca.

Dejo el libro de Paz para regar las matas y darles mi saludo. A ellas. A todos.
 

domingo, diciembre 09, 2012

La muerte del emperador

Adriano
 
Domingo de nubes y de Marguerite Yourcenar, de cuya muerte se cumplirán 25 años el próximo 17.

Una célebre frase de Alfonso Reyes me inhibe. Lo dejó así, como enigma, y procedo:  
 
Anoche volví a las páginas de un admirable libro de Marguerite Yourcenar. Me refiero a MEMORIAS DE ADRIANO. Busqué el ejemplar, ya descuadernado, que compré en agosto de 1981. De las dos ediciones que tengo de ese libro, es esa la que prefiero por los subrayados que en ella hice durante la primera lectura. Algo de lo que uno fue hace 31 años está presente en esas íntimas marcas de lector. Una de ellas me revela ahora una constancia. En efecto, hoy volvería a subrayar esta frase fulgurante de Adriano: “Mis primeras patrias fueron los libros”.

El genial emperador fue un esteta y la escritora belga supo perfilarlo con hermosa nitidez, en una larga epístola que merece y demanda varias visitas. En esta oportunidad quise buscar al enfermo que desde el poder revisa su pasado y dialoga con su achacoso cuerpo. La anatomía del poderoso es también la anatomía de cualquier ser humano, por más aura divina que le adjudique su entorno. Así, el emperador también puede enfermarse de hidropesía, como Adriano, pese a ostentar lo que en lenguaje teológico se llama “carisma”, término que a partir de Weber le sirve a la ciencia política para afrontar la misteriosa fascinación que algunos líderes ejercen sobre el pueblo. Estos jefes poseen, al igual que todos los mortales, un cuerpo destinado al deterioro. Muchos abusan de él y fallan en su cuidado. Cuando la intrusa (la enfermedad) lo toma en silencio, sus alarmas demoran en encenderse. Al ocurrir la primera señal, puede ser tarde. En todo caso, a tiempo o no de la cura, el enfermo se convierte en un prisionero, como lo dice Adriano al observar a su alrededor la solícita presencia de médicos y amigos, en severo ejercicio de una constante vigilancia. Adriano asume “el perfil de su muerte” y se dedica a contarle su vida al sobrino que habrá de sucederle: nada menos que a Marco Aurelio. Entretanto, la intrusa avanza, pero el emperador se ha hecho más sabio y lúcido. Durante los momentos de mejoría gobierna mejor y se concentra en las obligaciones principales. Prefiere la verdad al engaño, porque la primera sana y el segundo es tóxico. Finalmente, saluda a su alma y le pide que entre con él a la muerte, abiertos los ojos y reconciliado con sus recuerdos.

Buscando el ars moriendi del más griego de los emperadores de Roma, reencontré viejas enseñanzas sobre el poder y sus enfermos (entiéndase esta frase en cualquiera de sus sentidos). Asimismo me hallé de nuevo con algunas formidables lecciones gastronómicas. Adriano estaba reñido con las pitanzas que hicieron las delicias de otros emperadores, atiborrados de hortelanos, inundados de salsas y envenenados de especias. Prefería, helenista como era, “la carne pura de la hermosa ave”, el vino resinoso, el pan salpicado de sésamo, el pescado a la parrilla y al borde del mar y, sobre todo, la fresca insipidez del agua sobre los labios. Consideraba que “comer demasiado es un vicio romano”. Por eso optó a favor de la “sobria voluptuosidad”, lo que le permitió hacer más llevaderos los inevitables efectos de la intrusa.

Bellamente escribió su despedida: “Animula blandula vagula”, que traducido significa alma pequeña, efímera, amable.

Acá, el último párrafo del fascinante libro de Yourcenar (versión de Cortázar):

“Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los jueces de antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver… Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos… // FIN ”.

sábado, diciembre 01, 2012

Servir la mesa


 
Se come musicalmente las sardinas, como si tocara un silbato. Da gusto de puro leerlo: 

Coge la cabeza del pescado con los dedos de una mano y la cola con los dedos de la otra, y lo come como si tocara la ocarina…, devora por aspiración, sorbiendo. La espina sale dibujada y limpia. Los espectáculos de avidez se hermanan muy bien con esta mar antigua. En esta mar hay rincones en los que parece percibirse el aire de las hecatombes homéricas. Yo me como las sardinas –modestia aparte- de una manera más académica: sobre el pan, pero no con los dedos.”.

Golosamente leo Un viaje frustrado, de Josep Pla.

Mar, sardinas, ilusión de vida libre.

En una sola frase, Pla, con la fascinación de lo cercano, traza
 
el perfil completo de su personaje, que había nacido, como el

autor, en Palafrugell, el país del pescado frito:

Era un hombre importante, en el sentido de que sabía hacer

muchas cosas, y las hacía bien”. 

De eso dan fe sus oficios amables y sagrados:

Era pescador, marinero, cazador, cocinero, cochero, sabía

comprar en el mercado, era un criado excelente y servía

admirablemente la mesa”. 

A este servidor le encanta ese elogio, tanto, que lo quisiera para sí.